Otras cosas

El pianista (2002)

Yo, que soy una llorona, no lloré. Como el protagonista de “La naranja mecánica” en su proceso de rehabilitación cuando lo obligaban a mirar escenas de violencia, tenía los ojos bien abiertos frente al deslizamiento progresivo del Mal. No lloré. Tampoco escuché llorar a mi alrededor en el cine. Es que “El Pianista” no es una de llorar. “El Pianista” es una de pensar, de sentir, de dejarse penetrar por esa historia, nuestra historia. Polanski toma el relato de Szpilman y lo mezcla con sus propios ecos y le habla a los míos. No nos quiere contar la shoá, no se propone como historiador ni transmisor de mensajes. Tampoco hace un documental supuestamente objetivo, aunque hay un ahorro de comentarios y golpes bajos que uno agradece a cada paso. Nos cuenta la historia de la supervivencia de un judío durante la shoá, uno solo, con su pequeño universo de complejidades, sus cobardías y sus grandezas. Nos dice: “miren lo que nos fue pasando, miren quiénes éramos y cómo nos fueron haciendo deslizar en lo que nos era imposible anticipar” y nos muestra los seis años de reinado del Mal.

Cuenta la historia de Władek Szpilman un judío que se salvó. Como mis padres. Su historia, como todas las historias de sobrevivientes, se parece y no se parece, es siempre la misma y siempre es algo diferente. Vemos su camino particular y concreto que nos permite acompañarlo paso a paso, ser testigos del progreso en el plan de destrucción de la vida judía y observar, mudos y agradecidos, al azar que le permitió seguir viviendo contra toda expectativa.

La historia de la supervivencia de Władek Szpilman transcurre desde septiembre de 1939, en la Varsovia floreciente, hasta 1945, entre lo que quedó, las ruinas y su desgarradora soledad. La vida de los judíos en la Varsovia de fines del treinta, cosmopolita, urbana, sofisticada, nos es devuelta en imágenes y sonidos. La cotidianeidad, la ropa, los muebles, los adornos, los carteles, los pequeños detalles son lenguajes sensibles que evocan sabores, olores, aquello más primario del recuerdo. Vemos los nombres de las tiendas, los carteles, los afiches, los anuncios, en polaco y algunos también en idish con tal sensación de realidad que uno espera oír polaco, oír idish. Y muestra cómo esa vida va siendo atacada y se desliza en una caída fatal hacia la abyección y la muerte. El traslado forzado hacia el gueto, las restricciones progresivas, las humillaciones, las deportaciones, el “paso” al lado ario, los caminos tortuosos de la supervivencia y, para algunos pocos, la salvación.

Una vida puede ser relatada en pequeños detalles, detalles que nos permiten atisbar algo de ese mundo del gueto, de la persecución, de la impotencia, del miedo que nos es tan desconocido, del que la mayoría sólo tenemos un registro intelectual. ¿Cómo comprender desde nuestra “seguridad” cotidiana la progresión del hambre, del frío, el desamparo, la sed, de las pérdidas de personas, objetos, refugios, “seguridades”, “certezas”? En “El Pianista” están esos detalles que atraviesan las palabras y le hablan directamente a nuestra piel.

Temas caros a los sobrevivientes como las vergüenzas y los actos de arrojo –tanto de judíos, polacos, nazis-, las inconciencias y el puro azar, el horrible, maravilloso, injusto y arbitrario puro azar. Sin baraturas ni simplificaciones, no se nos ahorran las miserias ni las grandezas humanas. Se ve el sufrimiento judío pero también se ve su aprovechamiento por otros judíos. Se ve el judío que actúa como corrupto y en otro momento como salvador. Se ve la complicidad de la población polaca pero también se ve la ayuda que algunos proporcionaron. Se ve la crueldad de los nazis pero también la conducta de alguno que lo contradice. Polanski se atreve con la vida y con las cosas como de verdad son: grises mayores, grises menores, grises grises.

Los sobrevivientes se preguntan si “El Pianista” servirá para algo, si conseguirá acercar la experiencia a los afortunados que la desconocen. Difícil responderlo. Tal vez para muchos, incluso para muchos judíos, esta película será la primera aproximación a una de las irreparables pérdidas de la shoá: la vida judía polaca en su riqueza y complejidad. Lejos del habitante del shtetl, (esa imagen algo romántica del judío ingenuo, bonachón, crédulo y religioso de comienzos de siglo), en los varsovianos judíos de los años treinta vemos a los citadinos, a los profesionales, a los estudiantes, a las amas de casa, a los comerciantes, a los militantes, a los subversivos, y también a los criminales, los mafiosos, los aprovechadores. Los judíos, igual que cualquier otro grupo humano, se ven como fueron, en su diversidad real, dolorosa, compleja.

Se puede tener una idea de las dimensiones y alcances del monumental, abigarrado y superpoblado gueto de Varsovia, de las diversidades que anudaba, los interiores de las casas, las actividades, las ambigüedades y contradicciones, la confrontación de la opulencia de algunos frente a la total desesperación de otros... una pintura sin pretensiones de moralejas ni estridencias. El famoso muro, frontera de la vida y la muerte, escenario del heroico accionar de los pequeños contrabandistas que se jugaban la vida cotidianamente entrando comida primero y armas después, es un protagonista mudo y elocuente. Se ve también el puente que unía el gueto grande con el gueto chico y no puedo resistirme contar una anécdota que refleja el modo en que uno se va integrando a lo que le toca vivir, aún a lo más terrible: una sobreviviente que tenía diez años cuando se cerró el gueto, me contó que cuando cruzaba ese puente con sus amiguitas, jugaban a correr y no ser alcanzadas por las balas que disparaba algún nazi “divertido” desde abajo y cuando llegaban al otro lado lanzaban un triunfal “no me dio!”.

La película no es de llorar. No vi gente llorando en el cine. No tiene golpes bajos, es despojada, cruda, sin comentarios ni explicaciones. El protagonista parece transitar por su historia con cierto desapego, como si no creyera que eso le está pasando realmente. Muchos sobrevivientes cuentan la historia de la misma manera, sin dramatismos ni sobreactuaciones, ni iluminados protagonismos, como pidiendo perdón por el atrevimiento de contar.

Se les pregunta a los sobrevivientes cómo es posible que hayan continuado sus vidas casi normalmente, cómo es posible que la shoá no los haya convertido en monstruos o en psicóticos irrecuperables. Władek solo, escondido, desgarrado, digita en el aire escalas mudas, practica pianos ausentes, mantiene su cordura, arroja anclas que lo conservan humano, con obstinación, con sencillez. Lo hace sin heroísmos, sólo acunado por la fuerza de la vida. Y no se vuelve loco, no se vuelve un monstruo.

Suelo describir al período vivido por los sobrevivientes en la shoá como “el bache”. “El bache” es ese accidente que sobrevino de pronto, sin esperarlo, sin estar preparados, que los arrancó de sus vidas normales hacia esa otra legalidad desconocida y arbitraria, un pozo negro en el que fueron cayendo sin saber cuándo terminaría la caída o si alguna vez tendría fin. Al cabo de un tiempo infinito, un día tan misterioso y sorpresivo como el primero, salieron de “el bache” y fueron relanzados a la normalidad que ya creían haber perdido para siempre. Lo que habían sido y vivido en “El bache” quedaría sin procesar, sin poder ser integrado entre los normales pues debían reintegrarse a la vida, olvidar. Władek toca un concierto en la radio antes de entrar en “el bache” y lo vemos en el mismo lugar una vez afuera. “El bache” quedó en su corazón, encapsulado, guardado, esperando que el milagro de la música, de nuestra oreja, de nuestra compasión, preste algún sentido a lo que parece haberse perdido para siempre.

Un comentario final sobre la vida, su fuerza e irracionalidad sublime. Me refiero a la escena en la que nuestro protagonista toca el piano ante el oficial nazi: él no sabe, como no solían saberlo los judíos, qué haría el oficial con él, tal vez matarlo, tal vez burlarse. “Toque el piano” le había ordenado A uno se le detiene el aliento: ¿cómo hará para tocar? ¿cómo conseguirá volver del infierno y saltar en una vuelta carnero imposible de vuelta a la “civilización”? ¿recordará las armonías, volverán los acordes? ¿le responderán los dedos? ¿el hambre, el frío, el deterioro, la falta de práctica no le impedirán hacer lo que tiene que hacer? Las manos bajan lentamente sobre el teclado, dudando de sí mismas, se apoyan en algunas notas tímidas y pudorosas, y se dejan llevar por la misma música que sucede casi por propia voluntad en la voluntad de imponerse por sobre el horror, y se despliega y asciende y nos dice que sí, que milagrosamente la vida continúa, que la pérdida de lo humano es transitoria, que será olvidada y superada. La vida seguirá viviendo con la inconciencia de lo primitivo, de lo que no tiene razón.

Memoria activa, discurso 2002

En estos cien meses Después de 100 meses, uno ya no sabe qué más decir.

Se ha dicho todo. En estos 100 meses se ha dicho todo.

Se ha denunciado, se ha expresado el dolor, la rabia, la injusticia. Se ha prometido no cejar hasta el total esclarecimiento, se ha señalado a culpables, instigadores, aprovechadores, obstaculizadores y también a colaboradores, simpatizantes.

En estos 100 meses se ha dialogado con probos y corruptos que juraron, prometieron, insistieron, aseguraron que se llegaría a las últimas consecuencias, que no cejarían en su empeño sin que se castigara a los culpables.

En estos 100 meses se han transitado los vericuetos más que sorprendentes y curiosos que los funcionarios y estamentos de los distintos gobiernos han determinado. Distintos gobiernos, distintos funcionarios, el mismo callejón sin salida, la misma inconducencia; al mismo tiempo, la misma eficacia en tapar, disfrazar, oscurecer.

En estos 100 meses somos testigos de un juicio en marcha, una especie de premio consuelo, con muchos vicios de procedimiento y que juzga aspectos marginales que deja afuera el quiénes, el cómo, el por qué, el cuánto y el con qué.

En estos 100 meses se ha escuchado el desgarrado sonido del shofar semana a semana aullando a voz en cuerno nuestra impotencia por sobre el ruido de las bocinas y la gente que va y viene a nuestro alrededor y no se detiene, salvo algún curioso, a ver de qué se trata, qué hacen estos locos parados en la plaza, con cara seria, con lluvia o con calor, un shofar que a veces se queda afónico de tanto grito al aire, de tanto grito sin destino aparente.

En estos 100 meses hemos unido nuestras voces pidiendo justicia tantas veces, tantas veces, tantas veces que uno se para acá sabiendo que no hay nada nuevo que decir. Memoria Activa: crónica del país

Memoria Activa se ha constituído en testigo, víctima y crónica de estos últimos años de la vida argentina. Las distintas voces que han desfilado por estos micrófonos fueron dibujando en estos 100 meses la trama oculta y desgarrada del día a día de un país que ha perdido su rumbo. Así como las Madres de la Plaza fueron las que se animaron a hablar cuando el resto estábamos paralizados, aterrados de sacar la cabeza no fuera a ser que nos señalaran y nos secuestraran, torturaran y desaparecieran, y fueron las primeras que denunciaron lo que estaba pasando, de modo similar, las voces de Memoria Activa expresaron precozmente lo que hoy nadie duda. Un Estado que no sólo no cobija y protege a sus habitantes, sino que es la misma fuente de las injusticias y los delitos. Fue aca en donde la fiesta menemista dejó ver los entretelones, las trampas y los hilvanes, las manchas de grasa que no se veían por televisión. Fue acá donde la gente venía a poner la cara y el cuerpo y a expresar con su presencia, su profundo desacuerdo con un estado de cosas que nos ha llevado adonde hoy nos encontramos.Y no sólo fue la fiesta menemista. Lo que siguió, y que me eximo de recordar porque confío en la memoria de quienes me escuchan, no sólo no pudo mejorar nada, sino que ahondó aún más la huella que ellos habían marcado.

Lunes a lunes, Memoria Activa albergó los testimonios que reflejaban un país en caída libre. No es difícil de entender cómo no se ha encontrado a los culpables del ataque a la AMIA y a la embajada de Israel en medio de tanto rincón oscuro, de tanta mano sucia, de tanta codicia impúdica. Lo difícil es entender cómo, lunes a lunes, seguimos estando aquí. Lo difícil es entender cómo algunas cosas, a pesar de todo, sobreviven, siguen funcionando, los hospitales, las escuelas, los colectivos, la luz, el teléfono, el gas... Lo que no sabemos es por cuánto tiempo. El huevo de la serpiente

Se le atribuye a Bertold Brecht este texto famoso que tantas veces ha sido citado en este foro público:

Primero vinieron por los judíos, y yo no protesté, porque yo no era judío.

Luego vinieron por los socialistas, y yo no protesté, porque yo no era socialista.

Después vinieron por los sindicalistas, y yo no protesté, porque yo no era sindicalista.

Entonces vinieron por mí, y ya no quedaba nadie que protestara por mí.

Brecht se cansó de negar su autoría de este texto que hoy es universal y que en realidad le pertenece al pastor Martin Niemoeller de la Iglesia Confesional Alemana, luchador por los derechos humanos que sufrió siete años en campos de concentración.

Sí, algo de eso pasó con Memoria Activa y el país. Lo que pasó con los ataques, con los símiles de investigaciones, con los embarramientos de canchas, con las mentiras, con las trampas, pasó con todo el país. Hoy la protesta es de todos. La humillación y la vergüenza

Hoy el país hace agua por todos lados. Lo que hace unos años era una denuncia potente en Memoria Activa, algo que parecía importar sólo a los judíos, hoy es el contexto de todos. Pero ha habido cambios. Hoy el tema ya no pasa por la corrupción, por las estrategias y los negocios del poder. Hoy el tema ha bajado a todos y pasa por la vergüenza y la humillación en especial del desempleo, del país que se ha ido achicando y que nos duele en cada centímetro de la piel. La vergüenza y la humillación pertenecen a la esfera de lo individual, son sentimientos que muchos de nosotros sentimos frente a una realidad que nos es tan esquiva, que nos ha dejado, como el chiste de Jesús caído del crucifijo vagando “en pelotas y sin documentos”. Hoy, pedir justicia, es más que exigir el juicio a los culpables, ahora se trata de la dignidad del trabajo, del sustento diario. La vergüenza y la humillación van minando la autoestima, la dignidad y el honor. Los extranjeros nos dicen que les sorprende cuán severos que somos con nosotros mismos. Vienen y se encuentran con estos discursos, el que estoy haciendo yo en este momento por ejemplo, desanimados, autoconmiserativos, desesperados. Ven gente decente, trabajadora, inteligente, sensible, que se siente idiota por haber creído, que no sabe dónde dirigir su dolorosa desilusión y lo hacen contra sí mismos. Vergüenza y humillación. En carne y viva y llagados. Pido perdón a los que esperan una voz esperanzada, pero lo único que atiné a componer, es estas palabras que me permiten compartir con ustedes mi propio dolor, mi propia vergüenza y mi propia humillación. La continuidad de la vida

Como ustedes saben, soy hija de sobrevivientes de la Shoá. Yo sé de la fuerza de la vida. No puedo dejar de mencionar indicios alentadores que están pasando, las irrefrenable fuerza de la vida. Vemos, sin mucho ruido, el surgimiento de algunas formaciones originales, sorprendentes, con destino aún desconocido, pero que le hablan a nuestra fe en el futuro. Huertas comunales, asociaciones de trueque, cooperativas de trabajo, diferentes organizaciones que buscan salir de la vergüenza y la humillación, con decisión de unirse y prepotencia de trabajo. La vida continúa y la vida misma busca nuevos canales que le permitan vivir. Resistir, siempre resistir

Termino citando al filósofo y epistemólogo Edgar Morin§ que, hablando de este momento del mundo, dice y es mi homenaje a estos 100 meses de Memoria Activa:

“Debemos resistir a la nada. Debemos resistir a las formidables fuerzas de regresión y de muerte. En todas las hipótesis, es preciso resistir. El porvenir ya no es una fulgurante marcha adelante, o más bien, hay que resistir también a la fulgurante marcha delante de las amenazas de sometimiento y destrucción.... Tenemos que resistir sin cesar a la mentira, al error, a la salvación, a la resignación, a la ideología, a la tecnocracia, a la burocracia, a la dominación, a la explotación, a la crueldad. Más aún, debemos prepararnos para nuevas opresiones, es decir, para nuevas resistencias... Aunque deseemos sobre todas las cosas ver el cese de la humillación, el desprecio, la mentira, ya no tenemos necesidad de certidumbre de victoria para continuar la lucha. Las verdades exigentes prescinden de la victoria y resisten para resistir. Pero preparémosnos también para las liberaciones, incluso efímeras, para las divinas sorpresas, para los nuevos éxtasis de la historia... Resistir a la nada. Resistir a las formidables fuerzas de la muerte. Resistir.”

Diana Wang

§ Tomado de “Para salir del siglo XX”, Edgar Morin, citado en “Seis millones de veces uno” de Eliahu Toker y Ana Weinstein, publicación del Ministerio del Interior, 1999, pág.219.

EN BÚSQUEDA DE LA ESPERANZA PERDIDA

Palabras para Rosh Hashaná En nuestra larga historia, los judíos hemos vivido largos períodos de florecimiento y paz, alternados por otros, de sufrimiento y destrucción. La versión que muchos de nosotros nos contamos, esto es, la de haber sido siempre perseguidos, no es rigurosamente verdadera. Es cierto que lo hemos sido, y no una sino muchas veces, pero no en todas partes ni siempre. Hemos fluctuado entre períodos de estabilidad y períodos de incertidumbre. De ambos, no sólo de los momentos difíciles, hemos extraído enseñanzas, enseñanzas que se han vuelto estrategias para sobrevivir y persistir en el tiempo. La errancia, tan esencial para nuestra definición de nosotros mismos, nos ha enseñado de primera mano, la gran lección sobre la transitoriedad de la vida. Tanto desarraigo nos ha hecho crecer raíces más hondas y expansivas, que toman nutrientes en más de un lugar, de manera rizomática y multiplicadora.

Vivimos en la Argentina momentos difíciles. No por ser judíos –también podemos tener problemas ajenos a nuestra condición de judíos- sino por ser argentinos. Vivimos momentos difíciles porque muchas de nuestras viejas certidumbres se han desvanecido y nos hemos quedado estuporosos, en shock, como si hubiéramos perdido sentidos. Los judíos sabemos –o al menos debiéramos saber- acerca de cómo sobrevivir en situaciones inciertas dado que la transitoriedad ha sido nuestra constante.

Hemos perdido la certeza del trabajo. La promesa que recibían hace un siglo los inmigrantes de prosperar en esta tierra con la única condición de trabajar y ser honestos, se ha caído y fragmentado con la fragilidad de un espejo barato. El trabajo por sí mismo no es ya ninguna garantía porque el concepto mismo de trabajo ha cambiado tanto que los más viejos no lo podemos reconocer.

Hemos perdido la certeza de la formación profesional. La otra promesa, la que recibió la generación que siguió a la de los inmigrantes, de que una profesión liberal o el comercio o una pequeña industria iban a ser los pasaportes hacia una vida digna y permitirían las construcción de un futuro para los hijos, se deshizo en el aire y nos dejó a oscuras. Comercios quebrados, industrias desmanteladas, profesionales desempleados es la realidad que nos alberga.

Hemos perdido la certeza del mañana seguro. La vida era un camino que, si se hacían las cosas bien, desembocaba en la jubilación y el descanso y la salud protegidos. Lejos de ello, el desánimo cunde, la “mala onda”, resultante de un horizonte que no parece ofrecer salidas, es el contexto en el que nos despertamos todos los días. Y es bien difícil tomar la decisión de abrir los ojos cuando lo que uno espera es más de lo mismo, o sea peor.

Pero los ciclos son círculos que se cierran y se abren. En este nuevo año que comienza, nuestro mandato, como siempre, es el renacimiento de la esperanza. Cada nacimiento, cada comienzo, cada brote porta en sí mismo la semilla del cambio, de la ventura, o, deletreado de otro modo, de la aventura. No dejarse vencer por la frustración es el primer esfuerzo que debemos hacer. La humanidad –y de eso los judíos podemos dar testimonio cabal- ha superado muchas situaciones que parecían imposibles. La estupidez del ser humano sin embargo, sigue resultando sorprendente en su persistencia y potencia destructiva. Pero también lo son la creatividad y el deseo de vivir (es otra de las cosas que confirmamos en la Shoá).

Éste es el desafío para el nuevo año que iniciamos.

Lamentarse, temer, ponerse a la defensiva, encerrarse en fortalezas de pasadas certidumbres y nuevos temores, seguir esperando que “algo” suceda y la salvación caiga sobre nosotros... nada de esto tiene sentido,

Busquemos en este nuevo año recursos que aún no hemos estrenado. Están en nosotros mismos. No hace falta que nadie venga de afuera a enseñarnos. Nosotros, especialmente los judíos, tenemos una enorme experiencia en la supervivencia, en “hacer la plancha” cuando la transitoriedad (que se ha vuelto hoy sinónimo de realidad) se vuelve turbulenta e incluso hemos conseguido salir nadando contra la corriente más de una vez. Busquemos allí. Cada uno en su propia historia.

Nuestra historia de desarraigo podría sernos venturosa por una vez. Nos han echado –esta vez a todos- de donde estábamos, del lugar que creíamos ocupar en el mundo. Estamos siendo – esta vez todos- inmigrantes otra vez. Sin habernos movido, nos han cambiado el escenario, las expectativas, el idioma. Hemos migrado –otra vez: todos- a una nueva realidad aunque parezca que no nos hemos movido de país. Nuestra actual realidad es una nueva transitoriedad, una nueva “tierra de nadie”. Pensémosla como una nueva edición de nuestra historia, ese camino de certidumbres que caían indefectiblemente y que nos obligó a generar certezas que se sostuvieran por sí mismas y que fueran fácilmente transportables. De ahí, quizá, mucha de nuestra obstinación.

Hoy, en Rosh Hashaná, en la Argentina del 2002, hago un brindis por los que ignoran –a propósito o sin querer- la palabra “imposible”. Para ello, va este relato atribuido a Albert Einstein (buen ejemplo de obstinación y búsqueda de nuevos caminos ante certidumbres poco consistentes):

“Dos niños patinaban sobre una laguna congelada. De pronto, el hielo se reventó y uno de los niños cayó al agua. El otro, viendo que su amiguito se ahogaba debajo del hielo, tomó una piedra y empezó a golpear con todas sus fuerzas hasta que logró quebrar el hielo y así salvar a su amigo.

Cuando llegaron los bomberos y vieron lo que había sucedido, se preguntaron cómo lo había hecho, cómo era posible que hubiera conseguido quebrar un hielo tan grueso sólo con una piedra y sus manos tan pequeñas.

Un anciano dijo que sabía cómo.

- ¿Cómo?... Le preguntaron. Y contestó:

- No había nadie a su alrededor para decirle que no podía hacerlo.”

El flaquito y yo

“Correte y no hagas nada!” escucho en mi oreja izquierda esta mañana al sacar el coche. La voz, urgente, mordida, me aterra. Casi no alcanzo a ver el arma que apunta a mi cabeza. Me corro. La puerta se abre y entra un muchacho como de veinte años con la piel de la cara toda poceada, y otro un poco más chico se mete en el asiento de atrás, un flaquito esmirriado. “Abrí el garage” me ordena el primero mientra siento en la cabeza el arma que me apoya el flaquito. En blanco. Estoy en blanco. Mi señora está leyendo el diario en la cocina, Melina y Mónica se están terminando de vestir para ir a la escuela. Abro el garage. Entramos. “Cerrá la puerta”. La cierro. Me siento un idiota, un inútil. El miedo por mi familia me ata las manos y el pensamiento. Me empieza a llenar de rabia la impotencia. Me vienen ideas heroicas que acallo. Mejor hacerles caso. Voy a hablarles tranquilo. Mejor no ponerlos nerviosos. Es lo último que pienso que pensé. A partir de acá todo se me vuelve un torbellino en el que fuimos sujetos impotentes. La invasión, los gritos, el horror en las caras de mis hijas. Querían la plata que había en casa. “No tenemos nada” le dije. No me creyeron. Revolvieron todo. Le pegaron a mis hijas. “No hay nada!” vociferaba yo desesperado. En una secuencia infernal terminaron llevándoselas en un coche que estaba afuera. El flaquito se quedó con nosotros, con su mirada fría, con odio desafectado. “Te las devolvemos cuando nos des la guita que tenés, hijo de puta. Si avisás a la cana, son boleta. Portate bien. Por ahí te las usamos un poquito pero van a volver. Los dólares, queremos los dólares”. Estábamos en sus manos. Sentados en la cocina, los tres alrededor de la mesa. El flaquito no hablaba. No nos miraba. No se molestó en atarnos. Nos sabía atados por el destino de nuestras hijas. Ordenó entredientes un café y un sandwich. Mi señora se los dio. Prendió la tele. Encontró un partido de fútbol de no sé quién contra no sé quién.¿Qué dólares? ¿Cuántos? ¿De dónde los iba a sacar? ¿Dónde estaban mis hijas? El flaquito nada, sólo decía con desgano “te van a llamar”. Como a las dos horas de inmovilidad y silencio preguntó dónde estaba el baño. Entró. Busqué la plancha de los bifes, lo esperé en la puerta y cuando salió le pegué con todas mis fuerzas. Nos quedamos aterrados mirando al flaquito caído a nuestros piés. Mi señora fue corriendo a buscar la cinta de enrollar cortinas que guardábamos en el garage por si había algo que atar. Comprobamos que estaba vivo. Lo atamos con furia y sin piedad. Llamamos a la policía. En pocos minutos estuvieron en casa. Delante nuestro comenzó el interrogatorio. No había tiempo que perder. Había que sacarle toda la información. El flaquito tenía antecedentes, estaba asustado. Yo no me reconocía a mí mismo. “Que lo revienten, que no lo maten hasta que diga dónde están las nenas, que lo hagan hablar pronto. Antes de que las violen y las lastimen. Que después lo hagan pedazos. No, que me dejen a mí, lo quiero matar yo”.¿De dónde me venían esos pensamientos? ¿quién estaba siendo yo? Yo, tan pacifista y reflexivo, tan buena gente y ciudadano responsable, tan respetuoso de la democracia y defensor del diálogo, yo me veía embargado de una violencia que no reconocía en mí. De pronto, el castigo físico me parecía bueno, necesario, justificado. De pronto el flaquito era la llave que podía impedir el Mal y no sólo no me importaba hacerle daño sino que lo exigía: nos tenía que decir dónde estaban las chicas! No me importaba el modo. Era “mis hijas o el flaquito”. Elegí a mis hijas. Es lo que elegiría cualquiera. Creo.

Si el flaquito era uno de los muchos hijos de una familia desdichada, mal conformada, que vivía en una realidad en la que el delito era la vía más eficaz de sobrevivir, en donde la injusticia social era flagrante; si la arbitrariedad de nuestra sociedad lo había puesto en un lado y a mí del otro; si yo había nacido en una familia que me educó en el respeto por el semejante, en la que nunca faltó nada, que nos tomábamos vacaciones todos los veranos, que íbamos a la escuela mientras mamá y papá constituían una versión un poco menos romántica de los Perez García mientras que seguro que las cosas habían sido muy diferentes en la vida del flaquito, todo eso, todo eso, en ese momento, aunque lo sabía, me importaba un bledo. Yo quería reventarlo, quería hacerlo doler yo, quería sentir en mis nudillos el impacto de su cuerpo que guardaba el secreto de la salvación de mis hijas.

Yo sabía que mis antepasados de piel blanca habían venido a este rincón del planeta al sur de América, la habían ocupado y colonizado mientras unos pocos años antes los antepasados del flaquito habían sido echados al destierro de su propio lugar y sus culturas reducidas, desnaturalizadas. Yo sabía de esa injusticia y no la compartía. Había educado a mis hijas en la reflexión del debido respeto a todos y en la conciencia de lo arbitrario de que algunos tengamos y otros fueran carecientes de lo que permite vivir con la mínima dignidad. Sabía todo eso, pero no lo podía considerar en el momento en que mis hijas estaban en sus manos. Sólo las quería recuperar, sólo quería que fuera pronto para que no las lastimaran. No era momento de reparar heridas históricas ni de compensar el robo ocurrido desde la Conquista del Desierto ni de reivindicar nada. No era tiempo de pelear por una sociedad más justa en la que la distancia social no fuera tanta para que todos sus miembros tuvieran de verdad las mismas oportunidades, aunque seguía y sigo pensando que es una pelea necesaria. Era tiempo de conseguir la información para que a mis hijas no les pasara nada, para que volvieran con vida y enteras.

Los hechos no son los mismos cuando están encarnados en alguna situación concreta. In abstractum, las cosas se pueden ver en un contexto de reflexión y ponderación. Desde adentro, preso del clima tormentoso del miedo, la impotencia y la furia, todo se ve diferente, uno puede descubrir nuevos pensamientos, nuevas reacciones que desconocía. El otro deja de ser un semejante para convertirse en un enemigo cuando penetra en nuestro espacio corporal, cuando nos puede matar, violar, cuando esgrime un arma y se lo ve dispuesto a usarla, no es un otro con el que se pueda hablar. No es un momento para reflexiones y retóricas.

Pero ¿cómo ve la situación una persona que está afuera y, por ende, puede pensar?. No es lo mismo para el periodista, para el sociólogo, para el juez, para el historiador, para el formador de opinión o para el político, para el observador o el evaluador, quienes están más alejados y pueden –y deben- ver el cuadro más ampliado.

Suponiendo que el tal evaluador no tuviera ulteriores intenciones o intereses ocultos, que fuera honesto, vería que el flaquito y sus cómplices no son malos naturalmente sino que son exponentes de una realidad que implica una sucesión de injusticias y violaciones de la que están presos con pocas alternativas de elección. Se los puede comprender, se los debe comprender, pero no justificar ni permitir la continuidad de sus conductas delictivas.

Suponiendo que este evaluador se acerque al fenómeno con genuina voluntad de entendimiento, comprenderá también que el hombre desesperado por defender a su familia puede recurrir a cualquier medio, incluso al castigo físico. Lo comprenderá, y hasta se preguntará –si es honesto- qué haría puesto en su lugar aunque no podría justificar –como con el flaquito- su conducta como modelo a imitar. Sabrá que la escalada de violencia no lleva a otra cosa que a más violencia. Pero sabrá también que ante la desesperación de recuperar a sus hijas y ante la inminencia de la violencia a la que podrían someterlas, cualquier cosa que haga para impedirlo es lo que cualquiera de nosotros haría en su lugar.

La tentación de pensar al flaquito y sus cómplices como las víctimas y de arrojar sobre el hombre la acusación de perpetrador sanguinario es mayúscula. Después de todo, el hombre tiene un buen pasar, ha recibido una buena educación, tiene más y mejores recursos, mejor expectativa de vida, es un buen ciudadano respetuoso de una ética de convivencia, debería dejar que las cosas siguieran su curso, que los cómplices del flaquito violen a sus hijas, buscar con desesperación el dinero en efectivo sin saber si lo podría conseguir, sin saber si recuperaría a sus hijas si lo entregaba. Se constituiría en un eslabón más de la cadena de confirmaciones de que el delito rinde, de que se puede y se premia el tomar las cosas por la fuerza y así otras familias podían sufrir lo mismo que habían pasado ellos y la sociedad toda se volvería un jungla de supervivencia incierta.

¿Son estos protagonistas culpables de la realidad circundante? Aunque exponentes de aspectos tan dispares, injustos y arbitrarios resultantes de sucesos anteriores a sus existencias y que los han llevado a ser quiénes son, ¿son responsables personalmente –y punibles- por este estado de cosas?

En nuestra necesidad de simplificar para entender las cosas rápidamente y adjudicar a uno la condición de “bueno” y a otro la condición de “malo”, ¿Cuál es la víctima? ¿para qué sirve pensar en víctimas? ¿para justificar? ¿no son acaso los dos víctimas en distintos momentos, con distintas historias, en distintos grados? ¿podemos acusar a este hombre desesperado de ser un perpetrador vil y cruel? ¿no tiene derecho a defender a los suyos? ¿debe sentarse y esperar con amabilidad y don de gentes a que dispongan de su familia y decidan su vida o su muerte?

Han guiado estas palabras, mi intento personal de comprender desde la distancia algunos ingredientes que integran lo que está sucediendo entre israelíes y palestinos, esta desgarradora lucha de una causa justa contra una causa justa y el creciente apoyo de la población israelí a la política beligerante de Sharón. Quería intentar meterme en la piel de un israelí desde mi realidad argentina y judía, en especial, el cambio de bando de algunos prestigiosos intelectuales que integraron Shalom Ajshav (Paz Ahora) y que hoy reconocen la inutilidad de sus esfuerzos porque sienten, como el personaje ficticio de mi relato, que con el flaquito no se puede hablar, que no le importa, que está jugado, que al flaquito hay que pararlo y hablar después.

El héroe deconstruido

Andrea: “Qué desdichada es la tierra que no tiene Héroes”

Galileo: “No. Desdichada es la tierra que necesita Héroes”. Bertold Brecht (Galileo Galilei)

La construcción y erección del Héroe, ese personaje público que hablará con palabras universales y eternas, que actuará con conciencia de su trascendencia histórica y morirá proverbialmente joven, es una estrategia manipuladora conocida y profusamente abordada tanto por los fascismos como por los diferentes sistemas políticos autoritarios y dictatoriales. Corporizado en estatuas gigantescas que lo muestran con gesto emprendedor, la mirada fija en un punto del futuro venturoso, el pecho pleno del aliento contenido presto a estallar en alguna acción dirigida al inequívoco bien común, el Héroe es el supremo ejemplo, la figura a imitar, “pedagógicamente” simplificada, maniquea y rectora indudable de los destinos de la comunidad.

ORIGEN DEL CONCEPTO El teatro era uno de los pilares en la constitución de la subjetividad del ciudadano griego. Aristóteles nos ilustra acerca de sus contenidos y características. Distingue a la tragedia de la comedia. La tragedia se ocupa de temas trascendentales, la vida y la muerte, el odio y el amor, la lealtad y la traición. La comedia se ocupa de situaciones particulares y cotidianas, de las debilidades y vulnerabilidades, de las dudas e inseguridades del diario vivir. Mientras la tragedia trata sobre el destino del hombre, la comedia trata sobre la falible condición humana. La tragedia cumple la función de enseñanza, la comedia la de la identificación, ambas condiciones necesarias para la constitución del ciudadano de la polis griega. La tragedia está protagonizada por dioses y héroes –semidioses-. La comedia, por el contrario, está habitada por gente común.

Pensando en el concepto de Héroe propiamente dicho, Tzvetan Todorov (“Frente al límite” 1993) agrega otros dos elementos, la necesidad del relato y el tema de la muerte. Respecto del primero dice que el héroe se manifiesta en el mundo exterior a sus actos en forma de relatos que expresan su gloria; sin relato que lo glorifique, el héroe no es héroe. En relación a la muerte, señala que en la elección entre una vida sin gloria y la muerte en la gloria, el héroe optará siempre por la muerte; la muerte está inscripta en el destino del héroe.

HÉROES DEL GUETO DE VARSOVIA. Es en este contexto de ideas en el que pretendo re-pensar la noción de héroes del gueto de Varsovia. Sin poner en duda la valentía y ejemplaridad de la conducta de Mordejai Anilevich y el resto de los combatientes, me propongo reflexionar sobre el concepto de héroe propiamente dicho y la necesidad de su construcción e implementación. Los combatientes del gueto de Varsovia, los otros de otros guetos, los partisanos así como los que protagonizaron rebeliones o atentados en los campos, lucharon como expresión de convicciones y militancia y en un contexto profundamente desalentador y de total desesperación. Sabían que su único camino era la muerte. No quisieron dejarla en manos de sus victimarios. En un supremo acto de libertad, decidieron por sí mismos cuándo y cómo morir. Así fue que lucharon, sabiendo que no cambiarían el curso de las circunstancias. No se llamaron a sí mismos “héroes”. Fue ésta una denominación surgida a posteriori y profusamente utilizada. Me preguntó por qué. Me pregunto para qué.

Desdichados los pueblos que necesitan héroes, decía Galileo en la obra de Brecht.

Desdichados los judíos si necesitamos de héroes para convalidar nuestra identidad.

LAS OVEJAS Y EL MATADERO. Abba Kovner en su célebre llamamiento a la lucha conminó a los judíos del gueto de Vilna a no dejarse llevar a la muerte como ovejas al matadero. Frase encendida y provocativa, dictada por la desesperación y la impotencia del que sabe y no consigue que los demás, más temerosos, le crean. No sé cuánto éxito tuvo en esta convocatoria. La desdichada frase tuvo, sin habérselo propuesto, un éxito contundente luego de terminada la Shoá y la Segunda Guerra Mundial, una vez conocidos el grado de las atrocidades y el número de los asesinados.

El mundo, y en especial el mundo judío, no salía de su asombro y estupor. Los relatos de los “aparecidos” y los primeros documentales que mostraban filas y filas de gente que iba, inexplicablemente si oponer resistencia, mansamente, a su propia muerte, no dejaban de atormentar a los que habían estado lejos de la ocupación nazi en Europa. Siglos de acusaciones antisemitas que los describían como cobardes y pasivos se abatieron sobre los judíos de la posguerra. Duramente cuestionados en la dignidad y el orgullo ¿cómo convivir con la identidad judía ante tamaña evidencia? ¿La cobardía proverbial del judío, tan propagada por las arengas antijudías, se mostraba al mundo entero de manera incontrovertible? ¿Por qué se dejaron matar? ¿Por qué no lucharon? ¿Por qué esa insolente pasividad que salpicaba a todos los demás?

LA VERGÜENZA. Para muchos judíos del mundo, después del horror y el dolor, lo que sobrevino fue la vergüenza. Esos judíos que “se dejaron llevar como ovejas al matadero”, esos judíos impotentes, inoperantes, individualistas, inermes e inútiles, amenazaban con representar para todo el mundo a todos los judíos, amenazaban cubrir con vergüenza a toda la condición judía. Eran los años de la efervescencia con el regreso a Israel cuando en el seno de los movimientos sionistas, se intentaba refundar al nuevo judío que levantaría su dignidad y honra ante todos los pueblos del mundo. Esta nueva imagen fue lacerada con las que llegaban desde el hondo horror de la Industria de la muerte. Las voces de los constructores de la nueva identidad se levantaron enfáticas: ése era el judío que había que erradicar, el judío “guético”, el sometido, el pasivo, el humillado. Hay testimonios de la vergüenza y el desprecio por este tipo de judío –curiosa y dolorosamente muy parecido al judío pintado por el imaginario nazi- en diarios israelíes de 1945 y 1946 que me eximen de todo comentario, muchos de los cuales fueron expresados por Ben Gurion mismo. Fue ésta una de las razones por las cuales, luego de los primero momentos catárticos, los sobrevivientes decidieron callar.

EL LAVADOR DE LA VERGÜENZA. El “Héroe de la Resistencia” surge entonces como el contrapeso que permite mantener el equilibrio, será quien demostrará con énfasis que hay otro judío posible. Se trata del combatiente del gueto y de los bosques, el partisano, alguien cuyo valor no puede ser puesto en duda, cuyo compromiso y claridad ideológica, cuya involucración social y comunitaria y cuya decisión de cobrarse cara la vida dejaba un mensaje inequívoco de coraje y determinación al mundo entero. Era el nuevo faro en la trágica y vergonzosa oscuridad dejada por quienes, supuestamente, se habían dejado matar.

No voy a detenerme acá en lo inapropiado, ofensivo e impertinente de la frase “se dejaron llevar como ovejas al matadero” ni en el exiguo sustento fáctico de la vergüenza ni en las preguntas clásicas de por qué no se defendieron porque excedería el propósito de estas líneas. Tan sólo menciono a Raquel Hodara quien dijo que el que se hace estas preguntas o propone tales conceptos revela su total desconocimiento de cómo fue la Shoá.

HÉROES Y RESISTENCIA ARMADA El concepto de héroe está directamente relacionado al de resistencia armada. Tan fuerte fue esa proposición que dejó en las sombras a todas las otras Resistencias, en especial, las que se ha dado en llamar actos de rescate.

Hay una línea en la historiografía actual liderada por mujeres que plantea la necesidad de revisar hechos del pasado a la luz de una mirada no sólo masculina. Aunque etimológicamente no corresponda, proponen que la his-tory –la historia- también sea una her-story para poder construir una our-story que refleje más acabadamente otros aspectos de la realidad usualmente pobremente considerados.[1]

Desde este punto de vista, si abordamos el concepto de resistencia armada, veremos que sigue los parámetros de cierta subjetividad “tradicional” masculina: la conducta beligerante, el uso de armas, la acción en la esfera pública. En la his-story, o sea, el punto de vista masculino de la historia, se han glorificado aquellos actos que responden a los parámetros mencionados, tomando como paradigmático, a la “Heroica Sublevación del Gueto de Varsovia”.

Desde el punto de vista tradicional –hegemónico y masculino- de resistencia hubo muchas otras sublevaciones en distintos guetos (Bialistok, Lodz, Vilna, etc), en varios campos (Treblinka, Sobibor, etc), incluso la dinamitación y destrucción de uno de los crematorios de Birkenau (Auschwitz II). Hubo muchas rebeliones individuales que permanecen desconocidas porque sus protagonistas fueron muertos en el acto. Pero también hubo otras resistencias, menos espectaculares, menos públicas, más silenciosas, más “femeninas” (otra vez, en el sentido más “tradicional” de su concepción genérica). En los guetos, en todos y de manera constante y cotidiana, se trató por todos los medios de que la vida continuara. La escuela, la salud, la organización del abastecimiento mediante el contrabando, tanto de comida como de armas y documentos, negociaciones con autoridades, hasta la recreación, la cultura y la celebración de las fiestas judías, fueron organizadas y llevadas a cabo por muchos resistentes anónimos, callados, que no han sido glorificados en los relatos oficiales. Hombres, mujeres, niños, en silencio, permitieron, no sólo mantener alta la moral de la población, sino que proporcionaron alguna esperanza y fundamentalmente posibilitaron que el plan de deshumanización nazi no pudiera tener todo el éxito que sus ideólogos habían planificado y que los judíos se mantuvieran humanos a pesar de todo.

ACTOS DE RESISTENCIA Y RESCATE. Pero los actos de resistencia más profusos y los que lograron más éxito en números concretos, fueron los actos de rescate. Es difícil encontrar un solo sobreviviente de la Shoá que no deba su supervivencia, en algún momento, a alguien, judío o no judío, que lo escondió, que lo alertó, que lo protegió, que lo alimentó, que le consiguió documentos falsos, que le dio dinero o datos vitales, que lo salvó. Se estima que por cada judío escondido se precisaba de una red de sostén y mantenimiento de otras diez personas. ¿Quién se ocupó de que ese ejército en las sombras funcionara? Los movimientos de resistencia franceses, belgas, holandeses así como los polacos que se ocuparon de salvar judíos, contaron con gente en la población que asumió el riesgo de proteger judíos pero fueron casi invariablemente los mismos judíos los gestores de cada uno de los salvamentos y muchas veces sus planificadores y estrategas. Hubo redes judías de escape y organización para conseguir documentos y refugios. Hubo incluso grupos judíos que se ocuparon de rescatar gente de los aparentemente inviolables campos de concentración. Lejos, muy lejos del judío vergonzante, estos judíos se mantuvieron alertas siempre. Actuaron en secreto de manera efectiva tejiendo redes eficaces e imaginativas de salvación. Claro que sus actos no podían ser dados a conocer, eran por definición secretos y, lamentablemente permanecieron así. Los gestores del concepto de héroe parecen no haber comprendido el valor de los actos de resistencia y rescate, por ello sólo glorifican la resistencia armada.

En números concretos de vidas salvadas, (se estima que han sobrevivido algo menos de un millón de judíos) han sido las resistencias menos espectaculares y en especial los actos de rescate, los que hicieron posible la supervivencia de la mayoría de los sobrevivieron.

Al concepto de “héroe” le debemos el relato glorificado que permite construir monumentos ejemplarizadores. A la existencia de los actos de resistencia y rescate les debemos la vida de los sobrevivientes.

OTRA CARA DEL MANIQUEÍSMO: HÉROES VERSUS JUDENRAT. La construcción del Héroe precisa del antiHéroe, del traidor. El antiHéroe proporciona la contracara que destaca aún más el protagonismo del héroe. De entre los antihéroes de la Shoá, los supremos e imbatibles son los miembros de los Judenräte. Los miembros de las dirigencias comunitarias en Europa, forzados y en las peores condiciones imaginables, trataron en su abrumadora mayoría de salvar la mayor cantidad de vidas posibles; sufrieron más tarde una campaña de desprestigio y abominación tan profunda y exitosa que en Argentina, en ciertos círculos supuestamente esclarecidos, decir “Judenrat” es sinónimo de traidor.

Otra vez, como en el tema de las resistencias, se distorsiona, se ideologiza la historia, no se quiere saber. Conocer los hechos y las circunstancias, ponderar cada suceso según el contexto no permitiría la simplificación que cualquier polarización facilita en su intento de manipulación social: buenos y malos, ángeles y diablos, todo está claro, la línea divide claramente el Bien del Mal. Se pretende mantener la experiencia lejos de la posibilidad de identificación porque la verdadera reflexión lo hace insoportable. Sigamos con héroes, antihéroes y tragedias, no pensemos en personas comunes, en las debilidades e incertidumbres que determinan que hagamos sólo lo posible en cada circunstancia. Para los urgidos en borrar la vergüenza, el escenario de la tragedia es proverbial porque presenta una realidad simplificada, sencilla, que se entiende de un golpe de vista, sin complejidades confusas. Sobretodo evita ponernos frente a las angustiantes opciones, a los dilemas éticos, las choiceless choices[2], de las que estuvo llena la Shoá y en especial las atormentadoras decisiones de los dirigentes comunitarios miembros de los Judenräte. Los críticos, los puros, los enjuiciadores, los opinadores blanco-negro, los linchadores, los que nunca tuvieron que tomar decisiones que implicaran las vidas de otra gente –y que ojalá no se vean en la obligación de tomarlas nunca-, no tienen problemas, les basta ver la realidad en las dos dimensiones que necesitan y emiten sentencias sumarias como si la Shoá –o cualquier experiencia humana- respondiera a una ecuación matemática con una fórmula sencilla y aplicable a todos los casos en todas las circunstancias.

LA COMPLEJIDAD DE LA SHOÁ Lamento desilusionarlos. La conducta de los judíos en la Shoá no es un teorema lógico que se pueda resolver con la fórmula adecuada ni con estructuras de razonamiento exteriores a ella. Ha sido un fenómeno móvil, cambiante, con sus particularidades específicas según el momento, el lugar, los participantes y las circunstancias. Se habla de LA SHOÁ como si se trata de un hecho unívoco, como si en su transcurso las condiciones y leyes hubieran sido uniformes, como si se las podría medir con los parámetros de la vida normal. Se habla de LA SHOÁ y sólo se conoce, y superficialmente, lo que se ha constituido en monumentos congelados que la han vaciado de sentido: Auschwitz, hornos crematorios, seis millones, levantamiento del gueto de Varsovia, Hitler. Se habla de LA SHOÁ como si hubiera sido igual en Polonia o en Hungría, en Holanda o en Francia o en Transnistria. Se habla de LA SHOÁ como si hubieran sido iguales las circunstancias en 1939, en 1941 o en 1944. Se habla mucho de LA SHOÁ, se la usa profusamente, especialmente en discursos llenos de buenas intenciones en los que la voluntarista frase “nunca más” es cita obligada. Para el mundo entero, LA SHOÁ es hoy el representante inequívoco del Mal Absoluto, de lo que sin lugar a dudas, nadie quiere que vuelva a suceder. El contenido efectivo de lo que sucedió, los grados de complejidad y de los dilemas éticos que tuvieron que sobrellevar sus protagonistas permanece sin embargo en las sombras tal vez porque todavía sea insoportable sumergirse en el desgarro para la condición humana que representaría conocerlo.

SABER PARA OPINAR Adentrarse en ello precisa dedicación, paciencia, conocimiento, y especialmente, capacidad de ponerse en el lugar del otro. Son condiciones de una gran exigencia que requieren de un interés particular que el común de la gente no tiene y no tiene por qué tener. Con la Shoá sucede como con muchos otros temas de la vida: no podemos ser expertos en todo. Se habla de economía pero son muy pocos los que saben efectivamente de qué se trata, cómo funcionan, entre otras cosas, las redes financieras y bancarias, ¿cómo pretender, similarmente, que se sepa a fondo cómo fue la Shoá? A poca gente le interesa de verdad saberlo. Y no está ni bien ni mal que así suceda. Es un hecho y debemos tomarlo de ese modo. El problema es que, igual que con la economía, el tema de la Shoá, nos afecta de tal modo, especialmente a los judíos, que nos sentimos con derecho a opinar, a juzgar y a criticar, porque hemos sido sus víctimas y porque nos involucra en nuestra propia definición. Y la mayor parte de nosotros, lo que sabe y frente a lo que reacciona es ante la indignación del sufrimiento de lo que ha escuchado por sus familiares, opina según las visiones parciales de quienes han sido sus testigos, o por libros y por películas y no pondera que eso debiera ser comprendido en un contexto más amplio, para lo cual se requiere información precisa y acudir a la extensa bibliografía existente y que se incrementa día a día. La Shoá es unos de los hechos de la historia mejor documentados. No sólo los hoy más de cincuenta mil testimonios videograbados de la Fundación Spielberg, ni los miles de libros escritos por los sobrevivientes, sino cientos de trabajos de tesis doctorales de historiadores, filósofos, antropólogos, sociólogos hasta las investigaciones específicas de académicos de la Shoá. También hay una profusa cantidad de films documentales rodados in situ especialmente por los nazis y una extensa cantidad de documentación diversa como cartas, diarios, archivos de periódicos y textos de resoluciones gubernamentales por no mencionar los testimonios en los diferentes juicios desde el célebre de Nüremberg hasta el reciente de Priebke. Para comprender, para opinar, para tener una cabal idea de lo sucedido, es preciso abrevar en esas fuentes. Los testimonios de algunas víctimas, aún siendo ciertos, no alcanzan a cubrir el complejo espectro de la Shoá, no alcanzan para comprender las diferentes facetas que implicó

Honremos a los jóvenes que mostraron a los nazis y al mundo que la condición humana tiene recursos infinitos pero devolvámosles su humanidad y rescatemos a su lado, a los miles de luchadores anónimos y silenciosos –judíos y no judíos- que colaboraron en la salvación casi imposible de la mayoría de nuestros hermanos. La gesta de la dignidad y la salvación no precisa de héroes ni de antihéroes: han sido personas comunes, como usted, como yo.

[1] Juego de palabras en inglés, his es adjetivo posesivo masculino (su), her es femenino (su) y our es el plural (nuestro) [2] “Las elecciones que no se pueden elegir” como caracteriza Lawrence Langer a lo dilemas éticos que debían enfrentar los judíos durante la Shoá

HAGADÁ DE LA SHOÁ - Papiernik y Wang

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(para ser leído en Pesaj luego de la lectura de la hagadá tradicional)

Recordamos hoy también lo que nos sucedió en la Shoá. La Shoá fue el asesinato planificado y organizado de 6 millones de judíos en el seno de casi 50 millones de muertos ocurrida durante la segunda guerra mundial en Europa entre septiembre de 1939 y mayo de 1945. Un tercio de los judíos vivos en el mundo fuimos masacrados, un millón y medio de nuestros niños, nuestras madres, nuestros padres, nuestros hermanos. En Polonia, Hungría, Rumania, Francia, Bélgica, Checoslovaquia, Austria, Alemania, Holanda, Grecia, Italia, Lituania, Bielorrusia, en ciudades, en pueblos, en aldeas, fuimos arreados, engañados, torturados, hambreados, humillados, avergonzados y sometidos a cuanta indignidad fuera posible. Sea que viviéramos como judíos o no, sea que fuéramos religiosos o no, fuimos los objetivos privilegiados de la máquina de destrucción emprendida por los nazis en una guerra contra nosotros, liderados por Hitler con la complicidad abierta o inconsciente de gente común de todo el mundo que no levantó su voz en oposición y que muchas veces intervino activamente en nuestro asesinato. Se implementó contra nosotros un plan de exterminio con el propósito de crear lo que llamaban la raza superior. Fuimos el primer grupo étnico designado, después seguirían, en su plan maestro, lo que llamaban las razas inferiores, las siguientes víctimas (gitanos, negros, amarillos, marrones). Erigidos en dioses, pretendían crear un ser humano y una sociedad perfectos, como creían que eran los que llamaban arios. Ideas falsas, mentiras y prejuicios disfrazados de verdades científicas fueron la fuerza ideológica que llevó a cientos de miles de personas a ser sus cómplices en este delirio asesino. Recordemos sus instrumentos: el hacinamiento en guetos, el hambre, la insalubridad, los fusilamientos en masa, los crueles experimentos médicos, las humillaciones y el control de nuestras necesidades corporales, la industrialización de nuestra muerte en las cámaras de gas y nuestra posterior cremación en los hornos. La creación de los campos de exterminio, esa industria cuyo producto era la muerte, es una de sus obras supremas: en Treblinka solamente, cada día, recibían a 3.000 de nosotros, nos mataban, clasificaban nuestras pertenencias, nos sacaban los dientes de oro y otros valores que podían haber quedado en nuestros cuerpos, nos quemaban y dejaban el campo ordenado para recibir a los nuevos tres mil del día siguiente. Recordemos los guetos como el de Varsovia, de Łódź, de Vilna, de Cracovia entre otros cientos, y los Campos de Exterminio de Auschwitz-Birkenau, Majdanek, Treblinka, Chelmno, Bergen Belsen y tantos otros Campos de Concentración y Trabajo y Mixtos. Los Mengele, los Eichmann y otros asesinos se convirtieron en dueños de nuestras vidas y de nuestras muertes ante el silencio de los líderes internacionales, especialmente los de las grandes religiones. Sin posibilidad de anticipar lo que nos sucedía, sin entrenamiento ni ideología militar, pobres, pacíficos, trabajadores, no teníamos ninguna posibilidad de defendernos. Cada uno de nosotros luchó como pudo. Hubo levantamientos armados en Auschwitz, en Treblinka, en Sobibór, en los guetos de Vilna, de Bialystok, de Varsovia. En este último durante casi tres semanas, luchamos contra el ejército alemán con el mismo heroísmo de nuestros hermanos Macabeos, con la misma fuerza, con la misma desesperación. Empezamos el primer día de Pésaj y sin armas, sin alimentos, sin esperanzas, cobramos caras nuestras muertes. Aún cuando la lucha era imposible, luchamos. Hicimos lo que pudimos, resistimos con todas nuestras fuerzas y de todas las formas posibles: en los guetos manteníamos escuelas clandestinas, conferencias, conciertos, debates, coros, decenas de publicaciones, un sistema de ayuda social y comunitaria, comedores populares, enfermería y medicina social, grupos de trabajo y de cuidado de niños; en los campos tratábamos de mantener alta la moral y fuimos capaces de conductas de solidaridad que siguen siendo ejemplares dado el grado de inhumanidad al que nos pretendían someter. Los judíos nos hemos comportado con dignidad a pesar de la aceitada maquinaria nazi que nos pretendía deshumanizar para hacer más fácil para ellos nuestro asesinato: casi no hubo suicidios entre nosotros y emprendimos las luchas que fueron posibles, salvando gente, escondiendo, alimentando, curando, consolando, desde la clandestinidad, actuamos con heroísmos cotidianos sosteniendo la vida y resistiendo a las fuerzas de la muerte, huimos cuando pudimos a Rusia y nos escondimos en bosques, casas, graneros, cambiamos de identidad, fuimos ayudados algunas veces por personas no judías, pocas es cierto, pero debemos recordarlas por su valentía, intervinimos en actos de sabotaje y debemos rendir un homenaje especial a nuestros niños, los pequeños contrabandistas que sostenían la vida en los guetos entrando alimentos primero y armas después. Morir no enorgullece a nadie, pero sostener la vida cuando todo a nuestro alrededor nos muestra su inutilidad, es un acto de heroísmo y eticidad. Recordemos esta noche los nombres de quienes lucharon, de quienes dejaron sus testimonios, de quienes mantuvieron en alto nuestra dignidad contra los intentos de demolerla así como los nombres de cada uno de los familiares y familiares de familiares que hemos perdido.

Los nazis fueron vencidos, en 1945. Sobrevino así nuestra “liberación” después de un tiempo de infierno infinito. Una vez libres aprendimos que nunca nos libraremos del dolor de lo perdido y del recuerdo del horror. Con cada uno de nuestros seis millones de muertos se ha ido una parte nuestra. La Europa judía ya no existe, la cultura generada en su seno fue destruida junto con las cinco mil pequeñas y grandes comunidades judías. El alto valor que le adjudicamos a la vida humana impidió que recurriéramos a actos de venganza colectiva. Los que quedamos vivos, tuvimos la suerte de ver el nacimiento del Estado de Israel, un lugar en el que nuestro derecho a vivir no precisa ser declarado pero que debe ser defendido. Recordemos hoy tanto a los asesinados como a los que sobrevivieron, a sus hijos y nietos, porque todos somos descendientes de la Shoá. Nos comprometemos a mantener viva su memoria para las futuras generaciones.

SHOAH HAGGADAH - Papiernik and Wang

(To be read during Passover after the reading of the traditional Haggadah) Today we also remember the tragedy that befell us during the Shoah.

The Shoah was the planned and organized murder of 6 million Jews out of nearly 50 million people who perished in WWII in Europe between September 1939 and May 1945. Our mothers, our fathers, our brothers, a million and a half of our children, a third of all the world’s Jews were killed. In Poland, Hungary, Romania, France, Belgium, Czechoslovakia, Austria, Germany, Holland, Greece, Italy, Lithuania, Belarus, in entire cities, towns, villages we were herded together, tortured, hungered, humiliated and subjected to every conceivable indignity. It did not matter whether we were observant. It did not even matter whether or not we identified as Jews. We became the preferred targets of the Nazi machinery of destruction, which they created in the war they waged against us. They were following Hitler, and they did this with the open or tacit complicity of the common people of many countries who not only did not raise their voices against it, but too often took an active role in murdering us.

The purpose of their plan to exterminate us was to perpetuate what they imagined as “the superior race”. We were the first ethnic group designated victims, and in their master plan, after us, they would target what they referred to as “the inferior races” (Gypsies, blacks, yellows, browns). Believing that they were gods, they pretended to build a “perfect” human being, living in a “perfect” society; that is - Aryan. False ideas – prejudices – disguised as scientific truths were the ideological force that drew in hundreds of thousands of people as accomplices in this murderous delusion.

Let us remember the tools they used against us: overcrowded ghettos, hunger, massive killings, cruel medical experiments, humiliation, and control over our bodily functions.

Let us remember the cruel industrialization of death, our death in the gas chambers and our final cremation in the ovens. The extermination camps, the industry whose only product was death, was their supreme masterpiece. In Treblinka alone, 3,000 of us were taken in daily. They killed us, classified our belongings, took out our teeth and any other valuables that could have remained on our bodies, burned us, and left the camp neat and ready for the new group of 3,000 of us arriving the next day.

Let us remember the ghettos of Warsaw, Lodz, Vilna, and Krakow, among hundreds, and the extermination camps of Auschwitz-Birkenau, Majdanek, Treblinka, Chelmno, Bergen-Belsen, and so many other concentration and labor camps.

Let us also remember the Mengeles, the Eichmanns, and the other murderers that owned our lives and decreed our deaths in plain view of political and religious leaders around the world, who remained silent.

We were unable to conceive of what was going to happen; we did not have any military training or fighting ideology; we were poor, peaceful, working people, and we had no chance to defend ourselves. Each one of us fought back within the limits of what was possible, even when it was impossible. There was armed resistance in Auschwitz, Treblinka, Sobibor, in the Vilna Ghetto, and in other ghettos such as Bialystok and Warsaw. In Warsaw, we fought for nearly three weeks against the German Army with the same heroism our Maccabbean brothers and with the same strength and desperation. We began on the first day of Passover, without guns, without food, without hope. We made them pay for our deaths. Even though victory was impossible, we fought. We did the best we could. We resisted will all our strength in all possible ways. In the ghettos, we kept underground schools, we organized lectures, concerts, debates, choirs, dozens of publications, community and social systems of assistance, food shelters, infirmaries and free clinics, community working groups and childcare. In the camps, we tried to keep up our morale, and we had exemplary behaviorial solidarity, given the inhuman conditions in which we were kept.

We behaved with dignity even though the well-oiled Nazi system was geared to dehumanize us in order to make it easier for them to murder us. There were very few suicide attempts among us, and we did what we could to save people by hiding, feeding, healing, and comforting them. From the underground, we acted with daily heroism, preserving life and resisting the forces of death. We ran to Russia when we could, and we hid in forests, houses, and barns. We changed our identities. Some Gentiles helped us, very few, but we must remember them for their courage. We took part in sabotage and armed resistance. Our children in the ghettos deserve special honour. The little smugglers kept us alive inside the ghettos by bringing in food and then guns. No one feels proud for being killed, but we felt proud fighting for our lives in the face of hopelessness. Clinging to life is a heroic and ethical act.

Let us remember tonight the names of our fighters, of those who left testimonies, of those who maintained our dignity in the face of outrage.

Let us remember the names of all our relatives and our relatives´ relatives that we lost.

The Nazis were defeated in 1945. Our “liberation” came after a period of infinite evil. When we freed ourselves from the Nazi yoke, we learned that we would never be able to free ourselves from the horror and the pain they inflicted upon us. We shall always treasure the memory of our lost people. With each of our six million murdered, each of us lost something of our own. Jewish Europe no longer exists. The culture we built there was destroyed together with the 6,500 small and large Jewish communities of Europe. We seek no manner of collective revenge because we value human life very highly. Those who remained alive had the good fortune to witness the birth of the state of Israel, a place where our right to live does not need any further justification, but must be sustained.

Let us remember tonight the murdered and the living, their children and grandchildren, because we are all descendants of the Shoah. We hereby make a pledge to keep their memory alive for future generations.

Memoria Activa, discurso feb 2002

Cuando llegamos a la Argentina en 1947 éramos sólo tres: mamá, papá y yo. Durante la Shoá, habíamos perdido todo allá, en Polonia. Para mis padres dejar Europa fue una decisión muy difícil; significaba renunciar a la búsqueda del hijo que habían entregado a una familia cristiana cuando creían que les sería imposible salvarlo si intentaban quedarse con él. Nunca lo recuperamos. Para nosotros, la palabra “familia” era contundente, corpórea, nos envolvía por su dolorosa ausencia. Aprendimos a reconstruir familias acá, a generar nuevos lazos, a constituirnos a nosotros mismos en el seno de otros. Cuando era chica, veía maravillada a los que tenían primos, tíos, abuelos! La familia fue siempre más que una palabra, fue un estado de búsqueda. Hoy día vivimos el dolor de las familias que se parten: los hijos se van, los nietos crecen con otros olores, en otros idiomas, lejos de nuestros abrazos. Pero uno tiene más de una familia. Tiene la familia de la sangre y también la de los amigos, la de los compañeros de actividades, la de aquéllos que comparten iguales objetivos. Ésta, la familia de Memoria Activa, es para muchos de nosotros, una familia así. Una familia armada alrededor de un claro objetivo común. A diferencia de una familia en sentido estricto que se forma, entre otras cosas, para criar hijos y para construir un lugar protegido en el mundo donde ser y pertenecer, Memoria Activa se hizo familia desde el dolor, desde el reclamo, desde la esperanza, desde la lucha. Una familia que se encuentra una vez por semana de pie, con la mirada en alto y la firme resolución de insistir con la palabra libre en la búsqueda de justicia y la denuncia de sus agujeros negros. Una familia que ha sido capaz de establecer un foro de civilidad que, durante mucho tiempo fue casi el único, en donde los ciudadanos comunes podemos venir a compartir nuestro profundo hastío y la indignación por lo que está pasando en nuestro país.

En esta familia venimos oyendo y diciendo hace años, lo que toda la sociedad argentina grita hoy al ritmo de cacerolazos rabiosos. Ha sido ésta una tribuna en la que se ha denunciado hasta el hartazgo las mismas cosas que hoy se escuchan en las múltiples asambleas de vecinos. No quiero abundar porque todos sabemos de qué se trata. Políticos, policías y jueces, han sido temas recurrentes de denuncia en esta plaza. La desvergonzada parálisis de la Corte en la investigación del ataque a la embajada de Israel fue el prólogo de la suma de desaguisados que fue y sigue siendo, la investigación del ataque a la sede de la AMIA. Tuvimos la mala suerte de haber sido golpeados antes que otros, y no una sino dos veces. Hoy nuestro foro se está replicando por todos lados, nuestras denuncias, nuestra persistencia, nuestro empecinamiento, es tomado, junto con el de las Madres de Plaza de Mayo, las luchas por el esclarecimiento de las muertes, entre otros, de María Soledad Morales y José Luis Cabezas, como modelo de acción cívica, de protesta inteligente. Ya no estamos solos en esta convicción de que si no lo hacemos nosotros, nadie se hará cargo.

Desde este punto de vista, la nuestra ha sido hasta ahora una familia exitosa, porque se ha mantenido firme alrededor de su objetivo constitutivo y ha conseguido mantenerlo vivo, estimulante y activo.

Como en una familia, hay lugares asignados, gestos previsibles, rituales que tranquilizan y automatizan conductas y procedimientos. Fuimos sabiendo, de a poquito, quien era cada uno. Fuimos aprendiendo a tener paciencia, buen humor, y a llevar paraguas cuando veíamos nubarrones negros encima o cuando soplaba algún viento amenazador. Hemos recibido con agradecimiento a quienes tenían la capacidad, la valentía o la inteligencia de decir eso que estábamos pensando, o eso de lo que no nos habíamos dado cuenta, o eso que no sabíamos que estaba pasando. Hemos aplaudido las luchas emprendidas por Memoria Activa, hemos apoyado –cada uno según sus posibilidades- las distintas actividades y hemos defendido desde nuestros humildes lugares su propósito como uno de los más dignos que se estuvieran llevando a cabo en nuestro país en los últimos años.

Como en todas las familias, no todos hacemos lo mismo ni tenemos las mismas responsabilidades ni grados de participación. Los que estamos en el llano somos la presencia anónima, los que venimos lunes a lunes. Pero un pequeño grupo de personas trabaja entre lunes y lunes para que esto sea posible, para que el juicio pueda seguir llevándose a cabo; son –si se me permite la extensión de la analogía- como los padres de una familia, los que están en la lucha del sustento diario, los que trabajan en las sombras para que todo sea posible. Los que venimos a la plaza estamos reconocidos y orgullosos de los que han llevado esta familia adelante, del esfuerzo, la dedicación, la incorruptibilidad, la honestidad, y profundamente agradecidos porque sabemos que no se trata sólo del ataque a la sede de la AMIA, que lo que está sucediendo cada lunes acá, tiene que ver con nuestro futuro, con el de nuestros hijos y nietos, con la posibilidad de seguir siendo un país y de merecérnoslo. Es una tarea sin horarios, que lleva reuniones, llamados, más reuniones, llamados de teléfono, búsqueda infinita de apoyo económico, más reuniones y lo que sea que se imaginen y siempre más reuniones. Toma tiempo, toma esfuerzo, toma obcecación y fundamentalmente toma mucha paciencia. Sabemos que no ha sido sin dificultades. Sabemos que los escollos han sido y serán múltiples. Colaboramos, desde nuestro pequeñísimo lugar, tan sólo estando. Que no es poco.

Y así fueron pasando estos años. Casi ocho años que en la vida de una familia cualquiera es todo un número. Han pasado muchas cosas en este prologado lapso pero el mes pasado hemos sido testigos de palabras duras, enojos, gestos airados, reclamos. Vinimos un día y nos encontramos con que había un conflicto del que se nos hacía partícipes. Siguió al siguiente lunes y al subsiguiente. Y veíamos los argumentos que iban y venían como pelotas de ping-pong que nos dejaron el alma un poco machucada, porque estábamos en el medio y mal parados. Pues así es, en esta familia hay un conflicto y se ha decidido que fuera expuesto, y estamos involucrados sin conocer a fondo lo que se estaba discutiendo ni qué historia tenía ni cuáles podían ser sus implicancias. Temo que los que estamos en el llano corramos el peligro de la fragmentación buscando alinearnos de un lado o del otro. No lo permitamos. No podemos perder de vista cuáles son nuestros objetivos, por qué venimos acá, qué estamos siendo y representando. Es en momentos de posiciones encontradas, de heridas personales, cuando se pone a prueba la inteligencia de los miembros de unfamilia.

Tengo ante mí penosa la imagen por todos conocida de las sucesivas fragmentaciones de nuestras izquierdas que se han vuelto archipiélago de pequeñas islitas habitadas por gente convencida de que tiene razón, mientras la derecha firme y enérgica, silenciosa y eficaz, se relame de contento porque su frente es claro y sin grietas. Y así nos va.

Seamos tan inteligentes como lo hemos sido siempre. Y no sólo acá. Vivir en familia –me refiero a las familias de la sangre- nos ha desafiado más de una vez y hubimos de confrontar nuestras emociones con nuestra inteligencia. Aprendimos que, para sostener la unidad, la inteligencia era mucho mejor consejera. Sabemos cuánto más fácil es romper que construir, acusar que reconocer, culpar que pedir perdón.

Hemos instaurado una avanzada en el foro público de denuncias y persistencia en la lucha. Lo hecho ya no nos lo pueden quitar. Podemos ser una avanzada otra vez: argumentemos, disintamos con la misma pasión, empecinamiento y honestidad, y al mismo tiempo seamos un ejemplo de inteligencia en el sostén de la lucha, no nos distraigamos en la identificación del verdadero enemigo.

El Mal y su legitimación social

Ponencia presentada en las jornadas “Frente al Límite. Reflexiones en torno al Holocausto y las experiencias dictatoriales en Argentina y América Latina” realizadas en la Universidad Nacional de Rosario, organizadas por la Secretaría de Cultura el 31 de octubre y 1 de noviembre de 2001.Publicado en “Historiografía y Memoria colectiva. Tiempos y Territorios”, Ed. Miño y Dávila, Madrid, 2002, Cristina Godoy, compiladora). El Mal absoluto y la Shoá[1].

El complejo fenómeno de la Shoá está siendo cada vez más estudiado y expuesto. En un mundo vaciado de esperanzas e ilusiones, en donde impera la duda y la incertidumbre, el escepticismo y la desmoralización, hay pocas cosas que concitan la casi unanimidad de la opinión. Una de ellas, es la Shoá como testimonio inequívoco y ejemplo máximo del Mal absoluto. Cuando el mundo conoció el alcance y el grado de la maquinaria de exterminio se acuñó la frase esperanzada “nunca más”. Hoy se ha hecho extensiva a otras latitudes y otras realidades y expresa el paradigma indudable de lo que nadie desea. ”Nunca más”, sea en el idioma que sea, sea en el país que sea, sea adjudicado a la circunstancia que sea, quiere decir siempre lo mismo: que no se repita; que no se repita el Mal, el Mal absoluto.

Son cientos los historiadores, académicos, testigos, sociólogos e interesados en general, que investigan e iluminan facetas otrora escondidas. La Shoá[2], documentada, difundida, con un manantial aparentemente inagotable de testimonios a cuál más intenso, revelador y desgarrador, nos permite preguntarnos como sociedad por la maldad y su ejercicio, dado que preguntarnos por la propia no nos es fácil.

La banalidad del mal.

El ya clásico texto de Hannah Arendt, “Eichmann en Jerusalem”[3] publicado en 1963, ha propuesto de una vez y para siempre, el concepto de “banalidad del mal”. Cronista del célebre juicio, sufrió el hondo impacto de no poder unir los horrores relatados por tantos testigos con la figura de ese burócrata gris, seco, no demasiado inteligente, que insistía en decir que no había actuado por odio, que no odiaba a los judíos, que simplemente había obedecido órdenes y que lo había hecho de la mejor y más eficiente manera que pudo. Pensó entonces que Eichmann era el representante de una manera diferente de ejercitar el mal. El Mal puesto en acto de manera banal, no del modo trascendente en el que lo podríamos hacer cualquiera de nosotros, es decir, con la culpa consiguiente. El Mal ejercitado con banalidad no genera culpa ni ninguna reflexión moral sobre la propia conducta ni sobre sus consecuencias.

Lo que Arendt señaló en su estupefacción, hoy puede hacerse extensivo a otros perpetradores nazis y a sus miles de discípulos posteriores en todo el mundo.

La mirada individual tradicional, intrapsíquica, proponía hipótesis genéticas o de otro tipo para comprender cómo algunas personas ejercitaban el Mal con banalidad y otras con trascendencia moral. Se nacía malo o loco o se iba enloqueciendo o “enmalando” por diversas circunstancias siempre en el orden de lo personal, como si se tratara de elecciones o posibilidades individuales. La solución era, consecuentemente, también individual: el castigo y la reclusión en forma de cárcel o de internación psiquiátrica. Hoy, y gracias a otras investigaciones e hipótesis, podemos ir más allá y nos preguntamos por los contextos, el familiar y social y, principalmente, el político. El abordaje previo dejaba sin explicar el mecanismo y la estructura implícita que hacía posible que la conducta Mala fuera llevada a cabo por grandes cantidades de personas, contenidas, avaladas, estimuladas y premiadas por un orden institucional legal. Eichmann, como tantos “malos banales”, era un burócrata, no odiaba, no se definía a sí mismo como “malo”, sino como un buen ciudadano, alguien que hacía lo que se esperaba de él.

El mal común.

Cuando se piensa en la maldad, se piensa siempre en la del otro. La idea de la propia maldad nos es difícil de asumir. Tendemos a justificar y definir a nuestra propia conducta como originada por una finalidad noble, un propósito básicamente bueno. “Es por tu bien” suele ser el contexto de muchas conductas sádicas perpetradas sobre los niños en una supuesta actitud educativa. Nunca el castigo, a veces feroz, se debe a “porque soy malo”, “porque estoy lleno de odio”, “porque hago lo que quiero”, “porque tengo derecho”. El ejercicio del poder de unos sobre otros es siempre ejercido, desde el perpetrador, con el mejor de los conceptos de sí mismo y las circunstancias del momento son justificaciones que le eximen de toda culpa. “Me provocó”, “estaba cansado”, son pretextos, en el orden de lo cotidiano, que aquietan una posible conciencia sucia.

El mal, definido siempre por otro –a veces la víctima, otras un observador- es siempre definido como “bien” por el perpetrador. Un mal de otro orden

Los estados, los sistemas políticos en general, siguen la misma pauta: definen sus políticas, siempre, desde el bien.

Los crímenes nazis nos proponen interrogantes frente a los cuales, la mirada individual, es simplista y restringida. Desde la nueva perspectiva vemos a los individuos inmersos en sistemas políticos que modelan sus acciones así como las teorías que las sostienen. Las complejas relaciones entre los individuos y los estados pueden generar conflictos entre las acciones legales y las legítimas, entre la propia conciencia y la noción fuertemente aplaudida de obediencia. Es en este contexto que debemos mirar los fenómenos de la complicidad abierta o encubierta así como de la indiferencia de la gran mayoría frente a crímenes flagrantes. Los individuos que llevaron a cabo las órdenes nazis, lo hicieron convencidos de que era lo mejor, de que el fin justificaba los medios, de que quienes habían tomado las decisiones sabían por qué y para qué lo hacían, creían que se trataba de actos beneficiosos para el estado. Individuos convencidos de la bondad de sus acciones y de la bondad de las órdenes recibidas son capaces de cometer actos de una incontrovertible Maldad.

Arendt nos ha enfrentado con un dilema que aún permanece sin respuesta: personas comunes, sanas mentalmente, no particularmente crueles, parecen ser capaces de ordenar y cometer los crímenes más horrendos sin preguntarse por su legitimidad. La aterradora consecuencia de su proposición es que cualquiera de nosotros, dadas las circunstancias, podría ser capaz de ejercitar el Mal.

El Mal y el mal.

La guerra de Vietnam produjo un nuevo revuelo en las ciencias sociales, al conocerse los actos protagonizados por muchos soldados norteamericanos. En especial, el juicio a la masacre de la aldea Mai Lai re-editó el estupor de Arendt: muchachos comunes habían cometido actos de una inusitada crueldad sobre la población de la aldea, conductas que reabrían la pregunta sobre lo hecho por los nazis y sus cómplices. Esta vez no eran alemanes con una cierta mentalidad propensa a la obediencia ciega[4] o campesinos ignorantes y sedientos de sangre. Se trataba de miembros de la clase media norteamericana, muchachos como cualquiera, hijos de familias de honestas y trabajadoras, no fanáticos, ni perturbados, ni diferentes a la población media. El juicio exponía con impúdica desnudez la brutalidad de las conductas de estos muchachos ante víctimas indefensas. ¿Cómo era posible, se preguntaban, que hijos de un país que levantaba bien alto – al menos internamente- la bandera de la igualdad ante la ley, del derecho a la diferencia, de las libertades individuales, se hubieran transformado en monstruos de esa calaña? ¿Qué había pasado con estos muchachos? ¿Habían cambiado por estar en un contexto de guerra? ¿Traían dentro suyo, sin que lo supieran, la posibilidad larvada de la crueldad? ¿Los seres humanos somos malos por naturaleza? Estudiosos y académicos se abocaron a tratar de comprender el fenómeno y encontrarle explicaciones que rediman, primero a sus compatriotas pero también a la naturaleza humana. Su empeño, infortunadamente, aún no se ha visto satisfecho sin que ello confirme o niegue la maldad humana como condición innata. Lo que se ha puesto en la picota es el papel de ciertos sistemas políticos.

Tanto la investigación de Stanley Milgram[5] como la de Zimbardo[6] han probado con aterradora conclusión, que la capacidad del Mal nos es inherente y podrá emerger siempre y cuando no lo visualicemos como Mal y haya algún superior jerárquico que se haga cargo de la responsabilidad. Repito: si alguien –un estado, una autoridad, una ideología, una religión, una condición- nos convence de que lo que hacemos no está mal, que tiene algún propósito superior bueno, que el sufrimiento que infringimos tiene un sentido y que no somos responsables de ello, pareciera que cualquiera de nosotros es capaz de ejercitar el Mal.

Tzvetan Todorov[7] ha estudiado la conducta de los perpetradores nazis en los campos de exterminio y la de los soviéticos en los gulags. Desconfía, como señalé antes, de las explicaciones tradicionales como patología o regresión. Los sádicos, dice, eran los menos, estimados entre un 5 y un 10%. Hablar de regresión a instintos primitivos es también impropio. Por un lado, en el mundo animal no existe la tortura o el exterminio y por el otro, no se rompía el contrato social puesto que los perpetradores se atenían a leyes, obedecían órdenes. Dado que la mayoría estaba conformada por burócratas, conformistas, obedientes, interesados en su bienestar personal, tampoco podemos explicarlo por el fanatismo ideológico. Cree Todorov que debemos buscar las respuestas en el nivel político y social, en cuáles son las condiciones sociales que permiten que tales crímenes sean posibles. Concluye que tales condiciones sólo existen en una sociedad totalitaria, como era la sociedad nazi por ejemplo. Ejerce una poderosa acción sobre la conducta moral de los individuos particulares y está caracterizada por

- la designación de un enemigo claro, un agente interno, un “uno entre nosotros” que se opone a los designios estatales –al bien- y que debe ser eliminado;

- la renuncia a la universalidad de los conceptos del bien y del mal que pasan a ser posesión y definición exclusiva del estado;

- el estado pretende controlar la totalidad de la vida social del individuo, a quien se le exige la total sumisión puesto que no hay lugar donde escapar ni refugiarse.

Estas condiciones, que convierten a una sociedad en totalitaria, tienen poderosas consecuencias en la conducta. Una vez definido el enemigo, la hostilidad hacia él es loable, hacerle Mal está Bien. La responsabilidad se alivia y hasta se anula debido a que es patrimonio del estado; así, las personas pueden y deben concentrarse en los procedimientos que le corresponden sin ocuparse de mirar más allá. El comportamiento se vuelve dócil, maleable y hay una pasiva sumisión a las órdenes.

El estado totalitario influencia tanto a los perpetradores como a las víctimas que se visualizan a sí mismos como los “enemigos internos”. Su posición es de soledad e impotencia frente a una fuerza superior y se corroe y diluye la posibilidad de una rebelión en masa porque un régimen totalitario desarticula toda forma de resistencia concertada.

Señala Todorov que una vez instalado el sistema totalitario, se produce un deslizamiento sutil y un cambio progresivo de los umbrales de lo tolerable en toda la población. Ello va convirtiendo a la mayoría en cómplice gradual de los crímenes. Se va cayendo lentamente en el ejercicio del “mal fácil”.

Los motivos de la gente común.

Dice el profesor Yehuda Bauer[8] :

“Para trabajar con las implicaciones universales, debemos tomar la historia particular del Holocausto. No vivimos en abstracciones. Todo hecho histórico es concreto, específico y particular. Es precisamente el hecho de que le sucedió a un grupo particular de gente lo que le confiere su importancia universal, porque todo odio grupal está siempre dirigido a grupos específicos, por razones específicas en circunstancias específicas. De nada sirve elevar banderas contra el mal en abstracto, el mal es siempre concreto, específico.”

Tomemos entonces, a modo de ejemplo, un área concreta de la tarea cotidiana de la gente común y veamos a los empleados en el sistema de ferrocarriles del Tercer Reich, esencial para el desarrollo de las dos guerras emprendidas (la guerra contra los ejércitos aliados y la guerra contra los judíos). Para dichos empleados, transportar judíos era un trabajo como cualquier otro. Raoul Hillberg[9] asegura que no se puede entender el fenómeno de la Shoá sin conocer acabadamente el rol de los ferrocarriles. El sistema de trenes de Alemania era una de sus organizaciones más complejas y extendidas. En 1942 empleaba aproximadamente 1.4 millón de personas más los 400 mil que trabajaban en los territorios ocupados de Polonia y Rusia. Transportaron millones de judíos y de otras víctimas a la muerte sin que se sepa de ninguno que haya renunciado a su trabajo, que haya protestado y que haya pedido un traslado.

Gerald Markle[10] dice que el Holocausto fue un asesinato en masa, pero fue un asesinado planificado, organizado y exhaustivo. Para llevarlo a cabo y para que la gente común colaborara

“la burocracia debía reemplazar a la turba violenta, la conducta rutinaria debía reemplazar a la rabia, el antisemitismo emocional debía volverse antisemitismo racional”.

Pensando tan sólo en el sistema ferroviario, las personas involucradas en la gigantesca planificación y concreción de la matanza masiva de judíos, suma casi dos millones de personas. Y, repito, sólo en el sistema de transporte. No contamos a los millones que formaron parte de los engranajes que mantenían aceitada y en funcionamiento la maquinaria de la muerte, los cientos de miles de empleados de oficina, de organizadores y ejecutores, los millones de personas anónimas que hacían a la eficacia industrial del sistema. Preguntados a posteriori, justificaban su conducta de variadas maneras, pero raramente indicaban al odio, deseo de venganza, o cualquier otro sentimiento asociado. “Era lo que me habían ordenado hacer”, “No sabía lo que estaba pasando, yo hacía mi trabajo” y otras respuestas similares. El Mal es ejercido sin consecuencias morales en los sistemas autoritarios y burocráticos. La responsabilidad está salvada gracias a un fuerte contexto ideológico y a las técnicas burocráticas de la fragmentación y el aislamiento que no permiten la confrontación con el cuadro total.

El miedo, la inercia y la comodidad.

Al mismo tiempo la gente debe seguir viviendo. Durante las guerras, durante las tiranías, durante los estados totalitarios, la gente sigue viviendo. Sigue trabajando, se sigue enfermando, sigue amando, sigue soñando. La gente tiene miedo de perder lo que tiene, aunque sea poco, aunque se haya ido acostumbrando a menos y menos, se aferra a lo que tiene. La gente, nosotros, tendemos a ser conservadores, a acomodarnos en nuestros refugios conocidos y somos renuentes a exponernos, a ponernos en peligro. Son todas conductas que desalientan la rebelión o la asunción de comportamientos arriesgados. Conservar el trabajo, el sueldo, la obra social, la jubilación para los que sólo tienen eso, puede ser un fundamento válido para aceptar gradualmente ciertos estados de cosas, para mirar a un costado, para negar. Esto no nos convierte en cómplices, simplemente explica nuestra inacción. Órdenes y obediencias, secuencias de conductas, jerarquías, son temas cruciales en la búsqueda de comprensión del ejercicio del Mal. También lo es el tema de la responsabilidad, como lo probaron algunos académicos de las ciencias sociales, la responsabilidad reemplazada, en los sistemas burocráticos, por la disciplina. La conciencia cívica reemplazada por la comodidad, por el miedo, paralizante, a ser la próxima víctima.

La maldad de todos los días.

Pero la maldad en sí misma, esta vez con minúsculas, es una vieja compañía y actúa desde las sombras, pero con energía, en nuestra vida cotidiana.

Cuando se piensa en la maldad, se piensa siempre en la del otro. La idea de la propia maldad nos es difícil de asumir. Tendemos a justificar y definir a nuestro propio comportamiento como originado por una finalidad, una proposición básicamente buenas. “Es por tu bien” suele ser el contexto de muchas conductas perpetradas sobre los niños en una supuesta actitud educativa. Nunca el castigo, a veces feroz, se debe a “porque soy malo”, “porque estoy lleno de odio”, “porque hago lo que quiero”, “porque tengo derecho”. El ejercicio del poder de unos sobre otros es siempre ejercido, desde el perpetrador, con el mejor de los conceptos de sí mismo y las circunstancias del momento. “Me provocó”, “me descontrolé por el cansancio”, son pretextos que aquietan una posible conciencia sucia. Sabemos lo difícil que es la aceptación de algún acto propio como dañino, la resistencia que tiene cada uno de nosotros a mirarse y leerse como malo en algún momento. Pero, el ejercicio de nuestra maldad individual, éste que es tan difícil de reconocer, siempre es una resultante de algún conflicto, transcurre en el reino de las emociones, a veces de las más primitivas. Como tal es comprensible, entra dentro de la expectativa de lo humano. Es el Mal banal, el que nos deja sin argumentos, el que desafía nuestra concepción y dignidad humanas.

Un paradigma del Mal: la tortura.

El estado totalitario tiene la capacidad de introducirse en nuestra subjetividad y modelarla con los poderosos medios de la manipulación de masas, la propaganda, la formación de corrientes de opinión, la generación de enemigos contra los cuales aglutinarse, la creación de banderas de lucha, hipótesis de conflicto, guerras. Y produce cambios profundos en todos los habitantes que requieren de una poderosa capacidad crítica y de reflexión para evitar el sometimiento ideológico, la re-estructuración de su subjetividad en una nueva que incluye la aceptación de los argumentos manipuladores. Esta aceptación es la que diluye toda resistencia y permite la ejecución de los actos demandados con convicción cívica, a veces hasta con el orgullo de enfrentar la dura tarea requerida con entereza y dedicación. Muchos de los soldados de la tortura de América Latina carecieron del necesario grado de crítica y reflexión y aceptaron de buen grado los lavados de cerebro que la CIA instruía en las bases de Panamá. Se abocaron a la limpieza de indeseables, convencidos de que lo que hacían estaba bien, de que su tarea era patriótica, de que su conducta era similar a la de un dentista que debe limpiar el diente cariado quitando parte del tejido sano para impedir que la enfermedad prospere, de que, aunque sucio, su trabajo estaba destinado a mejorar las condiciones de vida de todos los habitantes del país (al menos, de los que quedaran vivos). Han torturado con nulo sentimiento de culpa, muchas veces sin sentirse personalmente comprometidos. El gran triunfo de estas técnicas de manipulación es la disociación que se produce en el perpetrador que no ve a su torturando como un ser humano, ve sólo a un enemigo por cuya tortura y destrucción será premiado.

Contrariamente a lo que se supone, la práctica de la tortura no nació recientemente, es tan antigua como la historia de nuestra civilización.

En su libro sobre la tortura, dice John Conroy[11];

“La tortura ha sido utilizada desde siempre por gente bien intencionada, incluso razonable, armada con la sincera creencia de que estaban preservando a su civilización. Aristóteles favoreció el uso de la tortura para la obtención de evidencia y San Agustín también defendió la práctica. La tortura era una rutina en la antigua Grecia y Roma y aunque los métodos han cambiado en los siguientes siglos, los objetivos del torturador –obtener información, castigar, forzar a un individuo a cambiar sus creencias o lealtades, intimidar a una comunidad- han permanecido inalterables.”

Considera Conroy que la práctica de la tortura admite cuatro principios que propone como universales:

- Una vez aceptada la tortura como método, la categoría de “torturable” tiende a expandirse y a abarcar a más y más gente. Los romanos empezaron admitiendo la tortura a los esclavos, luego la hicieron extensiva a los hombres libres que habían cometido traición, y al poco tiempo cualquier ciudadano podía ser torturado aún en situaciones menores.

- La tortura parece perfectamente justificable cuando es percibida alguna amenaza al bienestar propio; es fácil de condenar cuando se la ha perpetrado sobre quienes no son enemigos, no así al revés. Hasta la aparición de los herejes, la Iglesia Católica se había opuesto a la práctica de la tortura ejercida por los romanos. En el siglo XIII, el Papa Inocencio IV designó a los herejes como merecedores de tortura, la que debía ser cumplimentada por las autoridades civiles.

- En lugares en donde la tortura es común, las simpatías judiciales se inclinan más hacia los perpetradores que hacia las víctimas. La presunción de culpabilidad sobre la víctima es casi siempre a priori. Hasta el siglo XII, la determinación judicial de la culpabilidad dependía del designio divino: se sometía a los sospechosos a ordalías, pruebas imposibles de ser superadas.[12] En el siglo doce se comenzó a aplicar el viejo código romano que decía que una sentencia de culpabilidad podía ser obtenida sólo con el testimonio de dos testigos o con la confesión del acusado. Extraer la confesión implicaba una sentencia de culpabilidad encubierta y dependía de la habilidad del torturador –empleado del sistema judicial-, el conseguirla con rapidez y a satisfacción.

- Si la definición de clase “torturable” está confinada a las clases sociales inferiores o a círculos alejados, promueve pocas protestas, cuanto más se acerca a la propia puerta, más objetable se vuelve. En Europa, recién a mediados del siglo XVIII la tortura empezó a dejar de ser una forma aceptable de investigación legal y se levantaron voces de protesta en círculos intelectuales que se oponían a los apremios sobre los oponentes religiosos, muchas veces miembros de los mismos círculos. La oposición no fue igual cuando se trataba de supuestos asesinos comunes, traidores o revoltosos en general, en general miembros de estratos sociales inferiores.

Un ejemplo de Francia y la guerra de Argelia.

Estas cuatro reglas siguen siendo vigentes y han sostenido el accionar de todas las fuerzas de represión. Tomamos –en tanto sociedad- a la tortura como parte de nuestros horizontes posibles, casi normalizados, por no decir aceptados y estimulados en nuestro mundo. Los gobiernos y sistemas judiciales parecen actuar con el doble standard de declararlo indebido en la letra de la ley pero contar con ello en la concreción de sus políticas.

Paul Aussaressses[13], general francés que actuó en la guerra de Argelia, autor del libro “Servicios Especiales, Argelia 1955-1957”. dice:

“Me llaman asesino, sí, pero yo sólo cumplí con mi deber con Francia, no se puede vencer al enemigo sin recurrir a la tortura y a las ejecuciones. Lo hacemos para obtener información, para remontar la cadena que permita descubrir a la organización... La acción terrorista implica a mucha gente: una bomba la pone un hombre, pero otros la han transportado, han señalado los objetivos, la han fabricado... Llegamos a identificar a 19 terroristas que habían participado en un solo atentado. ¿Qué hay que hacer con el detenido? ¿Nada? ¡Entonces los otros 18 seguirán poniendo bombas y matando inocentes!”.

A la pregunta: ¿Y no cree que un país democrático debe combatir el terrorismo sin recurrir a la tortura?, responde: “Eso es posible sólo si se dispone de mucho tiempo. Pero la presión es terrible. .... Si hubiera mucho tiempo se podría hacer de otro modo, pero cuando la organización terrorista está ahí y sigue presionando, hay que explotar inmediatamente la información que se consiga sacar del detenido, no queda otro camino para ahorrar vidas y sufrimientos”

¿Quién es este general?[14]

“El General Aussaresses, que tiene ahora 83 años y el pecho constelado de medallas, no es un torturador cualquiera. De no mediar el obstáculo de la Segunda Guerra Mundial que hizo de él un resistente contra los nazis y un militar bajo las órdenes del general Charles de Gaulle, hubiera sido tal vez un pacífico profesor de letras clásicas, pues se había licenciado en filología griega y latina y escrito una tesis titulada La expresión de lo maravilloso en Virgilio. Pero la guerra orientó su destino en la dirección castrense e hizo de él un agente secreto y un especialista en “operaciones especiales” de las Fuerzas Armadas, púdico eufemismo que recubre tareas clandestinas de sabotaje, secuestro, asesinato y otras brutalidades contra el enemigo en territorio extranjero”.

El general Aussaresses no tiene el menor cargo de conciencia por la sangre que hizo correr ni por haber actuado de una manera que violaba las leyes imperantes. Su tesis es que, cuando se está inmerso en una guerra, la obligación suprema –para un combatiente, para un país- es ganarla, y que esto es imposible si se respetan las leyes y los principios morales que rigen la vida de una sociedad democrática en tiempos de paz. Las autoridades políticas, judiciales y militares lo saben muy bien, aunque no puedan decirlo, y por eso se desdoblan en figuras públicas que aseguran estar empeñadas en mantener las acciones bélicas dentro de la legalidad y la limpieza étnica, y en otras, más pragmáticas, que en sordina, sin dejar huellas, e incluso simulando no enterarse, exigen de sus subordinados en uniforme las iniciativas más crueles e inhumanas en nombre de la eficacia, es decir, de la victoria. Para eso están los ejecutantes, los que se manchan las manos, a los que a veces, incluso después de emplearlos en esas sucias tareas de catacumba, el poder recrimina o castiga para guardar las apariencias y mantener vivo el mito de un gobierno que, aún en el apocalipsis bélico, acata la ley”.

Como bien dice una de las reglas enunciadas por Conroy, el horror ante tales declaraciones es proporcional a la distancia, cuanto más lejos de uno, más adverso el juicio. Todo puede cambiar si el dilema se nos acerca. Mucha de la gente que clama venganza por lo sucedido en el ataque terrorista a Nueva York del 11 de septiembre de 2001, acaba de descubrir que sus convicciones trastabillan cuando el peligro toca a sus puertas. Y su preocupación y cambio de actitud no nos deberían ser ajenos. Cualquiera de nosotros desconoce cómo reaccionaría en la triste situación de ser puestos a prueba y cómo justificaría su reacción y cómo conviviría con el descubrimiento de su nueva mirada. Nada nuevo, ningún cambio podrá producirse si no asumimos nuestra propia capacidad de ejercitar el Mal, si miramos al Mal como algo que hacen siempre los demás.

Maldad y razón.

Dice Humberto Maturana[15]:

La maldad es un fenómeno cultural que surge, no porque el ser humano sea en sí malo, sino porque se constituye cuando se tiene una teoría política, religiosa o filosófica, que justifica la negación y sometimiento del otro. El daño que hacemos a otro en el enojo, no constituye un acto de maldad. En ese acto el daño puede ser violento o fatal, pero en sí no es malvado, sólo si recurrimos a la razón para justificar ante nosotros y ante otros la legitimidad de ese daño apagando nuestra sensibilidad, ese dañar se constituye en un acto de maldad. El Holocausto es un acto de maldad. Su magnitud es impresionante, incomprensible y destructora, pero como acto de maldad es un acto de maldad como muchos otros que se han cometido en la historia de la humanidad y que continuamos cometiendo en la vida cotidiana cuando creamos justificaciones racionales para nuestra negación del otro. ... Pienso que holocaustos han ocurrido muchas veces en la historia de la humanidad desde el surgimiento de la apropiación material o espiritual en el patriarcado. El Holocausto del pueblo judío es el más gigantesco y más conmovedor para nosotros por ser el más cercano y el que nos toca más porque podemos vernos en él como objeto y como actores. ¿No fue acaso un Holocausto la muerte de tres o más millones de mujeres en manos de la Inquisición bajo la acusación de brujería? La apropiación de las cosas, la verdad, las ideas, es ciega ante el otro y ante sí mismo. Mientras tengamos teorías filosóficas que justifican racionalmente la apropiación de la verdad y no reflexionemos sobre sus principios y fundamentos admitiendo que son creaciones nuestras y no visiones de la realidad, mientras tengamos religiones y no reflexiones sobre ellas admitiendo que surgen de nuestra experiencia espiritual y no como revelaciones de una verdad trascendente, habrá holocaustos, grandes o pequeños, porque nos aferraremos a la defensa de nuestras verdades ocultando nuestros deseos y por lo tanto, nuestra responsabilidad en nuestro hacer.

Cada vez que, de una manera u otra, nos apropiamos de una verdad y buscamos una justificación racional para nuestros actos desde esa verdad, abrimos un camino hacia el holocausto. Al ser nosotros dueños de la verdad, el que no está con nosotros está equivocado de una manera trascendental y su error justifica ante nosotros su destrucción sin que nos hagamos responsables de ella. Mejor aún, es el que el otro no esté conmigo lo que justifica su negación y destrucción y la justificación racional de la negación del otro exime de responsabilidad al que lo destruye. Cuando esto pasa no cabe la reflexión y el otro simplemente desaparece del ámbito humano, su negación no nos toca y el holocausto, en la negación total del otro, está en camino. .... El Mal y el Bien.

Esta confrontación con el Mal banal, el Mal institucionalizado y legal que lo eleva al absoluto, amenaza con sumirnos en la más negra desesperanza. Hasta acá, es como si la hipótesis de la innata maldad de los humanos estuviera comprobada y nuestra dignidad, maltrecha y en harapos. Pero hay también en la Shoá otro espejo en el que, de vernos, podremos recuperar algo de tanta dignidad perdida: el trabajo de los rescatadores. Silenciosa, invisible, de bajo perfil, pero persistente y obstinada, la tarea cotidiana de miles de ciudadanos europeos, permitió la supervivencia de la gran mayoría de los que han conseguido seguir viviendo. Contrariando no sólo a las leyes, sino muchas veces a sus propias familias, a su educación, los anónimos y desconocidos que se rebelaron frente a leyes que consideraron inhumanas, a riesgo de sus propias vidas y las de sus familiares, son un ejemplo que aún espera ser develado y transmitido, como una de las lecciones más poderosas de la naturaleza humana. Se ha hablado mucho de la resistencia armada y muy poco de los actos de rescate en donde el heroísmo no buscaba el reconocimiento social, el monumento ni la gloria eterna. Es en los actos de rescate que tenemos una herramienta pedagógica de primera magnitud porque permite trabajar temas tales como la diferencia entre lo legal y lo legítimo, la responsabilidad individual por la vida del prójimo, las relaciones entre el individuo y el estado totalitario y la necesidad de juicios críticos y reflexiones éticas.

En palabras del profesor Bauer[16]:

“En los márgenes del horror, estaban los rescatadores: demasiado pocos, demasiado aislados, pero el mero hecho de su existencia nos justifica ampliamente en nuestra enseñanza sobre el Holocausto. Mostraron que la gente tenía opciones, que se podía actuar de manera diferente a la multitud. En el contexto de desesperanza, ellos constituyen el ejército de la esperanza. En algunos casos, comunidades enteras actuaron como rescatadores, poblados, áreas, naciones enteras como los daneses y también los italianos en muchos casos”.

El Mal absoluto tuvo su pico ejemplar en la Shoá. También lo tuvo el Bien.

La Shoá me enseñó que siempre hay caminos posibles, que así como hay enfermos desahuciados que milagrosamente se curan, se puede salir de las situaciones más desesperadas, no transitando por supuesto los viejos caminos –que son, por otra parte los únicos que conocemos- ni estudiando sólo la maldad de los demás. Está en juego nuestra propia concepción sobre nosotros mismos, los nuevos aprendizajes que aún nos esperan. Estamos formados en una educación hipócrita, con un doble standard, sobre nuestra condición misma que niega la existencia del Mal, por ende, no estamos entrenados en descubrirlo ni en combatirlo en nosotros mismos. Pareciera que nacemos tanto con la potencialidad del Bien como con la del Mal y que son las circunstancias lo que gatilla nuestro “mejor” o nuestro “peor”. Si no reconocemos los riesgos y tentaciones de nuestra propia Maldad y nuestra vulnerabilidad en los sistemas totalitarios, no podremos luchar contra ello, seguiremos estando en sus manos.

El prójimo nos es querido y necesario. La tarea incesante en la construcción de estados lo más alejados del totalitarismo que sea posible, el trabajo sobre la responsabilidad cívica, sobre la reflexión ética, sobre la libertad y sus límites, es hoy, más que nunca, imprescindible para la continuación digna de la vida.

Referencias y notas: [1] Shoá: (hebreo), devastación. Designa la guerra emprendida por los nazis específicamente contra los judíos en el contexto de la Segunda Guerra Mundial, en el cual también fueron discriminados y muertos otros grupos (gitanos, homosexuales, opositores políticos, masones, testigos de Jehová, discapacitados). La palabra Holocausto, difundida universalmente por los medios masivos especialmente norteamericanos, es impropia dado que alude a un rito religioso, la ofrenda de un animal al sacrificio del fuego, para la purificación de los pecados. El concepto comporta la idea inaceptable de la culpabilidad de las víctimas y de su inmolación por voluntad divina.

[2] La Shoá no es el único exponente del Mal en el siglo XX. Ha sido el más estudiado pero está acompañado por los millones de muertos que le debemos a la “limpieza étnica” de Bosnia-Herzegovina, al asesinato de los Tutsis por el gobierno de Ruanda, a los asesinatos en masa de Burundi, a los camboyanos aniquilados por el Khmer Rojo, a los masacrados en Timor Oriental por los indoneses, a los genocidios sobre poblaciones indígenas, a la privación de los derechos humanos para gran parte de la población mundial y al progresivo deterioro del nivel y expectativa de vida para la gran mayoría de los humanos.

[3] Hannah Arendt: “Eichmann in Jerusalem. A report on the Banality of Evil”, The Viking press, 1963.

[4] Hipótesis que, de manera más florida, desarrolló Daniel Goldhaggen en su publicitado, y extenso libro “Los verdugos voluntarios de Hitler. Los alemanes corrientes y el Holocausto”, Santillana, 1997. La hipótesis de que el pueblo alemán sea Malo de manera innata, probablemente tranquilice a muchos, -a condición de que no sean alemanes-, pero no contribuye a esclarecer la comprensión del fenómeno del Mal.

[5] Stanley Milgram: “Obediencia a la autoridad”. Ed. Besclée de Brouwer, Bilbao, 1980. Se trata de la experiencia de laboratorio realizada en la Universidad de Yale, que pretendía medir el grado de aceptación a las órdenes de tortura de personas comunes. Ha demostrado que la gran mayoría de los sujetos obedecían la orden bajo dos condiciones: que el daño se justificara por algún fin superior y que la responsabilidad estuviera cubierta por alguna autoridad.

[6] P. G. Zimbardo, C. Haney, W. C. Banks, D. M. Jaffe: “The psychology of Imprisonment: Privation, Power and Pathology”, publicado en Rubin Zelig ed: Doing onto Others, Prentice Hall, 1974. En esta experiencia de laboratorio realizada en la Universidad de Stanford, un grupo homogéneo de estudiantes es dividido arbitrariamente y unos serán los prisioneros y otros los guardianes. Los cambios en las conductas de estos últimos, el progresivo incremento de sus conductas sádicas, así como los cambios de quienes hacían de prisioneros, su sometimiento y humillación, prueban que el contexto estimula nuevas conductas en las personas capaces de conducirse de modos novedosos y sorprendentes incluso para sí mismos.

[7] Tzvetan Todorov: Frente al límite. Siglo veintiuno editores, 1993.

[8] De su conferencia pronunciada en enero 2000 en el Foro Internacional sobre el Holocausto”, Estocolomo, Suecia.

[9] Raoul Hillberg, German Railroads, Jewish Souls. April 1986.

[10] Gerald Markle: Meditations of a Holocaust Traveler. State University of New York Press, 1995.

[11] John Conroy: Unspeakable Acts, Ordinary People. The Dynamics of Torture. Alfred A Knopf, 2000.

[12] Ordalía: prueba judicial mágica o religiosa. Había cuatro: por el fuego, por el agua, por el veneno y por el combate. Un ejemplo de ordalía por el agua, era la perpetrada sobre las acusadas de brujería; se las maniataba de pies y manos, se les ataba una pesada piedra y se las arrojaba al agua. Si se hundían y se ahogaban, eran culpables; en el imposible caso de sobrevivir, lo habrían hecho sólo con la ayuda de Dios, lo que probaría su inocencia.

[13] Página 12, 20-5-01, tomado de El País de Madrid.

[14] Mario Vargas Llosa (La Nación, 20-5-01 tomado de El país.):

[15] Humberto Maturana: “El sentido de lo humano”. Dolmen Ediciones, Santiago de Chile, 1995.

[16] Op.cit.

Coro Guebirtig - Reizl Sztarker

INTIMIDADES DE LOS ENSAYOS EN EL CORO POPULAR JUDÍO MORDJE GUEBIRTIG “Regardeame!” dice enojada cuando atacamos una nota a destiempo, “regardeame!, no mires la carpeta, regardeame a mí!” y uno se acomoda en el asiento, se aclara la garganta y la mira fijo con cara de yo-no-fui, no vaya a ser que lo mire a uno y el “regardeame” general, le sea dirigido a uno en particular.

Parada frente a nosotros, con su escaso metro cincuenta, nos baila cada canto que nos hace cantar y se eleva como los enamorados voladores de Chagall. Reizl no dirige un coro, Reizl lo baila.

Hace al revés que los reyes. Los reyes hablan en plural, en primera persona mayestática. El rey dice “nosotros pensamos...”. Reizl habla en singular y te habla a vos. Como las Tablas de la Ley, el único código escrito en segunda persona, así dirige el coro: de a tú.

Hay que vernos. Semejantes grandulones, abuelos y hasta bisabuelos, cabezas canosas o teñidas o peladas, caras vividas, ojos sabios pero aún sedientos, recibiendo su interpelación como dirigida a cada uno en particular, sentados, compuestos y obedientes, mirando sus ojos, su boca y sus manos, de donde como un milagro salen nuestras voces.

Su segunda persona del singular tiene la virtud de involucrarnos a todos. Pero ella sabe a quién le habla. Oído de tísica tiene. No es sólo que sepa música, que sea melodiosa, que haya estudiado mucho. No. Lo que tiene es oído de tísica. Cuando alguien por allí atrás, detrás de tres o cuatro filas, se le chifla un semitono que no va, Reizl no mira en esa dirección. Planea su mirada por sobre todos y dice “no me bajes esa nota!” y sólo ella y quien hubiera cometido el pecado saben de quién se trata.

Corrige sin avergonzar, exige sin acorralar, hasta se enoja, pero sin humillar. Y cuando la cosa sale bien...! Cuando no tiene nada qué corregir...! Bueno, pero ya voy a llegar a eso.

La kehilá de Buenos Aires le hizo un homenaje el miércoles 24, en la AMIA.

Un aplauso a los gestores de la idea! El trabajo que realiza Reizl por mantener vivo el duende del idish, y junto con ello, tanto de nuestra identidad askenazi, ha sido un trabajo de bajo perfil, poco conocido por la gran mayoría. Reizl es de las laburantes que hacen bien su trabajo todos los días. Nada más. Y nada menos. No parece esperar honras ni aplausos. Viene y hace su trabajo. En la vanguardia de la resistencia cultural, pelea en contra de la desmemoria borradora de identidad, mantiene vivos y genuinos a nuestros mejores nutrientes, y se erige en heroína de tiempos superficiales y banalizadores armada con su entusiasmo y embriagador empecinamiento.

No sólo en los conciertos y las funciones, donde se difunden las joyas de nuestros poetas y músicos, el olor de nuestra cultura; también, y sobre eso podemos testimoniar los coreutas, en el trabajo cotidiano en cada ensayo, en cada comentario, en cada chiste.

Les cuento, por ejemplo, cómo es cuando Reizl presenta un canto nuevo. Cada uno de nosotros ya posee la letra escrita tanto en letras hebreas como latinas. Reizl lo lee. No sólo lo lee, le pone neshume, lo interpreta, se conmueve. Siempre se conmueve como si fuera la primera vez que lo lee, como si la emoción de transmitirlo, la felicidad que ello le produce, la elevara al éxtasis. La escuchamos absortos, disfrutando del momento y anticipando lo que sabemos que se viene. Se viene la traducción. Reizl traduce y, como hay entre nosotros, serios conocedores de idish, es un momento muy rico porque hay distintas versiones e interpretaciones. Los que escuchamos, aprendemos, no nos cansamos del privilegio de escuchar las argumentaciones. Y aprendemos. Después viene el comentario sobre el significado del canto, el contexto en el que ha sido engendrado, su sentido. Y aprendemos. Aprendemos sobre la vida judía, sobre la cultura de la que somos herederos y portadores. Muchas veces resignificamos fragmentos de nuestros pasados, episodios que no habíamos entendido, comentarios cuyos ocultos sentidos se nos habían escapado.

Después tenemos que leerlo todos juntos en voz alta. Hacer nuestra cada palabra, masticarla, incorporarla, darle cuerpo, nuestro cuerpo, nuestro aliento y nuestra voz. Recién después viene la música. Y eso también tiene un procedimiento. Reizl toca la melodía en el piano. Siempre hay alguno que ya se la sabía o que la adivina y se apura y la tararea. “Ecuté!” vocifera Reizl, “callate y escuchame”. Y escuchamos. Una vez. Otra. Y después nos hace un gesto como “a ver, cantá” y tímidamente empezamos a mascullar la letra nueva y a tratar de acomodarla en la melodía que estamos aprendiendo.

Reizl es una genia! De muchos de nosotros, troncos con poca esperanza, sacó buenas ramas. Con paciencia, con cariño, explotando nuestro entusiasmo potenciado por el suyo, acoplándose con su amor por los cantos populares judíos y a nuestra sed de idishkait nos ofrece un sostén emocional para nuestra identidad más primitiva.

Reizl soñadora. La he visto llorar porque algún coreuta ha protestado porque “me pusiste al fondo”. Ha llorado ante la arbitrariedad de algunos de nosotros que, ocupados en nuestro desempeño en el coro, perdemos de vista la enorme cantidad de variables que tiene que tener en cuenta en el armado de cada presentación. Y sufre un montón cuando no puede satisfacer a todos. Parece mentira. Tantos años como maestra, todavía no ha aprendido que no se puede contentar a todo el mundo. Y Reizl, que tiene en sus manos la herramienta que aquieta a las bestias, llora cuando siente que este mundo armónico, esta isla de solidaridad que espera del coro, presenta una fractura. Reizl soñadora. Reizl entrañable. Reizl chispa de amor.

No es chiste dirigir un coro popular de 168 personas. Popular quiere decir que nadie sabe música. Popular quiere decir que hay que explicar teoría y notación musical con ejemplos concretos, con los ojos, con el cuerpo. Hay que verla a Reizl golpeando el costado del teclado para indicar el ritmo del dos por cuatro, o los tres tiempos, o los puntillos, o las cadencias. Y de pronto se enrieda con las negras y las blancas y estallan las risas, especialmente entre los hombres.

Los judíos nos hemos caracterizado por hacer de los hechos nefastos, augurios de buena suerte. En los casamientos, rompemos un vaso y decimos “mazltov”. Si llueve para una fiesta, decimos que es buena suerte. Si no reconocemos a alguien decimos que va a vivir hasta los 120 años. El atentado a la AMIA ha sido un punto de inflexión en la comunidad judía argentina. Produjo cambios que aún están en proceso de desarrollo. Uno de ellos es la constitución de este coro, surgido como respuesta viva al intento de matarnos. Pueblo obstinado el pueblo judío. Tantas veces nos mataron, tantas hemos resucitado. Esta vez, el intento de matarnos despertó esa otra muerte de la que ya parecíamos no tener retorno, la muerte del idish.

Reizl es una de las abanderadas de este renacimiento. Reizl que nos baila la memoria de nuestra identidad en cada ensayo. Reizl que nos abrazaría a todos cuando nuestra voz expresa su idea del canto, cuando era cómo lo había imaginado y se la ve transportada en ese instante en que se queda respirando los armónicos que le dejamos, disfrutando de la perfección, de ese casamiento entre la música y la voz, lo más esencial de lo humano.

Sepan quienes leen este humilde homenaje, que tenemos una Reizl Sztarker. Zol zi lebn guezint un shtark biz hindert tsvontsik iurn mit undz tsuzamen un zol men kenen zehn der sholem oif di gantse velt. Umain. (el que no entendió, que se venga al coro a ver si aprende algo)

HOMENAJE A REIZL SZTARKER EN AMIA. (Contado por su bisnieta Mara). DW

Mi bisabuela, la shprindzine.

Me encantó la palabra shprindzine -resorte- que dijo Moishe Korin el otro día. Repítanla. Vean qué lindo suena. Es saltarina, chispeante, irreverente, rebelde, justa, solidaria, rítmica, sorprendente. Así es mi bisabuela, un alambre enrulado que se achica para juntar fuerza y se expande y alcanza donde otros ni habían imaginado.

Mi bisabuela no es una bisabuela cualquiera. Dirige un coro, un montón de personas que cantan juntas. Cantan en idish. Idish es un idioma que antes se hablaba mucho pero que ahora ya no. Cuando yo sea grande, esas canciones me van a recordar siempre quién soy, de donde vine, para qué lados puedo ir.

El otro día, el miércoles 24 de octubre, la kehilá de Buenos Aires le hizo un homenaje a mi bisabuela. El departamento de Cultura lo pensó y lo hizo. Cultura es eso que mantiene a los ladrillos todos juntos para hacer una pared, y con las paredes hacer una casa. La fiesta se hizo en la AMIA que es una casa grande, muy linda y toda nueva. Me dicen que la que había antes le destruyeron. Me dicen que fue horrible. Me dicen que no se sabe quiénes hicieron una cosa así. Cuando pasó eso, hace como siete años, mi bisabuela lloró y lloró y un día se cansó de llorar y se juntó con otras maestras del shule y se pusieron a cantar. Mi bisabuela no puede estar mucho tiempo lamentándose, tiene que hacer algo. Fue hace como seis años. Empezaron unos poquitos y hoy son casi ciento setenta. El otro día, en la AMIA, estaban todos, todo el coro. Y mucha otra gente más. Yo no conocía a nadie pero había tantas risas, todos se querían, se saludaban. Hubo gente grande que lloró un poco. Cuando cantaba el coro, me daban ganas de dormirme en los brazos de esas palabras que sonaban a leche tibia, a miel y canela, a té en vaso y a cama recién tendida y a tibieza de mamá. Lástima que no lo conocí a mi bisabuelito Máirale. Lo recordaron mucho también a él. Y mi tía abuela Jáiele también tocó el piano e hizo un número con otra gente del coro, un oratorio dicen que se llama. Estuvo bárbaro: con diferentes pedacitos de canciones, de ésas que todos parecían conocer, contaron la historia del coro. También cantaron y bailaron una canción lindísima que decía “Hello Reizl!”. Moishe Korin contó cosas de mi bisabuela, divertidas, simpáticas, inteligentes. Lo que más me gustó fue lo de la shprindzine. Pero ya lo había dicho, perdón. Lo que pasa es que soy muy chiquita, apenas un mes tengo, y miren todas las cosas que ya tengo que recordar y contar. Se dijeron cosas lindísimas. Qué suerte que tuve de nacer en esta familia, con gente de trabajo, profesionales, músicos, gente honorable y buena. Mi mamá, me subió en brazos al escenario. Eso es porque soy la más chiquita. Fue lindo ver cómo todo el mundo se emocionaba. Y mi bisabuela me miraba arrobada! Me encantó! Es raro esto de tener tanta familia. Yo creía que sólo tenía padres, tíos, primos, abuelos, eso que tiene todo el mundo. Resulta que todo el auditorio estaba lleno de parientes. Estaba la gente del coro, los alumnos de tantos años, los amigos, los familiares, los compañeros de trabajo, discípulos, todos rindiéndole tributo, honrando su vida. Cuántos juntó mi bisabuela! Cuántos hermanos, cuántos hijos tiene! No entraban en los asientos: tuvieron que poner otras filas sobre el escenario para que la gente se pudiera sentar. Pasaron un video con fotos y distintos momentos de su vida. Me costaba reconocerla con esa otra ropa, ese otro peinado; su sonrisa, su entusiasmo y su alegría eso sí lo reconocí, estaba en todas las fotos. Estuvo lindísimo todo, pero lo que más me gustó fue cuando se escuchó una grabación de chicos cantando en idish. Nadie sabía de qué se trataba. Nos quedamos todos en silencio, escuchando como en una ceremonia que yo no sabía qué quería decir pero que era importante. Mi bisabuela miraba a los costados sin imaginarse lo que iba a pasar. De entre el público sentado, se empezaron a levantar algunas personas y subieron al escenario. Esos veinte hombres y mujeres eran algunos de los que habían grabado esa canción cincuenta años atrás!

Qué suerte para mí haber podido estar ese día para poder contárselo alguna vez a mis nietos y bisnietos! Contarles de este homenaje, y también de todo lo que hubo detrás. De mi bisabuela a mí hay un arco que va de un siglo a otro, de una historia a otra, de un futuro a otro. Cuando sea grande, voy a ir un día a la AMIA y les voy a agradecer el homenaje del otro día, sin estridencias, transparente, tranquilo, “derechito” como dice mi bisabuela que fue su camino en la vida. Es bueno agradecerle a la gente lo que hace, decirle que importa. Nuevos edificios pueden ser levantados por cualquier persona. Llenarlos con palabras y música, con historia, con sentido y perspectiva, eso lo puede hacer sólo alguna gente. Es lo que siempre hizo mi bisabuela, Reizl Sztarker.