El flaquito y yo

“Correte y no hagas nada!” escucho en mi oreja izquierda esta mañana al sacar el coche. La voz, urgente, mordida, me aterra. Casi no alcanzo a ver el arma que apunta a mi cabeza. Me corro. La puerta se abre y entra un muchacho como de veinte años con la piel de la cara toda poceada, y otro un poco más chico se mete en el asiento de atrás, un flaquito esmirriado. “Abrí el garage” me ordena el primero mientra siento en la cabeza el arma que me apoya el flaquito. En blanco. Estoy en blanco. Mi señora está leyendo el diario en la cocina, Melina y Mónica se están terminando de vestir para ir a la escuela. Abro el garage. Entramos. “Cerrá la puerta”. La cierro. Me siento un idiota, un inútil. El miedo por mi familia me ata las manos y el pensamiento. Me empieza a llenar de rabia la impotencia. Me vienen ideas heroicas que acallo. Mejor hacerles caso. Voy a hablarles tranquilo. Mejor no ponerlos nerviosos. Es lo último que pienso que pensé. A partir de acá todo se me vuelve un torbellino en el que fuimos sujetos impotentes. La invasión, los gritos, el horror en las caras de mis hijas. Querían la plata que había en casa. “No tenemos nada” le dije. No me creyeron. Revolvieron todo. Le pegaron a mis hijas. “No hay nada!” vociferaba yo desesperado. En una secuencia infernal terminaron llevándoselas en un coche que estaba afuera. El flaquito se quedó con nosotros, con su mirada fría, con odio desafectado. “Te las devolvemos cuando nos des la guita que tenés, hijo de puta. Si avisás a la cana, son boleta. Portate bien. Por ahí te las usamos un poquito pero van a volver. Los dólares, queremos los dólares”. Estábamos en sus manos. Sentados en la cocina, los tres alrededor de la mesa. El flaquito no hablaba. No nos miraba. No se molestó en atarnos. Nos sabía atados por el destino de nuestras hijas. Ordenó entredientes un café y un sandwich. Mi señora se los dio. Prendió la tele. Encontró un partido de fútbol de no sé quién contra no sé quién.¿Qué dólares? ¿Cuántos? ¿De dónde los iba a sacar? ¿Dónde estaban mis hijas? El flaquito nada, sólo decía con desgano “te van a llamar”. Como a las dos horas de inmovilidad y silencio preguntó dónde estaba el baño. Entró. Busqué la plancha de los bifes, lo esperé en la puerta y cuando salió le pegué con todas mis fuerzas. Nos quedamos aterrados mirando al flaquito caído a nuestros piés. Mi señora fue corriendo a buscar la cinta de enrollar cortinas que guardábamos en el garage por si había algo que atar. Comprobamos que estaba vivo. Lo atamos con furia y sin piedad. Llamamos a la policía. En pocos minutos estuvieron en casa. Delante nuestro comenzó el interrogatorio. No había tiempo que perder. Había que sacarle toda la información. El flaquito tenía antecedentes, estaba asustado. Yo no me reconocía a mí mismo. “Que lo revienten, que no lo maten hasta que diga dónde están las nenas, que lo hagan hablar pronto. Antes de que las violen y las lastimen. Que después lo hagan pedazos. No, que me dejen a mí, lo quiero matar yo”.¿De dónde me venían esos pensamientos? ¿quién estaba siendo yo? Yo, tan pacifista y reflexivo, tan buena gente y ciudadano responsable, tan respetuoso de la democracia y defensor del diálogo, yo me veía embargado de una violencia que no reconocía en mí. De pronto, el castigo físico me parecía bueno, necesario, justificado. De pronto el flaquito era la llave que podía impedir el Mal y no sólo no me importaba hacerle daño sino que lo exigía: nos tenía que decir dónde estaban las chicas! No me importaba el modo. Era “mis hijas o el flaquito”. Elegí a mis hijas. Es lo que elegiría cualquiera. Creo.

Si el flaquito era uno de los muchos hijos de una familia desdichada, mal conformada, que vivía en una realidad en la que el delito era la vía más eficaz de sobrevivir, en donde la injusticia social era flagrante; si la arbitrariedad de nuestra sociedad lo había puesto en un lado y a mí del otro; si yo había nacido en una familia que me educó en el respeto por el semejante, en la que nunca faltó nada, que nos tomábamos vacaciones todos los veranos, que íbamos a la escuela mientras mamá y papá constituían una versión un poco menos romántica de los Perez García mientras que seguro que las cosas habían sido muy diferentes en la vida del flaquito, todo eso, todo eso, en ese momento, aunque lo sabía, me importaba un bledo. Yo quería reventarlo, quería hacerlo doler yo, quería sentir en mis nudillos el impacto de su cuerpo que guardaba el secreto de la salvación de mis hijas.

Yo sabía que mis antepasados de piel blanca habían venido a este rincón del planeta al sur de América, la habían ocupado y colonizado mientras unos pocos años antes los antepasados del flaquito habían sido echados al destierro de su propio lugar y sus culturas reducidas, desnaturalizadas. Yo sabía de esa injusticia y no la compartía. Había educado a mis hijas en la reflexión del debido respeto a todos y en la conciencia de lo arbitrario de que algunos tengamos y otros fueran carecientes de lo que permite vivir con la mínima dignidad. Sabía todo eso, pero no lo podía considerar en el momento en que mis hijas estaban en sus manos. Sólo las quería recuperar, sólo quería que fuera pronto para que no las lastimaran. No era momento de reparar heridas históricas ni de compensar el robo ocurrido desde la Conquista del Desierto ni de reivindicar nada. No era tiempo de pelear por una sociedad más justa en la que la distancia social no fuera tanta para que todos sus miembros tuvieran de verdad las mismas oportunidades, aunque seguía y sigo pensando que es una pelea necesaria. Era tiempo de conseguir la información para que a mis hijas no les pasara nada, para que volvieran con vida y enteras.

Los hechos no son los mismos cuando están encarnados en alguna situación concreta. In abstractum, las cosas se pueden ver en un contexto de reflexión y ponderación. Desde adentro, preso del clima tormentoso del miedo, la impotencia y la furia, todo se ve diferente, uno puede descubrir nuevos pensamientos, nuevas reacciones que desconocía. El otro deja de ser un semejante para convertirse en un enemigo cuando penetra en nuestro espacio corporal, cuando nos puede matar, violar, cuando esgrime un arma y se lo ve dispuesto a usarla, no es un otro con el que se pueda hablar. No es un momento para reflexiones y retóricas.

Pero ¿cómo ve la situación una persona que está afuera y, por ende, puede pensar?. No es lo mismo para el periodista, para el sociólogo, para el juez, para el historiador, para el formador de opinión o para el político, para el observador o el evaluador, quienes están más alejados y pueden –y deben- ver el cuadro más ampliado.

Suponiendo que el tal evaluador no tuviera ulteriores intenciones o intereses ocultos, que fuera honesto, vería que el flaquito y sus cómplices no son malos naturalmente sino que son exponentes de una realidad que implica una sucesión de injusticias y violaciones de la que están presos con pocas alternativas de elección. Se los puede comprender, se los debe comprender, pero no justificar ni permitir la continuidad de sus conductas delictivas.

Suponiendo que este evaluador se acerque al fenómeno con genuina voluntad de entendimiento, comprenderá también que el hombre desesperado por defender a su familia puede recurrir a cualquier medio, incluso al castigo físico. Lo comprenderá, y hasta se preguntará –si es honesto- qué haría puesto en su lugar aunque no podría justificar –como con el flaquito- su conducta como modelo a imitar. Sabrá que la escalada de violencia no lleva a otra cosa que a más violencia. Pero sabrá también que ante la desesperación de recuperar a sus hijas y ante la inminencia de la violencia a la que podrían someterlas, cualquier cosa que haga para impedirlo es lo que cualquiera de nosotros haría en su lugar.

La tentación de pensar al flaquito y sus cómplices como las víctimas y de arrojar sobre el hombre la acusación de perpetrador sanguinario es mayúscula. Después de todo, el hombre tiene un buen pasar, ha recibido una buena educación, tiene más y mejores recursos, mejor expectativa de vida, es un buen ciudadano respetuoso de una ética de convivencia, debería dejar que las cosas siguieran su curso, que los cómplices del flaquito violen a sus hijas, buscar con desesperación el dinero en efectivo sin saber si lo podría conseguir, sin saber si recuperaría a sus hijas si lo entregaba. Se constituiría en un eslabón más de la cadena de confirmaciones de que el delito rinde, de que se puede y se premia el tomar las cosas por la fuerza y así otras familias podían sufrir lo mismo que habían pasado ellos y la sociedad toda se volvería un jungla de supervivencia incierta.

¿Son estos protagonistas culpables de la realidad circundante? Aunque exponentes de aspectos tan dispares, injustos y arbitrarios resultantes de sucesos anteriores a sus existencias y que los han llevado a ser quiénes son, ¿son responsables personalmente –y punibles- por este estado de cosas?

En nuestra necesidad de simplificar para entender las cosas rápidamente y adjudicar a uno la condición de “bueno” y a otro la condición de “malo”, ¿Cuál es la víctima? ¿para qué sirve pensar en víctimas? ¿para justificar? ¿no son acaso los dos víctimas en distintos momentos, con distintas historias, en distintos grados? ¿podemos acusar a este hombre desesperado de ser un perpetrador vil y cruel? ¿no tiene derecho a defender a los suyos? ¿debe sentarse y esperar con amabilidad y don de gentes a que dispongan de su familia y decidan su vida o su muerte?

Han guiado estas palabras, mi intento personal de comprender desde la distancia algunos ingredientes que integran lo que está sucediendo entre israelíes y palestinos, esta desgarradora lucha de una causa justa contra una causa justa y el creciente apoyo de la población israelí a la política beligerante de Sharón. Quería intentar meterme en la piel de un israelí desde mi realidad argentina y judía, en especial, el cambio de bando de algunos prestigiosos intelectuales que integraron Shalom Ajshav (Paz Ahora) y que hoy reconocen la inutilidad de sus esfuerzos porque sienten, como el personaje ficticio de mi relato, que con el flaquito no se puede hablar, que no le importa, que está jugado, que al flaquito hay que pararlo y hablar después.