Palabras para Rosh Hashaná En nuestra larga historia, los judíos hemos vivido largos períodos de florecimiento y paz, alternados por otros, de sufrimiento y destrucción. La versión que muchos de nosotros nos contamos, esto es, la de haber sido siempre perseguidos, no es rigurosamente verdadera. Es cierto que lo hemos sido, y no una sino muchas veces, pero no en todas partes ni siempre. Hemos fluctuado entre períodos de estabilidad y períodos de incertidumbre. De ambos, no sólo de los momentos difíciles, hemos extraído enseñanzas, enseñanzas que se han vuelto estrategias para sobrevivir y persistir en el tiempo. La errancia, tan esencial para nuestra definición de nosotros mismos, nos ha enseñado de primera mano, la gran lección sobre la transitoriedad de la vida. Tanto desarraigo nos ha hecho crecer raíces más hondas y expansivas, que toman nutrientes en más de un lugar, de manera rizomática y multiplicadora.
Vivimos en la Argentina momentos difíciles. No por ser judíos –también podemos tener problemas ajenos a nuestra condición de judíos- sino por ser argentinos. Vivimos momentos difíciles porque muchas de nuestras viejas certidumbres se han desvanecido y nos hemos quedado estuporosos, en shock, como si hubiéramos perdido sentidos. Los judíos sabemos –o al menos debiéramos saber- acerca de cómo sobrevivir en situaciones inciertas dado que la transitoriedad ha sido nuestra constante.
Hemos perdido la certeza del trabajo. La promesa que recibían hace un siglo los inmigrantes de prosperar en esta tierra con la única condición de trabajar y ser honestos, se ha caído y fragmentado con la fragilidad de un espejo barato. El trabajo por sí mismo no es ya ninguna garantía porque el concepto mismo de trabajo ha cambiado tanto que los más viejos no lo podemos reconocer.
Hemos perdido la certeza de la formación profesional. La otra promesa, la que recibió la generación que siguió a la de los inmigrantes, de que una profesión liberal o el comercio o una pequeña industria iban a ser los pasaportes hacia una vida digna y permitirían las construcción de un futuro para los hijos, se deshizo en el aire y nos dejó a oscuras. Comercios quebrados, industrias desmanteladas, profesionales desempleados es la realidad que nos alberga.
Hemos perdido la certeza del mañana seguro. La vida era un camino que, si se hacían las cosas bien, desembocaba en la jubilación y el descanso y la salud protegidos. Lejos de ello, el desánimo cunde, la “mala onda”, resultante de un horizonte que no parece ofrecer salidas, es el contexto en el que nos despertamos todos los días. Y es bien difícil tomar la decisión de abrir los ojos cuando lo que uno espera es más de lo mismo, o sea peor.
Pero los ciclos son círculos que se cierran y se abren. En este nuevo año que comienza, nuestro mandato, como siempre, es el renacimiento de la esperanza. Cada nacimiento, cada comienzo, cada brote porta en sí mismo la semilla del cambio, de la ventura, o, deletreado de otro modo, de la aventura. No dejarse vencer por la frustración es el primer esfuerzo que debemos hacer. La humanidad –y de eso los judíos podemos dar testimonio cabal- ha superado muchas situaciones que parecían imposibles. La estupidez del ser humano sin embargo, sigue resultando sorprendente en su persistencia y potencia destructiva. Pero también lo son la creatividad y el deseo de vivir (es otra de las cosas que confirmamos en la Shoá).
Éste es el desafío para el nuevo año que iniciamos.
Lamentarse, temer, ponerse a la defensiva, encerrarse en fortalezas de pasadas certidumbres y nuevos temores, seguir esperando que “algo” suceda y la salvación caiga sobre nosotros... nada de esto tiene sentido,
Busquemos en este nuevo año recursos que aún no hemos estrenado. Están en nosotros mismos. No hace falta que nadie venga de afuera a enseñarnos. Nosotros, especialmente los judíos, tenemos una enorme experiencia en la supervivencia, en “hacer la plancha” cuando la transitoriedad (que se ha vuelto hoy sinónimo de realidad) se vuelve turbulenta e incluso hemos conseguido salir nadando contra la corriente más de una vez. Busquemos allí. Cada uno en su propia historia.
Nuestra historia de desarraigo podría sernos venturosa por una vez. Nos han echado –esta vez a todos- de donde estábamos, del lugar que creíamos ocupar en el mundo. Estamos siendo – esta vez todos- inmigrantes otra vez. Sin habernos movido, nos han cambiado el escenario, las expectativas, el idioma. Hemos migrado –otra vez: todos- a una nueva realidad aunque parezca que no nos hemos movido de país. Nuestra actual realidad es una nueva transitoriedad, una nueva “tierra de nadie”. Pensémosla como una nueva edición de nuestra historia, ese camino de certidumbres que caían indefectiblemente y que nos obligó a generar certezas que se sostuvieran por sí mismas y que fueran fácilmente transportables. De ahí, quizá, mucha de nuestra obstinación.
Hoy, en Rosh Hashaná, en la Argentina del 2002, hago un brindis por los que ignoran –a propósito o sin querer- la palabra “imposible”. Para ello, va este relato atribuido a Albert Einstein (buen ejemplo de obstinación y búsqueda de nuevos caminos ante certidumbres poco consistentes):
“Dos niños patinaban sobre una laguna congelada. De pronto, el hielo se reventó y uno de los niños cayó al agua. El otro, viendo que su amiguito se ahogaba debajo del hielo, tomó una piedra y empezó a golpear con todas sus fuerzas hasta que logró quebrar el hielo y así salvar a su amigo.
Cuando llegaron los bomberos y vieron lo que había sucedido, se preguntaron cómo lo había hecho, cómo era posible que hubiera conseguido quebrar un hielo tan grueso sólo con una piedra y sus manos tan pequeñas.
Un anciano dijo que sabía cómo.
- ¿Cómo?... Le preguntaron. Y contestó:
- No había nadie a su alrededor para decirle que no podía hacerlo.”