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HAGADÁ DE LA SHOÁ - Papiernik y Wang

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(para ser leído en Pesaj luego de la lectura de la hagadá tradicional)

Recordamos hoy también lo que nos sucedió en la Shoá. La Shoá fue el asesinato planificado y organizado de 6 millones de judíos en el seno de casi 50 millones de muertos ocurrida durante la segunda guerra mundial en Europa entre septiembre de 1939 y mayo de 1945. Un tercio de los judíos vivos en el mundo fuimos masacrados, un millón y medio de nuestros niños, nuestras madres, nuestros padres, nuestros hermanos. En Polonia, Hungría, Rumania, Francia, Bélgica, Checoslovaquia, Austria, Alemania, Holanda, Grecia, Italia, Lituania, Bielorrusia, en ciudades, en pueblos, en aldeas, fuimos arreados, engañados, torturados, hambreados, humillados, avergonzados y sometidos a cuanta indignidad fuera posible. Sea que viviéramos como judíos o no, sea que fuéramos religiosos o no, fuimos los objetivos privilegiados de la máquina de destrucción emprendida por los nazis en una guerra contra nosotros, liderados por Hitler con la complicidad abierta o inconsciente de gente común de todo el mundo que no levantó su voz en oposición y que muchas veces intervino activamente en nuestro asesinato. Se implementó contra nosotros un plan de exterminio con el propósito de crear lo que llamaban la raza superior. Fuimos el primer grupo étnico designado, después seguirían, en su plan maestro, lo que llamaban las razas inferiores, las siguientes víctimas (gitanos, negros, amarillos, marrones). Erigidos en dioses, pretendían crear un ser humano y una sociedad perfectos, como creían que eran los que llamaban arios. Ideas falsas, mentiras y prejuicios disfrazados de verdades científicas fueron la fuerza ideológica que llevó a cientos de miles de personas a ser sus cómplices en este delirio asesino. Recordemos sus instrumentos: el hacinamiento en guetos, el hambre, la insalubridad, los fusilamientos en masa, los crueles experimentos médicos, las humillaciones y el control de nuestras necesidades corporales, la industrialización de nuestra muerte en las cámaras de gas y nuestra posterior cremación en los hornos. La creación de los campos de exterminio, esa industria cuyo producto era la muerte, es una de sus obras supremas: en Treblinka solamente, cada día, recibían a 3.000 de nosotros, nos mataban, clasificaban nuestras pertenencias, nos sacaban los dientes de oro y otros valores que podían haber quedado en nuestros cuerpos, nos quemaban y dejaban el campo ordenado para recibir a los nuevos tres mil del día siguiente. Recordemos los guetos como el de Varsovia, de Łódź, de Vilna, de Cracovia entre otros cientos, y los Campos de Exterminio de Auschwitz-Birkenau, Majdanek, Treblinka, Chelmno, Bergen Belsen y tantos otros Campos de Concentración y Trabajo y Mixtos. Los Mengele, los Eichmann y otros asesinos se convirtieron en dueños de nuestras vidas y de nuestras muertes ante el silencio de los líderes internacionales, especialmente los de las grandes religiones. Sin posibilidad de anticipar lo que nos sucedía, sin entrenamiento ni ideología militar, pobres, pacíficos, trabajadores, no teníamos ninguna posibilidad de defendernos. Cada uno de nosotros luchó como pudo. Hubo levantamientos armados en Auschwitz, en Treblinka, en Sobibór, en los guetos de Vilna, de Bialystok, de Varsovia. En este último durante casi tres semanas, luchamos contra el ejército alemán con el mismo heroísmo de nuestros hermanos Macabeos, con la misma fuerza, con la misma desesperación. Empezamos el primer día de Pésaj y sin armas, sin alimentos, sin esperanzas, cobramos caras nuestras muertes. Aún cuando la lucha era imposible, luchamos. Hicimos lo que pudimos, resistimos con todas nuestras fuerzas y de todas las formas posibles: en los guetos manteníamos escuelas clandestinas, conferencias, conciertos, debates, coros, decenas de publicaciones, un sistema de ayuda social y comunitaria, comedores populares, enfermería y medicina social, grupos de trabajo y de cuidado de niños; en los campos tratábamos de mantener alta la moral y fuimos capaces de conductas de solidaridad que siguen siendo ejemplares dado el grado de inhumanidad al que nos pretendían someter. Los judíos nos hemos comportado con dignidad a pesar de la aceitada maquinaria nazi que nos pretendía deshumanizar para hacer más fácil para ellos nuestro asesinato: casi no hubo suicidios entre nosotros y emprendimos las luchas que fueron posibles, salvando gente, escondiendo, alimentando, curando, consolando, desde la clandestinidad, actuamos con heroísmos cotidianos sosteniendo la vida y resistiendo a las fuerzas de la muerte, huimos cuando pudimos a Rusia y nos escondimos en bosques, casas, graneros, cambiamos de identidad, fuimos ayudados algunas veces por personas no judías, pocas es cierto, pero debemos recordarlas por su valentía, intervinimos en actos de sabotaje y debemos rendir un homenaje especial a nuestros niños, los pequeños contrabandistas que sostenían la vida en los guetos entrando alimentos primero y armas después. Morir no enorgullece a nadie, pero sostener la vida cuando todo a nuestro alrededor nos muestra su inutilidad, es un acto de heroísmo y eticidad. Recordemos esta noche los nombres de quienes lucharon, de quienes dejaron sus testimonios, de quienes mantuvieron en alto nuestra dignidad contra los intentos de demolerla así como los nombres de cada uno de los familiares y familiares de familiares que hemos perdido.

Los nazis fueron vencidos, en 1945. Sobrevino así nuestra “liberación” después de un tiempo de infierno infinito. Una vez libres aprendimos que nunca nos libraremos del dolor de lo perdido y del recuerdo del horror. Con cada uno de nuestros seis millones de muertos se ha ido una parte nuestra. La Europa judía ya no existe, la cultura generada en su seno fue destruida junto con las cinco mil pequeñas y grandes comunidades judías. El alto valor que le adjudicamos a la vida humana impidió que recurriéramos a actos de venganza colectiva. Los que quedamos vivos, tuvimos la suerte de ver el nacimiento del Estado de Israel, un lugar en el que nuestro derecho a vivir no precisa ser declarado pero que debe ser defendido. Recordemos hoy tanto a los asesinados como a los que sobrevivieron, a sus hijos y nietos, porque todos somos descendientes de la Shoá. Nos comprometemos a mantener viva su memoria para las futuras generaciones.

SHOAH HAGGADAH - Papiernik and Wang

(To be read during Passover after the reading of the traditional Haggadah) Today we also remember the tragedy that befell us during the Shoah.

The Shoah was the planned and organized murder of 6 million Jews out of nearly 50 million people who perished in WWII in Europe between September 1939 and May 1945. Our mothers, our fathers, our brothers, a million and a half of our children, a third of all the world’s Jews were killed. In Poland, Hungary, Romania, France, Belgium, Czechoslovakia, Austria, Germany, Holland, Greece, Italy, Lithuania, Belarus, in entire cities, towns, villages we were herded together, tortured, hungered, humiliated and subjected to every conceivable indignity. It did not matter whether we were observant. It did not even matter whether or not we identified as Jews. We became the preferred targets of the Nazi machinery of destruction, which they created in the war they waged against us. They were following Hitler, and they did this with the open or tacit complicity of the common people of many countries who not only did not raise their voices against it, but too often took an active role in murdering us.

The purpose of their plan to exterminate us was to perpetuate what they imagined as “the superior race”. We were the first ethnic group designated victims, and in their master plan, after us, they would target what they referred to as “the inferior races” (Gypsies, blacks, yellows, browns). Believing that they were gods, they pretended to build a “perfect” human being, living in a “perfect” society; that is - Aryan. False ideas – prejudices – disguised as scientific truths were the ideological force that drew in hundreds of thousands of people as accomplices in this murderous delusion.

Let us remember the tools they used against us: overcrowded ghettos, hunger, massive killings, cruel medical experiments, humiliation, and control over our bodily functions.

Let us remember the cruel industrialization of death, our death in the gas chambers and our final cremation in the ovens. The extermination camps, the industry whose only product was death, was their supreme masterpiece. In Treblinka alone, 3,000 of us were taken in daily. They killed us, classified our belongings, took out our teeth and any other valuables that could have remained on our bodies, burned us, and left the camp neat and ready for the new group of 3,000 of us arriving the next day.

Let us remember the ghettos of Warsaw, Lodz, Vilna, and Krakow, among hundreds, and the extermination camps of Auschwitz-Birkenau, Majdanek, Treblinka, Chelmno, Bergen-Belsen, and so many other concentration and labor camps.

Let us also remember the Mengeles, the Eichmanns, and the other murderers that owned our lives and decreed our deaths in plain view of political and religious leaders around the world, who remained silent.

We were unable to conceive of what was going to happen; we did not have any military training or fighting ideology; we were poor, peaceful, working people, and we had no chance to defend ourselves. Each one of us fought back within the limits of what was possible, even when it was impossible. There was armed resistance in Auschwitz, Treblinka, Sobibor, in the Vilna Ghetto, and in other ghettos such as Bialystok and Warsaw. In Warsaw, we fought for nearly three weeks against the German Army with the same heroism our Maccabbean brothers and with the same strength and desperation. We began on the first day of Passover, without guns, without food, without hope. We made them pay for our deaths. Even though victory was impossible, we fought. We did the best we could. We resisted will all our strength in all possible ways. In the ghettos, we kept underground schools, we organized lectures, concerts, debates, choirs, dozens of publications, community and social systems of assistance, food shelters, infirmaries and free clinics, community working groups and childcare. In the camps, we tried to keep up our morale, and we had exemplary behaviorial solidarity, given the inhuman conditions in which we were kept.

We behaved with dignity even though the well-oiled Nazi system was geared to dehumanize us in order to make it easier for them to murder us. There were very few suicide attempts among us, and we did what we could to save people by hiding, feeding, healing, and comforting them. From the underground, we acted with daily heroism, preserving life and resisting the forces of death. We ran to Russia when we could, and we hid in forests, houses, and barns. We changed our identities. Some Gentiles helped us, very few, but we must remember them for their courage. We took part in sabotage and armed resistance. Our children in the ghettos deserve special honour. The little smugglers kept us alive inside the ghettos by bringing in food and then guns. No one feels proud for being killed, but we felt proud fighting for our lives in the face of hopelessness. Clinging to life is a heroic and ethical act.

Let us remember tonight the names of our fighters, of those who left testimonies, of those who maintained our dignity in the face of outrage.

Let us remember the names of all our relatives and our relatives´ relatives that we lost.

The Nazis were defeated in 1945. Our “liberation” came after a period of infinite evil. When we freed ourselves from the Nazi yoke, we learned that we would never be able to free ourselves from the horror and the pain they inflicted upon us. We shall always treasure the memory of our lost people. With each of our six million murdered, each of us lost something of our own. Jewish Europe no longer exists. The culture we built there was destroyed together with the 6,500 small and large Jewish communities of Europe. We seek no manner of collective revenge because we value human life very highly. Those who remained alive had the good fortune to witness the birth of the state of Israel, a place where our right to live does not need any further justification, but must be sustained.

Let us remember tonight the murdered and the living, their children and grandchildren, because we are all descendants of the Shoah. We hereby make a pledge to keep their memory alive for future generations.

Memoria Activa, discurso feb 2002

Cuando llegamos a la Argentina en 1947 éramos sólo tres: mamá, papá y yo. Durante la Shoá, habíamos perdido todo allá, en Polonia. Para mis padres dejar Europa fue una decisión muy difícil; significaba renunciar a la búsqueda del hijo que habían entregado a una familia cristiana cuando creían que les sería imposible salvarlo si intentaban quedarse con él. Nunca lo recuperamos. Para nosotros, la palabra “familia” era contundente, corpórea, nos envolvía por su dolorosa ausencia. Aprendimos a reconstruir familias acá, a generar nuevos lazos, a constituirnos a nosotros mismos en el seno de otros. Cuando era chica, veía maravillada a los que tenían primos, tíos, abuelos! La familia fue siempre más que una palabra, fue un estado de búsqueda. Hoy día vivimos el dolor de las familias que se parten: los hijos se van, los nietos crecen con otros olores, en otros idiomas, lejos de nuestros abrazos. Pero uno tiene más de una familia. Tiene la familia de la sangre y también la de los amigos, la de los compañeros de actividades, la de aquéllos que comparten iguales objetivos. Ésta, la familia de Memoria Activa, es para muchos de nosotros, una familia así. Una familia armada alrededor de un claro objetivo común. A diferencia de una familia en sentido estricto que se forma, entre otras cosas, para criar hijos y para construir un lugar protegido en el mundo donde ser y pertenecer, Memoria Activa se hizo familia desde el dolor, desde el reclamo, desde la esperanza, desde la lucha. Una familia que se encuentra una vez por semana de pie, con la mirada en alto y la firme resolución de insistir con la palabra libre en la búsqueda de justicia y la denuncia de sus agujeros negros. Una familia que ha sido capaz de establecer un foro de civilidad que, durante mucho tiempo fue casi el único, en donde los ciudadanos comunes podemos venir a compartir nuestro profundo hastío y la indignación por lo que está pasando en nuestro país.

En esta familia venimos oyendo y diciendo hace años, lo que toda la sociedad argentina grita hoy al ritmo de cacerolazos rabiosos. Ha sido ésta una tribuna en la que se ha denunciado hasta el hartazgo las mismas cosas que hoy se escuchan en las múltiples asambleas de vecinos. No quiero abundar porque todos sabemos de qué se trata. Políticos, policías y jueces, han sido temas recurrentes de denuncia en esta plaza. La desvergonzada parálisis de la Corte en la investigación del ataque a la embajada de Israel fue el prólogo de la suma de desaguisados que fue y sigue siendo, la investigación del ataque a la sede de la AMIA. Tuvimos la mala suerte de haber sido golpeados antes que otros, y no una sino dos veces. Hoy nuestro foro se está replicando por todos lados, nuestras denuncias, nuestra persistencia, nuestro empecinamiento, es tomado, junto con el de las Madres de Plaza de Mayo, las luchas por el esclarecimiento de las muertes, entre otros, de María Soledad Morales y José Luis Cabezas, como modelo de acción cívica, de protesta inteligente. Ya no estamos solos en esta convicción de que si no lo hacemos nosotros, nadie se hará cargo.

Desde este punto de vista, la nuestra ha sido hasta ahora una familia exitosa, porque se ha mantenido firme alrededor de su objetivo constitutivo y ha conseguido mantenerlo vivo, estimulante y activo.

Como en una familia, hay lugares asignados, gestos previsibles, rituales que tranquilizan y automatizan conductas y procedimientos. Fuimos sabiendo, de a poquito, quien era cada uno. Fuimos aprendiendo a tener paciencia, buen humor, y a llevar paraguas cuando veíamos nubarrones negros encima o cuando soplaba algún viento amenazador. Hemos recibido con agradecimiento a quienes tenían la capacidad, la valentía o la inteligencia de decir eso que estábamos pensando, o eso de lo que no nos habíamos dado cuenta, o eso que no sabíamos que estaba pasando. Hemos aplaudido las luchas emprendidas por Memoria Activa, hemos apoyado –cada uno según sus posibilidades- las distintas actividades y hemos defendido desde nuestros humildes lugares su propósito como uno de los más dignos que se estuvieran llevando a cabo en nuestro país en los últimos años.

Como en todas las familias, no todos hacemos lo mismo ni tenemos las mismas responsabilidades ni grados de participación. Los que estamos en el llano somos la presencia anónima, los que venimos lunes a lunes. Pero un pequeño grupo de personas trabaja entre lunes y lunes para que esto sea posible, para que el juicio pueda seguir llevándose a cabo; son –si se me permite la extensión de la analogía- como los padres de una familia, los que están en la lucha del sustento diario, los que trabajan en las sombras para que todo sea posible. Los que venimos a la plaza estamos reconocidos y orgullosos de los que han llevado esta familia adelante, del esfuerzo, la dedicación, la incorruptibilidad, la honestidad, y profundamente agradecidos porque sabemos que no se trata sólo del ataque a la sede de la AMIA, que lo que está sucediendo cada lunes acá, tiene que ver con nuestro futuro, con el de nuestros hijos y nietos, con la posibilidad de seguir siendo un país y de merecérnoslo. Es una tarea sin horarios, que lleva reuniones, llamados, más reuniones, llamados de teléfono, búsqueda infinita de apoyo económico, más reuniones y lo que sea que se imaginen y siempre más reuniones. Toma tiempo, toma esfuerzo, toma obcecación y fundamentalmente toma mucha paciencia. Sabemos que no ha sido sin dificultades. Sabemos que los escollos han sido y serán múltiples. Colaboramos, desde nuestro pequeñísimo lugar, tan sólo estando. Que no es poco.

Y así fueron pasando estos años. Casi ocho años que en la vida de una familia cualquiera es todo un número. Han pasado muchas cosas en este prologado lapso pero el mes pasado hemos sido testigos de palabras duras, enojos, gestos airados, reclamos. Vinimos un día y nos encontramos con que había un conflicto del que se nos hacía partícipes. Siguió al siguiente lunes y al subsiguiente. Y veíamos los argumentos que iban y venían como pelotas de ping-pong que nos dejaron el alma un poco machucada, porque estábamos en el medio y mal parados. Pues así es, en esta familia hay un conflicto y se ha decidido que fuera expuesto, y estamos involucrados sin conocer a fondo lo que se estaba discutiendo ni qué historia tenía ni cuáles podían ser sus implicancias. Temo que los que estamos en el llano corramos el peligro de la fragmentación buscando alinearnos de un lado o del otro. No lo permitamos. No podemos perder de vista cuáles son nuestros objetivos, por qué venimos acá, qué estamos siendo y representando. Es en momentos de posiciones encontradas, de heridas personales, cuando se pone a prueba la inteligencia de los miembros de unfamilia.

Tengo ante mí penosa la imagen por todos conocida de las sucesivas fragmentaciones de nuestras izquierdas que se han vuelto archipiélago de pequeñas islitas habitadas por gente convencida de que tiene razón, mientras la derecha firme y enérgica, silenciosa y eficaz, se relame de contento porque su frente es claro y sin grietas. Y así nos va.

Seamos tan inteligentes como lo hemos sido siempre. Y no sólo acá. Vivir en familia –me refiero a las familias de la sangre- nos ha desafiado más de una vez y hubimos de confrontar nuestras emociones con nuestra inteligencia. Aprendimos que, para sostener la unidad, la inteligencia era mucho mejor consejera. Sabemos cuánto más fácil es romper que construir, acusar que reconocer, culpar que pedir perdón.

Hemos instaurado una avanzada en el foro público de denuncias y persistencia en la lucha. Lo hecho ya no nos lo pueden quitar. Podemos ser una avanzada otra vez: argumentemos, disintamos con la misma pasión, empecinamiento y honestidad, y al mismo tiempo seamos un ejemplo de inteligencia en el sostén de la lucha, no nos distraigamos en la identificación del verdadero enemigo.

El Mal y su legitimación social

Ponencia presentada en las jornadas “Frente al Límite. Reflexiones en torno al Holocausto y las experiencias dictatoriales en Argentina y América Latina” realizadas en la Universidad Nacional de Rosario, organizadas por la Secretaría de Cultura el 31 de octubre y 1 de noviembre de 2001.Publicado en “Historiografía y Memoria colectiva. Tiempos y Territorios”, Ed. Miño y Dávila, Madrid, 2002, Cristina Godoy, compiladora). El Mal absoluto y la Shoá[1].

El complejo fenómeno de la Shoá está siendo cada vez más estudiado y expuesto. En un mundo vaciado de esperanzas e ilusiones, en donde impera la duda y la incertidumbre, el escepticismo y la desmoralización, hay pocas cosas que concitan la casi unanimidad de la opinión. Una de ellas, es la Shoá como testimonio inequívoco y ejemplo máximo del Mal absoluto. Cuando el mundo conoció el alcance y el grado de la maquinaria de exterminio se acuñó la frase esperanzada “nunca más”. Hoy se ha hecho extensiva a otras latitudes y otras realidades y expresa el paradigma indudable de lo que nadie desea. ”Nunca más”, sea en el idioma que sea, sea en el país que sea, sea adjudicado a la circunstancia que sea, quiere decir siempre lo mismo: que no se repita; que no se repita el Mal, el Mal absoluto.

Son cientos los historiadores, académicos, testigos, sociólogos e interesados en general, que investigan e iluminan facetas otrora escondidas. La Shoá[2], documentada, difundida, con un manantial aparentemente inagotable de testimonios a cuál más intenso, revelador y desgarrador, nos permite preguntarnos como sociedad por la maldad y su ejercicio, dado que preguntarnos por la propia no nos es fácil.

La banalidad del mal.

El ya clásico texto de Hannah Arendt, “Eichmann en Jerusalem”[3] publicado en 1963, ha propuesto de una vez y para siempre, el concepto de “banalidad del mal”. Cronista del célebre juicio, sufrió el hondo impacto de no poder unir los horrores relatados por tantos testigos con la figura de ese burócrata gris, seco, no demasiado inteligente, que insistía en decir que no había actuado por odio, que no odiaba a los judíos, que simplemente había obedecido órdenes y que lo había hecho de la mejor y más eficiente manera que pudo. Pensó entonces que Eichmann era el representante de una manera diferente de ejercitar el mal. El Mal puesto en acto de manera banal, no del modo trascendente en el que lo podríamos hacer cualquiera de nosotros, es decir, con la culpa consiguiente. El Mal ejercitado con banalidad no genera culpa ni ninguna reflexión moral sobre la propia conducta ni sobre sus consecuencias.

Lo que Arendt señaló en su estupefacción, hoy puede hacerse extensivo a otros perpetradores nazis y a sus miles de discípulos posteriores en todo el mundo.

La mirada individual tradicional, intrapsíquica, proponía hipótesis genéticas o de otro tipo para comprender cómo algunas personas ejercitaban el Mal con banalidad y otras con trascendencia moral. Se nacía malo o loco o se iba enloqueciendo o “enmalando” por diversas circunstancias siempre en el orden de lo personal, como si se tratara de elecciones o posibilidades individuales. La solución era, consecuentemente, también individual: el castigo y la reclusión en forma de cárcel o de internación psiquiátrica. Hoy, y gracias a otras investigaciones e hipótesis, podemos ir más allá y nos preguntamos por los contextos, el familiar y social y, principalmente, el político. El abordaje previo dejaba sin explicar el mecanismo y la estructura implícita que hacía posible que la conducta Mala fuera llevada a cabo por grandes cantidades de personas, contenidas, avaladas, estimuladas y premiadas por un orden institucional legal. Eichmann, como tantos “malos banales”, era un burócrata, no odiaba, no se definía a sí mismo como “malo”, sino como un buen ciudadano, alguien que hacía lo que se esperaba de él.

El mal común.

Cuando se piensa en la maldad, se piensa siempre en la del otro. La idea de la propia maldad nos es difícil de asumir. Tendemos a justificar y definir a nuestra propia conducta como originada por una finalidad noble, un propósito básicamente bueno. “Es por tu bien” suele ser el contexto de muchas conductas sádicas perpetradas sobre los niños en una supuesta actitud educativa. Nunca el castigo, a veces feroz, se debe a “porque soy malo”, “porque estoy lleno de odio”, “porque hago lo que quiero”, “porque tengo derecho”. El ejercicio del poder de unos sobre otros es siempre ejercido, desde el perpetrador, con el mejor de los conceptos de sí mismo y las circunstancias del momento son justificaciones que le eximen de toda culpa. “Me provocó”, “estaba cansado”, son pretextos, en el orden de lo cotidiano, que aquietan una posible conciencia sucia.

El mal, definido siempre por otro –a veces la víctima, otras un observador- es siempre definido como “bien” por el perpetrador. Un mal de otro orden

Los estados, los sistemas políticos en general, siguen la misma pauta: definen sus políticas, siempre, desde el bien.

Los crímenes nazis nos proponen interrogantes frente a los cuales, la mirada individual, es simplista y restringida. Desde la nueva perspectiva vemos a los individuos inmersos en sistemas políticos que modelan sus acciones así como las teorías que las sostienen. Las complejas relaciones entre los individuos y los estados pueden generar conflictos entre las acciones legales y las legítimas, entre la propia conciencia y la noción fuertemente aplaudida de obediencia. Es en este contexto que debemos mirar los fenómenos de la complicidad abierta o encubierta así como de la indiferencia de la gran mayoría frente a crímenes flagrantes. Los individuos que llevaron a cabo las órdenes nazis, lo hicieron convencidos de que era lo mejor, de que el fin justificaba los medios, de que quienes habían tomado las decisiones sabían por qué y para qué lo hacían, creían que se trataba de actos beneficiosos para el estado. Individuos convencidos de la bondad de sus acciones y de la bondad de las órdenes recibidas son capaces de cometer actos de una incontrovertible Maldad.

Arendt nos ha enfrentado con un dilema que aún permanece sin respuesta: personas comunes, sanas mentalmente, no particularmente crueles, parecen ser capaces de ordenar y cometer los crímenes más horrendos sin preguntarse por su legitimidad. La aterradora consecuencia de su proposición es que cualquiera de nosotros, dadas las circunstancias, podría ser capaz de ejercitar el Mal.

El Mal y el mal.

La guerra de Vietnam produjo un nuevo revuelo en las ciencias sociales, al conocerse los actos protagonizados por muchos soldados norteamericanos. En especial, el juicio a la masacre de la aldea Mai Lai re-editó el estupor de Arendt: muchachos comunes habían cometido actos de una inusitada crueldad sobre la población de la aldea, conductas que reabrían la pregunta sobre lo hecho por los nazis y sus cómplices. Esta vez no eran alemanes con una cierta mentalidad propensa a la obediencia ciega[4] o campesinos ignorantes y sedientos de sangre. Se trataba de miembros de la clase media norteamericana, muchachos como cualquiera, hijos de familias de honestas y trabajadoras, no fanáticos, ni perturbados, ni diferentes a la población media. El juicio exponía con impúdica desnudez la brutalidad de las conductas de estos muchachos ante víctimas indefensas. ¿Cómo era posible, se preguntaban, que hijos de un país que levantaba bien alto – al menos internamente- la bandera de la igualdad ante la ley, del derecho a la diferencia, de las libertades individuales, se hubieran transformado en monstruos de esa calaña? ¿Qué había pasado con estos muchachos? ¿Habían cambiado por estar en un contexto de guerra? ¿Traían dentro suyo, sin que lo supieran, la posibilidad larvada de la crueldad? ¿Los seres humanos somos malos por naturaleza? Estudiosos y académicos se abocaron a tratar de comprender el fenómeno y encontrarle explicaciones que rediman, primero a sus compatriotas pero también a la naturaleza humana. Su empeño, infortunadamente, aún no se ha visto satisfecho sin que ello confirme o niegue la maldad humana como condición innata. Lo que se ha puesto en la picota es el papel de ciertos sistemas políticos.

Tanto la investigación de Stanley Milgram[5] como la de Zimbardo[6] han probado con aterradora conclusión, que la capacidad del Mal nos es inherente y podrá emerger siempre y cuando no lo visualicemos como Mal y haya algún superior jerárquico que se haga cargo de la responsabilidad. Repito: si alguien –un estado, una autoridad, una ideología, una religión, una condición- nos convence de que lo que hacemos no está mal, que tiene algún propósito superior bueno, que el sufrimiento que infringimos tiene un sentido y que no somos responsables de ello, pareciera que cualquiera de nosotros es capaz de ejercitar el Mal.

Tzvetan Todorov[7] ha estudiado la conducta de los perpetradores nazis en los campos de exterminio y la de los soviéticos en los gulags. Desconfía, como señalé antes, de las explicaciones tradicionales como patología o regresión. Los sádicos, dice, eran los menos, estimados entre un 5 y un 10%. Hablar de regresión a instintos primitivos es también impropio. Por un lado, en el mundo animal no existe la tortura o el exterminio y por el otro, no se rompía el contrato social puesto que los perpetradores se atenían a leyes, obedecían órdenes. Dado que la mayoría estaba conformada por burócratas, conformistas, obedientes, interesados en su bienestar personal, tampoco podemos explicarlo por el fanatismo ideológico. Cree Todorov que debemos buscar las respuestas en el nivel político y social, en cuáles son las condiciones sociales que permiten que tales crímenes sean posibles. Concluye que tales condiciones sólo existen en una sociedad totalitaria, como era la sociedad nazi por ejemplo. Ejerce una poderosa acción sobre la conducta moral de los individuos particulares y está caracterizada por

- la designación de un enemigo claro, un agente interno, un “uno entre nosotros” que se opone a los designios estatales –al bien- y que debe ser eliminado;

- la renuncia a la universalidad de los conceptos del bien y del mal que pasan a ser posesión y definición exclusiva del estado;

- el estado pretende controlar la totalidad de la vida social del individuo, a quien se le exige la total sumisión puesto que no hay lugar donde escapar ni refugiarse.

Estas condiciones, que convierten a una sociedad en totalitaria, tienen poderosas consecuencias en la conducta. Una vez definido el enemigo, la hostilidad hacia él es loable, hacerle Mal está Bien. La responsabilidad se alivia y hasta se anula debido a que es patrimonio del estado; así, las personas pueden y deben concentrarse en los procedimientos que le corresponden sin ocuparse de mirar más allá. El comportamiento se vuelve dócil, maleable y hay una pasiva sumisión a las órdenes.

El estado totalitario influencia tanto a los perpetradores como a las víctimas que se visualizan a sí mismos como los “enemigos internos”. Su posición es de soledad e impotencia frente a una fuerza superior y se corroe y diluye la posibilidad de una rebelión en masa porque un régimen totalitario desarticula toda forma de resistencia concertada.

Señala Todorov que una vez instalado el sistema totalitario, se produce un deslizamiento sutil y un cambio progresivo de los umbrales de lo tolerable en toda la población. Ello va convirtiendo a la mayoría en cómplice gradual de los crímenes. Se va cayendo lentamente en el ejercicio del “mal fácil”.

Los motivos de la gente común.

Dice el profesor Yehuda Bauer[8] :

“Para trabajar con las implicaciones universales, debemos tomar la historia particular del Holocausto. No vivimos en abstracciones. Todo hecho histórico es concreto, específico y particular. Es precisamente el hecho de que le sucedió a un grupo particular de gente lo que le confiere su importancia universal, porque todo odio grupal está siempre dirigido a grupos específicos, por razones específicas en circunstancias específicas. De nada sirve elevar banderas contra el mal en abstracto, el mal es siempre concreto, específico.”

Tomemos entonces, a modo de ejemplo, un área concreta de la tarea cotidiana de la gente común y veamos a los empleados en el sistema de ferrocarriles del Tercer Reich, esencial para el desarrollo de las dos guerras emprendidas (la guerra contra los ejércitos aliados y la guerra contra los judíos). Para dichos empleados, transportar judíos era un trabajo como cualquier otro. Raoul Hillberg[9] asegura que no se puede entender el fenómeno de la Shoá sin conocer acabadamente el rol de los ferrocarriles. El sistema de trenes de Alemania era una de sus organizaciones más complejas y extendidas. En 1942 empleaba aproximadamente 1.4 millón de personas más los 400 mil que trabajaban en los territorios ocupados de Polonia y Rusia. Transportaron millones de judíos y de otras víctimas a la muerte sin que se sepa de ninguno que haya renunciado a su trabajo, que haya protestado y que haya pedido un traslado.

Gerald Markle[10] dice que el Holocausto fue un asesinato en masa, pero fue un asesinado planificado, organizado y exhaustivo. Para llevarlo a cabo y para que la gente común colaborara

“la burocracia debía reemplazar a la turba violenta, la conducta rutinaria debía reemplazar a la rabia, el antisemitismo emocional debía volverse antisemitismo racional”.

Pensando tan sólo en el sistema ferroviario, las personas involucradas en la gigantesca planificación y concreción de la matanza masiva de judíos, suma casi dos millones de personas. Y, repito, sólo en el sistema de transporte. No contamos a los millones que formaron parte de los engranajes que mantenían aceitada y en funcionamiento la maquinaria de la muerte, los cientos de miles de empleados de oficina, de organizadores y ejecutores, los millones de personas anónimas que hacían a la eficacia industrial del sistema. Preguntados a posteriori, justificaban su conducta de variadas maneras, pero raramente indicaban al odio, deseo de venganza, o cualquier otro sentimiento asociado. “Era lo que me habían ordenado hacer”, “No sabía lo que estaba pasando, yo hacía mi trabajo” y otras respuestas similares. El Mal es ejercido sin consecuencias morales en los sistemas autoritarios y burocráticos. La responsabilidad está salvada gracias a un fuerte contexto ideológico y a las técnicas burocráticas de la fragmentación y el aislamiento que no permiten la confrontación con el cuadro total.

El miedo, la inercia y la comodidad.

Al mismo tiempo la gente debe seguir viviendo. Durante las guerras, durante las tiranías, durante los estados totalitarios, la gente sigue viviendo. Sigue trabajando, se sigue enfermando, sigue amando, sigue soñando. La gente tiene miedo de perder lo que tiene, aunque sea poco, aunque se haya ido acostumbrando a menos y menos, se aferra a lo que tiene. La gente, nosotros, tendemos a ser conservadores, a acomodarnos en nuestros refugios conocidos y somos renuentes a exponernos, a ponernos en peligro. Son todas conductas que desalientan la rebelión o la asunción de comportamientos arriesgados. Conservar el trabajo, el sueldo, la obra social, la jubilación para los que sólo tienen eso, puede ser un fundamento válido para aceptar gradualmente ciertos estados de cosas, para mirar a un costado, para negar. Esto no nos convierte en cómplices, simplemente explica nuestra inacción. Órdenes y obediencias, secuencias de conductas, jerarquías, son temas cruciales en la búsqueda de comprensión del ejercicio del Mal. También lo es el tema de la responsabilidad, como lo probaron algunos académicos de las ciencias sociales, la responsabilidad reemplazada, en los sistemas burocráticos, por la disciplina. La conciencia cívica reemplazada por la comodidad, por el miedo, paralizante, a ser la próxima víctima.

La maldad de todos los días.

Pero la maldad en sí misma, esta vez con minúsculas, es una vieja compañía y actúa desde las sombras, pero con energía, en nuestra vida cotidiana.

Cuando se piensa en la maldad, se piensa siempre en la del otro. La idea de la propia maldad nos es difícil de asumir. Tendemos a justificar y definir a nuestro propio comportamiento como originado por una finalidad, una proposición básicamente buenas. “Es por tu bien” suele ser el contexto de muchas conductas perpetradas sobre los niños en una supuesta actitud educativa. Nunca el castigo, a veces feroz, se debe a “porque soy malo”, “porque estoy lleno de odio”, “porque hago lo que quiero”, “porque tengo derecho”. El ejercicio del poder de unos sobre otros es siempre ejercido, desde el perpetrador, con el mejor de los conceptos de sí mismo y las circunstancias del momento. “Me provocó”, “me descontrolé por el cansancio”, son pretextos que aquietan una posible conciencia sucia. Sabemos lo difícil que es la aceptación de algún acto propio como dañino, la resistencia que tiene cada uno de nosotros a mirarse y leerse como malo en algún momento. Pero, el ejercicio de nuestra maldad individual, éste que es tan difícil de reconocer, siempre es una resultante de algún conflicto, transcurre en el reino de las emociones, a veces de las más primitivas. Como tal es comprensible, entra dentro de la expectativa de lo humano. Es el Mal banal, el que nos deja sin argumentos, el que desafía nuestra concepción y dignidad humanas.

Un paradigma del Mal: la tortura.

El estado totalitario tiene la capacidad de introducirse en nuestra subjetividad y modelarla con los poderosos medios de la manipulación de masas, la propaganda, la formación de corrientes de opinión, la generación de enemigos contra los cuales aglutinarse, la creación de banderas de lucha, hipótesis de conflicto, guerras. Y produce cambios profundos en todos los habitantes que requieren de una poderosa capacidad crítica y de reflexión para evitar el sometimiento ideológico, la re-estructuración de su subjetividad en una nueva que incluye la aceptación de los argumentos manipuladores. Esta aceptación es la que diluye toda resistencia y permite la ejecución de los actos demandados con convicción cívica, a veces hasta con el orgullo de enfrentar la dura tarea requerida con entereza y dedicación. Muchos de los soldados de la tortura de América Latina carecieron del necesario grado de crítica y reflexión y aceptaron de buen grado los lavados de cerebro que la CIA instruía en las bases de Panamá. Se abocaron a la limpieza de indeseables, convencidos de que lo que hacían estaba bien, de que su tarea era patriótica, de que su conducta era similar a la de un dentista que debe limpiar el diente cariado quitando parte del tejido sano para impedir que la enfermedad prospere, de que, aunque sucio, su trabajo estaba destinado a mejorar las condiciones de vida de todos los habitantes del país (al menos, de los que quedaran vivos). Han torturado con nulo sentimiento de culpa, muchas veces sin sentirse personalmente comprometidos. El gran triunfo de estas técnicas de manipulación es la disociación que se produce en el perpetrador que no ve a su torturando como un ser humano, ve sólo a un enemigo por cuya tortura y destrucción será premiado.

Contrariamente a lo que se supone, la práctica de la tortura no nació recientemente, es tan antigua como la historia de nuestra civilización.

En su libro sobre la tortura, dice John Conroy[11];

“La tortura ha sido utilizada desde siempre por gente bien intencionada, incluso razonable, armada con la sincera creencia de que estaban preservando a su civilización. Aristóteles favoreció el uso de la tortura para la obtención de evidencia y San Agustín también defendió la práctica. La tortura era una rutina en la antigua Grecia y Roma y aunque los métodos han cambiado en los siguientes siglos, los objetivos del torturador –obtener información, castigar, forzar a un individuo a cambiar sus creencias o lealtades, intimidar a una comunidad- han permanecido inalterables.”

Considera Conroy que la práctica de la tortura admite cuatro principios que propone como universales:

- Una vez aceptada la tortura como método, la categoría de “torturable” tiende a expandirse y a abarcar a más y más gente. Los romanos empezaron admitiendo la tortura a los esclavos, luego la hicieron extensiva a los hombres libres que habían cometido traición, y al poco tiempo cualquier ciudadano podía ser torturado aún en situaciones menores.

- La tortura parece perfectamente justificable cuando es percibida alguna amenaza al bienestar propio; es fácil de condenar cuando se la ha perpetrado sobre quienes no son enemigos, no así al revés. Hasta la aparición de los herejes, la Iglesia Católica se había opuesto a la práctica de la tortura ejercida por los romanos. En el siglo XIII, el Papa Inocencio IV designó a los herejes como merecedores de tortura, la que debía ser cumplimentada por las autoridades civiles.

- En lugares en donde la tortura es común, las simpatías judiciales se inclinan más hacia los perpetradores que hacia las víctimas. La presunción de culpabilidad sobre la víctima es casi siempre a priori. Hasta el siglo XII, la determinación judicial de la culpabilidad dependía del designio divino: se sometía a los sospechosos a ordalías, pruebas imposibles de ser superadas.[12] En el siglo doce se comenzó a aplicar el viejo código romano que decía que una sentencia de culpabilidad podía ser obtenida sólo con el testimonio de dos testigos o con la confesión del acusado. Extraer la confesión implicaba una sentencia de culpabilidad encubierta y dependía de la habilidad del torturador –empleado del sistema judicial-, el conseguirla con rapidez y a satisfacción.

- Si la definición de clase “torturable” está confinada a las clases sociales inferiores o a círculos alejados, promueve pocas protestas, cuanto más se acerca a la propia puerta, más objetable se vuelve. En Europa, recién a mediados del siglo XVIII la tortura empezó a dejar de ser una forma aceptable de investigación legal y se levantaron voces de protesta en círculos intelectuales que se oponían a los apremios sobre los oponentes religiosos, muchas veces miembros de los mismos círculos. La oposición no fue igual cuando se trataba de supuestos asesinos comunes, traidores o revoltosos en general, en general miembros de estratos sociales inferiores.

Un ejemplo de Francia y la guerra de Argelia.

Estas cuatro reglas siguen siendo vigentes y han sostenido el accionar de todas las fuerzas de represión. Tomamos –en tanto sociedad- a la tortura como parte de nuestros horizontes posibles, casi normalizados, por no decir aceptados y estimulados en nuestro mundo. Los gobiernos y sistemas judiciales parecen actuar con el doble standard de declararlo indebido en la letra de la ley pero contar con ello en la concreción de sus políticas.

Paul Aussaressses[13], general francés que actuó en la guerra de Argelia, autor del libro “Servicios Especiales, Argelia 1955-1957”. dice:

“Me llaman asesino, sí, pero yo sólo cumplí con mi deber con Francia, no se puede vencer al enemigo sin recurrir a la tortura y a las ejecuciones. Lo hacemos para obtener información, para remontar la cadena que permita descubrir a la organización... La acción terrorista implica a mucha gente: una bomba la pone un hombre, pero otros la han transportado, han señalado los objetivos, la han fabricado... Llegamos a identificar a 19 terroristas que habían participado en un solo atentado. ¿Qué hay que hacer con el detenido? ¿Nada? ¡Entonces los otros 18 seguirán poniendo bombas y matando inocentes!”.

A la pregunta: ¿Y no cree que un país democrático debe combatir el terrorismo sin recurrir a la tortura?, responde: “Eso es posible sólo si se dispone de mucho tiempo. Pero la presión es terrible. .... Si hubiera mucho tiempo se podría hacer de otro modo, pero cuando la organización terrorista está ahí y sigue presionando, hay que explotar inmediatamente la información que se consiga sacar del detenido, no queda otro camino para ahorrar vidas y sufrimientos”

¿Quién es este general?[14]

“El General Aussaresses, que tiene ahora 83 años y el pecho constelado de medallas, no es un torturador cualquiera. De no mediar el obstáculo de la Segunda Guerra Mundial que hizo de él un resistente contra los nazis y un militar bajo las órdenes del general Charles de Gaulle, hubiera sido tal vez un pacífico profesor de letras clásicas, pues se había licenciado en filología griega y latina y escrito una tesis titulada La expresión de lo maravilloso en Virgilio. Pero la guerra orientó su destino en la dirección castrense e hizo de él un agente secreto y un especialista en “operaciones especiales” de las Fuerzas Armadas, púdico eufemismo que recubre tareas clandestinas de sabotaje, secuestro, asesinato y otras brutalidades contra el enemigo en territorio extranjero”.

El general Aussaresses no tiene el menor cargo de conciencia por la sangre que hizo correr ni por haber actuado de una manera que violaba las leyes imperantes. Su tesis es que, cuando se está inmerso en una guerra, la obligación suprema –para un combatiente, para un país- es ganarla, y que esto es imposible si se respetan las leyes y los principios morales que rigen la vida de una sociedad democrática en tiempos de paz. Las autoridades políticas, judiciales y militares lo saben muy bien, aunque no puedan decirlo, y por eso se desdoblan en figuras públicas que aseguran estar empeñadas en mantener las acciones bélicas dentro de la legalidad y la limpieza étnica, y en otras, más pragmáticas, que en sordina, sin dejar huellas, e incluso simulando no enterarse, exigen de sus subordinados en uniforme las iniciativas más crueles e inhumanas en nombre de la eficacia, es decir, de la victoria. Para eso están los ejecutantes, los que se manchan las manos, a los que a veces, incluso después de emplearlos en esas sucias tareas de catacumba, el poder recrimina o castiga para guardar las apariencias y mantener vivo el mito de un gobierno que, aún en el apocalipsis bélico, acata la ley”.

Como bien dice una de las reglas enunciadas por Conroy, el horror ante tales declaraciones es proporcional a la distancia, cuanto más lejos de uno, más adverso el juicio. Todo puede cambiar si el dilema se nos acerca. Mucha de la gente que clama venganza por lo sucedido en el ataque terrorista a Nueva York del 11 de septiembre de 2001, acaba de descubrir que sus convicciones trastabillan cuando el peligro toca a sus puertas. Y su preocupación y cambio de actitud no nos deberían ser ajenos. Cualquiera de nosotros desconoce cómo reaccionaría en la triste situación de ser puestos a prueba y cómo justificaría su reacción y cómo conviviría con el descubrimiento de su nueva mirada. Nada nuevo, ningún cambio podrá producirse si no asumimos nuestra propia capacidad de ejercitar el Mal, si miramos al Mal como algo que hacen siempre los demás.

Maldad y razón.

Dice Humberto Maturana[15]:

La maldad es un fenómeno cultural que surge, no porque el ser humano sea en sí malo, sino porque se constituye cuando se tiene una teoría política, religiosa o filosófica, que justifica la negación y sometimiento del otro. El daño que hacemos a otro en el enojo, no constituye un acto de maldad. En ese acto el daño puede ser violento o fatal, pero en sí no es malvado, sólo si recurrimos a la razón para justificar ante nosotros y ante otros la legitimidad de ese daño apagando nuestra sensibilidad, ese dañar se constituye en un acto de maldad. El Holocausto es un acto de maldad. Su magnitud es impresionante, incomprensible y destructora, pero como acto de maldad es un acto de maldad como muchos otros que se han cometido en la historia de la humanidad y que continuamos cometiendo en la vida cotidiana cuando creamos justificaciones racionales para nuestra negación del otro. ... Pienso que holocaustos han ocurrido muchas veces en la historia de la humanidad desde el surgimiento de la apropiación material o espiritual en el patriarcado. El Holocausto del pueblo judío es el más gigantesco y más conmovedor para nosotros por ser el más cercano y el que nos toca más porque podemos vernos en él como objeto y como actores. ¿No fue acaso un Holocausto la muerte de tres o más millones de mujeres en manos de la Inquisición bajo la acusación de brujería? La apropiación de las cosas, la verdad, las ideas, es ciega ante el otro y ante sí mismo. Mientras tengamos teorías filosóficas que justifican racionalmente la apropiación de la verdad y no reflexionemos sobre sus principios y fundamentos admitiendo que son creaciones nuestras y no visiones de la realidad, mientras tengamos religiones y no reflexiones sobre ellas admitiendo que surgen de nuestra experiencia espiritual y no como revelaciones de una verdad trascendente, habrá holocaustos, grandes o pequeños, porque nos aferraremos a la defensa de nuestras verdades ocultando nuestros deseos y por lo tanto, nuestra responsabilidad en nuestro hacer.

Cada vez que, de una manera u otra, nos apropiamos de una verdad y buscamos una justificación racional para nuestros actos desde esa verdad, abrimos un camino hacia el holocausto. Al ser nosotros dueños de la verdad, el que no está con nosotros está equivocado de una manera trascendental y su error justifica ante nosotros su destrucción sin que nos hagamos responsables de ella. Mejor aún, es el que el otro no esté conmigo lo que justifica su negación y destrucción y la justificación racional de la negación del otro exime de responsabilidad al que lo destruye. Cuando esto pasa no cabe la reflexión y el otro simplemente desaparece del ámbito humano, su negación no nos toca y el holocausto, en la negación total del otro, está en camino. .... El Mal y el Bien.

Esta confrontación con el Mal banal, el Mal institucionalizado y legal que lo eleva al absoluto, amenaza con sumirnos en la más negra desesperanza. Hasta acá, es como si la hipótesis de la innata maldad de los humanos estuviera comprobada y nuestra dignidad, maltrecha y en harapos. Pero hay también en la Shoá otro espejo en el que, de vernos, podremos recuperar algo de tanta dignidad perdida: el trabajo de los rescatadores. Silenciosa, invisible, de bajo perfil, pero persistente y obstinada, la tarea cotidiana de miles de ciudadanos europeos, permitió la supervivencia de la gran mayoría de los que han conseguido seguir viviendo. Contrariando no sólo a las leyes, sino muchas veces a sus propias familias, a su educación, los anónimos y desconocidos que se rebelaron frente a leyes que consideraron inhumanas, a riesgo de sus propias vidas y las de sus familiares, son un ejemplo que aún espera ser develado y transmitido, como una de las lecciones más poderosas de la naturaleza humana. Se ha hablado mucho de la resistencia armada y muy poco de los actos de rescate en donde el heroísmo no buscaba el reconocimiento social, el monumento ni la gloria eterna. Es en los actos de rescate que tenemos una herramienta pedagógica de primera magnitud porque permite trabajar temas tales como la diferencia entre lo legal y lo legítimo, la responsabilidad individual por la vida del prójimo, las relaciones entre el individuo y el estado totalitario y la necesidad de juicios críticos y reflexiones éticas.

En palabras del profesor Bauer[16]:

“En los márgenes del horror, estaban los rescatadores: demasiado pocos, demasiado aislados, pero el mero hecho de su existencia nos justifica ampliamente en nuestra enseñanza sobre el Holocausto. Mostraron que la gente tenía opciones, que se podía actuar de manera diferente a la multitud. En el contexto de desesperanza, ellos constituyen el ejército de la esperanza. En algunos casos, comunidades enteras actuaron como rescatadores, poblados, áreas, naciones enteras como los daneses y también los italianos en muchos casos”.

El Mal absoluto tuvo su pico ejemplar en la Shoá. También lo tuvo el Bien.

La Shoá me enseñó que siempre hay caminos posibles, que así como hay enfermos desahuciados que milagrosamente se curan, se puede salir de las situaciones más desesperadas, no transitando por supuesto los viejos caminos –que son, por otra parte los únicos que conocemos- ni estudiando sólo la maldad de los demás. Está en juego nuestra propia concepción sobre nosotros mismos, los nuevos aprendizajes que aún nos esperan. Estamos formados en una educación hipócrita, con un doble standard, sobre nuestra condición misma que niega la existencia del Mal, por ende, no estamos entrenados en descubrirlo ni en combatirlo en nosotros mismos. Pareciera que nacemos tanto con la potencialidad del Bien como con la del Mal y que son las circunstancias lo que gatilla nuestro “mejor” o nuestro “peor”. Si no reconocemos los riesgos y tentaciones de nuestra propia Maldad y nuestra vulnerabilidad en los sistemas totalitarios, no podremos luchar contra ello, seguiremos estando en sus manos.

El prójimo nos es querido y necesario. La tarea incesante en la construcción de estados lo más alejados del totalitarismo que sea posible, el trabajo sobre la responsabilidad cívica, sobre la reflexión ética, sobre la libertad y sus límites, es hoy, más que nunca, imprescindible para la continuación digna de la vida.

Referencias y notas: [1] Shoá: (hebreo), devastación. Designa la guerra emprendida por los nazis específicamente contra los judíos en el contexto de la Segunda Guerra Mundial, en el cual también fueron discriminados y muertos otros grupos (gitanos, homosexuales, opositores políticos, masones, testigos de Jehová, discapacitados). La palabra Holocausto, difundida universalmente por los medios masivos especialmente norteamericanos, es impropia dado que alude a un rito religioso, la ofrenda de un animal al sacrificio del fuego, para la purificación de los pecados. El concepto comporta la idea inaceptable de la culpabilidad de las víctimas y de su inmolación por voluntad divina.

[2] La Shoá no es el único exponente del Mal en el siglo XX. Ha sido el más estudiado pero está acompañado por los millones de muertos que le debemos a la “limpieza étnica” de Bosnia-Herzegovina, al asesinato de los Tutsis por el gobierno de Ruanda, a los asesinatos en masa de Burundi, a los camboyanos aniquilados por el Khmer Rojo, a los masacrados en Timor Oriental por los indoneses, a los genocidios sobre poblaciones indígenas, a la privación de los derechos humanos para gran parte de la población mundial y al progresivo deterioro del nivel y expectativa de vida para la gran mayoría de los humanos.

[3] Hannah Arendt: “Eichmann in Jerusalem. A report on the Banality of Evil”, The Viking press, 1963.

[4] Hipótesis que, de manera más florida, desarrolló Daniel Goldhaggen en su publicitado, y extenso libro “Los verdugos voluntarios de Hitler. Los alemanes corrientes y el Holocausto”, Santillana, 1997. La hipótesis de que el pueblo alemán sea Malo de manera innata, probablemente tranquilice a muchos, -a condición de que no sean alemanes-, pero no contribuye a esclarecer la comprensión del fenómeno del Mal.

[5] Stanley Milgram: “Obediencia a la autoridad”. Ed. Besclée de Brouwer, Bilbao, 1980. Se trata de la experiencia de laboratorio realizada en la Universidad de Yale, que pretendía medir el grado de aceptación a las órdenes de tortura de personas comunes. Ha demostrado que la gran mayoría de los sujetos obedecían la orden bajo dos condiciones: que el daño se justificara por algún fin superior y que la responsabilidad estuviera cubierta por alguna autoridad.

[6] P. G. Zimbardo, C. Haney, W. C. Banks, D. M. Jaffe: “The psychology of Imprisonment: Privation, Power and Pathology”, publicado en Rubin Zelig ed: Doing onto Others, Prentice Hall, 1974. En esta experiencia de laboratorio realizada en la Universidad de Stanford, un grupo homogéneo de estudiantes es dividido arbitrariamente y unos serán los prisioneros y otros los guardianes. Los cambios en las conductas de estos últimos, el progresivo incremento de sus conductas sádicas, así como los cambios de quienes hacían de prisioneros, su sometimiento y humillación, prueban que el contexto estimula nuevas conductas en las personas capaces de conducirse de modos novedosos y sorprendentes incluso para sí mismos.

[7] Tzvetan Todorov: Frente al límite. Siglo veintiuno editores, 1993.

[8] De su conferencia pronunciada en enero 2000 en el Foro Internacional sobre el Holocausto”, Estocolomo, Suecia.

[9] Raoul Hillberg, German Railroads, Jewish Souls. April 1986.

[10] Gerald Markle: Meditations of a Holocaust Traveler. State University of New York Press, 1995.

[11] John Conroy: Unspeakable Acts, Ordinary People. The Dynamics of Torture. Alfred A Knopf, 2000.

[12] Ordalía: prueba judicial mágica o religiosa. Había cuatro: por el fuego, por el agua, por el veneno y por el combate. Un ejemplo de ordalía por el agua, era la perpetrada sobre las acusadas de brujería; se las maniataba de pies y manos, se les ataba una pesada piedra y se las arrojaba al agua. Si se hundían y se ahogaban, eran culpables; en el imposible caso de sobrevivir, lo habrían hecho sólo con la ayuda de Dios, lo que probaría su inocencia.

[13] Página 12, 20-5-01, tomado de El País de Madrid.

[14] Mario Vargas Llosa (La Nación, 20-5-01 tomado de El país.):

[15] Humberto Maturana: “El sentido de lo humano”. Dolmen Ediciones, Santiago de Chile, 1995.

[16] Op.cit.

Coro Guebirtig - Reizl Sztarker

INTIMIDADES DE LOS ENSAYOS EN EL CORO POPULAR JUDÍO MORDJE GUEBIRTIG “Regardeame!” dice enojada cuando atacamos una nota a destiempo, “regardeame!, no mires la carpeta, regardeame a mí!” y uno se acomoda en el asiento, se aclara la garganta y la mira fijo con cara de yo-no-fui, no vaya a ser que lo mire a uno y el “regardeame” general, le sea dirigido a uno en particular.

Parada frente a nosotros, con su escaso metro cincuenta, nos baila cada canto que nos hace cantar y se eleva como los enamorados voladores de Chagall. Reizl no dirige un coro, Reizl lo baila.

Hace al revés que los reyes. Los reyes hablan en plural, en primera persona mayestática. El rey dice “nosotros pensamos...”. Reizl habla en singular y te habla a vos. Como las Tablas de la Ley, el único código escrito en segunda persona, así dirige el coro: de a tú.

Hay que vernos. Semejantes grandulones, abuelos y hasta bisabuelos, cabezas canosas o teñidas o peladas, caras vividas, ojos sabios pero aún sedientos, recibiendo su interpelación como dirigida a cada uno en particular, sentados, compuestos y obedientes, mirando sus ojos, su boca y sus manos, de donde como un milagro salen nuestras voces.

Su segunda persona del singular tiene la virtud de involucrarnos a todos. Pero ella sabe a quién le habla. Oído de tísica tiene. No es sólo que sepa música, que sea melodiosa, que haya estudiado mucho. No. Lo que tiene es oído de tísica. Cuando alguien por allí atrás, detrás de tres o cuatro filas, se le chifla un semitono que no va, Reizl no mira en esa dirección. Planea su mirada por sobre todos y dice “no me bajes esa nota!” y sólo ella y quien hubiera cometido el pecado saben de quién se trata.

Corrige sin avergonzar, exige sin acorralar, hasta se enoja, pero sin humillar. Y cuando la cosa sale bien...! Cuando no tiene nada qué corregir...! Bueno, pero ya voy a llegar a eso.

La kehilá de Buenos Aires le hizo un homenaje el miércoles 24, en la AMIA.

Un aplauso a los gestores de la idea! El trabajo que realiza Reizl por mantener vivo el duende del idish, y junto con ello, tanto de nuestra identidad askenazi, ha sido un trabajo de bajo perfil, poco conocido por la gran mayoría. Reizl es de las laburantes que hacen bien su trabajo todos los días. Nada más. Y nada menos. No parece esperar honras ni aplausos. Viene y hace su trabajo. En la vanguardia de la resistencia cultural, pelea en contra de la desmemoria borradora de identidad, mantiene vivos y genuinos a nuestros mejores nutrientes, y se erige en heroína de tiempos superficiales y banalizadores armada con su entusiasmo y embriagador empecinamiento.

No sólo en los conciertos y las funciones, donde se difunden las joyas de nuestros poetas y músicos, el olor de nuestra cultura; también, y sobre eso podemos testimoniar los coreutas, en el trabajo cotidiano en cada ensayo, en cada comentario, en cada chiste.

Les cuento, por ejemplo, cómo es cuando Reizl presenta un canto nuevo. Cada uno de nosotros ya posee la letra escrita tanto en letras hebreas como latinas. Reizl lo lee. No sólo lo lee, le pone neshume, lo interpreta, se conmueve. Siempre se conmueve como si fuera la primera vez que lo lee, como si la emoción de transmitirlo, la felicidad que ello le produce, la elevara al éxtasis. La escuchamos absortos, disfrutando del momento y anticipando lo que sabemos que se viene. Se viene la traducción. Reizl traduce y, como hay entre nosotros, serios conocedores de idish, es un momento muy rico porque hay distintas versiones e interpretaciones. Los que escuchamos, aprendemos, no nos cansamos del privilegio de escuchar las argumentaciones. Y aprendemos. Después viene el comentario sobre el significado del canto, el contexto en el que ha sido engendrado, su sentido. Y aprendemos. Aprendemos sobre la vida judía, sobre la cultura de la que somos herederos y portadores. Muchas veces resignificamos fragmentos de nuestros pasados, episodios que no habíamos entendido, comentarios cuyos ocultos sentidos se nos habían escapado.

Después tenemos que leerlo todos juntos en voz alta. Hacer nuestra cada palabra, masticarla, incorporarla, darle cuerpo, nuestro cuerpo, nuestro aliento y nuestra voz. Recién después viene la música. Y eso también tiene un procedimiento. Reizl toca la melodía en el piano. Siempre hay alguno que ya se la sabía o que la adivina y se apura y la tararea. “Ecuté!” vocifera Reizl, “callate y escuchame”. Y escuchamos. Una vez. Otra. Y después nos hace un gesto como “a ver, cantá” y tímidamente empezamos a mascullar la letra nueva y a tratar de acomodarla en la melodía que estamos aprendiendo.

Reizl es una genia! De muchos de nosotros, troncos con poca esperanza, sacó buenas ramas. Con paciencia, con cariño, explotando nuestro entusiasmo potenciado por el suyo, acoplándose con su amor por los cantos populares judíos y a nuestra sed de idishkait nos ofrece un sostén emocional para nuestra identidad más primitiva.

Reizl soñadora. La he visto llorar porque algún coreuta ha protestado porque “me pusiste al fondo”. Ha llorado ante la arbitrariedad de algunos de nosotros que, ocupados en nuestro desempeño en el coro, perdemos de vista la enorme cantidad de variables que tiene que tener en cuenta en el armado de cada presentación. Y sufre un montón cuando no puede satisfacer a todos. Parece mentira. Tantos años como maestra, todavía no ha aprendido que no se puede contentar a todo el mundo. Y Reizl, que tiene en sus manos la herramienta que aquieta a las bestias, llora cuando siente que este mundo armónico, esta isla de solidaridad que espera del coro, presenta una fractura. Reizl soñadora. Reizl entrañable. Reizl chispa de amor.

No es chiste dirigir un coro popular de 168 personas. Popular quiere decir que nadie sabe música. Popular quiere decir que hay que explicar teoría y notación musical con ejemplos concretos, con los ojos, con el cuerpo. Hay que verla a Reizl golpeando el costado del teclado para indicar el ritmo del dos por cuatro, o los tres tiempos, o los puntillos, o las cadencias. Y de pronto se enrieda con las negras y las blancas y estallan las risas, especialmente entre los hombres.

Los judíos nos hemos caracterizado por hacer de los hechos nefastos, augurios de buena suerte. En los casamientos, rompemos un vaso y decimos “mazltov”. Si llueve para una fiesta, decimos que es buena suerte. Si no reconocemos a alguien decimos que va a vivir hasta los 120 años. El atentado a la AMIA ha sido un punto de inflexión en la comunidad judía argentina. Produjo cambios que aún están en proceso de desarrollo. Uno de ellos es la constitución de este coro, surgido como respuesta viva al intento de matarnos. Pueblo obstinado el pueblo judío. Tantas veces nos mataron, tantas hemos resucitado. Esta vez, el intento de matarnos despertó esa otra muerte de la que ya parecíamos no tener retorno, la muerte del idish.

Reizl es una de las abanderadas de este renacimiento. Reizl que nos baila la memoria de nuestra identidad en cada ensayo. Reizl que nos abrazaría a todos cuando nuestra voz expresa su idea del canto, cuando era cómo lo había imaginado y se la ve transportada en ese instante en que se queda respirando los armónicos que le dejamos, disfrutando de la perfección, de ese casamiento entre la música y la voz, lo más esencial de lo humano.

Sepan quienes leen este humilde homenaje, que tenemos una Reizl Sztarker. Zol zi lebn guezint un shtark biz hindert tsvontsik iurn mit undz tsuzamen un zol men kenen zehn der sholem oif di gantse velt. Umain. (el que no entendió, que se venga al coro a ver si aprende algo)

HOMENAJE A REIZL SZTARKER EN AMIA. (Contado por su bisnieta Mara). DW

Mi bisabuela, la shprindzine.

Me encantó la palabra shprindzine -resorte- que dijo Moishe Korin el otro día. Repítanla. Vean qué lindo suena. Es saltarina, chispeante, irreverente, rebelde, justa, solidaria, rítmica, sorprendente. Así es mi bisabuela, un alambre enrulado que se achica para juntar fuerza y se expande y alcanza donde otros ni habían imaginado.

Mi bisabuela no es una bisabuela cualquiera. Dirige un coro, un montón de personas que cantan juntas. Cantan en idish. Idish es un idioma que antes se hablaba mucho pero que ahora ya no. Cuando yo sea grande, esas canciones me van a recordar siempre quién soy, de donde vine, para qué lados puedo ir.

El otro día, el miércoles 24 de octubre, la kehilá de Buenos Aires le hizo un homenaje a mi bisabuela. El departamento de Cultura lo pensó y lo hizo. Cultura es eso que mantiene a los ladrillos todos juntos para hacer una pared, y con las paredes hacer una casa. La fiesta se hizo en la AMIA que es una casa grande, muy linda y toda nueva. Me dicen que la que había antes le destruyeron. Me dicen que fue horrible. Me dicen que no se sabe quiénes hicieron una cosa así. Cuando pasó eso, hace como siete años, mi bisabuela lloró y lloró y un día se cansó de llorar y se juntó con otras maestras del shule y se pusieron a cantar. Mi bisabuela no puede estar mucho tiempo lamentándose, tiene que hacer algo. Fue hace como seis años. Empezaron unos poquitos y hoy son casi ciento setenta. El otro día, en la AMIA, estaban todos, todo el coro. Y mucha otra gente más. Yo no conocía a nadie pero había tantas risas, todos se querían, se saludaban. Hubo gente grande que lloró un poco. Cuando cantaba el coro, me daban ganas de dormirme en los brazos de esas palabras que sonaban a leche tibia, a miel y canela, a té en vaso y a cama recién tendida y a tibieza de mamá. Lástima que no lo conocí a mi bisabuelito Máirale. Lo recordaron mucho también a él. Y mi tía abuela Jáiele también tocó el piano e hizo un número con otra gente del coro, un oratorio dicen que se llama. Estuvo bárbaro: con diferentes pedacitos de canciones, de ésas que todos parecían conocer, contaron la historia del coro. También cantaron y bailaron una canción lindísima que decía “Hello Reizl!”. Moishe Korin contó cosas de mi bisabuela, divertidas, simpáticas, inteligentes. Lo que más me gustó fue lo de la shprindzine. Pero ya lo había dicho, perdón. Lo que pasa es que soy muy chiquita, apenas un mes tengo, y miren todas las cosas que ya tengo que recordar y contar. Se dijeron cosas lindísimas. Qué suerte que tuve de nacer en esta familia, con gente de trabajo, profesionales, músicos, gente honorable y buena. Mi mamá, me subió en brazos al escenario. Eso es porque soy la más chiquita. Fue lindo ver cómo todo el mundo se emocionaba. Y mi bisabuela me miraba arrobada! Me encantó! Es raro esto de tener tanta familia. Yo creía que sólo tenía padres, tíos, primos, abuelos, eso que tiene todo el mundo. Resulta que todo el auditorio estaba lleno de parientes. Estaba la gente del coro, los alumnos de tantos años, los amigos, los familiares, los compañeros de trabajo, discípulos, todos rindiéndole tributo, honrando su vida. Cuántos juntó mi bisabuela! Cuántos hermanos, cuántos hijos tiene! No entraban en los asientos: tuvieron que poner otras filas sobre el escenario para que la gente se pudiera sentar. Pasaron un video con fotos y distintos momentos de su vida. Me costaba reconocerla con esa otra ropa, ese otro peinado; su sonrisa, su entusiasmo y su alegría eso sí lo reconocí, estaba en todas las fotos. Estuvo lindísimo todo, pero lo que más me gustó fue cuando se escuchó una grabación de chicos cantando en idish. Nadie sabía de qué se trataba. Nos quedamos todos en silencio, escuchando como en una ceremonia que yo no sabía qué quería decir pero que era importante. Mi bisabuela miraba a los costados sin imaginarse lo que iba a pasar. De entre el público sentado, se empezaron a levantar algunas personas y subieron al escenario. Esos veinte hombres y mujeres eran algunos de los que habían grabado esa canción cincuenta años atrás!

Qué suerte para mí haber podido estar ese día para poder contárselo alguna vez a mis nietos y bisnietos! Contarles de este homenaje, y también de todo lo que hubo detrás. De mi bisabuela a mí hay un arco que va de un siglo a otro, de una historia a otra, de un futuro a otro. Cuando sea grande, voy a ir un día a la AMIA y les voy a agradecer el homenaje del otro día, sin estridencias, transparente, tranquilo, “derechito” como dice mi bisabuela que fue su camino en la vida. Es bueno agradecerle a la gente lo que hace, decirle que importa. Nuevos edificios pueden ser levantados por cualquier persona. Llenarlos con palabras y música, con historia, con sentido y perspectiva, eso lo puede hacer sólo alguna gente. Es lo que siempre hizo mi bisabuela, Reizl Sztarker.

Sholem Aleijem ya perfuma el Rosedal

Hacia fines de los cincuentas y principios de los sesentas, el Rosedal era para mí un lugar secreto donde podía pasar una tarde apacible en días de semana. Sí, debo confesarlo: no sólo una vez fui adolescente, sino que también, a veces, me hacía la rata. Nos íbamos –con el que era mi novio, claro- al Rosedal y nos sentábamos sobre una rama viejísima al borde del lago. Nos dejábamos pasar la tarde y la vida convencidos de que la juventud sería eterna. Desde el domingo pasado, el Rosedal tendrá un nuevo sentido para mí. Un Rosedal algo diferente al de mi adolescencia por cierto. Limpio, cuidado aunque para ello debió ser cercado por una verja para frenar nuestra incultura ciudadana.

Desde el domingo pasado, el Rosedal también me habla en idish.

“Do ligt a id a posheter” -aquí yace un judío, un hombre como cualquiera- el epitafio que Sholem Aleijem escribiera para sí mismo entonado por el Coro Popular Judío Mordje Guebirtig (¿quién podría cantarle mejor?) acompañó el descubrimiento de su busto emplazado en el rincón de los poetas del Rosedal, en el Parque 3 de Febrero, en la Ciudad de Buenos Aires. El domingo 25 de noviembre de 2001. A la mañana.

Los habituales corredores y paseadores domingueros se detenían ante este grupo de gente sonriente, -entre quienes estaban Norberto Laporta y Ben Molar y que me disculpen aquellos que no alcancé a ver-, y se sorprendían al vernos congregados a hora tan temprana para honrar a un poeta, para cantarle, para compartir la alegría de vernos representados. Desde un busto vecino, Borges no veía la hora de que semejante algarabía cesara para poder tener un mano a mano con el nuevo integrante y aprender algo de idish.

Debemos la idea al IWO (Instituto Científico Judío) y a la Legislatura y Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, en la persona de la ex-legisladora Raquel Kismer de Olmos (Kelly), la posibilidad de llevarla a cabo.

El busto, donado por el Dr. César Hoffman es obra de su padre, el escultor entrerriano Israel Hoffman autor entre otros, del monumento a Hernandarias que encabeza el túnel subfluvial Santa Fe–Paraná.

Saúl Drajer, presidente del IWO, nos recordó que Sholem Aleijem fue el nombre de pluma de Sholem Rabinovich y que prohijó singulares arquetipos de la vida judía del centro-este de Europa y los inmortalizó con su particular gracejo y ternura. También nos hizo sonreír cuando mencionó que la postergación del acto de inauguración por las inclemencias del tiempo parecía

traer a uno de los personajes de Sholem Aleijem, Tevie el lechero, popularizado por la comedia musical “El violinista sobre el tejado”. Lo imaginaba a Tevie en ese lugar un par de domingos atrás diciéndole a Dios: “Hace falta lluvia en tantos lugares de la tierra y tenías que mandarla toda junta hoy y aquí?”

Tevie ciertamente estuvo y bailó con nosotros con el violín mágico del maestro Szimsia Bajour que nos envolvió en una caricia íntima y emocionada. Las melodías despertaron ecos tan primarios como el gusto de un honek leikaj y el aroma de un iúj de gallina o las siempre ocupadas manos de mamá. Sonidos, gustos, olores que nos hablan de infancias, de sustentos y de verdades. La música, esa portentosa diosa capaz de hablar sin palabras y llenarnos de sentido, nos hermanó en la nostalgia de lo que ya no está y en la vigencia de lo que aún vive. La fibra del idishkait que nos constituye en una vibración colectiva.

La música también vino de la mano del Coro Popular Mordje Guebirtig, al que me honro de pertenecer. Su directora y alma mater, Reyzl Sztarker, con su habitual empuje y entusiasmo, nos convocó a poner nuestras voces y presencia, como siempre hace cuando el aliento del idish pide ser respirado.

Abraham Lichtenbaum, ofició no sólo de maestro de ceremonias. Su presencia, sus palabras, expresaban y transmitían la profunda alegría y plenitud –farguinign se dice- que produce la concreción de un sueño.

El acto había sido planificado para el domingo 28 de octubre en el marco de la Semana del Idish en la Argentina , simposio organizado por la Fundación IWO. La lluvia forzó su postergación para el domingo pasado. Debido a ello, Asher Porat, Presidente Honorario de la Natsionale Instanz far Idisher Kultur (la Instancia Nacional para la Cultura Idish de Israel) sólo pudo estar presente con un texto que fue leído por Saúl Weisberg. Trazó allí un singular paralelo entre la obra de nuestro “humorist y shraiber” y el Martín Fierro de José Hernández.

La ex-legisladora Kelly Olmos, habló de la significación tanto personal como cultural del homenaje. Concluyó con un “Aleijem Sholem” de paz y esperanza.

Las nubes se fueron corriendo y apareció el sol entre un cielo límpido y transparente. A nuestro alrededor, rumores de hojas movidas por la brisa, cantos de pajaritos, aires buenos y caras de gente agradecida.

El Rosedal huele más perfumado a partir del último domingo. La presencia judía en la cultura argentina ha recibido un nuevo reconocimiento. Los argentinos judíos ya lo sabíamos. Ahora, también lo podrá saber cualquiera que pasee distraído por el parque 3 de febrero.

La felicidad no es todo en la vida y otros chistes judíos

de Eliahu Toker y Rudy - Presentación del libro - Benéi Brith, 10 de Octubre de 2001 Vivimos días difíciles, de caminos entorpecidos y tormentas inclementes, calles en las que uno debe caminar apurado y mirando, por las dudas, a los costados. Es cuando hay dificultades que se valoran más los refugios. Necesitamos detenernos, descansar al cobijo, dormir y soñar, para poder rearmarnos, recuperar nuestro aire y nuestras fuerzas y volver a salir. El refugio debe ser amable, amable de amor, un lugar en donde uno pueda dejarse estar, donde no sea necesario cuidarse. Familiares, amigos, actividades, encuentros, ilusiones, sueños, recuerdos, estos refugios pueden tener distintas formas y circunstancias. Mi relación con Eliahu es uno de estos refugios. Esta presentación que compartimos hoy en el medio del ruido del mundo, también lo es. Este libro es, definitivamente, un saludable refugio, una caricia fraternal.

Me gusta estar acá con Eliahu y con Rudy. Me gusta contarles cómo me gustó el libro que han construido. Me gusta este libro. Seguramente ellos lo hicieron también porque les gustaba. Y acá ya estamos frente a un problema, porque se trata de cosas relativas a lo judío y el gusto no es una legítima motivación judía. ¿Dónde se vio que un judío se pregunte si quiere o si no quiere? La pregunta por el deseo no parece ser una verdadera pregunta judía. Un buen judío se mueve por el deber, por la tradición, por el consenso, por la fidelidad, la pertenencia, la búsqueda de aceptación, pero nunca por sus deseos. Esa fue, creo, la gran revolución de Freud, -con permiso del colega Rudy-. Freud, entre sus múltiples atrevimientos y provocaciones, tuvo la ocurrencia de proponer al deseo como motor de la conducta. ¡Nunca visto antes en un judío! No me extraña de Freud, un ieke. ¿Saben de dónde viene la palabra ieke? Resulta que a mediados del siglo XIX muchos de los judíos de Alemania y el Imperio Austro Húngaro decidieron salir del aislamiento endogámico, integrarse a la sociedad, modernizarse y adoptar las modas y estilos usuales a su alrededor. Entre otras cosas, dejaron de usar sus largas levitas características y las reemplazaron por sacos comunes. Saco en alemán se dice "jake" (jäke es el plural de jake). De manera algo despectiva, los judíos tradicionalistas, los que se veían a sí mismos como los "verdaderos" judíos, pasaron a llamar iekes a los modernos, los que se habían aggiornado, los asimilados. Decía entonces que Freud era un ieke, o sea, un judío no muy judío y que por eso no me extrañaba su propuesta tan poco judía de que el deseo era el gran rector de nuestras vidas. ¡Vaya osadía la de Freud! Siglos de tradiciones, de obligaciones y fundamentalmente de culpa, amenazaban con irse por los drenajes de la modernidad. De ahí a hablar de sexo, no le faltó ni un paso. Con razón fue recibido con tanta resistencia. Mi mamá tenía sus opiniones sobre el deseo. Me decía: "mirá nena, si tenés ganas o si no tenés ganas, igual tenés que cocinar, así que mejor no preguntar ¿para qué sufrir?". Además mamá contaba que su papá, o sea, mi abuelo, decía que cuando uno hacía una pregunta, tenía que estar preparado para escuchar la respuesta, o sea, que mejor no preguntar aquello que uno prefería no saber. Entonces, ¿para qué preguntarse por las ganas? Las ganas llevan al gusto, el gusto a los deseos, los deseos al sexo y otra vez estamos en el mismo lugar donde nos había dejado Freud. Aunque por suerte nos dejó la culpa, gracias a la cual muchos hacen humor, otros hacemos psicoterapia y las idishes mames se reciclan sin descanso.

Los judíos, históricos habitantes de ajenidades, hemos construido nuestra subjetividad desde el lugar del visitante, hemos aprendido a desconfiar de los contextos, a aprender de las desgracias, a superar las arbitrariedades y de alguna manera milagrosa, a tomar lo que teníamos, subsistir y crear. El humor ha sido una vieja compañera para los judíos, tanto de infortunios como de alegrías. No sólo no tememos ejercitarlo en cualquier circunstancia, sino que lo esgrimimos especialmente cuando nos desafía la injusticia o el dolor.

Supongo que todos ustedes conocen tanto a Eliahu Toker como a Rudy y que disfrutarán de esta recopilación, de esta felicidad que nunca es suficiente, del mismo modo en que lo he hecho yo.

Eliahu Toker el poeta, el empecinado trabajador de la cultura, el traductor, y uno de los héroes que mantuvo despierto al duende del idish, a su literatura, su sal y su pimienta, cuando había caído en el descrédito de estar fuera de moda.

Rudy, lúcido humorista que ha expuesto tan vívidamente muchas características de nuestro ser judío-argentino hoy es también un lucido editorialista que suele resumir las noticias del día en Página 12, en su chiste de tapa al que viene agregado, después, el diario.

Con "La Felicidad no es todo en la vida y otros chistes judíos" han hecho más que una recopilación, han construido una especie de sinfonía. Muestran tanto la amplitud como las distintas expresiones de lo que es ser judío de tradición centroeuropea hoy. Reconozco cuatro vertientes diferentes: los judíos centro-europeos de shtelaj y ciudades encabezados por Sholem Aleijem, los judíos norteamericanos, los judíos israelíes y los aportes autóctonos. Estas cuatro expresiones de la herencia judía centroeuropea y su viva vitalidad resumen en gran medida, los actuales polos de identidad de lo judío ashkenazí, del idishkait devenido siglo XXI. Los ordenaron por categorías con chistes relativos a los shtelaj, a los pecados, a las idishes mames, a los restaurantes, a las enfermedades, a los pobres y los ricos, a los israelíes, y otras categorías más. Incluyen citas desopilantes de algunas personalidades muy conocidas como por ejemplo Woody Allen, Groucho Marx, Sam Levenson, Bashevis Singer, Billy Crystal. Hay varios textos sabrosísimos de Rudy en donde muestra la forma en que el humor judío se construye en la Argentina hoy. Hay muchas otras cosas con las que no los quiero abrumar porque están en el libro pero no quiero dejar de mencionar el rescate que hacen de un rubro tradicional de lo judío popular, que es el de las maldiciones. Una sola para muestra: "que los inspectores de impuestos descubran tu contabilidad en negro".

Al final el glosario-shmosario que es una pieza humorística por sí misma. Por ejemplo: definen Kigl como un budín de fideos con pasas de uva, que puede ser dulce o salado, La diferencia entre un kigl y cualquier otro budín es que el kigl no tiene gusto a budín sino a kigl. O la palabra shalom: literalmente "paz" en hebreo. Se usa como saludo, equivalente al "hola" y también al "chau", ya que un judío nunca sabe si está llegando o está yéndose.

Se han juntado dos personas inteligentes y sensibles y nos ofrecen este cálido y tierno cobijo en el que nos encontramos a nosotros mismos con frescura, inteligencia e ironía. No es poco en estos duros tiempos de incertidumbre e irracionalidad. El título mismo, "La Felicidad no es todo en la vida y otros chistes judíos" es una declaración de principios de este pueblo buscador, inconformista, condenado a pensarse y repensarse, a revisar sus defectos y volverse a definir, a tomar su transitoriedad como su esencia y sacar de allí si no un tratado de filosofía, al menos una sonrisa.

Aristóteles distinguía en los géneros teatrales, a la tragedia de la comedia. La primera, la tragedia, era el dominio de los héroes, de las grandes verdades, del bien y del mal con mayúsculas de los juicios supremos, de la vida y de la muerte, de las historias ejemplares y moralizadoras que sirven como lección. La comedia por el contrario, era el dominio de las personas comunes, de las pequeñas circunstancias de la vida, de la vulnerabilidad, de la fragilidad de lo humano, de aquello con lo que cualquiera se puede identificar y que puede servir amablemente como consuelo. El humor vive en el dominio de la comedia, en el dominio de lo frágil y perecedero, si menciona a la vida siempre se trata de la vida con minúsculas, si se ríe de la muerte, se trata de la muerte más cercana, la de la vida que se va, la tuya, la mía.

Como buenos poilishe galitsianer, en casa la comida era agridulce. Igual que nuestro humor. Mamá cocinaba el gefilte fish con un poco de azúcar y muchos rincones de nuestras vidas tuvieron esa impronta, un toque de amargo, un toque de dulce, una lágrima, una sonrisa. Por ejemplo, cuando se enfermó y estaba internada. Entraba y salía de un estado de inconciencia que los médicos no acertaban a diagnosticar. Decían que parecía haber un conflicto con sus ganas de vivir, que no sabían qué curso tomar ni cómo tratarla. Con mi hermano no nos poníamos de acuerdo: el día en el que él pensaba que mamá se quería morir, yo creía que no era así, que estaba luchando por vivir. Argumentábamos tan bien que nos convencíamos mutuamente, entonces al día siguiente era al revés: él estaba convencido de sus ganas de vivir y yo de que ya no, de que era el final. Un atardecer, después de varios días de silencio, mamá se incorporó, nos miró fijamente y dijo: "terminé".¿Había decidido morir? ¿nos informaba que ya era la hora? ¿nos invitaba a despedirnos, a decir las últimas cosas, esas cosas definitivas que sellan una historia?. "¿Qué es lo que terminaste mamá?" le preguntamos en un murmullo casi inaudible. Parecía no entender qué era lo que no entendíamos y repitió sin parpadear "terminé". Ya desesperados dijimos en una voz: "¿qué terminaste mamá?, por favor: ¿qué?". Se tomó su tiempo, aspiró profundamente y dijo: "jota, dama, rey, as: terminé" y se volvió a dormir.

Los médicos dijeron que fue una alucinación. Nosotros sabemos que fue su último chiste. Mamá nos dejó ese chiste como remate de su vida, una vida ganada a la desgracia, una vida que a pesar de todo fue como la de cualquiera, de comedia, una comedia de malos entendidos, casualidades, equivocaciones, ilusiones, sueños y algunas insistentes utopías. Ganar puede ser perder, perder puede ser ganar. Puro azar de juego de naipes que nos esforzamos en ordenar y en imaginar como trascendentes y significativos.

El humor se yergue sobre la expectativa de eternidad y trascendencia como el recordatorio de lo frágil de nuestra vida; se opone a la locura del matar y morir con la exhibición impúdica de nuestra humanidad entrañable hecha de defectos y vulnerabilidades compartidas. Para los judíos, una copa que se rompe es buena suerte, si llueve el día del casamiento, es buena suerte, si se derrama el vino, es buena suerte. Hemos tenido la virtud de cambiar el signo de los hechos infaustos y los hemos vuelto augurios de buena suerte. Es parte de nuestra fuerza.

El humor judío es, quizás, otro de los grandes aportes que hemos hecho en tanto pueblo a la humanidad. Y no es que hayamos hecho pocos. Por mencionar tan sólo los más evidentes: el monoteísmo, las tablas de la ley y la Biblia, la importancia de la lectura y la escritura, los beneficios de una dieta alimentaria saludable, la higiene, la monogamia, las comedias musicales, el arte de la argumentación y las exégesis, m´hijo el dotor. En un mundo recurrentemente trágico y estúpido, este ejercicio burlón de inteligencia ha mostrado que sonreírse de sus propios tsures tal vez no consiga cambiarlos, pero puede colaborar en que uno tenga ganas de abrir los ojos todos los días, levantarse de la cama y ver con qué novedades nos recibe el mundo hoy.

Gracias Eliahu.

Gracias Rudy.

Y ustedes, disfruten del libro.

Evil and its Social Legitimization

This talk was originally presented in Spanish in the symposium “Frente al Límite. Reflexiones en torno al Holocausto y las experiencias dictatoriales en Argentina y América Latina” (Facing the Limit. Reflections about the Holocaust and the experience of Dictatorships in Argentina and Latin America). Universidad Nacional de Rosario, organized by the Secretaría de Cultura, October 2001. It was published in “Historiografía y Memoria colectiva. Tiempos y Territorios”, Ed. Miño y Dávila, Madrid, 2002, Cristina Godoy, Editor.[1] Absolute Evil and the Shoah[2]

In a world devoid of hope, in which doubts and skepticism prevail, the Shoah is one of the few issues that generates a universal consensus. It has become an unequivocal example of Absolute Evil. When the world realized the extent and the systematization of the industry of death, the hopeful phrase “Never Again” was coined. These days, the phrase has spread to other places and other realities: “Never Again”, uttered in any language, in any country, invariably has come to mean: may Absolute Evil never be repeated again.

Hundreds of historians, academics, witnesses, sociologists and others are continuously researching and enlightening aspects of the Shoah that were previously obscure. The Shoah[3] has been documented with a seemingly endless source of testimonies – each one more devastating and intense. It allows us to ask ourselves as a society about Evil and its practice, at a time when confronting Evil has become difficult and uncomfortable.

The Banality of Evil

Hanna Arendt’s classic text, “Eichmann in Jerusalem”[4] , published in 1963, established the concept of the “banality of evil.” As a chronicler of the famous trial, she suffered the profound impact of not being able to put together the horrors described by so many witnesses with the face and figure of a gray bureaucrat: a dull, not too intelligent man who insisted that he had not acted out of hatred but was just following orders in the best and most efficient manner he could. She then concluded that Eichmann represented a different way to practice Evil: Evil that’s put into action in a banal manner, without feeling any responsibility for what he had done, thus, not feeling any guilt. When evil becomes banal, when it becomes trivial, it does not generate guilt or any sort of moral reflection.

What Arendt described, in her astonishment, can nowadays be applied to other Nazi perpetrators as well as to their thousands of disciples around the world.

Why do some people commit acts of Evil in a banal manner, while others are aware of their social responsibilities and the moral transcendence of their actions? The traditional view used to propose hypotheses based on genetics, suggesting that you were born “crazy” or “bad”, or gradually became more evil due to circumstances – always within the realm of the individual and family, as if it was about personal choices. Therefore, the solution was also applied to the individual: punishment, seclusion in prisons or mental institutions. Today, thanks to much research and new hypotheses, we can delve further into other contexts, namely, the society and the political sphere. The previous approach could not explain the mechanisms and implicit structures that fostered and enabled evil behavior among large numbers of people – supported, stimulated, and even rewarded by an institutional and legal regime. Eichmann, like many other “banal evil-doers” was a bureaucrat. He did not hate and did not define himself as evil or a bad person but as a good citizen, someone who did what was expected of him. Everyday evil

When we think about evil, we invariably think about another’s – not our own. The mere notion of our own evil is hard to accept. We tend to justify and define our own conduct as a result of noble goals, a nature that’s basically good. “It’s for your own good” is a justification often used by parents and teachers, to hide the sometimes sadistic nature of their conduct even from themselves. Punishment, many times harsh, is never justified “because I’m evil”, “because I’m full of hate”, “because I do what I want”, “because I have the right”. In the exercise of power, the perpetrator always has a positive concept of self. He justifies his actions with the circumstances of the moment, which he uses to exempt himself of any guilt. “I was provoked” or “I was tired” are everyday excuses that quiet a possibly guilty conscience.

The perpetrator always defines himself as “good” – indeed, does not even see himself as a perpetrator. One’s own evil can only be pointed out by someone else, sometimes the victim, other times an observer.

Evil of a different order Nations and political systems in general follow the same pattern: they define their policies invariably as “good”. The scale of the Nazis’ crimes raised new questions. A focus on the individual was inadequate to analyze and understand the complicity of millions of Germans in the Nazis’ crimes. Individuals do not exist alone, but are immersed in political and social systems which affect their actions and their sense of moral implications. Totalitarian states generate complex relationships between individual and states, between our own consciences and required obedience, between what is legal but may not be ethical or legitimate. It is in this context that we should examine the phenomena of open or hidden complicity and the indifference of the majority to flagrant crimes. The individuals that implemented the Nazi orders did it convinced that it was the best course of action, that the ends justified the means, that the decision makers knew the purpose and reasons behind their decisions, and that they had to be obedient – something we have been taught and that is respected in society. They believed that their actions were beneficial to the state, and did not even consider questioning the orders they received. It is in this way that people were able to commit acts of incontrovertible evil, all the while convinced of the goodness of their actions.

Arendt presents a dilemma, still unanswered: how common people, who are psychologically stable, who are not particularly cruel, are able to just follow orders and commit the most horrible crimes without questioning their legitimacy. Does this mean that any of us, under the right circumstances, would be able to carry out Evil?

Evil and evil

When the actions of many American soldiers in the Vietnam War came to light, it produced an uproar in the social sciences. The Mai Lai Massacre, and its ensuing trial in particular, rekindled Arendt’s issue: common men had committed acts of astonishing cruelty, acts that again raised the questions about the actions of the Nazis and their accomplices. This time the perpetrators were not Germans “predisposed” to blind obedience[5], nor were they ignorant, bloodthirsty peasants. This time, they were the children of the American middle class, ordinary people, raised in honest, hard-working families; not fanatics, perturbed, or different in any way from the mainstream of the population. The trial exposed with obscene nakedness the brutality of the actions of these young men against defenseless victims. How could it be possible, they asked, that sons of a country espousing principles like the right to self expression and individual freedoms, had become monsters of such caliber? What had happened to these kids? Had they changed because they were at war? Did they carry within them, without their knowledge, the possibility of cruelty in latent form? Are human beings evil by nature? Scholars and academics concentrated on trying to understand the phenomenon, and also to find explanations which could redeem their fellow citizens as well as human nature itself. Unfortunately their dedication has not yet led to a decisive answer either confirming or denying evil as an innate human condition. On the other hand, it was able to demonstrate the power of certain political systems to affect peoples’ conduct.

The independent research of Stanley Milgram[6] and Zimbardo[7] has established, with horrifying conclusions, that we all have the capacity for evil. In order for us to commit an evil act, two conditions must be met: (1) we do not see it as evil; and, (2) we unload our responsibility on someone else. I repeat: if someone -a state, an authority figure, an ideology, a religion, some condition- convinces us that what we are doing is not wrong, that it has a superior purpose, that the suffering we are inflicting has a reason and we are not ultimately responsible, it seems that any one of us is capable of Evil.

Tzvetan Todorov[8] has studied the behavior of the Nazi perpetrators in the death camps, and the behavior of the Soviet perpetrators in the gulags. As I pointed out before, he does not trust the traditional justifications based on pathology or regression to more primitive states. The sadists, he claims, were a small minority, estimated between 5 and 10 percent. Talking about regression to more primitive instincts is also inappropriate. On the one hand, in the animal world there’s no such thing as torture or extermination, furthermore, there was no breaking of the social contract since the perpetrators acted within the law and obeyed orders. Since most of them were bureaucrats, conforming, obedient, mainly interested in their personal welfare, we can’t explain it through ideological fanaticism either. Todorov believes we should look for the answer in the socio-political context, in the social conditions that make such crimes possible. He concludes that these conditions only exist in totalitarian societies, as was Nazi Germany, for example. These states exert a powerful force on the moral conduct of individuals and are characterized by:

- the designation of a clear enemy, an internal agent, a “stranger among us,” who opposes the intentions of the state, who opposes what is “good” for all of us, and who must be eliminated;

- the concepts of evil and good cease to be universal, and have become owned and defined exclusively by the State;

- the State controls the totality of the individual’s social life. The individual must submit completely since no place exists outside of the reach of the State

These conditions, which turn a society into a totalitarian state, have powerful consequences on behavior. Once the enemy is defined, hostility towards them is commendable – now, doing Evil is doing Good. The issue of responsibility is diminished and even done away with completely, since the State is in charge. In this way, people can and should concentrate on only what they’re told to do, without needing to look any further or beyond their own small part in a larger picture they are instructed to ignore. Behavior becomes docile, submissive, and malleable to orders.

The totalitarian state influences both the perpetrators and the victims. The victims come to see themselves as the “internal enemy”. Their position is one of loneliness and impotence against a superior force which undermines the possibility of a mass rebellion because the totalitarian regime dismantles every form of concerted resistance.

Todorov points out that once the totalitarian regime is in place, the limits of what’s tolerable slowly and continuously begin to slide in the population. This turns many into gradual accomplices of the crimes. Little by little the society falls into the practice of an evil which is “trivial” or “banal.” The Motives of Ordinary People

Professor Yehuda Bauer[9] says:

“To work with universal implications, we have to take the particular history of the Holocaust. We do not live in abstractions. All historical events are concrete, specific, and particular. It is precisely the fact that it happened to a particular group of people that confers a universal significance to it, because all group hatred is always directed at specific groups, for specific reasons under specific circumstances. There’s no use in fighting against evil in the abstract – evil is always concrete, specific.”

As an example, let’s look at a concrete area of everyday life for ordinary people: the employees of the rail system of the Third Reich, critical for the two wars undertaken by Germany: the war against the Allies and the war against the Jews. For these employees, transporting the Jews was a job like any other. Raul Hilberg[10] assures us that it’s impossible to understand the phenomenon of the Shoah without understanding the role of the rail system. The German rail system was one of the most complex and extensive organizations in the country. In 1942, it employed approximately 1.4 million people and another four hundred thousand that worked in the occupied territories in Russia and Poland. They transported millions of Jews and other victims to their deaths without any known instance of an employee that resigned their post, protested or asked for a transfer.

If we consider the rail system alone, the number of people involved in the enormous planning and execution of the mass murder of Jews approaches 2 million. And I repeat, only the transportation system is being counted. We are not counting the millions that kept the death machine well-oiled and running efficiently, the thousands of office workers, organizers and executors, the millions that created the industrial efficiency of the system. When asked after the war, they justified their conduct in various ways, but rarely talked about hatred, a desire for revenge, or any other related feelings. “It was what they had ordered me to do”. “I was not aware of what was happening, I was just doing my job” and other similar responses. In totalitarian and bureaucratic systems, Evil is exercised without moral consequences. Responsibility is waived because of a strong ideological context and the bureaucratic techniques of fragmentation and isolation prevent individuals from seeing the whole picture. Fear, Inertia and Well-being.

But at the same time, people must go on living. During wars, during tyrannies, during totalitarian regimes, people must go on with their lives. People continue working, continue getting sick, continue loving, continue dreaming. People are afraid of losing what they have, even if there’s very little to lose, even if they have been getting used to having less and less, they will fiercely hold on to whatever’s left. People, all of us, tend to be conservative, to find refuge in well-known places and to avoid exposure and risk. These are all conducts that undermine rebellious and risky actions. Keeping one’s job, salary, health insurance, retirement program, can be valid reasons for gradually accepting slight degradations, to look aside, to deny. This does not automatically turn us into accomplices -- it merely explains our inaction. Orders and obedience, sequences of actions, hierarchies, are all crucial aspects in the search for understanding the exercise of Evil. And also, responsibility, as demonstrated by researchers in the social sciences, responsibility that in bureaucratic systems can be replaced by discipline. Civic consciousness replaced by well-being, by the paralyzing fear to not become the next victim.

Everyday evil

Evil in and of itself, lowercase evil, is an old friend, not necessarily visible, but a vital part of our everyday lives. When we think about evil, we invariably think about someone else’s. The notion of our own evil is hard to digest. We tend to justify and define our own behavior as originating in goals that are intrinsically good. We know how hard it is to accept our own acts as harmful, how much we resist any possibility of seeing ourselves as bad people. The practice of our own evil, so hard to accept and resulting from some sort of conflict, takes place within the realm of emotions, sometimes of the most primitive kind. As such, it’s understandable and fits within our normal expectations of what’s human. The banal kind of evil, on the other hand, leaves us without arguments, defying our conception and dignity as human beings.

A Paradigm of Evil: Torture

Totalitarian states have the capacity to enter our subjectivity and reshape it using the powerful machine of mass media and propaganda -- they create currents of opinion, they generate common enemies to focus against, they create combative slogans, hypotheses of conflict, wars. They produce profound changes that require a superior critical capacity and much reflection to avoid ideological submission into accepting a new world view. This acceptance dilutes all resistance and allows the execution of any acts that serve the national interest. Sometimes, these acts are even carried out with the great pride of facing such hard challenges with dedication and integrity. For instance, many of the Latin American soldiers of torture lacked sufficient critical abilities to reflect on what they were doing, and instead, gladly accepted the brain-washing of the CIA on their bases in Panama. They dedicated themselves to the cleansing of “undesirables”, convinced of the righteousness of the task. They saw themselves as dentists that must save a cavity-riddled tooth by extracting the surrounding healthy tissue: dirty work ultimately destined to improve conditions for all citizens (at least for the ones that survived). They tortured without any feelings of guilt, many times without even feeling personally involved. The great “achievement” of these manipulation techniques is the dissociation that takes place in the perpetrator, who no longer sees the victim as a human being. Instead, the victim is seen as an enemy, whose torture and destruction is to be rewarded.

Contrary to common beliefs, the practice of torture is not a recent development: it’s as old as the history of civilization. In his book on torture, John Conroy[11] says:

Torture has long been employed by well-meaning, even reasonable people armed with the sincere belief that they are preserving civilization as they know it. Aristotle favored the use of torture in extracting evidence, speaking of its absolute credibility, and Sr. Augustine also defended the practice. Torture was routine in ancient Greece and Rome, and although methods have changed in the intervening centuries, the goals of the torturer –to gain information, to punish, to force an individual to change his beliefs or loyalties, to intimidate a community- have not changed at all.

Conroy states that the practice of torture encompasses four basic universal principles:

- The class of people whom society accepts as torturable has a tendency to expand. In the Roman Empire, the rules changed so that slaves were eligible to be tortured not just as defendants, but also as witnesses to crimes committed by others. Then freemen lost their exemption in cases involving treason. By the fourth century, freemn were regularly being subjected to the same excruciating machines, devices, and weapons previously reserved for slaves, and the crimes they were tortured for, as either witnesses or as the accused, had become less and less serious.

- Torture becomes perfectly justifiable as long as a threat to our own welfare is perceived. It’s easy to condemn it when perpetrated against non enemies, but the reverse does not hold. Until the appearance of heretics the Catholic Church had opposed the Roman’s practice of torture. In the XIII century, Pope Inocencio IV identified heretics as worthy of torture, which was to be implemented by the civilian authorities. (…) It is easy to condemn the torment when it is done to someone who is not your enemy, but it seems perfectly justificable when you perceive a threat to your own well-being.

- In places where torture is common, the judiciary´s sympathies are usually with the perpetrators, not with the victims. The victim is assumed guilty a priori. For centuries, the prevailing system of determining guilt or innocence in capital crimes had depended upon signs from God. A person suspected of a serious offense would be put through some ordeal[12]. In the twelfth century, that method of determining guilt came to be recognized as unsatisfactory. A new system of justice evolved, based on old Roman law, in which a conviction could be obtained only with the testimony of two eyewitnesses or a confession from the accused.(….) The extraction of the confession implied a tacit guilty sentence and depended on the abilities of the torturer - an employee of the judicial system - to obtain it quickly and satisfactorily.

- It arouses little protest as long as the definition of the torturable class is confined to the lower orders; the closer it gets to one´s own door, the more objectionable it becomes. In Europe, the enshrinement of torture as an acceptable form of legal investigation came to an end in a hundred-year period starting in the mid-eighteenth century. (….) Adding impetus to the desire to explore alternatives were the sentiments of influential eighteenth-century philosophers who rejected torture as something that belonged to a dark and superstitious age. (…) there had not been much objection from intellectuals to the torture of people accused of murder, sedition, and betraying their country, but the subjection of magicians, witches, and religious dissenters to hideous pain provoked protest that “was listened to and circulated outside professional or limitedly moralizing circles”.

An Example from France and the War in Algeria

These four principles continue to sustain the action of all forces of repression. As a society, we accept torture as within the realm of the possible, as almost normal, and even accepted and encouraged in our world. Governments and judicial systems seem to behave under a double standard: on the one hand, torture is declared unacceptable under the law, but on the other, it’s counted as a possible method in the implementation of their policies.

Paul Aussaresses[13] , a French General that served in the Algerian war, author of the book “Special Services, Algeria 1955-1957” states:

“They call me a murderer, yes, but I just did my duty for France, you can’t defeat the enemy without using torture and executions. We do it to get information, to follow the chain that reveals the organization... Terrorist actions involve many people: a bomb is placed by one man, but others have transported it, have chosen the targets, have put it together... We managed to identify 19 terrorists that had participated in a single incident. What should we do with the detained person? Nothing? Then the other 18 will continue carrying out terrorist attacks and killing the innocent!”

When asked whether a democratic country should combat terrorism without using torture, he responds:

“Only if there’s lots of time available. But the pressure is terrible... With lots of time you could do things differently, but when the terrorist organization is there, and threatens further attacks, we have to make use of any information we can extract from the prisoner immediately. There’s no other way to save lives and prevent suffering.”

Who is this General?[14]

General Aussaresses is now 83 years old and is decorated with a constellation of medals. He is not a common torturer. If it hadn’t been for World War II, which turned him into a member of the resistance against the Nazis and subsequently a soldier under General De Gaulle, he might have been a peaceful professor of Classical literature. He received a college education in Greek and Latin literature and had written a thesis entitled “The Expression of the Marvelous in Virgil”. The war led him into the military and turned him into a secret agent, a specialist in “special operations” of the Armed Forces, nothing more than a chaste euphemism for clandestine, sabotage operations, murder and other brutalities directed against the enemy in foreign territories.”

General Aussaresses does not feel any guilt or remorse for all the blood spilled nor for having acted outside the realm of the law. He contends that when a country is at war, the supreme duty for a soldier and a country is to win it and that this is impossible if the laws and moral principles that underline life in a peacetime democratic society are observed. Political, judicial and military authorities are well aware of this, although they cannot utter it. Therefore, they dedicate a lot of effort to statements indicating that war operations will be conducted under the observance of the law. At the same time that they implement ethnic cleansing, they simulate lack of knowledge about what subordinates are doing and they order the most cruel and inhuman actions in the name of efficiency, that is to say, in the name of victory. And that’s what the perpetrators are there for, to get their hands dirty. And after they’ve carried out these dirty deeds, Power censures or punishes them to keep face and sustain the myth of a government that acts within the law even during the apocalypse of war.”

As Conroy points out in one of his rules, the degree of horror evoked by these statements is proportional to distance: the further away they are from us, the more scathing will be our condemnation. Everything can change if the dilemma gets closer. Many people who demanded revenge for the deplorable events of September 11, 2001 have recently discovered that their deepest convictions stumble when danger knocks at their door. Their preoccupation and change in attitude should not surprise us. None of us knows how we would react in the unfortunate situation of being put to the test and how we would justify our reactions, and how we would cope with our new view of the world. Nothing new, no positive change can result if we fail to assume our own capacity to practice Evil, if we continue to see Evil as something that’s always done by somebody else.

Evil and Reason

Gerald Markle[15] describes the Holocaust as a mass murder, but one which was planned, organized and exhaustive. To carry it out to fruition and to make ordinary people cooperate, “bureaucracy had to replace the angry mass of demonstrators, routine conduct had to replace rage, emotional anti-Semitism had to turn into rational anti-Semitism.”

Humberto Maturana says[16]:

Evil is a cultural phenomenon that emerges, not because human beings are innately evil, but because it takes form whenever there is a political, religious or philosophical theory that justifies the negation and submission of the other. The damage we inflict on another in anger does not constitute an act of evil. In such an act, the injury might be violent or fatal, but it is not innately evil; only if we appeal to reason in order to justify the legitimacy of the injury, before ourselves and others, while shutting off our human sensitivity, does this injury become an act of evil. The Holocaust is an act of evil. Its magnitude is overwhelming, incomprehensible and devastating, but as an act of evil it is an act of evil like many others that have been committed in the history of humanity and that we continue to commit daily as we create rational justifications for our negation of the other. (Page 302)

... I think Holocausts have occurred many times in the history of humanity since the emergence of material and spiritual appropriation in the patriarchy. The Holocaust of the Jewish people is the most immense and moving for us due to its being so recent and it touches us more because we can see ourselves in it as object and as actors. Was it not perhaps a Holocaust when three million or more women were murdered as witches at the hands of the Inquisition? The appropriation of things, the truth, ideas, is blind before the other and before oneself. So long as we have philosophical theories that rationally justify the appropriation of truth, without reflecting upon its principles and foundations, without admitting that they are our creations and not visions of reality, so long as we have religions without reflecting upon them and admitting that they emerge from our spiritual experience and not as revelations of a transcendent truth, there will be Holocausts, large and small, because we cling to the defense of our truths, hiding our desires and, therefore, our responsibility for what we do.

Every time that, one way or another, we appropriate a truth and seek a rational justification for our actions on the basis of that truth, we open an avenue toward the Holocaust. If we become lords over the truth, he who is not with us is mistaken in a transcendental way and his error, for us, justifies his destruction without our having to take responsibility for it. Even better, if the other is not with me, his negation and destruction is justified, and the rational justification of the negation of the other exempts the destroyer from responsibility. When this happens there is no place for reflection and the other simply disappears from the human environment, his negation does not touch us and the Holocaust, the absolute negation of the other, is underway.

...The only possible way not to fall into this trap of rational negation of the other is through reflection. Reflection enables us to question the possession of truth and leads to the reappearance of the other as a human being just as legitimate as oneself. The fundamental emotion that constitutes what is human throughout our evolutionary history is love; acceptance of the other as a legitimate other with whom to coexist. When we have achieved a capacity for reflection that permits our questioning the idea that we possess the truth, the other appears as human, and love, the most fundamental human emotion, manifests its presence and a possibility opens up for responsible conduct before him or her. We cannot, nor should we, deny our desires, but we can take responsibility for them and thus act responsibly. When this occurs, human harmony is not necessarily achieved in any immediate sense, but it becomes possible, and the way toward the Holocaust closes because a way is opening toward the biology of love. Is it possible that we haven’t yet realized that love is the only emotion that enables us to recuperate the harmony, the comfort and the spiritual aesthetic of coexistence?

Evil and Good

Coming to terms with Evil that is banal, Evil that is lawful and institutionalized, Evil that becomes absolute – threatens to plunge us into the most abject despair. We feel that the hypothesis that human beings are innately evil is proven and our dignity is in tatters. But we can also find in the Shoah another mirror in which we can see ourselves and recover some of the dignity lost: the work of the rescuers. The work of thousands of European citizens: tireless, under the radar, with a low profile, with persistence and dedication, who were responsible for the survival of the vast majority of people that managed to survive the Shoah. Acting against the law, many times against their own families and their education, these anonymous and unknown people that rebelled against laws they considered inhuman, risking their lives and those of their families, constitute an example that still awaits to be unveiled and transmitted as one of the most powerful lessons of human nature. While there’s been much mention of acts of armed resistance, very little has been said about rescue acts in which heroism did not seek social acknowledgment, monuments or eternal glory. Rescue acts provide a unique pedagogical tool allowing us to address such issues as the difference between what’s legal and what’s legitimate, the individual’s responsibility for the life of other people, the relationship between the individual and the totalitarian state and the necessity for critical judgment and ethical reflection.

In the words of Professor Bauer[17]:

“At the margins of horror, there were the rescuers: too few, too isolated, but their mere existence justifies our teaching of the Holocaust. They showed that people had options, that people could act differently from the masses. In the context of desperation, they constitute the army of hope. In some cases, entire communities acted as rescuers, villages, areas, entire nations like the Danish and also the Italian, in many cases.”

Absolute Evil reached its climax in the Shoah.

So did Absolute Good.

The Shoah taught me that there’s always a way. Just like there are terminal patients who find miraculous cures, it is possible to find ways out of the most desperate situations without repeating the old ways - the only ones we already know - and without assuming the evil nature of others. What’s at risk is our own conception of ourselves, the new learning opportunities that are still to come. We are raised in a hypocritical educational system with a double standard regarding our very own condition which denies the existence of Evil. In consequence, we are not trained to discover or resist Evil in ourselves. It seems that we are born with the potential for both Evil and Good and that circumstances trigger our “best” or “worst” aspects. If we do not recognize and accept the risks and temptations of our own Evil and our vulnerability to totalitarian systems, we will not be able to fight against it and we will continue to succumb to their power.

Our fellow human being is dear to us and necessary. The enduring task is to build states as far removed from totalitarianism as possible. The focus on civic responsibility and the emphasis on ethical reflection about freedom and its limits is today, more than ever, essential to the dignified continuation of life.

[1] This talk was originally presented in Spanish in the symposium “Frente al Límite. Reflexiones en torno al Holocausto y las experiencias dictatoriales en Argentina y América Latina” (Facing the Limit. Reflections about the Holocaust and the experience of Dictatorships in Argentina and Latin America). Universidad Nacional de Rosario, organized by the Secretaría de Cultura, October 2001. It was published in “Historiografía y Memoria colectiva. Tiempos y Territorios”, Ed. Miño y Dávila, Madrid, 2002, Cristina Godoy, Editor. English translation by Natasha Zaretski and Hernán Epelman-Wang.

[2] Shoah (Hebrew): devastation. Denotes the Nazi war specifically against the Jews in the context of the Second World War. In this conflict there was also discrimination and large numbers of dead in other groups (Roma, homosexuals, political dissidents, Freemasons, Jehovah’s Witnesses, disabled people). The word “Holocaust”, popularized universally by the media, is not accurate because it alludes to a religious ritual where an animal is offered voluntarily for sacrifice as a means to purify sins. The concept suggests the unacceptable implications that the victims in some way voluntarily elected what happened to them and that their immolation was divine in nature.

[3] The Shoah is not the only example of Evil in the twentieth century. Although it is probably the most documented and studied, it is in the company of the millions of dead in Bosnia’s ethnic cleansing, the Armenian genocide, the murder of the Tutsis by the Rwandan government, mass murders in Burundi, Cambodians assassinated by the Khmer Rouge, those massacred in East Timor by the Indonesians, countless genocides of native indigenous populations, the deprivation of basic human rights and the ongoing deterioration of the quality of life and life expectancy for the great majority of people.

[4] Hannah Arendt: “Eichmann in Jerusalem. A report on the Banality of Evil”, The Viking press, 1963

[5] This hypothesis was developed by Daniel Goldhaggen in his voluminous and well publicized book: “Hitler’s Willing Executioners: Ordinary Germans and the Holocaust”. The hypothesis that the German people are innately evil might calm some people down, as long as they are not German, but does not contribute to our understanding of the phenomenon of Evil.

[6] Stanley Milgram: “Obedience to Authority”. About a laboratory experiment carried out at Yale University. It measured the degree to which ordinary people were willing to accept orders to inflict torture. It demonstrated that most subjects obeyed the order under two conditions: that the damage be justified for a worthwhile goal and that responsibility fell on some other authority figure.

[7] P. G. Zimbardo, C. Haney, W. C. Banks, D. M. Jaffe: “The Psychology of Imprisonment: Privation, Power and Pathology”, published in Rubin Zelig ed.: Doing onto Others, Prentice Hall, 1974. In this experiment, carried out at Stanford University, a homogeneous group of students is arbitrarily divided into two groups: the guardians and the prisoners. The change in behavior of the latter, the progressive increase in their sadistic acts as well as the changes in the prisoners, their submission and humiliation prove that the context stimulates new behaviors in people. People are able to behave in new and surprising manners, that they did not even expect in themselves.

[8] Tzvetan Todorov: Frente al límite. Siglo veintiuno editores, 1993.

[9] From his conference, presented in January 2000 in the International Forum on the Holocaust, Stockholm, Sweden.

[10] Raul Hilberg, German Railroads, Jewish Souls. April 1986.

[11] John Conroy: Unspeakable Acts, Ordinary People. The Dynamics of Torture. Alfred A Knopf, 2000.

[12] Hands would be plunged into flames, hot water, or heated metal, feet would trod upon heated plowshares, and if God regarded the suspect as innocent, he or she would emerge without injury, or at least with injuries so minor that a judge examining the suspect several days after the ordeal would regard them as insignificant

[13] Página 12, 20-5-01, from El País, Madrid. General Aussaresses was fined on January 25, 2002 for having justified war crimes in his book; his publishers were also fined. (Judicial Diplomacy website: http://www.diplomatiejudiciaire.com/UK/Aussaresses4.html)

[14] Mario Vargas Llosa (La Nación, 20-5-01 from El país, Madrid):

[15] Gerald Markle: Meditations of a Holocaust Traveler. State University of New York Press, 1995.

[16] Humberto Maturana: “El sentido de lo humano”. Dolmen Ediciones, Santiago de Chile, 1995.

[17] Op.cit.

Enemigos, una historia de amor (1989)

Las diferentes lecturas de “Enemigos, una historia de amor”

(Sobre relato de Bashevis Singer, dirigida por Paul Mazurski)

Cuando una obra admite más de una lectura, estamos frente a un hecho artístico. Cuando una obra admite varias lecturas y éstas son sobre la esencia de lo humano, estamos ante una propuesta filosófica. Si una obra admite varias lecturas, habla sobre la esencia de lo humano y tiene la valentía de enfrentar tabúes y hacernos reflexionar sobre nuestro futuro y posibilidades, es una obra maestra. Es el caso de la historia que nos cuenta Bashevis Singer en esta película.

Encuentro por lo menos cuatro niveles dignos de reflexión: el nivel de lo judío, el de la afectividad, el de la shoá y el de género.

El nivel de lo judío.

Un escritor judío que tiene dificultades para escribir, un trabajador intelectual en un mundo mercantilista. Toda una metáfora del mundo judío perdido de la preguerra así como la pregunta por el destino de lo judío en el mundo de posguerra. Un intelectual judío que debe ganarse el favor de los poderosos para poder subsistir. ¿Será esto una pincelada sobre le hegemonía del poder financiero sobre la vida académica e intelectual?

También nos ofrece una pintura de la vida judía del nuevo mundo. Vemos a los judíos norteamericanos, en viñetas cariñosas y nostálgicas, viviendo su vida normal, tan lejos de Europa y habiéndose construido una identidad judía absolutamente norteamericana, necesariamente diferente de la que traían los inmigrantes. Ser judío en un mundo libre no conlleva el riesgo de la muerte, y serlo durante decenas de años, genera un tipo de sociedad nueva para estos sobrevivientes que parecen buscar todavía entre las sombras el sentido de su vida. En la escena veraniega de los Catskills todos sabemos que durante la shoá también iban ahí y que las cosas habían sido igual durante esos años. Aunque lo hubieran sabido, aunque hubieran luchado de distintas maneras, el sólo hecho de saber que eso había estado ahí todo ese tiempo mientras estos cuatro sobrevivientes vivían en el infierno, le da a esta ocurrencia un sabor particular, algo doloroso y extraño, con la misma extrañeza que tiene muchas veces la vida. Nadie dice nada respecto de eso, pero eso está. Los judíos son judíos acá y allá, sin embargo, no era lo mismo ser judío durante la segunda guerra en los Estados Unidos que en Europa. Coexistían las dos formas. Hay allí una construcción de lo judío que los sobrevivientes tienen que aprender a conocer.

El nivel de la afectividad.

Un hombre que ama a tres mujeres. Ama de verdad a las tres. No las ama igual, por supuesto, pero está unido a las tres con lazos muy sólidos, ninguno de los cuales puede y quiere romper. Necesita a las tres. No puede vivir sin las tres. No quiere herir a ninguna. Quiere ser leal a las tres. Esto nos enfrenta con el desafío de pensar y volver a pensar las exclusividades en las relaciones amorosas, el amor eterno y único, pensamiento que está en el centro de la monogamia. No sólo pone en crisis la idea del amor único y eterno, sino que la suposición de lo natural de la relación monogámica es puesta en tela de juicio puesto que a él no le basta la relación con una sola. Tampoco le basta a mucha más gente de lo que nos imaginamos. Hay algo ahí en lo que somos invitados a reflexionar. Bashevis Singer nos presenta a un hombre que, a pesar de estar relacionado con tres mujeres no es un crápula ni una mala persona ni un pecador, es tan sólo un ser humano, débil y desconsolado. Se lo expone en su máxima vulnerabilidad, intentando amar y cuidar, proteger y no lastimar, salir adelante con ese estado de cosas tan opuesto a lo que la moral social admite y contiene. Preferimos ver la no exclusividad amorosa como algo denigrado y se lo llama “infidelidad” o peor aún “metida de cuernos” con un hondo contenido de inmoralidad y pecado. Nuestro protagonista, que comparte esta moral por cierto, trata de sobrellevarla y amar a la que ama, cuidar a quien lo cuidara y respetar a quien fuera su esposa. Pasión, agradecimiento y camaradería que, combinados, serían la síntesis del amor. Él lo vive con tres mujeres. Lo fue llevando la vida. El no parece haber elegido. Su vida parece ser una resultante de lo que deciden otros. Cosa que es otra de las proposiciones del relato: cuánto de nuestra vida es decidido por nosotros mismos y cuánto lo deciden las circunstancias.

El nivel de la shoá.

Los cuatro protagonistas son sobrevivientes de la shoá. No hace falta que nos cuenten cómo fue para cada uno esa dura experiencia, lo vemos en sus ojos, en sus pequeños gestos, lo adivinamos en su angustia muda. Tres sobrevivientes mujeres (una cuarta si contamos a la mamá de la amante), un sobreviviente hombre. Tal vez esté la declaración de los hombres de darse por vencidos, de que debieran dejar el mundo a las mujeres, como sucede en el final de la película. La reflexión a que Bashevis Singer me conduce es a una derrota total del hombre, o más aún, a una derrota total de la civilización con sus ideales de progreso. El hombre con su política, sus grandes decisiones, sus famas y glorias y poderes, ha conducido a este horror.

Podría pensarse que cada personaje representa a algún aspecto del drama de los sobrevivientes de la shoá. El escritor nos habla del estupor del mundo intelectual que ha quedado vacío de caminos y contenidos. La segunda esposa, la polaca salvadora, nos señala el lugar de la gente común, ignorante, con una bondad primitiva, que no pudo detener el curso de las cosas, pero en su pequeña medida, hizo algo, salvar un judío, sin mucha conciencia, sin grandes justificaciones filosóficas, tan solo lo hizo, tal vez por deber. La amante exhibe el horror descarnado que dejó la Shoá, es la pura pasión desbordada, es el puro dolor del desamparo, de la urgencia, de la imposibilidad; es la que, lógicamente, elige el camino del suicidio, que es el camino del escepticismo más total. La primera esposa, la que vuelve de la muerte, pareciera estar más allá del bien y del mal, portadora de la sabiduría de la humanidad; es la artífice del final esperanzador. Son cinco sobrevivientes (contando también a la madre de la amante), cinco personas buscando a tientas recomenzar a vivir.

Estamos en los primeros años de la posguerra. Eran los años en que se empezaba a saber exactamente cómo habían sido las cosas, la humanidad estaba desolada, como nuestro protagonista, como si atrás quedara un desierto y el único camino posible fuera el abandono. Es como si el protagonista actuara el “paren el mundo que me quiero bajar”. Y es ahí cuando Bashevis Singer se pregunta si no les ha llegado el turno a las mujeres, las que se ocupan de las pequeñas cosas, de la comida, de la ropa, del bienestar, de las caricias, las que son capaces de solidaridad y de superar supuestas rivalidades en aras de la crianza de un bebé, otra vez una nena, la nueva esperanza para la humanidad. El protagonista hombre renuncia, deja los escenarios de su vida, y esta vez los deja por decisión propia. Antes había sido por la shoá, pero ahora es debido al haber asumido su incapacidad para seguir adelante. Nada se puede hacer. Las cosas hay que pensarlas de otra manera. La esposa polaca tan ciegamente leal, la esposa judía tan calladamente sabia son dos caras de lo mejor de los seres humanos: de la gratitud, de la memoria, de la solidaridad, de la fraternidad, del trabajo para el futuro. El nacimiento de la niña, hija de los cuatro, portadora del nombre de la amante muerta, es un monumento conmemorativo de la vida y de la muerte, es la expresión de la esperanza de la humanidad.

El nivel de género.

Hay acá una aguda reflexión sobre lo masculino y lo femenino. Las cosas han cambiado en los últimos cincuenta años. El lugar y el rol que el género determinaba han ido cambiando. No demasiado, pero al menos está cambiando la mirada sobre ellos. Antes se pensaba que lo masculino y lo femenino estaban dados, que era natural, casi genético. Hoy sabemos que es producto de la cultura, de la sociedad y la educación, que las actitudes así llamadas masculinas y femeninas son construcciones sociales, por eso se lo llama género y no sexo. Se ha producido esta distinción entre ambas cosas, dejando afuera a la biología. El concepto de género es más abarcativo que el de sexo y puede incluirlo. En esta historia la pregunta por el género y su lugar en la sociedad aparece casi en un foco principal. El protagonista hombre parece ir de una mujer a la otra sin ser capaz de tomar ninguna decisión eficaz. No así las mujeres que deciden y se hacen responsables de sus decisiones. Una decide que así la vida no se puede soportar y se mata. Otra decide tener un hijo, respetar a su marido y seguir con la vida. La otra, la que vuelve de la muerte, sin dejar de llorar a sus hijos perdidos, asume el lugar de marido que el protagonista va dejando libre. Queda al final, un matrimonio formado por dos mujeres, aunque una renga.

Sobre las huellas del horror de la shoá y del fracaso de la civilización expresadas en el suicidio de la amante, en el abandono del protagonista y en la pierna herida de la mujer, se produce el nacimiento de la niña.

El revivir de la esperanza puesto en el género femenino podría ser un anhelo de regreso a las viejas sociedades matriciales –ni patriarcados ni matriarcados- basadas y sostenidas en la solidaridad, la colaboración y la generosidad, con una matriz de red e interconexión y alimentadas con la lógica del amor.

Lo judío en mi obra

ponencia presentada en el Encuentro "Recreando la cultura judeo-argentina. 1894-2001: en el umbral del segundo siglo" en AMIA, Agosto 2001. Publicado en el libro homónimo de la Editorial Mila, abril 2002. Cuando mi mamá me llamó por teléfono ese lunes a la mañana, todo cambió en mi vida. Me pedía perdón, llorando, perdón por haberme traído a este país, por haberse equivocado tanto, por no haberle hecho caso a papá que no quería venir, decía que era un lugar salvaje, lleno de indios y peligros peores que los que habíamos dejado atrás. Perdón, sollozaba desconsolada, perdón, gritaba, yo no sabía, pensé que acá no, que acá íbamos a estar bien, pero todo pasa otra vez, nos quieren matar, no sé por qué nos odian tanto...

Ya hace siete años de la masacre de la AMIA, cuando este lugar donde ahora estamos dejó de estar. Nací del desastre con una nueva conciencia. Había cosas de las que no se podía escapar: de la propia identidad.

Ese día nací como judía. Estoy ahora en mi sala de partos. Nacerás entre heces y orinas reza el mandato bíblico. Mis heces fueron las muertes, mis orinas las búsquedas de familiares perdidos. Entonces y acá. Nací dos veces. Allá, en una Polonia con chimeneas aún dolorosamente tibias y acá, en Pasteur 633 bajo escombras y un polvillo insidioso que todavía hoy dificulta el respirar. Mis dos nacimientos.

Siempre escribí. Era y sigue siendo mi forma de pensar. El pensar común, el introspectivo me confunde. Necesito verlo escrito y dialogar con ello. La palabra hecha papel o pantalla, afuera de mí, viva, es mi interlocutor. Recién entonces puedo pensar. Debido a eso siempre escribí, para poder pensar. También escribí por necesidad profesional. Pero todavía no Escribía, es decir, no era escritora. En mi segundo nacimiento, además de nacer a lo judío, nací a la escritura. Necesitaba pensar. Necesitaba entender todo eso que se me había venido encima y los pisos que se me aflojaban bajo los pies. Necesitaba entender el llanto judío de mi madre.

La primera vez que supe que era judía fue a los ocho años cuando le pedí a mi mamá el vestido para tomar la primera comunión. Se me quedó mirando, muda, paralizada. Llamó a papá y le dijo, mirá cómo nos equivocamos, hicimos todo mal... y me contó quiénes éramos. ¿Judíos? ¿Qué era judío? Nunca había escuchado la palabra. Supe ahí que no nos querían, que el Dios de la cruz no sólo no nos quería sino que nos odiaba, y los curas y los monaguillos y la Virgen María y los ángeles, los querubines y los serafines. Todo ese mundo de cuento y magia no me correspondía, había quedado afuera. Los cristianos nos odian, nos quieren matar, no se puede confiar en un cristiano. Cada palabra caía como cascote. No sabía más quién era. No quería ser alguien a quien se odiaba. Decidí que no iba a ser un obstáculo, que lo pondría entre paréntesis y no se interpondría en nada de lo que hiciera.

Me ayudaron mi nombre y mi apellido. Dvoirale era muy judío. Aunque era el nombre que me habría correspondido porque era el de una hermana de mamá muerta antes de la guerra, no se podía. Dvoirale en la Polonia de 1945 era tan peligrosamente judío como la circuncisión. Danuta, me llamaría Danuta. Danuta olía a hostia y a agua bendita. Danuta era más católico que el niño Jesús. Danuta sería mi salvación. Pero en Argentina Danuta era un nombre desconocido, además tenía una rima inconveniente, generaba preguntas peligrosas, empezó a ser un problema. Fui Diana. Soy Diana. La china, por ese apellido tan extraño que por suerte era exótico y tan sólo generaba alguna broma. Lo judío no era evidente. Alivio de mis padres. Escuela común, nada de estar con judíos, religión y nada de moral, igual que todo el mundo, que no haya diferencias, a ella no le va a pasar, no la van a humillar ni a perseguir, ella se va a salvar, ella sí.

Y así fue, hasta el 18 de julio de 1994, el 18 de judío de hace siete años en Buenos Aires. Buenos Aires, la idealizada finisterre, la salvación.

La vida y la muerte otra vez en un entrevero de tango y cuchillo. Argentina con una pizca de polaca y de psicóloga, y también judía. Y de pronto dejó de ser bueno o malo, lindo o feo, simplemente fue. Pero claro, no es que se casaron y fueron felices. Nada de eso.

Lo primero que escribí fue una crónica de viaje. Edité sólo cinco ejemplares: uno para cada uno de mis hijos y sobrinos. Es la resultante de un viaje que hicimos con mi hermano a Polonia, Ucrania y a Austria. Fuimos a ver. Fuimos a oler. Fuimos a recordar. Fuimos a buscar a ese hermano entregado a una familia cristiana que tal vez nos buscaba y que, como nosotros con él, no sabía nuestro nombre. Y algo sucedió en Boryslaw, de donde eran oriundos nuestros abuelos paternos, los Wang. Buscábamos el cementerio judío, buscábamos encontrarnos en alguna lápida vieja. Sólo encontramos en un costado del camino una matseive negra donde se leía en polaco, idish e inglés: acá estaba el cementerio judío de Boryslaw. Desoladoramente huérfanos de pasado, nos quedamos mudos. Alrededor de la matseive crecían margaritas silvestres. Un pensamiento loco se me instaló: que las margaritas se nutrían del mismo suelo que alguna vez habían recibido a nuestros antepasados. ¿Cuánto tiempo recuerda la materia primigenia la vida que fue? ¿Cuánto de nosotros habría aún bajo esa piedra? Corté cinco margaritas, una para cada uno de nuestros hijos. Al volver, escribí el relato del viaje, las anécdotas, las historias secretas de la familia, las fotos de las vivos y las que quedaban de los muerte, documentos, herencias. En cada uno de los cinco ejemplares había una de las margaritas de nuestra estirpe, una infinitesimal porción de materia que nos unía entre sí y a esa tierra. Lo titulé “Por una margarita” y se los entregué a los chicos en la primera cena de Rosh Hashaná que tuvimos después de la muerte de mamá.

Ya era una judía nueva.

No aprendí de cero. Empecé a recordar. Sé ahora que seguí caminos que creía que estaba descubriendo pero que eran bien poco originales, que habían sido transitados por siglos. Caminos sinuosos, con infinitas encrucijadas, preguntas, incertidumbres, adivinanzas. Como otros judíos antes, descubría y descubro en mí misma la historia del pueblo judío en cada encuentro, en cada desencuentro.

Y un día descubrí que La Guerra de la que se hablaba en mi infancia, algunos la llamaban Holocausto pero que se llamaba Shoá. Que ese señor Schindler que íbamos a visitar a la quinta de San Vicente y que recordaba como a un gordo siempre borracho que mis padres reverenciaban, había salvado a muchos judíos. Descubrí que mis padres se llamaban sobrevivientes. Descubrí que yo era hija de sobrevivientes. Y el descubrimiento me sorprendió y, sorprendida de mi propia sorpresa, me pregunté por qué no lo había sabido antes, qué pasó que el tema me había sido escotomizado, es decir, que no sabía que no sabía. Empecé a escribir mi segundo libro. “El silencio de los aparecidos”, libro que no sería tal sin el estímulo y apoyo de Raquel Hodara que insistió en que lo terminara y lo publicara. Mi pregunta sobre el silencio de los sobrevivientes, el silencio de la sociedad, el silencio de los judíos me llevó a búsquedas renovadas, lecturas, estudios, gente, mucha gente, gente que también se preguntaba, que también buscaba. Me interné en el estudio de la shoá y en temas conexos. El lugar de la responsabilidad, la diferencia entre lo legal y lo legítimo, especialmente de aquella gente que desafió lo legal y eligió lo legítimo aún a riesgo de su propia vida. Hoy me pregunto por el antisemitismo y la historia del pueblo judío, no sólo por el antisemitismo de los antijudíos sino por el antisemitismo de los mismos judíos incrustado en la constitución de nuestra subjetividad, la crónica de los judíos en Argentina para comprender la dura recepción de los sobrevivientes de la Shoá, y las preguntas por el silencio y la indiferencia para intentar comprender los fenómenos de matanza colectiva, buscar en otros genocidios parecidos y diferencias, pensar en la discriminación y algunas de sus consecuencias, las conductas de los cómplices activos, de los testigos pasivos, de los países permisivos de tanta ignominia, el pesimismo o el optimismo –según la hora del día- sobre la especie humana, la pregunta sobre la esperanza y finalmente –y en eso estoy- la pregunta por la ética cuando es desafiada por un sistema socio-político que modifica conceptos morales y los cambia por otros.

Escrito en la Argentina posterior al proceso, llamo a los sobrevivientes “aparecidos” no sólo para marcar mi pertenencia nacional sino porque veo que lo sucedido con los sobrevivientes de la shoá está sucediendo con los sobrevivientes del proceso: de los aparecidos no se habla, los aparecidos deben pedir de cierta manera disculpas por haber sobrevivido, probar su inocencia, probarlo eternamente. Encuentro textos que me parecen valiosos y los traduzco si no están en castellano, los difundo, los publico donde sea, los iemeileo, los pongo en internet, como ha sucedido con todo este revuelo producido por el libro de Gross sobre la masacre de Jedwabne.

Mientras tanto iba escribiendo lo que después fue una novela, “Con una piedra en el zapato” en donde me interesaba exponer el punto de vista de los sobrevivientes ante la sospecha con que eran mirados a su regreso a la vida, de las atribuciones, a veces secretas, otras explícitas, a probables traiciones o bajezas para conseguir la salvación. La novela ponía en clave dramática lo que en el Silencio de los aparecidos había sido ensayo. Los escribí juntos y hablan de lo mismo. He tratado de comprender la experiencia de los sobrevivientes, de meterme en ellos, buscando, claro está, antes que nada comprender algo de mi infancia, algo de lo vivido con mis padres, algo de sus humillaciones, vergüenzas, así como sus alegrías y triunfos. La voz de los sobrevivientes es la voz de la experiencia vivida. He querido abrir mis oídos a ellos y encontré un universo de lecciones que pueden ser de enorme utilidad para nuestro mundo de hoy.

El peligro que entraña mi identidad recientemente recobrada, es quedarme en su aspecto negativo. Dado que la recuperación se dio con el ataque a la AMIA y abrió el tema de la shoá, lo judío se me aparecía conectado al dolor y a la muerte. La identidad judía negativa es la basada en el aspecto de victimización y se nutre y sustenta con el recuerdo de las penurias y atrocidades que hemos sufrido en tanto pueblo. Una identidad negativa necesita seguir nutriendo aquello que la funda, entonces, determinará una adhesividad ad nauseam con el rol de víctima y un rechazo de cualquier otro aspecto que modifique esta narrativa. ¿Cómo no caer entonces en ese peligro que tanto me preocupa y que tan magros beneficios nos produce? ¿cómo aprender de la shoá y de lo que sus aparecidos tienen para enseñar sin quedarme pegada, como judía, al reducido lugar de la víctima? ¿cómo transmitirlo en contenidos que tengan sentido acompañando los relatos de lo sufrido con otros aspectos que presenten lo positivo de la identidad judía? ¿cómo superar la dicotomía que existe en la constitución de la subjetividad judía actual entre el judío israelí, prepotente, avasallador, triunfador, guerrero, creador y el judío imaginario de la shoá, sometido, cobarde, golpeado, masacrado? ¿Son ésas las dos alternativas de lo judío? ¿y dónde ha quedado el maravilloso mundo de la creatividad judía de Europa, tanto en idish como en otros idiomas, pero especialmente en idish? ¿sus obras literarias, su teatro, su filosofía, sus luchas políticas? Me dije que voy a tratar de ser uno de los eslabones de la “goldene keit” y nutrirme de todo eso que me ha sido transmitido por mis padres en las canciones, en la comida, en algunos gestos, y especialmente, en la Weltanschauung, en mi forma de mirar al mundo como judía y en mi jutspa.

Otra forma de superar el peligro de caer en una identidad judía negativa, me la dio la Shoá misma. La comprensión, lo más desde adentro que se pueda, de la conducta de los judíos, me permitió poner en su justa medida lo que aparecía como sumisión, resignación, cobardía e incapacidad de reacción. Encontré muchas más conductas heroicas que las de los combatientes del gueto de Varsovia. En todos los guetos hubo reacciones, en todos los campos, hasta en los de exterminio. La conducta de los Judenraete, tan denostada merced a lo desconocida, tan tristemente generalizada, es otra fuente de revisión de la heoricidad de los judíos. El tema de las mujeres, que las historiadoras feministas están poniendo ante nuestros ojos, revela nuevos aspectos de la cotidianeidad de la shoá que nos permiten vislumbrar lo complejo del fenómeno y el grado de coraje de nuestros hermanos judíos, de la altura de su dignidad y de la tenacidad de su fuerza y capacidad de supervivencia y reconstrucción.

La conducta de los salvadores no judíos es otro de los caminos que me permiten vivir mi identidad en su aspecto positivo. Como estudiosa de la shoá, desde mi lugar como judía, hago una declaración de principios muy fuerte cuando no sólo menciono a los salvadores, sino cuando los traigo como centro de una disertación, como paradigma de que los seres humanos tenemos siempre un grado de libertad que nos permite encontrar conductas alternativas, que siempre podremos pensar, evaluar y decidir.

La shoá me enseña algunas de la lecciones más poderosas que podemos aprender y que nos vuelven a los judíos, noj a mul, en reservorios de experiencias preñadas de enseñanzas para el resto del mundo. Cito tan sólo como ejemplos los dilemas éticos, la diferenciación entre lo legal y lo legítimo, el lugar del individuo frente a lo que le impone su gobierno, la búsqueda de salvadores, los sistemas que prometen la realización de una sociedad perfecta, las manipulaciones sociales y el poder de los medios en la construcción de la subjetividad, la importancia de estimular el juicio crítico y la responsabilidad civil en cada uno de nosotros, etc.

No he dejado de escribir. Artículos, comentarios, cuentos, relatos, reflexiones, a partir de lo que aprendo de la shoá pero siempre aplicado y pensado en el mundo de hoy, especialmente aquí y ahora. Doy charlas en escuelas, en distintos grupos, donde me llamen. Formo parte del grupo de “Niños de la shoá en la Argentina” del que soy co-coordinadora, adhiero a Memoria Activa en su búsqueda por la justicia y en el foro de protesta por el actual estado de las cosas en que se ha constituido. Canto en un coro en idish, estudio idish y ya me puedo escribir con mi único tío vivo que tiene 94 años y está en Israel, les canto en idish a mis nietas, conmemoro las fechas judías no sólo con comida.

En la Argentina de hoy, y no sólo por los ataques a la Embajada de Israel y a la AMIA, sino por nuestra historia como país y nuestra cultura de esperar salvadores, soluciones mágicas, milagros, desde la shoá tenemos algo que decir. Nuestra cultura argentina es paternalista, sigue la estructura vertical de la Iglesia Católica, lo que no alienta un verdadero ejercicio cívico. Nuestra democracia es frágil, tenemos poca esperanza en nuestra clase política lo que da pasto a nuevas pesadillas redentoras. Hoy, ser judío en la Argentina se ha vuelto más visible: por un lado como blanco, como objetivo como dicen las fuerzas de inseguridad y por el otro hemos ido ganando la calle como polo de expresión de un estado de cosas deficiente y peligroso. Como en aquel heroico Movimiento Judío por los Derechos Humanos de las épocas del proceso militar, hoy existimos y hacemos bastante ruido, salimos a manifestar y a protestar públicamente y producimos un cierto escozor saludable en un establishment cataléptico. La progresiva exclusión de más y más gente del sistema social no les deja más caminos que cortar los caminos de los privilegiados que todavía podemos caminar y es en esta Argentina que nuestra pregunta sobre la ética debiera ser el centro de toda la política educativa. Defino ética como el fundamento de nuestra acción, lo que justifica cada cosa que uno hace. ¿Por qué hago lo que hago? ¿para qué? ¿qué consecuencias puede tener mi conducta? Es la lección más poderosa que aprendí de la Shoá. Como allá, nadie quiere escuchar hoy y acá. Como allá, las preguntas pertinentes se hacen sobre temas que no son los centrales, allá era, para muchos, la lucha contra el comunismo, acá, las recetas económicas y el mercado como nuevo golem triturador de utopías. Como escritora judía y argentina, argentina y judía, conozco desde dos lados diferentes las consecuencias de no hacerse la pregunta sobre la ética, desde el argentino y desde el judío.

Tal vez, la experiencia judía durante la shoá –insisto, la negativa y la positiva- sea una alternativa en esta búsqueda de rescate de la noción de comunidad y pertenencia que está siendo casi monopolizada por los grupos religiosos. La shoá vista en toda su complejidad, porta ejemplos poderosos de lo mucho que tenemos los judíos para dar y decir.

La shoá me enseñó que siempre hay caminos posibles, que así como hay enfermos desahuciados que milagrosamente se curan, se puede salir de las situaciones más desesperadas, claro, no buscando los viejos caminos –que son, por otra parte los únicos que conocemos- sino atreviéndonos a caminar entre los altos pastizales de los senderos que aún esperan ser dibujados.

La masacre de la AMIA me hizo escritora y judía.

La shoá me atraviesa, me enseña, me nutre y me da sentido. No me permite comprender tantas cosas que suceden. Pero, ¿quién dice que uno pueda comprender algo alguna vez?