Marek y Christian

Tenía que dar una charla para chicos de 11 años sobre el día del Holocausto. En el grado estaba una de mis nietas. ¿Qué decir? ¿Cómo decirlo? Tenía que ser de un modo que fuera comprensible para los chicos, que aprendieran alguna lección y que enorgulleciera a mi nieta. Decidí contar una historia protagonizada por dos chicos de 11 años. Me presentaron los docentes como una estudiosa del Holocausto, con varios libros y proyectos educativos y todas esas cosas que se dicen cuando a uno lo presentan. Los chicos hacían como que escuchaban pero era obvio, como casi siempre, que les entraba por una oreja y rápidamente se les escapaba por la otra. Tenía enfrente a estos 25 chicos, sentados inmóviles, con los ojos puestos en mi. Ubiqué a mi nieta que estaba sentada en la última fila, ¿por las dudas? pensé, por las dudas que lo mío fuera un plomazo… decidí dejar de mirarla porque no iba a poder hablar si la tenía en el foco de mi atención. Cuando terminó la presentación empecé a hablar. 

Sol le preguntó un día a su abuelo por qué viajaba tanto a Polonia. Habían terminado de comer, la abuela se había ido a dormir la siesta y Sol tenía ese rato con su abuelo en el que solían jugar al ajedrez. Su abuelo se lo había enseñado y a ella le encantaba jugar con él y mientras, a veces, charlaban, ella le contaba cosas del colegio o de las amigas, él le contaba cosas de su mamá cuando era chica. El abuelo estaba por viajar, nuevamente, a Polonia y a Sol le intrigaba por qué iba y por qué iba solo. Por eso le preguntó por qué viajaba tanto a Polonia.

¿De verdad querés saber? le preguntó el abuelo que había acomodado las piezas para empezar a jugar pero, ante la pregunta, se sacó los anteojos y la miró fijamente.

Sí, le dijo Sol, contame, dale.

Es una historia larga, le dijo el abuelo, ¿te la bancás?

Sí, claro, respondió Sol y se apoyó en el respaldo de la silla mientras el abuelo se pasaba la mano por los ojos como si fuera un telón que se corría para que empezara la película.

Vivíamos en un pueblito, en el este de Polonia. Una noche, cuando tenía once años, me despertaron ruidos, golpes en la puerta, voces guturales y feroces, ¡Juden rauss!, judíos afuera, gritadas por soldados nazis en medio del terror y del enloquecedor ladrido de sus perros y las respuestas enfurecidas de Sanson, mi perro. 

No sé si me caí por el susto o si me tiré abajo de la cama y me quedé acurrucado, hecho un ovillo y tapándome los oídos. Ví que unas botas entraban en mi pieza y arrancaban de la cama a mi hermanita que no se había despertado. Escuché que sacaban como a las rastras a mi mamá, a mi papá, a mi abuela que seguro que estaban en camisón. A mi no me vieron. Sansón enfurecido le mostraba los dientes a esos perros enormes, lo veía desde abajo de la cama, se le tiró encima a uno como para morderlo pero le pegaron un tiro y lo vi caer en el pasillo y quedarse quieto, quieto, quieto. Lo vi desangrarse y morir, desde el piso, paralizado. No sé cuánto tiempo pasó. Mi corazón hacía tun tun tun como un tambor que batía tan fuerte que me ensordecía, no me dejaba escuchar nada, los ojos abiertos así de grandes, secos, no podía llorar, y el corazón que me golpeaba y golpeaba. Después de no sé cuánto, se me fue aquietando y me sentí rodeado por el silencio más silencioso que escuché nunca. Me animé y me fui arrastrando despacio hasta la puerta. Pasé al lado de Sanson que ya estaba muerto, le acaricié la cabeza y miré para atrás para ver si había alguien en casa, pero no, las puertas abiertas, la oscuridad y el silencio me aplastaban, estaba solo. Me asomé con mucho miedo y vi que en la calle todo era desolación, cosas tiradas, puertas y ventanas abiertas, ni un alma a la vista, silencio de muerte. Estaba solo. Me puse de pie y me fui deslizando bien pegado a la pared y cuando llegué a la esquina empecé a correr, a correr como un desesperado, así como estaba, en piyama y descalzo. Todavía era bien de noche, no sé qué hora sería, pero estaba oscuro y no había nadie. Seguí corriendo hasta donde termina el pueblo, mis pasos hacían eco, tanto que me parecía que había alguien corriendo detrás, pero no, estaba solo y aterrado con la idea de que me descubrieran.

Sol escuchaba suspendida, sin atreverse a respirar para no interrumpir el relato pero el abuelo se quedó callado, como mirando al vacío, como volviendo a ver aquello como si fuera una película proyectada delante de sus ojos. De pronto volvió a mirar a su nieta, tal vez aliviado de ver que ya no estaba allí sino que estaba en su casa, a salvo, y suspiró hondo. Sol le preguntó entonces ¿Adónde ibas abuelo? 

Ya recuperado, esbozó una ligera sonrisa y le dijo que a la casa de Cristian, mi mejor amigo, el otro delantero del equipo de fútbol de la escuela.

¿En Polonia se jugaba al fútbol? 

Sí, igual que acá, nos encantaba. Yo era el 10 y Cristian el 9, ningún arco era invencible para nosotros. Habíamos ganado los últimos partidos con los equipos de las escuelas de los otros pueblos, yo había hecho 1 gol y él el otro en el partido de la semana anterior. Practicábamos después de clase con un maestro que nos enseñaba los trucos como él decía y nos hacía hacer ejercicios con la pelota para darle dirección y efecto. ¿Sabés lo que es darle efecto a la pelota?

No, abuelo, ni idea. Es cuando le pegás de tal manera que en lugar de salir derecho hace por ejemplo una curva y el arquero no tiene como atajar. Cristian era un poco mejor que yo pero le ponía voluntad y tantas ganas que al final era bastante bueno.

Su casa tenía un terreno grande y al fondo estaba la cucha de Tom y Mix, los dos ovejeros con los que jugábamos a la tarde después de practicar cosas del fútbol. Tom Mix era el súper héroe de entonces, todos los chicos lo admirábamos porque era fuerte y valiente. Estaba empezando a aclarar el cielo, levanté la alambrada y entré en la cucha. Los perros se me acercaron moviendo la cola porque me conocían, contentos de verme. No sé qué hora era pero el rocío me daba un poco de frío y no estaba abrigado, tenía solo el piyama y estaba descalzo, no había tenido tiempo de ponerme algo encima ni siquiera zapatos. Me fui al fondo de la cucha, me hice un bollito y me acosté. Al rato entraron los perros y uno, creo que fue Tom, apoyó su lomo en mi cuerpo y me dio calorcito. Estaba tan bien que, aunque te parezca mentira, me dormí. 

Cristian era el encargado de darles de comer a los perros, así que cuando vino a la mañana, me aseguré de que estuviera solo y asomé la cabeza. Cuando me vio, se quedó duro, sorprendido, con los ojos así de grandes, y preguntó ¿qué hacés acá? ¿dormiste en la cucha de los perros? ¿te fuiste de tu casa?. Me puse a llorar, recién ahí me puse a llorar, los ojos se me inundaron y no podía parar, me caían los mocos, me costaba respirar y le conté. Que se llevaron a mi mamá, mi papá, mi abuela y mi hermanita. Que habían venido en la mitad de la noche con gritos, perros y golpes. Que los habían sacado casi arrastrando. Que me había quedado solo. Que no tenía donde ir. Que habían matado a Sansón porque ladraba furioso. Que no sabía dónde estaban mis padres ni mi hermanita ni mi abuela. 

Me di cuenta de que la cara de Cristian cambiaba. Cerró los ojos y apretó los puños porque, me lo dijo mucho después, él sabía. Su papá era un antisemita feroz y el policía del pueblo y después me contó, entre lágrimas él también, que había sido  el encargado de señalar en qué casas vivían judíos. O sea que su papá tenía la culpa de que se hubieran llevado a mi familia. No me lo dijo ese día y en ese momento pero cuando escuchó lo que le decía, abrió los ojos y le vi la misma mirada de cuando iba a patear un gol seguro, concentrado y firme. ‘De acá no te movés’ me dijo. ‘No te va a pasar nada. Yo te voy a cuidar’. Y así fue. Un año y medio viví en esa cucha. Escondido, alimentado y abrigado por mi mejor amigo. Me trajo una almohada. Me trajo ropa para que me abrigue y después otra ropa para que me cambie. Me trajo una manta. Y también trajo su tablero de ajedrez y las piezas y cuando se podía, cuando había luz suficiente y nadie a la vista, jugábamos. No sé cómo lo hizo porque nadie en su familia debía saber que escondía a un judío. Pero lo hizo. Fueron los momentos en los que Cristian  venía, cuando jugábamos, los que me mantuvieron vivo, los esperaba hambriento. No era solo la comida, la protección y el abrigo cuando vino el invierno y la nieve lo cubría todo. Era su presencia, su compañía lo que me dio calor esos largos meses que viví con Tom y con Mix adentro de la cucha. Ahora me pregunto si de verdad su familia no se dio cuenta o si hicieron como si no se daban cuenta. Nunca lo sabré. La gente dice una cosa a veces y hace otra. La gente piensa una cosa por momentos y en otros piensa otra. Tal vez sabían que yo estaba ahí y se hicieron los que no por amor a Cristian que me amaba a mí. No te olvides que si los llegaban a descubrir los mataban a todos. Y era todo tan loco, porque el papá de Cristian era el que recibía las denuncias de que alguien protegía o escondía a algún judío y él era el encargado de castigarlo, al protector y a toda su familia en represalia. Así que si sabía que Cristian me escondía debería haberlo matado y a toda la familia. No sé. El hecho es que pude sobrevivir.

La guerra terminó un poco antes de cumplir los trece y las cosas fueron rápidas. No me acuerdo cómo fue el día en que salí de la cucha y volví a caminar libremente. No me lo puedo acordar por más que trate. Sé que fui a la que había sido mi casa y vi que había otra gente viviendo allí. No me animé ni a golpear la puerta. Ya no era mi casa. Ya no quedaba nada mío ahí. Mis padres, mi abuela y mi hermanita nunca volvieron, no supe nada de ellos y todos me decían que no los espere, que no iban a volver. Me llevaron a una oficina creo que del Joint, no estoy seguro, y de ahí a un orfanato de una ciudad cercana y a los pocos meses me dijeron que habían encontrado un pariente mío en la Argentina y que me mandarían para que viviera aquí con él. Era un primo de mi papá que había llegado antes de la guerra. Cumpli los 14 en su casa y fueron pasando los años. Te la hago corta. Fui a la escuela, después conocí a la abuela, nos casamos, trabajamos, tuvimos hijos y empezamos una familia. Tuve suerte porque empecé a trabajar en una imprenta y poco a poco fui creciendo, me hice socio del dueño y después le compré la parte. Me fue bien. Y un día, como veinte años después de llegar a la Argentina, busqué a Cristian, lo encontré y retomé el contacto. Se había quedado en el mismo lugar, en el mismo pueblo, gracias a eso lo pude encontrar. También se había casado y tenía hijos pero la estaban pasando muy mal con los soviéticos. ¿Sabés Sol? los judíos sufrimos mucho en la guerra cuando vimos a nuestros vecinos y amigos aprovecharse de nuestra desgracia, incluso denunciarnos para conseguir vodka, mermelada o carbón. Pero como se dice en el campo, la taba se dio vuelta, ahora era él el que estaba mal. Lo menos que podía hacer era devolver el favor de nuestra infancia, aquel acto de amor que me permitió salir vivo y ahora poder contártelo. Empecé a mandarle encomiendas con alimentos, latas, ropa, remedios, hasta carbón y si le hacía falta algunos dólares. Él cada tanto me hacía llegar algún diario y fotos de su familia. No había whatsapp, ni computadoras, la distancia requería paciencia. Cada encomienda demoraba semanas en llegar, igual que las cartas. Y un día, muchos años más tarde, me compré un pasaje y lo fui a visitar. Me recibían con alegría y agradecimiento, conocí a su esposa y a sus hijos y empezaron a ser parte de mi familia también. En uno de los viajes la llevé a la abuela y era muy divertido verla conversar con la esposa de Kristian cuando una no sabía polaco y la otra no sabía castellano. Pero no sé cómo, se entendían y aprendieron a quererse. Cuando supe que Cristian había sufrido un ACV y que estaba prisionero de su silla de ruedas como yo dentro de aquella cucha me desesperé. Y ahora te contesto tu pregunta querida Sol porque por todo eso, siempre que puedo, voy a Polonia. No puedo dejar solo a Cristian, mi amigo, que tanto me cuidó y gracias a quien sobreviví y nació tu mamá y después naciste vos. Tengo que ir porque está solo y me espera para jugar al ajedrez.”

El dinero y la pareja

Consejo de mi mamá. “Tenés que tener tu propio dinero para que cuando te cases lo hagas porque querés vivir con esa persona, no porque necesitás que te mantenga y para que sigas casada con esa persona porque te hace bien vivir juntos y no porque si no no tenés donde caerte muerta”.

Mi mamá había nacido a comienzos del siglo XX pero era una adelantada respecto al dinero y a muchas otras cosas también, como el sexo, pero de eso hablaré otro día.

El dinero sigue siendo un tema muy difícil en la convivencia en pareja. Si ambos tienen un trabajo rentado ¿Cuánto gana cada uno? ¿Quién decide en qué se gasta, cuándo y cómo? ¿Sigue siendo como era el manejo tradicional de caja chica y caja grande, es decir, los gastos chicos de todos los días los maneja la mujer y los grandes, coche, viajes, inversiones, los maneja el hombre? ¿Hay una cuenta compartida? ¿Qué autonomía hay para la decisión de los gastos, qué hay que consensuar y qué se puede decidir independientemente? Son preguntas que está bueno hacerse y está mejor pactar juntos.

Aún cuando ambos trabajen, aún cuando el ingreso de la mujer sea a veces mayor que el de su marido, sigue persistiendo el modelo tradicional que correspondía a las características de género. La mujer reina en el hogar, en la esfera de lo privado, el hombre actor en la esfera pública. 

El manejo del dinero, a veces abiertamente y otras solapadamente, refleja las relaciones de poder en la pareja. Quién decide qué, quién se siente con derecho a permitir o a impedir. En una pareja pareja el dinero es otro de los temas en que se vive la paridad o la disparidad de responsabilidades y derechos. Quién lo administra y cómo. Quién lleva los registros y las cuentas. Quién se hace cargo de tomar las decisiones que haya que tomar. Si uno manda y otro obedece, éste, el que acepta, se somete, se siente con menos derecho, es dependiente, se vive como inferior. Y no es de extrañar que esta  sensación de dependencia e inferioridad  se exprese en otras áreas, como la sexual. Tantos “me duele la cabeza” son la respuesta a “sentirme menos no despierta mi deseo ni me erotiza”.

Tantos siglos de vivir una situación de dependencia y desvalorización repercuten en las mujeres de muchas maneras. Tenemos el mandato de ser altruistas y dadoras y de estar satisfechas solo con el acto de dar. Si trabajamos nos resulta difícil pedir o reclamar un pago mayor.  

Tantos siglos de patriarcado repercuten también en los hombres. La cantidad de dinero que poseen es para ellos un signo de masculinidad, de potencia, de capacidad. El éxito trabajo y el tamaño de su cuenta de banco son las medidas de su realización personal. 

Las mujeres reinamos en el mundo de las emociones y los afectos, los hombres en el mundo de los tamaños, del dinero y de lo otro. Ambos sexos estamos enredados en mandatos que hoy están puestos en discusión. No ganar mucho dinero no hace de un hombre un fracasado. Ganar mucho dinero tampoco lo vuelve exitoso.

Recomiendo enfáticamente leer el libro de Clara Coria, “El sexo oculto del dinero” que sigue tendiendo una gran vigencia a pesar de que tiene más de 30 años de publicado. 

Hablar sobre el dinero, su planificación y administración puede ser un momento difícil porque nos obliga a revisar temas relativos al poder, al derecho de cada uno, a si somos pares o si no lo somos. La pareja es una sociedad también económica que requiere pactos y contratos satisfactorios para ambos. Pactos que si se pueden hacer  harán la vida más fácil y la convivencia más amigable. Pactos que se pondrán a prueba en momentos difíciles como una muerte, la separación, o relaciones con otros familiares. 

Todos sabemos que precisamos sanear la economía del país, hagámoslo también con la propia, la de nuestra casa, animémonos a conversarlo para encontrar la manera que nos convenga mejor, para que seamos dueños de nuestras vidas en partes iguales. Para que no solo nos llamemos pareja sino que seamos parejos.

Me habló mal ¿cómo sigo?

“¡Esto que decís no es así!, ¡estás en un error, las cosas no son como decís! ¡lo que querés hacer no tiene ni pies ni cabeza!” ¡Qué feo es que a uno lo contradigan, que le discutan, que se opongan a algo que uno dice o a algo que uno quiere! 

Es que, si no te lo dicen con cuidado, sentís que te dicen que sos una persona errada, no que te equivocaste en algo sino que vos estás mal, vos como persona no eso que dijiste. Si nos dicen ¡es una tontería! nos dijeron tontos. Si nos dicen ¡es una estupidez! nos dijeron estúpidos. Y, claro, si creemos que nos dijeron tontos o estúpidos, lógicamente, nos molesta, nos enoja. Y si no nos damos cuenta, nos pasa todo el tiempo y nos enroscamos en discusiones en las que a veces no importa el tema, pueden ser cosas insignificantes y lo que podría ser una diferencia de opinión se vuelve una pelea que enciende los ánimos y que no podemos parar.

Todo depende cómo se diga y de cómo se oiga. ¿Nos  lo dice como ataque personal o lo oímos así? ¿Se lo decimos como ataque personal o nos oye así?

Todo se puede decir. Todo. Absolutamente todo. Pero hay que encontrar la forma de decirlo para que el otro no lo reciba como un ataque y se dispare el circuito que todos conocemos de ataque-contraataque en una circuito interminable. Pero también hay que encontrar la forma de escucharlo y no entrar.

¿Cómo decir nuestra oposición sin ofender? Podemos decir “entiendo que pienses así pero yo creo, me parece, mi opinión es”. Te referís claramente a su punto de vista no hablás de su persona. No le decís que está equivocado, que no entiende nada, que algo le falla. Le decís que pensás de otra manera. No te sometés en su oferta de pelea, la esquivás. Si el otro quiere pelear depende de uno entrar o no en la pelea. Sale sin pensar. Cuando uno siente que el otro le pasa por encima, que nos ningunea, nos toca una fibra muy sensible,  y a uno le sale contestar para mostrar que el otro se equivoca, que nosotros tenemos razón, que somos mejores. Y al otro, igual que a nosotros, no le cae nada bien que le hablemos así, no le gusta ni medio y el escenario de guerra ya está instalado y cada uno usa palabras armadas que anticipan una destrucción masiva.

¿Cómo responder en este tipo de situaciones esquivando la pelea y evitando una masacre? 

No puentear lo que uno siente. Si te enoja, si te humilla, si te angustia, si te hace sentir mal, antes de reaccionar y responder sin pensar, preguntate qué te pasa, tratá de ponerle palabras a tus emociones, no te dejes dominar por ellas. “¡Qué difícil me resulta escucharte! lo que decís me enoja tanto que tengo miedo de decir algo de lo que después me arrepienta como me pasa siempre que el enojo me domina”. Si uno pone lo que siente en palabras tal vez pueda evitar que eso que siente le dicte palabras evacuativas. 

Hablar de uno no del otro, a mi me pasa, yo siento, el efecto que produce en mi es… son momentos sensibles en los que las emociones están a flor de piel, tanto en uno como en otro, momentos en los que lo que se dice puede ser muy hiriente y ofensivo. Cualquier cosa que se diga en ese estado alimentará el fuego y la llamarada puede ser imparable. 

Si no se puede poner en palabras esa emoción arrolladora lo mejor es no decir nada. No hay que hablar siempre ni contestar todo. Menos cuando la cosa está embarrada. Recitá la tabla del siete, o la marcha de san lorenzo o el preámbulo de la constitución, cuidate, cuidá a tu otro, cuidá el tejido que los une. 

Repito. Cuando te hablen mal, no puentees lo que uno sentís, hablá de vos y no del otro y si no me sale hablar así, elegí resguardarte en un silencio protector, en esos casos cerrar la boca  puede ser un acto de amor.  

 

Resistencia en Francia. Dr Olivier Wieviorka

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Buenas tardes. Bienvenidos a una nueva conferencia del ciclo “La humanidad quebrada” a 80 años del inicio de la Solución Final, que realizamos desde el Museo del Holocausto de Buenos Aires con el auspicio del Instituto Auschwitz para la prevención del genocidio y las atrocidades masivas.

El tema de hoy será la resistencia en Francia para lo cual contamos con el Dr Olivier Wieviorka. 

Mi nombre es Diana Wang, soy, igual que el Dr Wieviorka, hija de sobrevivientes de la Shoá y es un honor presentarlo esta tarde.

El pueblo judío ha sido acusado durante algunas décadas de no haberse resistido suficientemente al plan de exterminio nazi. La frase de que hemos ido como mansas ovejas al matadero ha dejado de escucharse como antes aunque algunos lo siguen creyendo. Esta acusación de mansedumbre es en realidad una acusación de cobardía y fue una de las razones del silencio de los sobrevivientes durante décadas. Silencio que se potenciaba porque algunos le sumaban otra acusación, aún más hiriente, la de haber sido cómplices. Las víctimas fueron acusadas de cobardes y los sobrevivientes de colaboradores. Ambas acusaciones no son solo injustas. También son ofensivas y en la mayor cantidad de los casos, falsas.

No es verdad que no nos hemos resistido. Si entendemos resistencia como resistencia armada, es cierto que no pudimos hacer mucho. No éramos un pueblo guerrero, no teníamos los recursos ni la experiencia; el contexto de tiranía y horror hacía muy difícil la planificación y la organización. Aún así, hubo levantamientos en guetos y campos, hubo grupos de luchadores que se unieron a los partisanos soviéticos cuando estos se lo permitían o que actuaban independientemente. Pero las grandes resistencias judías fueron no armadas. Se trata de la resistencia de subsistencia, la cultural y la religiosa. La protección de las familias en especial de los hijos estuvo en el centro de la vida judía. Francia es un excelente ejemplo de ello porque hubo varias organizaciones que se ocuparon del rescate de los niños. Organizaciones judías y no judías. 

Francia tuvo la habilidad de instalar en el imaginario colectivo a la resistencia francesa como una reacción generalizada durante la ocupación nazi. Novelas, canciones y películas dejaron la idea de que el pueblo francés se levantó contra el invasor y defendió a sus judíos. Es una hermosa historia que no siempre se atiene a lo que pasó. Hubo muchas situaciones que señalan lo contrario, la complicidad, la colaboración y la codicia con un sustento de antisemitismo fuertenemente arraigado en la sociedad. Sin embargo, algunos franceses, no tantos como el mito de la heroica resistencia pretendió instalar, se resistieron. En su presentación el profesor Wieviorka nos ilustrará sobre lo que estos franceses hicieron, sobre la persecución, el rescate y la resistencia, cuánto y cómo hicieron, cuáles fueron sus contextos y dificultades, los prejuicios que conspiraban en contra, la participación de la iglesia y de algunas poblaciones civiles, cómo fue la lucha del llamado “ejército de las sombras”.... 

Tenemos el privilegio hoy de contar con la exposición del Dr Olivier Wieviorka, historiador e investigador de la resistencia francesa durante la Segunda Guerra, integra una familia de intelectuales y académicos prestigiosos. Es el más joven de sus tres hermanos: el sociólogo Michel Wieviorka, la historiadora Anette Wieviorka y la psiquiatra Sylvie Wieviorka. Los cuatro hijos de sobrevivientes judíos de la Shoá.

Sus abuelos paternos fueron arrestados en octubre de 1943, llevados desde Niza al campo de  Beaune-la-Rolande y luego a Drancy desde donde fueron deportados a Auschwitz. Sus padres sobrevivieron refugiados, el padre en Suiza, y la madre en Grenoble.

Es miembro del Institut Universitaire de France y profesor del departamento de ciencias sociales en la École Normale Supérieure de Paris Saclay. Sus varias obras publicadas están centradas en la resistencia durante la Segunda Guerra y abordó temas como su relación con el ejercicio del poder, con el gobierno de Vichy y con los huérfanos de la república.  

Están traducidos al castellano: Los mitos de la Segunda Guerra Mundial y La Historia del desembarco de Normandía.

En reconocimiento de su distinguida carrera y producción en historia, en 2014 fue distinguido con el premio Eugene Colas de la Académie Française. 

Con ustedes, el Dr Olivier Wieviorka.


No me tires con piedritas

en “Vivir en pareja”, columna para el programa Le doy mi palabra de Alfredo Leuco en Radio Mitre.

¿Alfredo te acordás de? los zapatitos me aprietan, las medias me dan calor, y la vecinita de enfrente me tiene loco de amor. No me tires con piedritas que me vas a lastimar, tirame con besitos que me vas a enamorar 

Cuántas veces nos tiraron piedritas o las tiramos nosotros… y si el otro se queja porque las piedritas le lastimaron nos sorprendemos, “no fue mi intención, no fue a propósito” y nos volvemos a sorprender porque al otro parece no alcanzarle esa respuesta. 

Y tiene razón porque el que no haya sido intencional no borra el daño. Lo hicimos, por descuido, inadvertencia, no a propósito, pero lo hicimos. Te tiré piedritas, te lastimé sin querer. No te quería lastimar, pero lo hice. 

Claro que no es lo mismo lastimar a propósito que sin querer. Pero ¿te acordás del Chavo y su “sin querer queriendo”?. No fue queriendo que tiramos las piedritas, que dijimos eso que lastimó, pero lo hicimos, lo dijimos sin pensar en el otro, con nuestras mejores intenciones no se nos ocurrió que podíamos estar lastimando. 

Escudados en las buenas intenciones podemos hacer mucho mal y como no fue a propósito nos cuesta mucho reconocerlo. Con las mejores intenciones está regado el camino al infierno dice el refrán. 

Si luego de lastimar decimos “fue sin querer” y con eso nos lavamos las manos porque creemos que está justificado y no merece más comentarios, no asumimos que aún si no fue a propósito somos responsables de lo que hicimos.

Por eso no alcanza que te justifiques diciendo que no fue tu intención. En la vida en pareja, lo básico que podemos esperar es que los dos tengamos buenas intenciones, ni siquiera haría falta decirlo. Si no hubiera buena intención no tendría sentido seguir juntos. Entonces, convengamos que las buenas intenciones siempre están pero a veces se ven interferidas por descuidos o desatenciones. Así, con las mejores intenciones, se puede hacer mucho daño y cuando dañamos el otro no recibe las intenciones sino el daño. Si negás o justificás lastimás sobre lo ya lastimado. Cuando metiste la pata y tiraste piedritas, lo que el otro necesitaría oír es: 

“uh, mi intención fue hacerte sentir bien y terminé lastimándote, entiendo cómo te sentís, lamento mucho haber sido quien lo causó, no te quería lastimar, debería haber tenido más consideración, ¿cómo te sentís? ¿qué puedo hacer para compensarlo?” 

Son 4 pasitos: Si me tiraste con piedritas, reconocé que me hiciste mal y que me dolió, empatizá con mi dolor, lamentá no haber tenido más cuidado cuando lo que querías estaba bien y preguntame cómo compensarlo. Reconocer, empatizar, lamentar y compensar, eso es tirarme besitos. Solo así la herida dolerá menos, me sentiré querida y me volveré a enamorar.

Emitido el 15 de abril de 2022.

Capitulo del libro de Jakub Szymczak sobre papá

¡Reír pase lo que pase! 

¿También si sos un sobreviviente y te acusan de colaborar con los nazis?

Publicación original: https://oko.press/ja-lebkow-nie-dawalem-fragment-ksiazki/

Capítulo del libro “No entregué cabezas. Juicios ante el Tribunal Social Judío”

de Jakub Szymczak  

4 de septiembre de 2022. Eco Press, Polonia

Inmediatamente después de terminada la guerra, comenzó a funcionar en Polonia el Tribunal Social del Comité Central Judío. Se realizaron allí juicios a judíos acusados ​​de “colaboración con los nazis” y de “perjuicios contra la nación judía” (sic). Ésta es una de las historias.

Buenos Aires resonaba con decenas de idiomas en la segunda mitad de los años cuarenta. En la calle, en los negocios, en las ventanas de las casas, en los patios y en las canchas de fútbol, ​​se hablaba y se discutía en polaco, alemán, italiano, español y idish. En algún lugar, alrededor de 1950, desde la ventana de una de las casas donde vivían inmigrantes, se podía escuchar una canción:

Wiesz ty co, mój kochany, wiesz ty co?/ Śmiej się wciąż, choćby nie wiem, jak ci szło.

Czy masz więcej, czy masz mniej, / ty się całe życie śmiej!/ Śmiech to skarb, zapamiętaj sobie to!

W sercu zawsze noś pogodę,/ miej rozpromienioną twarz,

nie udało ci się w środę, / to przed sobą czwartek jeszcze masz.

Choćbyś miał spaść ze szczytu aż na dno, / choćby ci jak po grudzie wszystko szło,

ty uśmiechnij się i wierz, / że zdobędziesz to, co chcesz!

Zawsze wierz – zapamiętaj sobie to!

W sercu…

Kiedy ktoś najgoręcej czegoś chce, / wtedy los, jak na złość, powiada „nie!”.

Ty się jemu w oczy śmiej, / przez ten śmiech ci będzie lżej,

śmiech to skarb, zapamiętaj sobie to!

W sercu…

Traducción:

¿Sabes qué, mi amor, sabes qué? / Sigue riendo, sin importar qué pasó.

tenés más o tenés menos / vos reíte toda tu vida!

La risa es un tesoro, ¡recuérdalo!

Lleva siempre buen tiempo en tu corazón, / tené una cara radiante,

¿no lo lograste el miércoles? / mañana está el jueves.

Incluso si fueras a caer de arriba hacia abajo, / aunque todo fuera a terminar,

sonríe y sigue creyendo / que obtendrás lo que querés! / Tené siempre fe, ¡recuérdalo!

Lleva siempre el buen tiempo en tu corazón…

Cuando alguien quiere algo más / entonces el destino, como a propósito dice "¡no!"

Reíte de eso en sus ojos, / porque la risa te lo hará más fácil,

La risa es un tesoro, ¡recuérdalo!

Lleva siempre el buen tiempo en tu corazón…

Así cantaba su pequeña hija Danusia Wang lo que su padre le había enseñado. Las palabras no eran siempre las mismas. Mieczysław  no los recordaba exactamente. Después de que los nazis ordenaran una redada y deportación en Stryj, donde nació, toda la familia pasó a la clandestinidad. Sobrevivió escondido y allí escribía las letras de las canciones que conocía antes de la guerra. Principalmente en polaco, también en idish. No recordaba todo exactamente, a menudo improvisaba y gracias a su naturaleza creativa agregaba nuevas estrofas.

Hablaban solo en polaco a su hija pero cuando querían que Danusia no entendiera, elegían el idioma de quienes habían querido asesinarlos: el alemán.

Mieczysław nació como Mendel Wang en 1911 en Stryj, en el Imperio Austro-Húngaro. La familia dijo que nació porque su padre había fracasado. El 12 de noviembre de 1909 su papá, Adolf Wang, salió de Hamburgo hacia los Estados Unidos. Como muchos otros hombres en esos días y en ese lugar, quería salir de la pobreza, comenzar una nueva vida para él y su familia. Dejó a sus tres hijos y a su esposa, Lina,con la idea de que se unieran con él más tarde. Pero seis meses después de su partida, le envió una carta a su esposa pidiendo dinero para un pasaje de regreso. Había perdido todo, quería volver a casa. Lina era pobre, trabajaba como lavandera pero encontró el dinero. Después del regreso de Adolf, los Wang tuvieron su cuarto hijo: Mendel para la familia. En los documentos era Mieczysław pero lo llamaban Mesio.

Mesio y su esposa emigraron de Polonia en 1947. Su madre Lina se instaló en Cracovia junto a una de sus hijas. El 4 de junio, Mieczysław con su esposa y su pequeña hija iniciaron un largo viaje que terminó en Buenos Aires. Gracias al ingenio de su hermano, toda la familia sobrevivió a la guerra. Michał Wang amaba a las mujeres, el whisky y el dinero. Tenía suficiente dinero para pagar escondites para toda la familia.

(Nota de Diana. Supe después de haber hablado con el autor y cuando su libro ya estaba en imprenta, que la historia no había sido así, que Michal fue un personaje mucho más oscuro. Cuando la amenaza asesina nazi urgía, ya había huido a Hungría y se desentendió de su esposa e hijo que sobrevivieron escondidos con mis padres. Al final de la guerra fue juzgado como colaborador y enviado a prisión.)

Durante la guerra, Mesio Wang trabajó durante tres semanas como carpintero para el Judenrat en Stryj. Más tarde, encontró un escondite donde junto con su  esposa, una cuñada y un sobrino pudieron sobrevivir. 

Judíos de todo el mundo habían llegado a Buenos Aires desde comienzos del siglo XX pero la mayoría desconocía los guetos, las deportaciones y no tenía idea de los dilemas habituales que los judíos debieron sufrir bajo el nazismo. No se sabe de dónde vino la acusación a Mesio que alcanzó proporciones absurdas. Se dijo que había enviado a la muerte a 800 judíos.

“No era del Servicio de Seguridad, era un carpintero común y corriente. Lo conocí bastante y siempre decía que lo que estábamos viviendo los judíos era insoportable y que la única salida era el suicidio. Siempre estaba asustado y cuando la cosa se puso bien dura buscaba desesperado algún escondite”, atestiguó en el juicio en Cracovia Zygmunt Wolman, vecino cercano de Lina Wang.

Todos los demás testigos hicieron declaraciones similares. El caso estaba claro. El 28 de octubre de 1948 se envió una carta desde Varsovia a Buenos Aires en la que se le informaba a Mieczysław Wang que su caso había sido sobreseído por falta de pruebas de culpabilidad. Sin embargo, eso no lo salvó de más disgustos porque en 1954 se le hizo un juicio en Argentina en el que, luego de que varios testigos declararan en su favor, fue declarado inocente certificando oficialmente que no había evidencia de que Mieczysław Wang hubiera hecho algo malo durante la guerra.

Diana Wang no se enteró de la acusación hasta después de la muerte de su padre en 1988. Diana tiene un nombre diferente al que le dieron en su nacimiento en 1945. Era Danuta pero rima en castellano con "puta" y los niños argentinos eran tan crueles como los niños de Polonia y de cualquier otra parte del mundo. Tal vez para evitarle las burlas la llamaron Diana.

Diana vive en Buenos Aires, es psicóloga y se especializa en terapia familiar. Escribe libros de psicología, sobre el impacto de la catástrofe de la guerra en las personas, sobre la experiencia de ser la segunda generación después del Holocausto.

“Cuando era chica, no pensaba en eso. Solo después comencé a preguntarme: ¿por qué mis padres no me enviaron a una escuela judía? Fui a una escuela primaria normal. Cuando mis padres me registraron allí, no dijeron que era judía. En la escuela se enseñaba religión entonces y como no dijeron que no era católica, recibí clases de religión católica. Que yo sepa, era la única judía de la clase. Aprendí todo igual que las otras chicas, me gustaba mucho. A los ocho años quise tomar la Primera Comunión, quería el hermoso vestido blanco, los guantes blancos, el bolso con las estampitas como todas las chicas. Soñaba con eso. A escondidas de mis padres, iba a la iglesia a aprender catecismo dos veces por semana, los martes y los jueves. Pero en algún lugar en el fondo de mi cabeza, sentía, sabía, que no era mi lugar. Recuerdo muy bien que cuando entraba en la iglesia, sabía que debía mojar la mano en agua bendita y santiguarme, pero hacía el gesto, lo fingía y tenía mucho cuidado de no mojarme la mano. Finalmente, le pedí a mamá un vestido blanco. Fue el día más triste de mi vida. Cuando mamá, sorprendida, preguntó para qué era tuve que decirle que para hacer la Primera Comunión. Mis padres no pudieron con su dolor. Papá le dijo a mamá: "Queríamos protegerla, mira lo que hemos hecho". Fue un drama para mí y para ellos”.

El plan que los padres habían hecho para proteger a su hija, para evitar que fuera discriminada por judía y sufriera lo que habían sufrido ellos, había fallado. Para ella fue cruel y doloroso, los odiaba. Además de no haber conseguido el vestido blanco de sus sueños ni desfilar por la calle después de haber hecho la Comunión como sus amigas, descubrió que la razón era que sus padres y ella misma eran judíos. Había aprendido en la iglesia que los judíos habían matado a Dios y ahora ella era judía, maldita y culpable. A los ocho años el desconcierto la derrumbó. Pero sus padres, una vez aprendida la triste lección, decidieron que su hijo menor tuviera una educación judía. 

“Después de todo esto, decidí que aunque era judía sería un ciudadano del mundo”, dijo Diana.

Pero todo cambió en 1994. La Asociación Mutual Israelita Argentina, una organización central de los judíos de Buenos Aires donde se organizaban conciertos y eventos culturales, fue destruida por una bomba. El 18 de julio de ese año, el conductor de un coche cargado con trescientos kilogramos de explosivos irrumpió en la sede de la AMIA y una poderosa explosión mató a ochenta y cinco personas, hirió a más de trescientas y destruyó todo el edificio de cinco pisos.

Diana tenía entonces cuarenta y nueve años. Su madre la llamó para contarle lo que había pasado diciendo: "Nos quieren matar otra vez".
“Fue un shock para mí. Su “nos” quieren matar, me incluía también a mí. Pero, ¿por qué a mí? Porque soy judía. Y el “otra vez” aludía a que ya había pasado antes, a mis padres los habían querido matar. Judía e hija de sobrevivientes del Holocausto. Esto cambió mi vida, me hizo darme cuenta de quién soy. La breve frase de mi madre me devolvió a mis raíces. Ahora soy judía por elección.”
Se sospecha que Hezbollah organizó el ataque, y probablemente el gobierno iraní también participó en él. Hasta la fecha, nadie ha sido llevado a juicio. El ataque también tuvo otras consecuencias para Diana. Junto con el edificio se destruyeron extensos archivos sobre la vida judía en Argentina. Entre ellos, los documentos del juicio argentino a Mieczysław Wang.

“Sé quién acusó a mi padre de colaboración. Sé su nombre, conozco a sus hijos que no tienen idea de eso. Son buenas personas, no quiero decir su apellido. No sé por qué lo hizo. Sólo puedo imaginar hipótesis. Sé que él y su esposa conocieron a mis padres cuando vinieron a la Argentina. Sé que estuvieron cerca al principio. Mi madre era una mujer hermosa. Morena de ojos oscuros con piel morena con aspecto bien judío, mucho más que yo que soy rubia y de piel y ojos claros. Mi padre la celaba, no le gustaba que despertara miradas admirativas en otros hombres. ¿Quizás ese hombre la miró con intención lo que provocó el enojo de mi padre y se pelearon? ¿Quizás pasó algo más entre mamá y ese hombre? ¿Tal vez se le insinuó y mi mamá lo rechazó y le contó a mi papá? ¿Quizás mi padre y él querían tener un negocio juntos y algo salió mal? Nunca lo sabré. Supe de ese aspecto tan doloroso de la vida de mis padres recién después de su muerte, por una confidencia de sus amigos. Pude entender por qué decidió comprar un lugar en el cementerio en la zona destinada a los sobrevivientes, una zona honorífica. Pagó para ello una pequeña fortuna, miles de dólares con los que se podía comprar un pequeño departamento. Nos pareció una locura a mi hermano y a mi pero para él era muy importante porque el lugar no se lo habrían otorgado si él no hubiera sido declarado inocente. Recuerdo su orgullo cuando nos mostró el documento que certificaba que él era el propietario de este pequeño terreno del cementerio. Para él, era la prueba definitiva de su inocencia. Lamento no haber entendido en su momento el enorme valor que tenía para él.”

“No entregué cabezas. Juicios ante el Tribunal Social Judío”

Un libro de Jakub Szymczak, 

publicado por Czarne Publishing House - Presentado el 31 de agosto de 2022.

Nota sobre el título del libro según su autor: "Ja łebków nie dawałem" no es fácil de traducir. Es una cita del juicio de uno de los personajes sobre los que escribo: Szapsel Rotholc, famoso boxeador de antes de la guerra y policía judío en el gueto de Varsovia. "łebki" significa literalmente "cabezas", pero de manera coloquial. La cita literalmente significa "no entregué cabezas". Esto es lo que dijo cuando se le preguntó si entregó las cuotas requeridas de personas que se suponía que cada policía debía entregar entre julio-septiembre de 1942. 

Vivir en la queja

“Nunca te acordás de los cumpleaños. Nunca me preguntás cómo estoy. Nunca tenés ganas de hablar. Nunca me hacés sentir que me querés. Nunca me decís cosas lindas. Nunca levantás la mesa. Nunca armás programas para salir. Nunca jugás con los chicos. Nunca te acordás de nuestro aniversario”. Y puedo seguir y llenar toda la columna con estos reproches, reclamos y quejas.

Todos estos nuncas se continúan con los siempres. “Siempre yo me tengo que ocupar de las cosas de la casa. Siempre yo tengo que hacer los trámites. Siempre yo tengo que empezar una conversación. Siempre yo, siempre yo, siempre yo.”

Ya hablé en otra columna de las malas palabras que cierran toda posibilidad de encuentro. Nunca y siempre son de las peores.

El reclamo, el reproche, la queja. La eterna insatisfacción, la eterna mirada sobre lo que falta, la eterna expectativa de que pase lo que no pasa. Hay quejas que aparecen en momentos de debilidad, tristeza o necesidad, son quejas transitorias que no siempre afectan la relación. Pero la queja entronizada como la única mirada nos transforma en un quejosos, en miopes que vemos tras una lente rayada que solo nos muestra lo que nos falta. 

¿Qué estamos diciendo cuando miramos con la lente de la queja? 

Le decimos al otro que nada de lo que hace nos gusta, que no nos tiene en consideración, que es egoísta porque se mira su propio ombligo, que está en deuda con nosotros, que no le importamos, que no nos quiere. 

 Mirando tras esa lente nos decimos a nosotros mismos que nuestra vida depende de lo que el otro haga o no haga, que nos declaramos pasivos, incapaces y dependientes, que la constante desdicha en la que vivimos no es responsabilidad  nuestra, es culpa del otro.

La queja nos pone en el lugar de víctimas y al otro en el de victimario, acusado  de malas intenciones, de egoísmo, de maldad. A nadie le gusta ni acepta de buen grado ser visto como malo, egoísta, desconsiderado, es muy doloroso y no invita a ningún acercamiento. ¿Y que hace cualquiera cuando es acusado de maldad? se defiende, contra ataca, grita, se enoja, da un portazo,  o se retrae, se hunde en un silencio hostil o huye. 

Quejarse alivia, descarga frustración, pide atención y empatía. Pero la queja continuada, la queja acusatoria tiene patas cortas, es como escupir para arriba, cae sobre uno y en lugar de conseguir empatía, hartamos al otro, conseguimos rechazo lo que, claro está, empeora las cosas. Nuestra molestia enunciada como queja no la resuelve, por el contrario, la ahonda. 

Si queremos recibir eso que necesitamos lo podemos hacer de manera más efectiva, más inteligente para no caer en la trampa de la queja constante. Corrámonos del centro del escenario y apaguemos los reflectores. No somos el centro de nadie, solo de nuestra propia burbuja. Y nuestro otro vive, como nosotros, en su propia burbuja, tampoco está en el centro de nadie. Y ambos estamos sedientos de ser el centro de la vida del otro. ¿Qué necesitamos? ¿qué nos está haciendo falta? ¿cómo pedirlo sin generar rechazo? 

Corridos del centro protagónico tal vez podamos ver a nuestro otro, cómo es, cuánto puede y entonces pedir lo que creemos que puede, no lo que no puede, pedir lo que puede. 

Correrse del centro y pedir, ése es el camino. 

La queja es ponzoñosa y huele mal. La queja ahuyenta, nos deja solos. En la queja hablamos mal del otro, si pedimos hablamos de nosotros. 

“¿Cómo que tengo que pedir? ¿no lo sabe después de tantos años, se lo tengo que pedir? ¡Sí! se lo tenes que pedir.”¿Sabe? ¿no sabe? ¿en qué juego estamos? ¿tiene que adivinarnos? ¡claro! me olvidaba… si somos el centro de su mundo, lo único que hace es pensar en nosotros y de pura perversidad no hace lo que necesitamos. Con la queja en lugar de pedir acusamos. Con la queja expulsamos al otro. El único modo es pedir de buen modo, con las buenas palabras de las que hablé hace unos días y la mano tendida. 

Pedir es un arte en desuso. 

Está bueno que lo vayamos reflotando. 

Elocuentes y silenciosos

Mabel habla, Raúl se pone en guardia, Mabel pregunta, Raúl bufa y mira para otro lado, Mabel insiste y Raúl deja caer un monosílabo, Mabel se enoja, Raúl explota.

Mabel es hábil con las palabras, está cómoda ahí. Raúl es parco, cauteloso y se acomoda en un silencio protector.

Mabel se desespera porque no sabe en qué está, qué piensa, qué siente, es para ella una pared infranqueable contra la que se golpea una y otra vez. Raúl vive una y otra vez la tortura de este acoso verbal frente al cual no puede responder. 

A veces es al revés, hay parejas en las que es Raúl quien habla mientras que Mabel se escuda en un silencio hosco. Hay parejas en las que los dos hablan hasta por los codos y otras que conviven en un silencio cómodo para ambos. Pero cuando uno se mueve con habilidad en el reino del habla y el otro parece carecer de esa habilidad, pueden entenderse mal las cosas. 

Hay personas, en mayor proporción las mujeres, que tienen muy desarrollada la capacidad oral, tanto por la base neurológica como por el entrenamiento social en juegos de roles y de conexión social. Pueden conectarse con su mundo emocional, ponerle palabras y hablar con comodidad, es su mundo conocido.

Hay personas, en mayor proporción los hombres, que han desarrollado más su capacidad ejecutiva, tanto por su base neurológica como por entrenamiento social con juegos de ingenio o de destreza física. Son hábiles con el cuerpo, están atentos a los desafíos pero no aprendieron a leer su mundo emocional ni a expresarlo.

Cada uno espera que el otro actúe a su modo y el momento del encuentro es entonces una sucesión de tropezones y magulladuras. Mabel se frustra porque espera que Raúl se una a ella en una conversación y Raúl se frustra porque espera que Mabel reciba sus monosílabos como una respuesta satisfactoria. “No sé qué quiere” piensa Raúl. “No quiere hablar conmigo, no le importo” piensa Mabel. Cada uno busca el modo en que se siente más cómodo, la manera en la que está habituado a funcionar. El elocuente se choca con un frontón, al silencioso lo cubre una catarata sonora. 

Le hablo al callado: estás hinchado porque te habla y habla y habla, se te agolpan las palabras que oìs como un ruido monótono y sin sentido, te parece que siempre está diciendo lo mismo ¿no?, que ya le contestaste mil veces o creés que le contestaste y no entendés por qué insiste una y otra vez. En vez de pensar en otra cosa y esperar que se calle, decile alguna vez que no es que no le querés contestar sino que no te es fácil hablar, que no encontrás las palabras, que hablar para vos no es un espacio de comodidad, que te cuesta, no es que no querés sino que no sabés cómo.

Y le hablo al elocuente: te gastás y desgastás con la esperanza de que el mudo que tenés al lado por fin empiece a hablar. Mirá su silencio con otros ojos. En lugar de tomarlo como un silencio ausente, desconsiderado, egoísta y que te excluye, que te deja afuera, fijate si hay otros momentos en los que habla con comodidad. Tal vez no lo haga en el reino de las emociones y de las relaciones interpersonales, puede lo que puede, no es igual que vos,  ¡no te lo hace a vos!

Mabel y Raúl pueden ser Raúl y Mabel, cada uno con su capacidad de expresión, y tengo una mala noticia, eso no cambia. Pero no desesperaremos, lo que sí puede cambiar es lo que cada uno espera del otro una vez que entiendan y reconozcan las diferencias y dejen de tomarlo como algo que el otro nos hace a propósito. Si lo conseguís, hasta puede ser que Raúl se sienta menos presionado por la catarata de palabras de Mabel y que Mabel vea algunas respuestas que espera oír en palabras, de otra manera, en los gestos de Raúl, en las conductas de Raúl, en la mirada de Raúl. Mabel busca conexión emocional conversando y Raúl tal vez la brinde de otra manera. Los invito a descubrirlo.

Parejas modelo y modelos de pareja

Mabel y Raúl se querían mucho pero la convivencia les era difícil. Ella se levantaba temprano, él dormía hasta tarde. A ella le gustaba dormir con la ventana abierta, a él con la ventana totalmente cerrada. Ella era desbolada, él, ordenado y estricto.

Era una batalla cotidiana pero se amaban, no se querían separar. Decidieron vivir cada uno en su casa, mantener la misma economía y la relación con sus hijos y sus familias pero cada uno en su propia casa con su propio estilo. Están así hace casi 10 años y recuperaron la paz.

La pareja está dejando de ser lo que era. De aquel modelo de dos personas, de diferente sexo, que se casaban y convivían hasta que la muerte los separaba, pasamos a otros. Mucha agua pasó bajo el puente y hoy la definición de pareja incorporó nuevos modelos.

La estructura de la pareja tiene su origen en la procreación, dos personas que se unen para tener hijos, una empresa común con una clara distribución del trabajo, los deberes y los derechos. Aquella estructura en la civilización occidental que parecía inamovible está siendo reconsiderada y reformulada. 

Hay parejas que no quieren tener hijos. Gracias a los métodos anticonceptivos hoy las relaciones sexuales pueden no llevar necesariamente a embarazos.

La cultura reconoce y acepta hoy a la pareja homosexual, tanto que se estableció la unión civil para legitimar lo que sucedía de manera oculta.

Ya no es obligatorio casarse para convivir y muchos no sienten la necesidad de pasar por el registro civil para que su relación sea reconocida.

Al dormir en la misma cama se admite hoy hacerlo en camas separadas o incluso en habitaciones separadas, opciones que consideran comodidad, horarios, ronquidos, temperatura. 

Vivir en la misma casa. Eso también se está moviendo y vemos parejas que se aman, y comparten valores e intereses, pero que prefieren vivir cada uno en su casa sin tener que negociar horarios, gustos, estilos de vida que les resultaban irritantes.

Parejas que se casan y parejas que no se casan. Parejas que quieren tener hijos y parejas que no quieren tener hijos. Parejas heterosexuales y parejas homosexuales. Parejas que duermen en la misma cama y parejas que duermen en camas o en habitaciones separadas. Parejas que conviven y otras que cada uno en su casa. 

Y la cosa no termina ahí. Vemos nuevas búsquedas a la hora de encontrar lo que a uno le acomode y le permita vivir mejor. Los encuentros extramatrimoniales existen y existieron, para sostener la pareja hay que ocultar y mentir. Hay una rebelión contra esa idea de la monogamia hipócrita y se intenta liberar la exclusividad sexual abiertamente sin que sea necesario el secreto y la mentira. Hay también incursiones en el llamado poliamor con límites más difusos pero siempre buscando nuevas estructuras de conexión tanto física como emocional que respeten las apetencias individuales sin que sea necesario la hipocresía y la mentira. 

Sea el modelo que sea, todos necesitamos guarecernos en un refugio seguro y confiable y en todos los modelos de pareja el mismo anhelo, la misma necesidad de ser parte de un nido calentito e íntimo, seguro y previsible, que nos de apoyo emocional, sostén afectivo y que nos proteja frente a la angustia de la soledad.

No sabemos cómo seguirán estos nuevos modelos que se están probando. Lo bueno es que nos señalan que tenemos la posibilidad de diseñar la vida en pareja que nos resulta mejor, sin tener sobre nosotros la mirada crítica de lo que está bien, de lo que se debe, de lo supuestamente normal. 

Vivimos un momento privilegiado: no hay una pareja modelo, hay modelos de pareja, no hay por qué cambiar de modelo pero hoy sabemos que no hay uno solo, que hay varios y podemos diseñarlo como un traje de alta costura, a medida. Con valentía, honestidad y sinceridad, sin falsas pretensiones ni expectativas imposibles, con lo que hay, con lo que necesitamos, con lo que podemos, podemos elegir vivir nuestra pareja de modo más satisfactorio y que nos acerque un poquito más a la felicidad.