Vivir en la queja

“Nunca te acordás de los cumpleaños. Nunca me preguntás cómo estoy. Nunca tenés ganas de hablar. Nunca me hacés sentir que me querés. Nunca me decís cosas lindas. Nunca levantás la mesa. Nunca armás programas para salir. Nunca jugás con los chicos. Nunca te acordás de nuestro aniversario”. Y puedo seguir y llenar toda la columna con estos reproches, reclamos y quejas.

Todos estos nuncas se continúan con los siempres. “Siempre yo me tengo que ocupar de las cosas de la casa. Siempre yo tengo que hacer los trámites. Siempre yo tengo que empezar una conversación. Siempre yo, siempre yo, siempre yo.”

Ya hablé en otra columna de las malas palabras que cierran toda posibilidad de encuentro. Nunca y siempre son de las peores.

El reclamo, el reproche, la queja. La eterna insatisfacción, la eterna mirada sobre lo que falta, la eterna expectativa de que pase lo que no pasa. Hay quejas que aparecen en momentos de debilidad, tristeza o necesidad, son quejas transitorias que no siempre afectan la relación. Pero la queja entronizada como la única mirada nos transforma en un quejosos, en miopes que vemos tras una lente rayada que solo nos muestra lo que nos falta. 

¿Qué estamos diciendo cuando miramos con la lente de la queja? 

Le decimos al otro que nada de lo que hace nos gusta, que no nos tiene en consideración, que es egoísta porque se mira su propio ombligo, que está en deuda con nosotros, que no le importamos, que no nos quiere. 

 Mirando tras esa lente nos decimos a nosotros mismos que nuestra vida depende de lo que el otro haga o no haga, que nos declaramos pasivos, incapaces y dependientes, que la constante desdicha en la que vivimos no es responsabilidad  nuestra, es culpa del otro.

La queja nos pone en el lugar de víctimas y al otro en el de victimario, acusado  de malas intenciones, de egoísmo, de maldad. A nadie le gusta ni acepta de buen grado ser visto como malo, egoísta, desconsiderado, es muy doloroso y no invita a ningún acercamiento. ¿Y que hace cualquiera cuando es acusado de maldad? se defiende, contra ataca, grita, se enoja, da un portazo,  o se retrae, se hunde en un silencio hostil o huye. 

Quejarse alivia, descarga frustración, pide atención y empatía. Pero la queja continuada, la queja acusatoria tiene patas cortas, es como escupir para arriba, cae sobre uno y en lugar de conseguir empatía, hartamos al otro, conseguimos rechazo lo que, claro está, empeora las cosas. Nuestra molestia enunciada como queja no la resuelve, por el contrario, la ahonda. 

Si queremos recibir eso que necesitamos lo podemos hacer de manera más efectiva, más inteligente para no caer en la trampa de la queja constante. Corrámonos del centro del escenario y apaguemos los reflectores. No somos el centro de nadie, solo de nuestra propia burbuja. Y nuestro otro vive, como nosotros, en su propia burbuja, tampoco está en el centro de nadie. Y ambos estamos sedientos de ser el centro de la vida del otro. ¿Qué necesitamos? ¿qué nos está haciendo falta? ¿cómo pedirlo sin generar rechazo? 

Corridos del centro protagónico tal vez podamos ver a nuestro otro, cómo es, cuánto puede y entonces pedir lo que creemos que puede, no lo que no puede, pedir lo que puede. 

Correrse del centro y pedir, ése es el camino. 

La queja es ponzoñosa y huele mal. La queja ahuyenta, nos deja solos. En la queja hablamos mal del otro, si pedimos hablamos de nosotros. 

“¿Cómo que tengo que pedir? ¿no lo sabe después de tantos años, se lo tengo que pedir? ¡Sí! se lo tenes que pedir.”¿Sabe? ¿no sabe? ¿en qué juego estamos? ¿tiene que adivinarnos? ¡claro! me olvidaba… si somos el centro de su mundo, lo único que hace es pensar en nosotros y de pura perversidad no hace lo que necesitamos. Con la queja en lugar de pedir acusamos. Con la queja expulsamos al otro. El único modo es pedir de buen modo, con las buenas palabras de las que hablé hace unos días y la mano tendida. 

Pedir es un arte en desuso. 

Está bueno que lo vayamos reflotando.