Los alcances del perdón

Ilustración: Fidel Sclavo

Ilustración: Fidel Sclavo

Simon Wiesenthal, prisionero en el campo de concentración de Mauthausen, fue obligado a presentarse ante un nazi que, a punto de morir y torturado por la culpa, necesitaba un judío que lo perdonara.

Ante ese dilema, Simon no pudo hacerlo porque, según la tradición judía, solo las víctimas podían perdonar y ya no estaban para hacerlo. Quien sería años después el conocido cazador de nazis, centró su libro “Los límites del perdón” en ese episodio, cruzando humanismo con ética, responsabilidad con libertad de elección y el abismo de la muerte definitiva con el perdón.

El perdón sucede después de la culpa. Pero no una culpa cualquiera. Asesinar no es lo mismo que matar, el mandamiento dice “no asesinar”. Matar es un acto de defensa, cuando hay que elegir entre la propia vida y la del otro.

Asesinar es matar para conseguir algo, por odio o venganza, por obedecer a una orden.

Pedir perdón debe ser consecuencia de varios pasos. Primero, el reconocimiento del daño perpetrado. Segundo, el sincero arrepentimiento, el que lleva a una reflexión modificadora. Tercero, la compensación a la víctima, en palabras y hechos concretos.

Una vez reconocido el daño, una vez sentido y expresado el arrepentimiento, una vez compensada la víctima, recién entonces y, si la víctima considera que la conducta posterior del perpetrador lo amerita, podrá recibir el perdón.

La culpa por los actos criminales no siempre es evidente. ¿Quién es más culpable? ¿quien empujó a los judíos a las cámaras de gas o los que tomaron la decisión? ¿el soldadito que dispara su arma o el narco que lo mandó? ¿el torturador o la autoridad que lo ordenó? ¿Quién se siente culpable? ¿Quién debe pedir perdón?

Creo, igual que Wiesenthal y no sólo porque también soy judía, que el perdón humano, el perdón legítimo, el perdón reconciliador, es prerrogativa de la víctima, porque si la vida continúa el perdón debe suceder entre las personas, no gracias a la intervención divina.

Luego, si no hay reconocimiento, aceptación y reparación, el pedido de perdón será engañoso e hipócrita, solo gimnasia verbal.

Pero también la sociedad y sus instituciones tienen la potencialidad de perdonar cuando han sido lesionadas. Por desapariciones y apropiación de niños. Por delitos de lesa humanidad que siguen impunes. Por vacunas que no llegan y determinan muertes que podrían haberse evitado.

De las cien mil muertes que ya lloramos, indican los científicos que unas diez mil podrían no haber sucedido. ¿A quién corresponde la culpa? ¿Qué deben hacer los familiares de las víctimas, mutilados, impotentes y desesperados? ¿A quién reclamar? ¿Quién tiene el valor de decir “me equivoqué”, “no me di cuenta de que pasaría esto”, espero que me perdonen?

Pero, si el error “inocente” o la negligencia “ligera” conducen al asesinato, estamos otra vez ante los alcances del perdón. ¿Se puede perdonar a quien sea que asuma la culpa por la pérdida del papá, de la abuela, del esposo?

Cada una de estas diez mil personas ya no está para perdonar. El acto fue definitivo, de la muerte no se vuelve. Los que, con el guante blanco de la justificación oportunista y falaz, “firmaron la orden” de asesinar a diez mil personas, probablemente no lo hicieron “a propósito”, pero lo hicieron.

¿Necesitarán alguna vez pedir perdón, como aquel SS a punto de morir? Aunque ese perdón nunca llegue, porque el asesinato es el límite de su alcance, sería esperanzador que alguno reconozca lo que se hizo, lo explique y, aunque no se lo demos, nos pida perdón.

Publicado en Clarin.

Publicado en El diario de Leuco.

Publicado en Revista Gallo. Y en su newsletter #17.

La varita mágica de la secretaria

cuento-hadas-varita-magica.jpg

Aníbal se pasaba el día entero delante de la computadora resolviendo los mil y un problemas de su trabajo. Era auditor médico de una importantísima prepaga y tenía la responsabilidad de aprobar o no las solicitudes de los pacientes. Vivía tironeado entre dos patrones: por un lado la empresa que le daba el sustento y que esperaba gastar siempre lo menos posible y por el otro los afiliados que solicitaban prestaciones, prácticas y medicamentos que necesitaban para vivir. Cada trámite lo sumía en una gran angustia porque si favorecía al paciente se enfrentaba con sus patrones y si favorecía a la empresa debía discutir enfervorizadamente con su conciencia.

Forzado al home office, había acondicionado la habitación de servicio del departamento como oficina. Para llegar allí había que atravesar la cocina y el lavadero, de modo que estaba lejos del ruido cotidiano de su casa, aislado con su trabajo y los conflictos que a veces se volvían dilemas.

María Marta, su esposa, estaba todo el día en casa porque el restaurante donde había sido cajera veinte años, debió cerrar sus puertas. Cambió su rutina por la limpieza, la cocina, los chicos. Gaby y Flor, de 8 y 10 años, se trepaban por las paredes de tanto encierro y aislamiento. María Marta debía acompañarlos con el zoom de la escuela que les era difícil de seguir porque no conseguían mantener la atención. 

Para María Marta el cambio fue brutal. De pronto, quedarse en casa. De pronto, ocuparse de lo que no tenía el hábito de ocuparse. De pronto, tener que lidiar con maestros, tareas, horarios y con los dos grupos de whatsapp de padres con tantos comentarios, mensajitos, réplicas y contrarréplicas. 

Llegaba la noche y Aníbal y María Marta eran una cáscara vacía de ellos mismos. Estaban sus cuerpos pero no tenían ni aire ni fuerza para nada. Los ojos en el plato, los oídos ausentes, esperaban sentarse ante Netflix y que alguna serie los hiciera viajar a otras realidades, otros escenarios, otras situaciones.

María Marta se preguntaba dónde habían quedado las ganas. Ahora que tenía que trabajar desde casa Aníbal estaba peor que nunca. Cuando salía a trabajar, desaparecía todo el día, no llamaba nunca, parecía que al salir, el mundo de su familia se esfumaba y dejaba de existir para él. Así lo sentía ella que creía que él vivía dos vidas diferentes. Una en su casa, con ella y los chicos y otra en la oficina, dos vidas paralelas que no se tocaban durante el día y que a la noche, cuando volvía, se acercaban pero no del todo. Traía la oficina consigo dentro del portafolios, dentro de sus pensamientos, dentro de su mirada. “¿Por qué no se acuerda de mí durante el día?” se preguntaba, triste, María Marta. Su mayor deseo era que alguna vez, sin ninguna razón, Aníbal la llamara para contarle algo o preguntarle cómo estaba. O que se apareciera un día con un regalo, algo fuera de programa, ni aniversario, ni cumpleaños, ni navidad ni nada, porque sí, porque se acordaba de ella , porque la tenía presente, porque le hacía falta. 

María Marta sufría esta forma de vivir en paralelo que tenía Aníbal y se lo reprochaba siempre. “Nunca te acordás de mí, te vas y desaparezco de tu vida”... le decía en medio del llanto. Aníbal se quería morir en esos momentos. No entendía por qué para ella eso era tan importante. Si él la quería, si ella era su mujer y él vivía para ella, ¿qué es lo que tanto la hacía sufrir? A él le parecía natural, siendo tan responsable, serio y comprometido con su trabajo, que su vida familiar quedaba al margen durante sus horas de decisiones, abrumado por la gestión plagada de pedidos y reclamos. Terminada su jornada laboral, recibir los de su esposa, lo sumía en la impotencia.

El llanto y el reclamo de María Marta se agudizó durante el encierro. Había imaginado que si Aníbal estaba en casa todo el día sería diferente pero seguía igual que siempre. Se encerraba en su “oficina” y no estaba, se aislaba dentro de esa burbuja, tan cerca de todos y tan lejos, muy lejos. 

Aníbal sufría ante el llanto de su esposa, se quedaba en silencio, un silencio culpable, pesado y doloroso porque no quería herirla, pero lo cierto era que se sumergía en su trabajo y no tenía presente a su familia en esas horas. María Marta tenía razón, no se acordaba. Pero no era porque no la quería, porque no le importaba como ella suponía. No sabía por qué era, tal vez era su manera de entender el trabajo, igual que como lo hacía su padre, igual que como lo había hecho su abuelo. No recordaba que su madre o su abuela les hubieran reclamado a sus maridos que las llamaran, que les trajeran algún regalo fuera de fecha, que les mostraran algún interés particular en horas de trabajo. Y eso no quería decir que no las querían y sus esposas así lo entendían. ¿Por qué María Marta no?

Esa noche habían tenido otra de esas escenas lastimosas y lastimadas en las que Aníbal  recibía reproches y reclamos frente a los que no sabía qué decir. Ver a su mujer tan dolorida, tan triste, tan necesitada, lo sumía en la impotencia y la desdicha. Se fue a dormir con el alma fruncida, otra vez, y casi no pegó un ojo toda la noche. No era una mala persona, no quería hacerle daño a su mujer, ¿cómo hacer para evitarlo? 

A la mañana, ya sentado ante su computadora, recibió un mail de la señora Claudia, su secretaria desde hacía 15 años, su filtro habitual y la que le organizaba la tarea cotidiana, también durante la pandemia solo que no de manera presencial sino online. El mail entrante se refería a un tema que había que resolver con urgencia, pero se quedó mirando el monitor sin ver el texto, inmóvil y en un impulso súbito tomó el celular y la llamó. Sin pensar lo que hacía le contó lo que pasaba, le dijo que estaba desesperado, que no sabía qué hacer, que quería hacer sentir bien a su esposa pero que no lo conseguía y no podían seguir así. La señora Claudia, mayor que Aníbal, viuda después de 40 años de matrimonio, tuvo súbitamente una idea.

  • “ya sé lo que vamos a hacer”

  • “¿vamos?” preguntó sorprendido Anibal

  • “sí, vamos. Abra nuestra agenda compartida”

  • “ya está”

  • “ahora no se fije en fechas, vaya a la semana que viene, cualquier día y anote ‘comprar regalo para mi esposa’”

  • “listo”

  • “ahora, y sin mirar la fecha, anote lo mismo, y siga así después de unas semanas más y otra vez y otra vez…”

  • “pero, no entiendo… ¿esto para qué sirve?”

  • “usted déjemelo a mí. Cuando veamos el mensaje ‘comprar regalo para mi esposa’ usted me dice cuanto quiere gastar y le compro algo que le llegará de sorpresa. ¿Le parece bien?

Anibal suspiró hondamente. ¿Quién sabe? Ella como mujer tal vez había entendido lo que pedía María Marta y que para él era indescifrable. Si la hubiera tenido cerca, la habría levantado en el aire y habría bailado con ella. ¿Funcionaría su idea?

Unos días después, María Marta le golpeó la puerta. Traía un paquete abierto donde asomaba una cartera marrón con herrajes dorados…. se abalanzó sobre él, lo abrazó llorando, pero esta vez su llanto era otro, se sentó sobre sus piernas, quieta y feliz. Cada tantas semanas sucedía lo mismo. Llegaba un paquete con algún objeto de regalo, un perfume, un ramo de flores, una pashmina, un libro, todas con una escueta tarjeta que decía “para vos, Aníbal”. 

Claudia, la sabia, había inventado un atajo que respondía a la necesidad de María Marta de ser agasajada un poquito cada tanto y de Aníbal de darle algo de felicidad a su esposa. Una recibía cada tanto, sorpresivamente, una evidencia de que no era transparente para su marido, que no era, como había creído, un mueble más, que le importaba, que la consideraba y la quería. Aníbal dejó de sentirse culpable y en deuda eterna con esta necesidad de confirmación de su mujer frente a la que él no podía responder porque él era así,  mientras trabajaba se olvidaba del mundo y no podía pensar en otra cosa. 

Fue un win-win. Todos ganaron. 

María Marta preguntó qué pasaba, cómo había sucedido el cambio. Aníbal le contó que todo había sido idea de la señora Claudia. 

Aunque no había sido idea de su marido, al ver la alegría que él tenía ante su propia alegría, no le importó. El ingenio de su secretaria le permitió verlo con otros ojos y leer su inmersión en el trabajo no como desamor.

Se miraron como hacía mucho que no lo hacían y decidieron, de mutuo acuerdo, comprarle algún regalo a Claudia a modo de agradecimiento. Se sentaron juntos frente a la computadora y, sabiendo cuánto le gustaba todo lo japonés, le encargaron un servicio de te japonés completo para que le llegara el fin de semana. 

Fue un momento luminoso y un bálsamo inesperado. 

Todos salieron ganando. 

Publicado por La Nación

Crónica del desamparo:¿Quién pudiera ser perro?

Captura de Pantalla 2021-06-29 a la(s) 12.01.26.png

Max es pequeño, peludo y suave, tan blando por fuera que se diría todo de algodón… tiene 10 años, aúlla acompañando a las sirenas de bomberos o ambulancias, menea la cola de alegría cada vez que nos ve aparecer, si la puerta está cerrada rasca con las uñas hasta que lo oímos, si quiere salir al patio se para en la puerta de la cocina, tuerce la cabeza y nos mira, puede quedarse así mucho tiempo hasta que lo advertimos y le abrimos para que salga. Es una fuente de ternura que nos entibia diariamente. ¿Cómo no amarlo? Si su mirada nos sigue como si fuéramos la estrella polar que usaban los navegantes para no perderse en el mar, si nos promete lealtad en cada minuto, si se da cuenta cuando estamos tristes, enojados o doloridos y se nos recuesta con su lomo pegadito a alguna parte de nuestro cuerpo, sintiendo y dando calor, quietito, en silencio, sin pedir nada. Salvo comida, claro. Y la caminata diaria. Y algún mimo, siempre algún mimo.

Me acuerdo de Helena que se quedó solita a los 11 años en la Polonia ocupada por los nazis, con un saquito y un bolsito donde llevaba su nuevo documento con su nuevo nombre y su nueva historia. La mamá le había conseguido ese salvoconducto para que pudiera salvarse, ahora se llamaba Ania. El día que se quedó sola, sola por primera vez en su vida, sola en medio de la hostilidad de lo desconocido, sola y desconcertada porque no sabía dónde ir ni qué hacer, con miedo a hablar por si se descubriera que era judía, miedo de no saber cómo moverse, cómo decir o cómo hacer lo que toda buena niñita católica debía, miedo de que la desafiaran a recitar el Padrenuestro que no sabía o que le preguntaran algo y responder mal. Sentada en un umbral, perdida en medio de la gente, vio pasar a un matrimonio que llevaba a su perro de paseo. Se oyó un ligero aullido y la señora prestamente lo tomó en brazos y ante la mirada preocupada del marido lo revisó para ver si se había lastimado. Cuando se aseguró de que estaba bien, lo bajó al piso y siguieron su camino. Ania -ya se pensaba con ese nombre para que no se le fuera escapar el suyo- los miró alejarse y, acallando sus lágrimas, se dijo “¿por qué no puedo ser yo un perro?”.

Hay perros que tienen suerte. Como Max que disfruta de una “tenencia responsable”. Pero no todos la pasan bien. Están los maltratados y castigados, los abandonados, los que deambulan por las calles hurgando en la basura esquivando patadas y golpes, lluvias y fríos. Ania envidiaba la vida y el destino de ese perro que vio pasar pero no querría ser un perro como esos otros, como ella misma, los golpeados por la vida, los excluidos, los que deambulan por el gran Buenos Aires y terminan en ollas populares para los que no tienen nada para comer.

Todos querríamos ser cuidados, protegidos, alimentados, sanados, mimados, queridos. Como Max. Pero, igual que en el mundo perruno, la justicia, la consideración y el cuidado no son para todos. No lo son para los que no tienen trabajo ni techo, ni para la mitad de los chicos que no recibe la alimentación necesaria para que su aparato neurológico se desarrolle con toda su potencia, ni para los que no tienen acceso a la educación o lo tienen restringido, ni para los que no reciben la atención médica que asegure que llegarán a adultos.

Duro de toda dureza. Triste de toda tristeza.

Aunque haya perros con tan mala suerte como ellos, me atormenta pensar que si conocieran la vida privilegiada de Max, más de uno diría, como Ania, ¿quién pudiera ser perro?

publicado en Clarin.

entrevista en Radio Jai para Coffe Brake (Dany Saltzman): https://www.radiojai.com/index.php/2021/06/29/105022/quien-pudiera-ser-perro/

El día después llegará

Ilustración: Vior

Ilustración: Vior

Un día encontré en el dormitorio de mis padres una libretita que me intrigó. No sé qué hacía hurgando en esos cajones pero recuerdo que de chica lo hacía con frecuencia. Buscaba tal vez evidencias o respuestas a tantas preguntas que me hacía sobre mi historia y la de ellos. Vi en la libretita la letra de mi papá, página tras página, con palabras que no alcanzaba a descifrar, ¿en qué idioma estaban? ¿qué decían? Intrigada, fui a mostrarsela a mamá y le pregunté qué decía en la libretita. La miró sorprendida como si le hubiera entregado una especie de tesoro, algo que hacía mucho no veía o que creía perdido. “Son canciones” dijo mientras pasaba una a una las hojas escritas en lápiz. “Así nos entreteníamos en el escondite”, se trataba del diminuto altillo donde estuvieron escondidos dos años durante el Holocausto. Papá era comediante amateur, amaba cantar y bailar, y se pasó esos dos años corriendo tras su memoria para recordar y registrar las canciones de las comedias musicales que amaba y que quería volver a cantar una vez que salieran. Si es que salían. Si es que no eran descubiertos. Si es que sobrevivían.

Hoy volvió a mi la libretita con las Canciones Para Cantar Si Seguimos Viviendo. ¿Dónde estará guardada? seguro que algún día la encontraré aunque no la busque, si es que no me contagio, si es que si me contagio sea leve, si es que si me contagio y sea grave consiga cama, si es que si me contagio y sea grave y consiga cama haya oxígeno y profesionales suficientes para atenderme. En suma, si es que salgo viva de esta pandemia. Sin vacunas para todos el único recurso es seguir aislados y encerrados. Ya van quince meses. Uno ya no sabe cómo darse ánimos, qué inventar para que el paso del tiempo sea más tolerable con la falta de tantos abrazos que son solo virtuales, la ausencia de la aventura de salir, de encontrarse con amigos y compañeros de trabajo, de ir al cine, al teatro o a un espectáculo colectivo, y mantener la relación amorosa con hijos, nietos, hermanos, amigos queridos encerrados en ventanitas cuadradas y chatas. Está durando mucho. Y sin la inmunidad de rebaño que la vacunación masiva produciría, nuestra espera no tiene día de finalización. Sabemos que llegará el final. No sabemos cuánto falta. Y cuando no se sabe cuánto falta el trayecto es siempre más penoso. Los dolores de parto son soportables porque sabemos que en horas -pocas o muchas, pero horas- nace el bebé y se terminan. Ahora no sabemos, por eso duele más.

Mis padres tampoco sabían cuándo terminaría. Tampoco sabían si sobrevivirían, aunque de diferente manera que nosotros y por causas muy distintas. Aún sin saber papá hacía esa fuerte apuesta al futuro. Si salía iba a estar preparado, sabría todas las canciones al dedillo y podría volver a subir a un escenario y hacer eso que tanto amaba, cantar y bailar. En realidad no lo hizo, nunca volvió a actuar. La vida fue arrolladora y lo puso ante nuevos desafíos pero esa libretita, ese ejercicio de memoria aparentemente inútil, fue, en medio de la incertidumbre más oscura, su ancla salvadora donde declaraba ¡quiero vivir!, ¡tengo cosas para hacer! Y es para mí una potente lección que hoy comparto acá. ¿Cuál es nuestra libretita de canciones para cantar cuando sobrevivamos? Cada uno tendrá la suya. Y si no la tiene, ¡a inventarla ya!

No sabemos cuándo llegará pero el después llegará, eso es seguro. Que nos encuentre con la libretita llena de canciones y con ganas de volver a subir al escenario para cantarlas a voz en cuello.

Publicado en Clarin.

Publicado en El diario de Leuco.

Publicado en El Gallo.