Shoa

Ana se pregunta por qué - Ana Baron

Ana Barón salió viva de la shoá. No está sola, hay otros que sobrevivieron. Escribió un testimonio que llamó “Todavía me pregunto ¿por qué?”. Tampoco es la única en hacerse esa pregunta. Como tantos “aparecidos de la shoá” querría saber por qué le pasó lo que le pasó, por qué salió viva de ese horror y toda esa muerte no la abandona, por qué su hermana y otros seres queridos no pudieron vivir, por qué la memoria no la deja en paz, por qué no pudo hablar durante tanto tiempo, por qué no entiende tantas cosas, por qué hay gente que no quiere escuchar, por qué hay gente que descalifica su dolor y sufrimiento, por qué la maldad, por qué la injusticia, por qué el olvido, por qué la arbitrariedad.

Ana Barón no es la única que se pregunta por qué. Ana Barón tampoco es la única que tuvo la fortaleza y la osadía de ponerlo por escrito. La acompañan en esta empresa, tan sólo en Buenos Aires, Genia Unger, Charles Papiernik, Jack Fucks, José Schicht, Iehuda Laufban......... y otros que, espero me disculpen por no nombrarlos pero mi memoria es también frágil a veces.

Todos ellos, igual que nosotros, los que nos acercamos a conocer sus experiencias, se preguntan, nos preguntamos: por qué. Estamos educados en la creencia de que el bien triunfa sobre el mal, de que la justicia reinará algún día, de que la civilización ordena y organiza la convivencia de los frágiles seres humanos. Y nos lo hemos creído.

Pensamientos voluntaristas, engañosos, frustrantes, que la experiencia insiste en desbaratar. No siempre triunfan el bien, la justicia y la convivencia. No siempre. Menos aún cuando el sistema político salvador nos promete que esta vez sí, esta vez se terminaron todos los problemas, esta vez tenemos la solución. A la humanidad nunca le fue bien con tales promesas. Los libros de historia están teñidos de sangre de las víctimas del “bien universal” y los poseedores de “la verdad”. No nos olvidemos que los nazis -ni los únicos, ni los últimos- prometían lo mismo.

He aprendido algunas cosas de la shoá. Unas poquitas, pero pueden ser útiles. Raquel Hodara suele decir que si algo ha enseñado la shoá es que no hay nada que un ser humano no pueda hacerle a otro ser humano. Es una enseñanza dura y al mismo tiempo poderosa que todavía espera ser enseñada en las escuelas.

También he aprendido que no nacemos ni buenos ni malos, que tenemos ambas potencialidades, que ciertas condiciones de vida pueden hacer crecer una o la otra. Así no más. Las religiones han intentado dominar la parte “mala” con la amenaza del castigo divino. Las leyes han intentado ponerle frenos con la amenzaa del castigo terreno. Ambas cosas, fuerza es reconocerlo, han tenido un éxito relativo en la sociedad. Las guerras, las ignominias, las injusticias, el hambre y la pobreza injustificados, la desesperanza, el desempleo creciente son prueba suficiente, a nivel planetario, de la estupidez y la irracionalidad de lo humano. Porque lo que dicen las religiones es bueno, así como lo que pregonan las leyes, pero siempre ha dependido de quién manipulaba tanto a la religión como a las leyes. Apoyados en la religión cristiana, por ejemplo, cuya doctrina tiene una raíz humanista de preservación de la vida, se ha cometido, entre otras cosas, el genocidio indígena en América. Se ha enarbolado la cruz y la espada para civilizar -léase: domesticar y esclavizar- a los infieles. Los poderes políticos conocen el poder de las creencias religiosas y los líderes hábiles han sabido siempre manipularlos para dominar a la masa que espera ser salvada.

Los sobrevivientes son testigos privilegiados de lo “mejor” de la irracionalidad humana. Finalmente han decidido romper su silencio de decenios y contar lo que vivieron. Cada testimonio es una pieza más de este muestrario de abyección.

Ana Barón produjo un testimonio escrito fresco, espontáneo, por momentos ingenuo pero siempre revelador. Tenía doce años cuando su mundo se desplomó y habla desde esa edad, con esa mirada que ha conservado casi intacta. Con palabras simples, sin pretensiones ni ínfulas, nos abre las puertas de su mundo de adolescente, de sus vergüenzas e ilusiones. La desnudez, los piojos, el hambre, la piel, la desprotección, la desolación son temas que encara sin pudor, como si nos abriera una hendija oculta para que podamos espiar.

Nos habla de la Transnistria, (¿conocía usted este campo?) un campo de concentración en Rumania (hoy Ucrania) y de Pichora, un campo de muerte de donde fue rescatada. Sí, fue rescatada por dos ucranianos pagados por el Joint a quienes contrató su madre que había quedado fuera del campo. Cuenta las experiencias en escondites, en los dos campos, la degradación corporal cotidiana y, al mismo tiempo, la milagrosa solidaridad, no sólo entre los prisioneros sino la que venía de algunos ucranianos.

Sí. Auschwitz no fue todo. Además de Auschwitz hubo otros campos.

Sí. Muchos ucranianos fueron asesinos y colaboradores, pero no todos. Hubo también ucranianos que ayudaron, que salvaron, que se arriesgaron.

El ser humano no resiste explicaciones simplistas, no se reduce a malo o bueno, blanco o negro. El ser humano emerge del relato de Ana Barón, en su complejidad no siempre comprensible, siempre milagrosa y sorprendente.

Permítaseme agregar un “por qué” a los ya planteados más arriba: ¿Por qué, o, mejor dicho, cómo han podido los aparecidos de la shoá seguir viviendo, sobreponerse, volver a caminar? ¿Cuál es la fuerza que los ha alentado a sostenerse? ¿De qué materia misteriosa estamos hechos los seres humanos que somos capaces de tanto (en los dos sentidos, claro, en los dos sentidos)?

En su última página dice “Debo agradecer esta segunda oportunidad que me dio la vida de poder sonreír sin forzarme de tener inquietudes, de continuar hambrienta por aprender todo lo que no sé y por abrir mis manos y mi corazón....”

Ojalá podamos nosotros abrir las manos y el corazón a vos Anita, a vos Genia, a vos Jack, a vos Charles, a vos Iehuda, a vos José..., a todos los que nos quieran contar.

Ojalá podamos.

LOS NIÑOS Y LA SHOÁ. UNA EXPERIENCIA EDUCATIVA.

Entré en esa pequeña aula sin saber qué iba a hacer. “¿Te animás con los chicos de entre 9 y 11?” me había preguntado unos instantes antes el director de la escuela hebrea de Bogotá, “los chicos más grandes quedaron tan entusiasmados con tu conferencia que los más chicos también querrían...”. ¿Cómo negarme? ¿Si había ido a Colombia para eso, para hablar acerca de la shoá? Era viernes, el último día de ese periplo que me había llevado casi una semana, pasando por Medellín, Cali y Barranquilla, dando conferencias a chicos en la mañana y a sus padres por la noche, a estudiantes universitarios en un encuentro organizado por estudiantes judeo colombianos en la Pontificia Universidad Javeriana (muchos de cuyos asistentes eran estudiantes de derecho canónico). La noche anterior había sido recibida por la comunidad judía de Bogotá en pleno y a sala llena había hablado y hablado a lo largo de dos horas entusiasmada por el entusiasmo que recibía. Era viernes, casi mediodía. Venía de un encuentro con los más grandes de la escuela, los que van de los 12 a los 16 años. Otra vez en esa gira, me había sorprendido el interés que mostraban los chicos, cómo, planteado de cierto modo, sentían el tema propio y actual. Igual que en nuestro país, en las diversas escuelas de Colombia se me había dicho que la shoá no atraía la atención ni el interés de los alumnos. “Están en otra, internet, la cosa instantánea... no les interesa...no les importa...parecen aburridos de escuchar siempre lo mismo y ya no quieren saber más nada... esta juventud es diferente a la nuestra, no hay ideales, son descreídos y desconfiados...” eran las explicaciones que se daban los docentes, desalentados por la falta de receptividad de los chicos al tema. No había sido ésa mi experiencia. Claro, yo tenía la libertad de no tener que atenerme a ningún programa ni método ni responder a nadie, de modo que inventé accesos que creía que podían conmover a los adolescentes y hacerlos participar. Y lo logré. Más de lo que suponía. Sin embargo, lo que sucedió ese viernes en el mediodía con los más chiquitos, superó cualquier expectativa imaginada.

Yo aún no lo sabía cuando debía responder al director de la escuela, si me animaba. “Animarme, me animo” le contesté, “si me vine hasta aquí e hice lo que hice, más bien que me animo... sólo que no sé qué decirles, no hicimos ningún trabajo previo como se hizo con los grandes... no sé qué saben, no sé cuánto pueden conceptualizar...”. “Probá unos cuarenta y cinco minutos....” “¿Cómo lleno cuarenta y cinco minutos? No! A lo sumo veinte, o una media hora... nada más.” “Bueno, los mando llamar” y ahí me quedé en la cafetería, rumiando y devanándome el cerebro tratando de armar algo, un esquema, alguna idea rectora mientras me reprendía a mí misma y me acordaba de cuando mi mamá acostumbrada retarme con sus “¿para qué te metés en estas cosas?”. En definitiva, no tenía la menor idea de cómo empezar, de cómo seguir ni de qué hacer. Mis conferencias con los más grandes había sido precedidas, a pedido mío, por un trabajo que yo había indicado y nuestros encuentros se sostenían en ello. Pero, ¿qué sabe un chico de 9 ó 10? ¿Hasta dónde se puede avanzar a esa edad? ¿Puedo arremeter con el tema de la responsabilidad individual, del juicio crítico, los dilemas a que nos enfrenta la shoá, la sordera ante las lecciones que nos enseña acerca de la naturaleza social y humana, en fin, todas las cosas que había encarado con los más grandes?

Y de pronto ya estaba en una pequeña aula donde empezaban a entrar los chiquitos. Se trataba de tres grados diferentes, unos 30 ó 35 chicos y sus seis maestros y maestras (dos por grupo). Miraba con terror a esas caritas que me observaban con curiosidad. Se fueron sentado en sillas chicas, como de aula de jardín y yo estaba de pie, apoyada en un escritorio que a duras penas sostenía mis ganas de salir corriendo, la angustia que sentía y el vacío que se me estaba haciendo a mis pies. El director también estaba presente y dijo a los chicos que yo había venido de la Argentina y que podíamos conversar acerca de algunas cosas que yo sabía y que podían ser importantes para ellos. Un rato antes, en la cafetería, me había contado que él era, como yo, hijo de sobrevivientes y que se había sentido muy tocado por algunas cosas que me había escuchado decir. “Vaya uno a saber si este tema será importante para los chicos... ojalá lo sea” pensé y tomé aire. Después de un silencio eterno y expectante, lo único que se me ocurrió decir fue “¿sabe alguno de ustedes qué es el holocausto?” (los colombianos no usan todavía la palabra shoá en forma habitual). Se levantaron algunas manos. “Es lo que Hitler les hizo a los judíos que los mató en Europa” respondió el chico que señalé primero. “Había otros, no era Hitler solo, yo lo vi en una película en la televisión” dijo otro que había levantado la mano. La palabra “televisión” fue mágica porque se levantaron otras manos y me fueron diciendo las cosas que sabían acerca de la shoá, todas, según decían, vistas en la televisión: los trenes, los campos, La Lista de Schindler “que no la entendí mucho pero era muy triste” y una nena dice “Y yo vi un señor que decía que Hitler no se había muerto, que eso es mentira... ¿usted qué piensa?”. “Mirá, le respondí, la verdad es que a mí no me importa si está vivo o no, aunque a estas alturas si estuviera vivo sería un milagro porque sería muy viejo, lo que me importa y me da miedo es que hay gente que piensa lo mismo que él y que está viva y por muchos lados”. Esto pareció intrigarlos y rápidamente su interés pareció centrarse en el tema del odio racial y hacia allí encaraban sus preguntas. “¿Por qué nos odian?”, “¿Por qué nos quisieron matar?”, “Qué les hicimos?” y así sucesivamente. Yo trataba de responder pero me daba cuenta de que no conseguía decirles lo que querían saber, que no encontraba el modo ni las palabras. Me sentía desalentada. No quería hablarles como a nenes chiquitos, es decir, como si no entendieran o como si fueran medio tontitos. No encontraba la forma de desarrollar conceptos, de hablarles respetuosamente pero en un código al que pudieran acceder. Por otra parte, no quería que la cosa fuera de preguntas y respuestas, un intercambio intelectual, quería que participaran, que se conmovieran, que les importara. Les propuse entonces un juego. Les propuse que hiciéramos una discusión en la que yo sería un niño nazi de diez años y ellos serían el niño judío que trata de convencer al nazi de no odiarlos, de no querer matarlos. No fue necesario esperar a que me dijeran que sí. Casi todas las manos estaban levantadas. Todos querían hablarle al niño nazi. Empezó un ping-pong encarnizado que, lamentablemente no fue grabado, de modo que deberé confiar en mi frágil memoria y traicionar inevitablemente lo que pasó con el pobre relato que sigue.

“¿Odias a los judíos?”, “Sí” le contesté.

“¿Por qué?”, “No sé... todos los odian... dicen que son malos” dije como si dijera una obviedad.

“Yo no soy malo” me dicen por ahí, “yo tampoco” dice otro.... “Es lo que dicen todos” digo yo, “son unos santitos... pero ni bien pueden roban, mienten...”.

“Eso es mentira!” protesta alguien, “en mi casa no somos así, mi mamá es buena, mi papá es bueno, mis abuelos....”, “Claro” contesto “entre ustedes son buenos, se ayudan, tienen secretos, pero ni bien se encuentran con nosotros nos roban, nos matan”.

“¿Quién mata?” preguntan, “Ustedes” respondo.

“Nosotros nunca matamos a nadie, en mi casa dicen que no hay que matar y que hasta para matar a un animal si se necesita para comer, hay que hacerlo sin que le duela”, “Sí, con los animales son buenos, pero con los cristianos....” lo desafío y miro con el rabillo del ojo a los maestros y profesores que en las escuelas hebreas de Colombia no son judíos.

“¿A qué cristiano matamos?”, “Para Pascua siempre buscan un niñito cristiano para matarlo, sacarle la sangre y hacer con eso ese pan raro que comen” le digo con resentimiento.

“¡Eso es mentira!” gritan varios a coro, las caras rojas, enojados, “¡Es mentira!”

“Mataron a Cristo! Mataron a Dios”, dije con perversidad y ya no miré a los maestros. “¿De dónde lo sacaste? ¿Quién te lo dijo?”, “Lo dicen todos, lo dicen mis maestros, lo dicen mis padres, mis hermanos, mis primos, los chicos de la cuadra y el que más lo dice es el cura, el monaguillo, lo dicen todos los domingos en misa...”. Difícil describir el revuelo, la indignación. Respondían ya sin esperar a que los señalara dándoles la palabra, argumentaban, se atropellaban. “En mi casa me enseñan que hay que ser bueno”, “Todos me dicen que no hay que pelearse”, “Nadie de mi familia nunca pero nunca mató a nadie”, “El pan ése de que hablás no se hace con sangre, eso no es verdad”, “La Biblia dice que no hay que matar”, “Tampoco mentir ni robar”, “A nadie, ni a los judíos ni a los cristianos” y así siguieron uno tras otro y yo los miraba encogiéndome de hombros diciendo, provocativamente “claro, qué me van a decir...” o “los judíos saben discutir” o “los judíos son inferiores porque no creen en Dios”, “En mi casa creemos en Dios” decía alguien pero yo proseguía atacando. Al cabo de un rato bastante largo -había perdido noción del paso del tiempo- decidí que el niño nazi (cuyo papel ya me quería sacar de encima) debía perder la discusión, que se lo merecían, pero que alguien debía darme un argumento lo suficientemente poderoso como para que eso sucediera. Y un chico dijo: “pero todas las personas somos iguales” y entonces bajé los brazos. “Acá terminó el juego, dije, me ganaron porque no sé qué decir a eso, tiene razón...”.

Tomé un poco de agua. Esperé a que se calmaran y entonces les pregunté cómo se imaginaban ellos que el niño nazi había llegado a creer todas esas falsedades respecto de los judíos. No supieron qué contestarme, pero era evidente que lo querían saber. Les hablé entonces de las cosas que a uno le dicen una vez y otra vez, una persona y otra persona, gente con autoridad, los maestros, los padres, los amigos, los chistes, los curas, los refranes, la televisión, y que se escuchan tanto que al final ya no se piensan si son verdad o mentira, que a uno se le van metiendo en la cabeza sin que uno se dé siquiera cuenta y que de pronto se encuentra pensando algo y creyéndolo sin saber bien de dónde lo sacó y sin importarle demasiado si es verdad o no. No se los dije en una oración como aquí, pero les dije todo eso y me tomé bien el trabajo de ver, por sus expresiones si me comprendían. Debido a que no estaba del todo segura, les dije: “Hablé tanto que no sé si fui clara, tal vez los aburrí o cansé, díganme ¿qué pueden aprender de todo esto?” y se hizo un silencio, un silencio denso, sumamente reflexivo, casi se los escuchaba pensar.

Desde la primera fila, una chiquita de no más de 9 años, menuda y tierna, murmuró por lo bajo: “que no hay que creerse todo lo que a uno le dicen”.

No podía dar crédito a mis oídos. “Por favor, repetilo en voz más alta”. Lo hizo: “QUE NO HAY QUE CREERSE TODO LO QUE A UNO LE DICEN”.

“Bien! Ahora decíselo al resto de los chicos, pero más fuerte que todavía no se escucha bien”. Se puso de pie y lo hizo. Después les pedí a todos que me ayudaran, que lo dijéramos juntos y bien fuerte así lo podían escuchar en toda la escuela y fue un coro inolvidable. Éramos unos treinta o treinta y cinco chicos y yo (no sé si los maestros nos acompañaban) gritando a voz en cuello

N OH A Y

Q U E

C R E E R S E

T O D O

L O

Q U E

A

U N O

L E

D I C E N

que aún resuena en mis oídos.

Octubre de 1999. Bogotá. Colombia. Viernes al mediodía. Habían pasado casi dos horas. Esos chiquitos de entre 9 y 11 años habían aprendido una de las la lecciones más potentes para comprender el odio y la intolerancia, el fundamento del prejuicio: que no hay que creerse todo lo que a uno le dicen.

Y yo salí enriquecida, habiendo aprendido: que se puede hablar de la shoá a los chicos de un modo en que les importe, porque cuando se le habla a la gente acerca de algo que le importa, se compromete, se lo apropia.

Ellos me enseñaron a mí algo que los pedagogos saben y que uno a menudo olvida: que cuando un alumno no aprende, es el maestro el que no ha aprendido la manera de enseñarle a ese alumno.

CHILDREN AND SHOAH. AN EDUCATIONAL EXPERIENCE.

The challenge. I came into that little classroom not knowing what I was going to do. I was in the Hebrew School of Bogota, Colombia. Some minutes before its Principal had asked me if I could lecture the children between 9 and 11 years old. "The bigger ones were so enthusiastic after your conference that the smaller ones asked if you..." How could I say no? My reason for going to Colombia was to talk about the Shoah.

It was Friday, the last day of that long tour. In five days I had lectured in Medellín, Cali and Barranquilla, speaking to children in the mornings and to their parents and the Jewish community in the evening, to university students in a meeting organized by the Judeo-colombian students of Law School in the Pontificia Universidad Javeriana (including students of Canonic Law). The night before I had been received by the Bogota´s Jewish community and I had talked for more than two hours in the crowded room, stimulated by the enthusiasm they showed. It was Friday, almost noon. I was coming from a meeting with the older pupils, ages between 12 and 16. Once again in that tour I was surprised by the interest the children expressed; I chose to present the issue of the Shoah in a way that helped them feel it as their own and existing in the present and actual world. As in my own country, Argentina, I heard in the schools I visited that the Shoah didn't attract neither the attention nor the interest of the pupils. "Its a different world, Internet, instantaneity... they are not interested... they don't care... they seem bored listening over and over the same facts and they don’t want to know more... this youth is different than ours, no ideals, skeptical, suspicious..." these were the explanations I got from the teachers discouraged by the lack of receptivity the children showed towards the issue. Well, that had not been my experience during those days. Not at all. Of course I had the freedom of not being forced to stick to programs nor methods, I could do whatever I pleased, so I invented paths trying to reach out, to move the adolescents, make them feel committed. And I succeeded. More than I expected.

But what happened that Friday near noon with the little ones, surpassed any dreamt expectation. I did not know it by the time I had to answer the school's Principal if I dared to address the smaller children. "If it is a matter of daring, I do", I answered him, "if I came up to here, it is clear that I dare... it is that I do not know what to say to them, we did not do any previous work with them as we had done with the adolescents... I do not know what they know, I do not know how much they can conceptualize...". "Try for forty five minutes..", he said. "How do I fill forty five minutes? No! Twenty the most, or a half hour... nothing more". "OK" he said quickly, "I shall make them come" and there I stayed, at the cafeteria, humming and browsing in my brain trying to figure something out, a scheme, some central idea, while I kept reprimanding myself and remembered how my mother used to say to me "why do you take so manny challenges?". As a matter of fact, I had not the faintest idea of how was I to begin, how to follow or what to do. My lectures with the bigger ones had been preceded by the work that I had done before and our meetings were built on that. But, what oes a child of about 9 or 10 years old know? What were the limits with them? Could I put the issue of individual responsibility, of critical judgment, of the dilemmas that the Shoah makes us face, the deafness of humankind before the teachings about social and human nature..., all the things that I had worked on with the adolescents? And soon I was standing in the small classroom where the children began to enter. They were members of three classes, about 30 or 35 children and their six teachers, two per group. I stared terrified at those little faces that stared at me with curiosity. They sat in small chairs while I remained standing, leaning on a desk that could hardly hold my urge to run away, the anguish I felt and the void that was beginning to grow under my feet. The Principal was there too and introduced me. He said that I had come all the way from Argentina and that we were going to discuss some important things that I knew and that could be important to them. Some time before, at the cafeteria, he had told me that he was, as me, a child of survivors and that some things I had said, touched him deeply. "I hope the issue is mportant also for the children". I thought and breathed profoundly.

Beginning of the dialogue.

After an eternal and expectant silence, the only thing that came to my mind was saying "does anyone of you know what was the Holocaust?" (Colombians as a lot of people, still use this word instead of Shoah). Some hands raised. "It is what Hitler did to the Jews he killed in Europe" said the child I pointed first. "There were others, it was not Hitler alone, I saw a movie in TV" said the second one. The word TV was magic because a lot of hands raised and everybody told me what they knew about the Shoah, notions acquired from the television: the transportation, the camps, Schindler´s List "which I did not understand much but it was very sad" the child added, and a little girl said "and I saw a man that said that Hitler is not dead, that it is not true, what do you think?", "Well, I answered her, the truth is that I do not care whether he is alive or not, even at this time if he were alive it would be a miracle because he would be very very old, but, anyway, what matters and what scares me most is that some people think the same as he did, and they are surely alive and living everywhere and putting other people in danger". This seemed to have intrigued them and quickly their interest switched towards the issue of racial hatred and they turned over there their questions and interventions. It seemed we had touched a nerve. "Why do they hate us?", "Why do they wanted to kill us?", "What did we do to them?" and so on. I tried to answer but I realized that I could not tell them what they really wanted to know, I could not find neither the way nor the words. I felt discouraged. I did not want to address them as to small children, that is as if they were not able to understand or as if they were dumb. I could not find a way to develop concepts, to talk to them respectfully but in a code we could share. On the other hand, I did not want that the exchange turned out to be only questions and answers, I wanted them to participate, to feel involved, to be moved, I wanted them to care. I proposed then a game.

The game.

I was going to be a ten year old nazi child and they, the whole class, were going to be a ten years old Jewish child and we would argue and they had to convince me not to hate them, not to kill them. I did not have to wait for their acceptance, all the hands were up. Everyone wanted to speak to the Nazi child. And there began a pitiless Ping-Pong that unfortunately was not taped, so I will have to trust my fragile memory and betray inevitably what happened in the poor narration that follows. "Do you hate Jews?", "Yeah" I answered. "Why?", "I don’t know... everybody hates them... they say they are mean" I said as if I was saying something obvious. "I'm not mean" someone says, "me neither" says another.... "That’s what all of you say" I reply, "you seem like saints... but as soon as you can you steal, you cheat, you lie...". "That’s a lie!" in an angry voice, "we are not like this at home, my mummy is good, and so is my dad, and my granny...", "Of course" I say "among you, you are good, you help yourselves, you keep secrets, but as soon as you are with us, you steal us, you kill us". "Who kills?" several children asked, "You do" I answer. "We never killed anyone, at home my folks say that nobody can kill and even to kill an animal needed as food, it must be done without suffering", "Yeah! with beasts you are good but with Christians...." I challenged the child looking with the corner of my eye at the Christian teachers. "What Christian did we kill?", "For Easter you always look for a Christian child, you kill him, and with the blood you make this strange bread you eat" I said resentfully. That is a lie!" they shouted in a enraged chorus, the faces red, angry "It’ s a lie!" "You killed Jesus Christ! You killed God", I said with perversity and I did not look at the teachers any more. "Where did you take it from? Who told you?", "Everybody says it, my teachers, my parents, my siblings, my relatives, the children in the street and the priest, he is the one that says it all the time, in the Sunday’s mass, everyone says it...". It is difficult to describe the agitation, the outrage. They spoke without waiting for me to point at them, they argued, they wanted to be heard, to show the nazi child he/she was wrong. "At home they teach me to be good", "everyone says that fighting is not good", "Nobody in my family ever killed anyone", "the bread you talked about is not made with blood, you don’t know what you're talking about", "the Bible says that you can not kill", "not even lie nor steal", "you must not kill nobody, not Jews not Christians" and so they went on, one by one and I continued to say, provocatively,"of course, what could you say..." or "Jews know how to argue" or "Jews are inferior because they don't believe in God", "We do believe at home" some voice said but I kept attacking.

The end of the argument.

After a long time - I had lost notion of time- I made up my mind and I decided that the Nazi child (whose role began to be a heavy burden) had to loose the argument, that they deserved it, but someone had to offer me a good point for me to give up. And a boy did it: "but all the people are equal" he said in a helpless voice and then I left my arms down. "The game is over, I said, you won because I can't answer to that, he is right, we are all the same...". I drank some water, waited until they calmed down and then I asked them how they imagined that the nazi child had come to believe all those lies about the Jews. They did not know what to say but it was evident that they wanted to know. I spoke then about the things that we hear, that we are told to hear and believe, and that are told a lot of times, by one person and by another one, people with authority, teachers, parents, friends, priests, the jokes, the sayings, the television, and after some time you don't ask yourself whether it is true or a lie, little by little these ideas plunge in the heads without even noticing it and soon you realize that you are thinking something, believing it, not knowing where your take it from and not caring if it is true or not. I did not say it in such a long sentence, but I said it, all of it, and I wondered if they had understood me. I was not so sure, although their eyes were looking at me strait into mine and they seemed attentive and thoughtful. I was not sure, so I said: "I spoke a lot and I don't know if I’ve made myself clear, I may have bored you or tired you, tell me, is there something you think that can be learnt from all this?" and a big silence grew, a thick silence, a reflexive silence, I could almost hear them think.

The lesson I was taught.

From the first line, a little girl not older than 9, tiny and tender, hummed for herself: "that you must not believe everything you hear". I could not believe my ears. "Please, repeat it louder". And she did:

“THAT YOU MUST NOT BELIEVE EVERYTHING YOU HEAR". Good! Now tell it to the rest of the children, but do it louder so all of them can hear you". She stood up, faced them and firmly said it. I asked all of the children to help her "let us say it together, real loud so it can be heard all over the school" and it was an unforgettable chorus. Some thirty or thirty five children and me (I do not know if the teachers were joinings) yelling:

YOU MUST NOT BELIEVE EVERYTHING YOU HEAR

that still echoes in my ears. October,1999. Bogota. Colombia. Friday noon. Almost two hours had passed. These children between 9 and 11 years old had taught me one of the most potent lessons for understanding hate and intolerance, the foundations of prejudice: that you must not believe everything you hear. I was enriched with the notion that it is possible to address children even small ones, over difficult topics such as the Shoah, if it is done in a way they are trapped by the interest, if they care about it, if they are committed with the idea that it is something they own. They taught me something teachers ought to know and sometimes forget: that when a pupil does not learn it is the teacher that has not learnt the way to teach that pupil.

El tren de la vida (1999)

Viendo pasar “EL TREN DE LA VIDA”

“La vida es un cuento, contado por un idiota, lleno de”.... Una nueva película sobre la shoá. ¿Una nueva polémica? Aparentemente no. Por lo que he oído, “El tren de la vida” está siendo muy bien recibida.

Confieso que me resultó insoportable. No cabía en mi asiento, hacía esfuerzos para quedarme hasta el final, tenía deseos de gritar, de golpear, estaba inundada de rabia. A mi alrededor la gente disfrutaba, algunos reían con ganas y alivio. La furia se me hacía mayor porque los chistes eran buenos, los diálogos ácidos y desacartonados, y yo no lo podía disfrutar, el contexto que se me había instalado me hacía imposible ver el lado amable. Y lo tiene, reconozco que tiene aspectos simpáticos, inteligentes, humorísticos.

La vida judía que se perdió. Hay un “tren de la vida” que nos habla de la vida judía en los shtelaj, es una pintura costumbrista muy bien lograda, chispeante, llena de ese humor judío que nos es tan entrañable, esa vida judía que el nazismo borró de un plumazo prematuramente. No sé si la vida judía que se refleja en esta película corresponde a lo que sucedía en 1941, tal vez fuera así en algún lugar pequeño y remoto. Este shtetl se parece más a como deben haber sido estos villorios antes de la primera guerra, pero igual, vale, tiene toda la sal y pimienta que añoramos y que sazonan las páginas de Shalom Aleijem. Para mostrar todo esto, no hacía falta usar a la shoá como contexto. Creo.

La esencia de lo judío. Hay un “tren de vida” de más profundidad y esencia, relativo a lo judío, a lo comunitario, a lo humano. Es un “tren de vida” que nos habla de esa “royinke” (carozo) ética, pacifista, reflexiva, argumentativa que define a lo judío; “¿para qué las armas?” se pregunta un personaje “¿acaso las vamos a usar?”.Este mensaje judío me parece más importante que el monoteísmo, propone un mundo dialogable y al mismo tiempo loco y misterioso, en el cual el sabio es el loco y el loco es el sabio, los débiles se unen y se protegen mutuamente, la vida es el bien supremo, se ama, se come y se argumenta con fervor y entrega. La bondad, la solidaridad, la unión, la voluntad de vivir, la acción comunitaria son exhibidas gozosamente tal como lo dictan nuestras leyes. Metáfora de lo mejor de lo judío, del humanismo judío, lo irreverente, lo sorpresivo, lo mágico, mundo de Chagall y de sueños, de imposibilidades que se vuelven posibles, de caminos que parecen cerrarse pero siempre, de alguna manera, siguen abiertos. Para mostrar todo esto, no hacía falta usar a la shoá como contexto. Creo.

Lo que no podemos los judíos. También, y de manera opuesta, veo en “Un tren de vida” una expresión de deseos de qué diferentes serían las cosas si los judíos pudiéramos comportarnos como un todo, si constituyéramos un colectivo social. Sabemos que no, que no lo somos. “Los judíos” somos “los judíos” sólo para los antisemitas. “Los judíos” podemos accionar juntos sólo si somos atacados. No existe algo así como “los judíos” para nosotros los judíos. Respondemos a diferentes intereses y pertenecemos a distintos grupos y clases. Hay apuntes en la película que producen escalofríos por su vigencia comunitaria, por ejemplo cuando el ricachón del shtelt que es quien debe asumir, contra su propia voluntad, el personaje del nazi mandamás y desde ese lugar sabe y dice que no es querido. Nos abre al tema de cómo es visto el dirigente, de los límites de su acción, de su exposición, del lugar de los poderosos, de la delegación de la responsabilidad. Los personajes de la película presentan una acción conjunta envidiable. Quienes conocemos algunas cosas de la shoá, sabemos que una tal acción mancomunada es dolorosamente irreal puesto que incluso entonces, los intereses ideológicos, políticos y/o de clase, primaron por sobre la unidad de lo judío: durante la shoá los judíos estuvieron tan juntos y tan separados como siempre, como estamos ahora. Claro que hubo infinitos actos de solidaridad y generosidad, tantos como hay en la vida normal y que no suelen darse a publicidad. Los judíos -probablemente como cualquier otro grupo- no podemos actuar como una unidad y no debemos más que aceptarlo como un hecho. Basta mirar a nuestro alrededor hoy mismo, aquí en Buenos Aires -y supongo que la imagen podría replicarse en otros lados, incluso y más que en ningún otro lugar allí, en la tierra prometida, en Israel-. Esta película nos muestra, por la contraria, todo lo que podríamos hacer y no hacemos, nos hace pensar “qué lindas serían las cosas si....”. Pero, otra vez, no hacía falta poner como contexto a la shoá para mostrar esto. Creo.

La estupidez en algunos enfrentamientos políticos. Radu Mihaileneau habla probablemente de lo que sufrió y sabe en su película. Hijo de un judío rumano y comunista que estuvo detenido dos años en un campo de trabajo, conoce desde adentro los absurdos de ciertas estrategias y argumentaciones políticas y las exhibe en su total estupidez e insensatez. Es algo más benévolo con las “verdades” religiosas, pero es igualmente ácido e irónico con ellas. Ya se hizo en este sentido “La vida de Brian”. No hacía falta poner como contexto a la shoá. Creo.

Resumo, todos los valores que tiene la película, cambian, para mí, desde un cierto contexto que me propone: la shoá. Si ubicó las cosas allí, es que hay alguna otra cosa que nos quiere decir. Y va, a partir de ahora, todo mi malestar. Tal vez se trate tan sólo de mí, tal vez esté demasiado sensible frente a algunas cosas que para algunos no tienen importancia. Tal vez sea sólo eso.

Me es inevitable recordar a “La vida es bella”. En la interminable polémica que suscitó, yo estaba del lado de quienes les había gustado. Debo reconocer que me disgustó profundamente el final, pero no me arruinó el resto de la película. Desde la primera escena del comienzo, Benigni me avisa “lo que sigue es una payasada, es imposible y yo lo sé”. En “Un tren de vida” pasa al revés. No hay ningún indicador de las intenciones del realizador, aunque es evidente que no propone una mirada realista, sólo la imagen última, la que resignifica todo el film, da un respiro de alivio. Para mí ya era tarde, había sufrido muchísimo toda la película, estaba llena de indignación y rabia, la imagen final me dio más rabia todavía “¿por qué no me lo dijo antes, así la habría podido disfrutar?” grité en silencio.

Como ovejas al matadero. Dice Raquel Hodara que hay preguntas que nunca hay que hacer acerca de la shoá, no porque no se puedan hacer preguntas, sino porque implican un tal desconocimiento de la situación que pueden resultar intensamente insultantes para sus protagonistas. Una de ellas es “¿por qué los judíos fueron a morir como ovejas al matadero?”, metáfora que algunos atribuyen a Ben Gurion. Quienes estamos seriamente comprometidos con el aprendizaje, la comprensión y la transmisión de la shoá, estamos muy sensibles ante una tal aseveración cada vez que nos es formulada o cada vez que la sospechamos como sustrato de algún comentario o pregunta. Nuestra sensibilidad se debe a que alguna gente sigue pensando que los judíos que fueron víctimas de los nazis fueron cobardes, se los llama “guetizados”, son, para ellos, los judíos vergonzantes.

El judío vergonzante. Encabezo este comentario con la famosa frase de Shakespeare que quisiera parafrasear y lo haré en forma de pregunta: “¿La vida es un cuento contado por un idiota lleno de vergüenza?”. Porque es ése el contexto en el que se me impuso este “tren de vida”. Para hablar de los temas que mencioné al principio, no hacía falta encararlo desde la shoá. De lo que habla no es de otra cosa que de la shoá. Podría haber tomado cualquier otro momento o aspecto de la historia para presentar los otros aspectos. Si toma como tema a la shoá, y se centra en la conducta de los judíos frente a la arrolladora, sorpresiva, impredecible, inadivinable política de exterminio, hay algo que está queriendo mostrar. Acá viene mi sensibilidad exacerbada, porque no puedo más que pensar que Radu Mihaileneau tiene vergüenza de cómo los judíos se han conducido, de cómo han ido “como ovejas al matadero” e inventa a unos judíos que contrarían esa noción. Estos judíos ingenuos, excluidos de la modernidad tienen tiempo para prepararse y lo encuentran cuando no había tiempo. Estos judíos mansos dan crédito a los rumores aún cuando parezcan inverosímiles, reaccionan como reaccionaríamos todos desde hoy, desde saber exactamente qué pasó y cómo pasó. Estos judíos superan al imperio nazi y planifican y organizan y parecen estar por conseguir lo imposible. Radu Mihaileneau me hace acordar a las películas del far west donde los indios eran absolutamente estúpidos, mientras que los del séptimo de caballería se veían invencibles, puesto que pinta a los nazis como idiotas, ingenuos. Imagina que un judío de un shtetl atrasado podía disfrazarse y parecer un alemán cosmopolita y autoritario con un curso acelerado de pronunciación.

¿Para no tener vergüenza? Ni bien comenzó la película, entablé un diálogo desesperante con Radu Mihaileneau porque me hirió esta sensación de que hubiera creado un producto para contrarrestar su vergüenza. Ya sé, ya lo dije antes, tal vez sea sólo cosa mía. Probablemente el autor ni haya pensado en ello. Aunque eso no lo disculpa: debería haberlo pensado. Es como cuando un no judío nos dice “ustedes los judíos” sin darse cuenta de lo que implica lo que dice; también él debiera darse cuenta, o somos nosotros quienes tenemos que explicarle, mostrarle el grado en el que el sentimiento antijudío está enquistado en sus convicciones, tanto que, sin ser un antisemita, los enuncia “sin darse cuenta”. Me gustaría decirle a Radu Mihaileneau que, “sin darse cuenta”, habló de la vergüenza que le da el pensar que sus hermanos judíos no se condujeron como valientes, como héroes, que no tomaron ese tren imposible y que, por el contrario, se dejaron humillar y matar. Me gustaría decirle que, “sin darse cuenta”, expresó una acusación que aún hoy deben enfrentar los sobrevivientes.

¿Héroes o cobardes? Yo he crecido en un hogar de sobrevivientes de la shoá, rodeada de otros sobrevivientes y de otros que no eran sobrevivientes y que nos miraban, además de con sospecha, con vergüenza. Sigo escuchando a algunos judíos combativos y preclaros declarar lo que habrían hecho de haber estado en un gueto, o en un campo, o escondidos, o en los bosques. Lo dicen con la frente alta, sin miedo ni indecisiones, de modo admonitorio y el dedo índice extendido hacia el futuro. Se diferencian así de lo poco o nada que suponen hicieron las siete millones de víctimas, un millón de las cuales, los sobrevivientes, quedan sumidas en el silencio.

El heroísmo de sobrevivir. Yo sé de qué fueron capaces los sobrevivientes. Conozco sus actos de resistencia, no de resistencia armada, no de combates y enfrentamientos sino del esfuerzo indecible por mantenerse vivos y dignos en condiciones inimaginables hoy día y en este lugar. Los que hablan de luchar, no saben nada de la shoá (me acuerdo de Hiroshima Mon Amour, “tu ne sais rien d´Hiroshima”).

Debo agradecerle, de últimas, a Radu Mihaileneau que “sin querer” se le haya escapado lo que he leído como su vergüenza, que, como un lapsus, se le haya colado de entre los intersticios de su voluntad, porque me permite hablar acerca de ello, pensar un poco más en las suposiciones irreflexivas y en sus consecuencias. Me acuso de extremadamente sensible al verlo de este modo. Me siento con la misma sensibilidad extrema que tengo cuando en una prepaga médica no veo ningún judío en el listado. Ya lo sé. Soy una exagerada. Tal vez no estoy sola.

Optimismo y pesimismo. El otro día un sobreviviente me dijo algo en lo que nunca había pensado: “Los judíos que se fueron de Europa antes de la guerra eran los pesimistas, los que creyeron que algo malo iba a pasar. Los optimistas, quienes no creyeron, se quedaron y mirá cómo les fue”.

Una mirada nueva sobre el pesimismo y el optimismo.

Yo no me fui de la Argentina durante la dictadura militar. Yo, tan valiente, tanta facultad, tanto libro, tanto cacareo revolucionario, fui estúpidamente optimista.

No fui la única. Pero eso es otra historia.

Sobrevivientes, derechos y sufrimiento

HAY PREGUNTAS QUE ME PONEN TRISTE. Imra tiene 68 años. Vive solo. Está viudo. No tiene hijos ni familiares. Es un sobreviviente de la shoá. Se ocupa de una cobranza en una pequeña institución, trabajo que le proporcionó el servicio social de AMIA. Es todo lo que tiene.

Nunca se vinculó con gente relacionada directamente con la shoá. Su mujer era argentina, de una familia de Rosario. Hasta enviudar, la familia de su mujer fue la suya. Al principio quería contarles. Le escuchaban educadamente pero pronto cambiaban de tema, no le volvían a preguntar. Se dio cuenta de que no querían saber. No habló más. Con nadie. Ni con sus hijos.

Hace pocos años, un tiempo después de enviudar, comenzó a salir, a buscar amigos y conoció en un café a otros sobrevivientes y escuchó sorprendido que hablaban de aquello. Por primera vez, el tema de la shoá estuvo abierto para él. Encontró un núcleo donde poder compartir algunos de sus dolores, de sus recuerdos más lacerantes. Pero no le resultaba fácil. Al principio no se percataba de la causa, aunque poco a poco se fue dando cuenta. Imra sólo había estado en un campo dos meses al final de la guerra, en Therezienstadt, nunca había estado en un campo de muerte. Observaba, algo avergonzado, el modo en el que sus amigos sobrevivientes a veces competían acerca de cuál lugar había sido peor, de cuál de ellos había sufrido más. Escuchaba las historias horrorosas y guardaba silencio. ¿Qué podía decir? Imra era húngaro, oriundo de las afueras de Budapest y uno de los beneficiados con un salvoconducto sueco de Raoul Wallenberg; como estaba a nombre de una mujer, para moverse en la ciudad aunque debía ir siempre disfrazado y atemorizado de ser descubierto. Sobrevivió no sólo gracias a ese documento sino también porque estuvo la mayor parte de esos largos meses escondido y protegido por una familia no judía. No era mucho lo que podía contar acerca del antisemitismo de sus vecinos puesto que eran quienes lo habían salvado. Sus amigos del café no se cansaban de hablar acerca de la maldad de los polacos, de los alemanes, de los ucranianos, de todos los goim sentenciaban. Imra escuchaba y no se atrevía a decir que no todos eran iguales, que había algunos que se habían arriesgado. A él lo habían cuidado, a él que era tan chico. En suma, al lado de lo que escuchaba, lo suyo parecía nimio, poca cosa, nada digno de ser contado. Alguna vez comentaba con dolor acerca del miedo que tenía de ser descubierto en las varias requisas que hubo en la casa que lo alojaba. Otra vez recordó su desesperación cuando finalmente lo descubrieron y fue llevado a Therezienstadt pero a poco se calló porque como había estado tan sólo dos meses se sentía mirado con sorna. Otra vez contó, cuando, con la entrada del Ejército Rojo en enero de 1945, él se encontró solo de la más total soledad, sin sus padres, sin sus hermanos, sin sus tíos, sin su casa, sin documentos, sin destino; algo en la mirada de los otros sobrevivientes le hizo callar avergonzado, como si le reprocharan haber vivido tan sólo esas cosas, nada más que soledad. Otra vez calló. Por cierto no le era fácil hablar tampoco allí, pero siguió yendo al café. Le hacía bien encontrarse con ellos, aunque sea para callar entre hermanos. Era un silencio diferente al que estaba acostumbrado.

A Imra lo conocí un lunes a la mañana en la Plaza Lavalle, en Memoria Activa. Alguien nos presentó y conversamos. Le sorprendió que yo, una hija de sobrevivientes, estuviera tan interesada porque sus hijos no querían saber nada. Me conmovió su soledad y la ironía de que, otra vez como cuando recién había llegado al país, volvía a sentirse sin derecho a hablar, descalificado en sus sufrimientos. Insistí en que se sobrepusiera a ello, que hablara igual, que tuviera la firmeza de decir y bueno, ni soy polaco ni alemán, no estuve en campos de muerte ni en guetos, no conocí Auschwitz ni me denunciaron mis vecinos, pero igual sufrí mucho, perdí a toda mi familia, me perdí a mí mismo y todavía no me puedo encontrar. Me dijo que no se animaba a hablar, que hacía un tiempo estaba escribiendo todo lo que recordaba y que eso le hacía bien. ¿Lo quiere leer? me preguntó con timidez. Por supuesto fue mi rápida respuesta y en pocos días tuve las hojas en mis manos. Se trataba de un manojo, unas veinticinco hojas, escritas en una máquina que por momentos parecía que se iba a quedar sin tinta. Las tachaduras y las desprolijidades de quien no está habituado a poner sus recuerdos por escrito hacía que sus palabras tuvieran vida propia, que se viera en su hojas la misma desprolijidad de la vida. Era un relato diferente a los de otros sobrevivientes, un relato que traía a ese niño de doce o trece años a la vida, un niño que tenía documentos de niña y por ello andaba disfrazado de mujer, asustado porque le estaba empezando a crecer los pelos en las piernas, entonces se los arrancaba con los dedos, uno por uno para no ser descubierto. Contaba que mientras él estaba escondido en esa especie de ropero-dormitorio, escuchaba con nostalgia a la gente vivir la vida normal. Me hizo acordar a lo que contaban los presos torturados de la dictadura militar argentina que estaban en el Coti Martínez y escuchaban los domingos a la gente zambulléndose en la pileta de la casa de al lado. Imra escribía como era: corto, conciso, contundente, sencillo. Se olía honestidad. Se veía la fuerza de quien tiene pocas pretensiones. Me entusiasmé. Le sugerí que lo llevara a algún lugar comunitario para que se lo publicaran. El mero hecho de recibir esta sugerencia lo llenó de alegría: alguien escucharía por fin. Pero, otra vez, fue despreciado. Está mal escrito le dijeron, tiene faltas de ortografía agregaron. ¿Cómo me dice eso? preguntó Imra demudado, ¿qué tengo que hacer? Yo no tengo plata de hacerlo corregir... yo no fui a la escuela en Argentina.... ¿Plata? ¿Plata le falta? Si ustedes los sobrevivientes de lo único que se ocuparon acá es de hacer plata. ¿Qué me viene a contar?. Imra bajó la cabeza. Ya conocía ese tipo de acusaciones y sabía lo que escondían, no eran una novedad para él. Ya había entrevisto las sospechas con las que los sobrevivientes eran recibidos. Con su silencio de tantos años también se había evitado responder a tan injustas acusaciones.

Me llamó y me contó lo que había pasado. Me sentía culpable de haberlo expuesto a semejante ataque. No sabía qué hacer para compensarlo.

A los pocos días tendría lugar una reunión en casa a la que estaban invitados unos conocidos que también habían pasado la shoá en su infancia. Invité a Imra con la idea de que podría sentirse a gusto, respetado, escuchado, considerado, puesto que algunos compartían sus mismas historias. Lo presenté a Mario y a Berenice y, como sucede siempre que sobrevivientes se encuentran sabiendo que lo son, se cuentan y se preguntan acerca de los años de la shoá. Cuando Imra escuchó el modo en que lo habían pasado sus interlocutores -en un convento católico uno y en una granja la otra-, para mi sorpresa y bochorno le escuché decir, prologando su propia historia, con tono de superioridad, yo soy un sobreviviente de verdad. Era el turno ahora de Mario y Berenice de sentirse con menos derecho.

El derecho a ser llamado sobreviviente.

Parece que llamarse sobreviviente es vivido hoy como un derecho, como una especie de honor, merecido para algunos y no para otros. Sobreviviente es más, entonces, que una palabra que describe la circunstancia de haber salido vivo de la shoá, tiene un valor agregado, calificador, que es lo que parece estar en disputa.

Extraigo del relato presentado tres aspectos:

- para algunas personas el hecho de que alguien haya pasado la shoá no alcanza para tener el derecho de ser llamado sobreviviente,

- tal derecho parece estar vinculado con la cantidad de sufrimiento vivida,

- no es infrecuente que la misma persona que es desvalorizada por unos en su condición de sobreviviente, desvalorice a su vez a otros a quienes considera con menos derecho.

Me parece que, lejos de juzgar a quienes entran en este tipo de competencias, deberíamos comprender qué mecanismos humanos están en juego, cuántas veces nosotros mismos hemos hecho este tipo de categorizaciones sea en éste o en otro tema. La reacción espontánea frente al dolor que produce cuando se les niega el derecho a ser llamados sobrevivientes puede ser una profunda ofensa personal que lleva al aislamiento o a la parálisis o, en el otro extremo, la viva confrontación que puede llevar a la pelea en una escalada violenta. Ninguna de las dos conductas son defensas adecuadas. Ninguna de las dos conductas colabora con que el otro comprenda y modifique su posición. Son ésos nuestros desafíos.

Las preguntas que me ponen triste.

Permítaseme extraer de lo esencial de esta situación algunas preguntas que no sé cómo responder.

¿Qué pasa todavía con el tema de los sobrevivientes de la shoá tanto en la comunidad judía como en la sociedad en general? ¿Siguen vigentes las sospechas que cayeron sobre ellos cuando recién aparecieron? ¿Cuál es el lugar que tienen los sobrevivientes hoy? ¿Son escuchados? ¿Se les abren las puertas para que cuenten, para que digan lo que pasaron, para que alivien su corazón?¿Qué pasa con algunas personas en el interior de la comunidad con este tema?

¿Esta recepción algo torva será lo que determina este tipo de reacciones de los sobrevivientes que tienen que discutir por un derecho, tienen que demostrar que merecen ser escuchados siempre y cuando hubieran estado en Auschwitz

o tuvieran historias truculentas para contar?

El Imra de mi relato es una víctima múltiple: víctima de la shoá, víctima de la sociedad en el pasado que no le permitió hablar, víctima de la comunidad de hoy que lo fuerza a tener que hacerse un lugar a los codazos en el espacio de los sobrevivientes para ser escuchado, víctima de su victimización que lo lleva a lastimar sin querer a otros iguales que él, víctima del tiempo que se le viene encima.

A veces pienso que el regreso a la vida de los sobrevivientes de la shoá será siempre parcial, que guardarán esa pregunta de ¿por qué a mí? como matriz de identidad que permanecerá siempre sin respuesta.

¿Por qué a mí ser judío?

¿Por qué a mí haber estado en Europa en aquel momento?

¿Por qué a mí haber perdido a mi mamá, a mi papá, a mis hermanos, a mi marido, a mi esposa, a mis hijos, a mis abuelos, a mis amigos..?

¿Por qué a mí haber perdido mi infancia, mi juventud?

¿Por qué a mí haber perdido mi casa, mi lugar, mi idioma?

¿Por qué a mí haber estado en campos, escondido, con otra identidad, asustado, muriendo tantas veces esa muerte atroz de seguir vivo?

¿Por qué a mí haber sobrevivido y encontrarme a solas con mis recuerdos?

¿Por qué a mí haber sido recibido con falsas bienvenidas y con sospechas encubiertas?

¿Por qué a mí seguir en un lugar que siempre parece un no-lugar, estar de pie sin estar seguro de estarlo, hablar sabiendo que nunca podré decir?

Son preguntas, y perdón por la reiteración, que me ponen muy triste.

Nota: Aunque la esencia de la situación que he relatado se atiene estrictamente a algo de lo que fui testigo, tanto los personajes como las circunstancias son ficticias.

LOS SOBREVIVIENTES Y SU HABLAR SOBRE LA SHOÁ.

Distinciones y reflexiones.Siempre es importante hablar, transmitir las experiencias vividas para que sirvan como aprendizaje para futuras generaciones. Siempre es importante hablar acerca de la shoá, superar las resistencias que encontramos a cada paso para contar cómo fue, qué pasó, qué hizo cada uno. Siempre es importante hablar acerca de la shoá y ciertos sistemas ideológicos y políticos, pero en este momento lo es aún más, entre otras cosas, debido a la inusitada fuerza que están teniendo los negadores de la shoá.

La shoá no fue una experiencia unívoca ni se puede reducir a frases simples. Cada sobreviviente vivió otra experiencia durante la shoá. Recién en la confrontación con otros relatos y en el estudio del hecho total, pueden los sobrevivientes ver que su propia experiencia ha sido una parte. Hasta el momento de reconocer que otros sobrevivientes han vivido otras circunstancias, muchos habían pensado que lo suyo podía ser generalizable a todos. Ha habido importantes diferencias entre lo vivido por cada uno. El reconocimiento de las diferencias no debería incidir en el derecho que cada uno tiene de hablar. Sin embargo a veces incide. La revisión de algunos aspectos de esto, es el propósito de las siguientes reflexiones.

Dejado en claro que considero imprescindible el hablar acerca de la shoá, quisiera ahora reflexionar acerca de algunos aspectos problemáticos de algunas de estas conversaciones. Se trata de situaciones generadas por algunos sobrevivientes -no todos ni siquiera la mayoría- y algunos efectos que producen en los demás.

Un sobreviviente que habla acerca de su experiencia en la shoá, es más que una víctima, es más que un testigo. Un sobreviviente no habla sólo por sí mismo aunque sólo cuente su historia. La fuerza y la riqueza de su mensaje debiera germinar en quienes oyen, hacerlos reflexionar sobre la humanidad en general. Sería ideal que un sobreviviente que habla acerca de su experiencia en la shoá fuera un maestro. No todos pueden. Lo sé y no me parece sensato pretenderlo. Propongo las cuestiones que siguen con la esperanza de que nos sean útiles para pensar no sólo a los sobrevivientes, sino a nosotros mismos.

Algunas conversaciones tienen efectos contrarios a los deseados por los mismos sobrevivientes. Tanto me he ocupado del silencio, que emprendo estas reflexiones acerca del hablar con el mismo espíritu, el de la necesaria transmisión. Debemos distinguir, antes que nada, las conversaciones privadas de las públicas. Se trata en el primer caso, de aquellas ocasiones en las que los sobrevivientes son invitados a dar su testimonio en algún medio masivo (radio, televisión, medios gráficos) o ante algún público (escuelas, instituciones culturales, etc). En el segundo caso, se trata de charlas, encuentros entre sobrevivientes, palabras que no trascienden pero que tienen un efecto, a veces lesivo, en ellos mismos. LAS CONVERSACIONES PÚBLICAS.

A la hora de brindar testimonios, las diferencias entre las experiencias vividas por los sobrevivientes, tienen peso y valor. Si el testimonio debe dar evidencias del grado y el nivel del proceso de asesinato masivo de adultos y niños, del alcance de la crueldad y la humillación, de la gratuidad, de la arbitrariedad, de la injusticia, de la profunda indignidad en la que los nazis sumergieron a los judíos, así como de la existencia de los campos, especialmente de los campos de muerte, entonces, los sobrevivientes tienen una calificación indudable. Hay algunos sobrevivientes que serán más efectivos que otros para dar a conocer estos aspectos, aquéllos que han vivido en carne propia estas experiencias. Y el testimonio vivo de alguien que fue protagonista y testigo es crucial a la hora de confrontar los falaces argumentos de los negadores.

Pero a la hora de testimoniar, a la hora de hablar, con hablar no basta, ni con exhibir el tatuaje en el antebrazo. Se requiere la posibilidad de ponderar a qué público se está hablando para elegir las palabras, las experiencias que se contarán, el clima, el tono, cosa no siempre posible. Los sobrevivientes no han recibido un entrenamiento para enfrentar un público, dependen de su habilidad natural y de la posibilidad, no siempre al alcance, de mantener la “cabeza fría” y no dejarse llevar por las olas de emociones que los invaden, por la presiones, por el miedo a no ser entendidos. Hoy los sobrevivientes pueden hablar. La posibilidad de hablar públicamente acerca de la supervivencia es relativamente reciente. No resultaba fácil para los sobrevivientes de la shoá contarlo. Ello se debía a varios factores relativos, básicamente a dos cosas: la decisión de hacer lo posible por no recordar, por un lado, y la imposibilidad que mostró la sociedad de escuchar, por el otro. Hoy, ambas cosas cambiaron. Los sobrevivientes saben ya que, aunque hayan puesto todo su empeño, no han logrado olvidar. La sociedad, por su parte, se volvió más permeable y desde algunos sectores abre nuevos oídos y empieza a poder escuchar. Todo esto hace poco tiempo. Lástima que tantos sobrevivientes ya no están para contar lo suyo, para aportar sus piezas a este endiablado rompecabezas. Lo cierto es que durante casi cincuenta años, su experiencia durante la shoá había permanecido en silencio y en las sombras. Ahora algunos son llamados a programas de televisión, a la radio, se les hacen reportajes en los diarios y distintas publicaciones, escriben y publican sus memorias. Los sobrevivientes empiezan a existir públicamente, tienen caras reconocibles, nombres, características personales. Sin embargo son pocos los que han accedido al reconocimiento público. La enorme mayoría continúa con su vida ignota, contando sus experiencias -cuando lo hacen- sólo a quienes tienen cerca.

La intensidad de los relatos. He escuchado algunos comentarios adversos, críticos, a la forma en que se cuentan algunas cosas, dramáticamente, con “demasiada” intensidad. Dicen, los que se oponen, que contar de esta manera atenta contra el efecto testimonial, que espanta a la gente, que la exhibición cruda de algunas circunstancias provoca rechazo. Supongo que nada es definitivo, que todo depende de quién cuenta, cuánto, cómo, dónde y, especialmente, a quién. Sin embargo, creo que vale la pena intentar comprender la intensidad dramática con la que a veces los sobrevivientes cuentan lo vivido durante la shoá.

La contenida necesidad de contar. A poco de terminada la guerra, una vez vueltos a la vida, tenían desesperación por contar. Para muchos, era ésa la única justificación de haber quedado con vida. Estaban dispuestos a hablar hasta que se les secaran las bocas, querían recordar todas y cada una de las ignominias vividas, nombrar a cada uno de los perpetradores, a sus cómplices, a los traidores, recordar a quienes los ayudaron, a quienes se arriesgaron, mantener viva la presencia de sus muertos, de cada uno de ellos. Recién vueltos a la vida, los sobrevivientes querían eso. Pero se encontraron con un muro hecho de uno de dos materiales: 1) con preguntas vacías o superficiales, “¿qué tal? ¿cómo fue?”de ésas que mejor se contestan con dos o tres palabras pero sin decir ni contar nada de lo que pasó o 2) con preguntas que encubrían otra que no siempre pronunciaban pero que se entreveía en los ojos, la intención, el tono, la pregunta terrible de “¿por qué vos vivís mientras que todos los demás murieron? ¿a qué se debe que vivas? ¿qué hiciste?”. Este golpe fue, para muchos, insoportable. La mayoría decidió callar, muchos incluso evitaban decir que eran sobrevivientes de la shoá.

La intensidad. Hoy, los que hablan temen, otra vez, no ser escuchados, sienten por momentos que lo que dicen rebota en lo que cree la gente que siempre ha vivido la vida normal, que no puede entender ni ver ni aceptar lo que de verdad les están contando, que hay una dimensión que se les escapa fatalmente. Esto desespera a los sobrevivientes, y algunos advierten la urgencia de atrapar al auditorio, de cautivarlo, de recuperar el tiempo de oídos sordos. Aparecen entonces relatos intensos, dramáticos que hacen tan presente y vívida la situación que se conmueven y se angustian como si el tiempo no hubiera pasado. Su intención es, en principio, que el público quede marcado con el relato, que le resulte inolvidable. “Escúchenme, tal vez no tenga facilidad de palabra o no pronuncie bien, pero préstenme atención, sólo yo puedo contar esto, nadie más que yo, yo soy la historia”. Pero, ni bien comienzan a contar, algunos se vuelven prisioneros de su relato y la historia misma los envuelve y ya no es una historia lo que están contando, es otra vez aquello, están otra vez allá.

No sólo es esto una respuesta a los años de forzado silencio. Es también una revancha frente a lo que los nazis nos hicieron, en esencia, quitarnos la posibilidad de elegir, de decidir. El poder hablar de aquel pasado de no-persona, de aquellas humillaciones y vergüenzas, aquella sucia impotencia junto a la carencia más elemental de lo básico (comida, dignidad y esperanza), les reintegra su humanidad. Dejábamos de ser personas, pasábamos a ser datos estadísticos, piezas en una maquinaria, carga, bultos. Fuimos deshumanizados en nuestra más profunda esencia, la de la libertad, la de la capacidad de decidir, de ser agentes de la propia vida. Contar, revivir, es su forma de volverse humanos en relación a la shoá. Bajo la ocupación nazi, los judíos éramos sujetos incondicionales del otro, someterse a ello o morir en el acto eran las únicas opciones. Ahora, en el momento de hablar, los sobrevivientes vuelven a ser agentes de sus vidas. Algunos temen que esa posibilidad se esfume como ya les sucediera una vez, y se desesperan.

Cuando se empieza a contar. También hay otro aspecto a considerar. Los momentos de los descubrimientos suelen ser impactantes, intensos. Los sobrevivientes han descubierto hace poco, lo repito, que pueden hablar. Para algunos, toda su vida se reorganizó alrededor de su posibilidad y derecho de hablar; el ser testigos de semejante horror, el ser escuchados en esos recuerdos, les dio repentinamente un lugar insospechado, un lugar de reconocimiento familiar y social que tanto se les había negado.

Al principio -para muchos todavía es el principio- la sed de contar, de hacer saber su historia impedía abrirse a las historias de los demás. Al principio, la necesidad de decir “acá estoy yo, esto es lo que me pasó” los convierte en algo así como en militantes de contar. Recién después de que el primer torrente es derramado, viene un segundo momento en el que se puede empezar a mirar a los otros sobrevivientes, a escuchar las otras historias, a revisar algunas convicciones, a aprender cosas nuevas, a relativizar lo que se tenía por dado, a pensar que su propia experiencia no resume la totalidad, es tan sólo una pieza de un enorme rompecabezas. LAS CONVERSACIONES PRIVADAS.

Los sobrevivientes han hablado siempre entre sí acerca de esta experiencia. Han compartido recuerdos, dolores, tristezas. Pero no todo ha sido fácil. Los sobrevivientes son tan humanos como cualquiera, con sus virtudes y sus defectos. La exposición pública del tema ha exacerbado algunos aspectos en las conversaciones privadas que ya existían. Las charlas solidarias hacen bien. Las charlas competitivas no hacen bien. De éstas hablaré a continuación.

Yo soy de verdad sobreviviente. No es infrecuente escuchar, en una conversación entre sobrevivientes “yo soy de verdad un/a sobreviviente”, enfatizando el “de verdad” de un modo que reivindica una condición para la que se siente con plenos derechos. ¿Supone acaso que su “de verdad” excluye al otro a quien no considera sobreviviente “verdadero”? ¿Será ese “de verdad”una frontera, donde “de acá para adentro estamos los verdaderos sobrevivientes” y “de acá para afuera no”?

¿Por qué es tan importante esta definición de quién tiene el derecho de ser, llamarse y ser reconocido como sobreviviente en una conversación privada? ¿Qué podemos ver si nos detenemos un poco? ¿Se trata sólo de un problema de los sobrevivientes o quizás podamos hacerlo extensivo a algún otra área de la conducta humana? ¿Cuál es la discusión que propone quien se adjudica ser “de verdad” un/a sobreviviente? ¿A quién o quiénes implica? ¿Cuáles son los argumentos? ¿Es éste un mundo de una única verdad y todo lo que no sea ésta es una mentira? ¿Es éste un mundo de excluidos y excluidores en el que no hay lugar para las diferencias, para las distintas versiones, para la complejidad, para los matices? ¿Es que los discriminados a su vez discriminan? Y si así fuera, ¿no hacemos todos lo mismo?

El intento de medir el sufrimiento. El dolor y el sufrimiento no son fáciles de definir. Son sensaciones subjetivas, personales, no se pueden describir ni compartir ni comparar porque el registro del dolor es diferente para cada uno, así como su tolerancia. En las conversaciones entre sobrevivientes, hay a veces intentos de medir el sufrimiento y desde ahí calibrar derechos y posibilidades. Aparece en el hablar un medidor, “el sufrómetro”, que registra el grado de importancia que tiene cada uno respecto a su interlocutor según mida más en la escala de sufrimiento que supuestamente ambos comparten; el que llega al nivel más alto, o sea el que sufrió más, gana.

Demás está decir que esto no pasa sólo con los sobrevivientes. Volviendo a mis preguntas acerca de cómo es el mundo en el que vivimos, aceptemos que vivimos en una sociedad de ganadores y perdedores más que en una comunidad de lazos solidarios. Las salas de espera de los consultorios médicos lo conocen muy bien puesto que los pacientes compiten entre sí por cuántas y más cruentas operaciones o postoperatorios padecieron, cuáles y cuántas enfermedades y catástrofes los tuvieron como protagonistas. Es el mismo “sufrómetro” usado por algunos sobrevivientes y, en algún sentido, con la misma expectativa: si lo mío es más grande, si es peor, si la sangre perdida que yo llevo en mi memoria ocupa más espacio, yo soy más importante, merezco más atención, soy reconocido/a y aceptado/a, se acordará de mí, mi lugar en el mundo está asegurado, no pasé en vano. Puede sonar exagerado, pero quien haya presenciado alguna vez una tal escalada y el calor de las argumentaciones, convendrá conmigo que lo que se juega parece mucho más importante que el intercambio de experiencias dolorosas; es una disputa, un duelo, una competencia que se vuelve feroz, como si se les fuera la vida en ello.

Agreguemos un factor que puede oscurecer la comprensión puesto que si las personas involucradas en una tal esgrima son viejas, como sucede con los sobrevivientes, se tiende a pensar el problema como una patología propia de la vejez y se lo descalifica, se lo descarta. Pues no, no creo que sea cosa de viejos, creo que es cosa de humanos, humanos en la búsqueda de amor y reconocimiento en una sociedad con una ética dictada en cierta medida por los medios y lo que consideran importante o “noticia”, que suele ser sensacionalista y cruento. Lo que no entra en esa categoría, sencillamente es descartado, no puede ser dicho ni será publicado, ergo, no tendrá destino.

Los sobrevivientes no suelen decirlo tan abiertamente, pero muchas veces se tiene la sensación de que la reivindicación de su sufrimiento les otorga algún lugar preciado que necesitan conseguir. Un lugar que les fue negado, que les sigue siendo negado. Un lugar que les fue robado. Otra pérdida más, además de la padecida durante la shoá.

Lo que hace del “sufrómetro” un aparato complicado y poco confiable, es que cada uno lo calibra a su manera. Para algunos, el sufrimiento máximo fue el momento en que fueron separados de sus padres, para otros, fue el tener que sacar las dentaduras de los gaseados, para otros fue la desolación del vivir como salvaje en copas de árboles o en pozos de tierra.... y así indefinidamente. Cada uno determina cuál es la medida del mucho o poco sufrimiento y con esa medida mide a su interlocutor. La competencia es insoluble. No hay ganadores ni perdedores. Todos terminan sintiéndose mal y enojados con el otro que no aceptó “perder” ni menos reconocer que frente a lo que escuchaba lo suyo no era para tanto.

El doblemente maldito Auschwitz. Auschwitz, el archiconocido campo de exterminio (uno de los seis de exterminio de entre los cientos de campos de detención y trabajo) se ha vuelto EL símbolo de la shoá. Aunque, más que símbolo fértil, vivo, fuente de reflexiones y enriquecimiento de la experiencia de lo humano, se ha vuelto una especie de tumba de los significados y sentidos, un símbolo que se ha comido a todo lo demás, un todo que excluye a los que no formaron parte de él. De este modo, quienes sobrevivieron a Auschwitz, son vistos como lo patognomónico de la supervivencia. Los que sobrevivieron a Bergen Belsen, o Chelmno, o el puñado que logró escapar de Treblinka, son de otra categoría, porque hay categorías entre los sobrevivientes. Si alguien tuvo la “suerte” (espero que se lea la dolorosa ironía con la que lo digo) de haber pasado aunque sea unos días en Auschwitz, ya tiene patente universal. Aunque nunca estará del todo tranquilo porque siempre aparecerá alguien que dirá “¿qué sabe?... si estuvo sólo unos días... yo estuve años”. ¡Ni qué decir si el/la sobreviviente no estuvo en algún campo de la muerte! Si estuvo en algún otro campo, por ejemplo, el llamado por los nazis, campo modelo, el de Theresienstad (o Therezin) en Checoeslovaquia, donde los niños pintaban, se hacía teatro, dentro de la iniquidad y la locura más cruel, pero muy diferente a Chelmno o Treblinka. Y ni se nos ocurra pensar qué grado de sobrevivientes tienen los que sólo (¿sólo?) estuvieron en algún gueto, o escondidos, o con la identidad cambiada.

Las categorías. Las categorías no son malas en sí mismas. Los humanos necesitamos de categorías para pensar y para pensarnos. Todo no da igual. Las diferencias existen, las distinciones son imprescindibles para desarrollar conductas inteligentes, para tomar decisiones, para saber a qué atenerse en cada situación. Los sobrevivientes han tenido experiencias diferentes durante la shoá, no les pasó a todos lo mismo. Dejo para otra oportunidad una exhaustiva lista de las posibles categorías. Sólo diré aquí que comienza en quienes estuvieron internados en campos de muerte y pasa, en un nivel descendente, por todas las otra alternativas que tuvo la compleja, complicada, nunca unívoca, supervivencia de los judíos en los territorios ocupados por los nazis. Otras distinciones están relacionadas con las categorías por origen y clase social, actividades (profesionales, artistas e intelectuales antes que comerciantes, artesanos y obreros). Se ubican a sí mismos en primer lugar los alemanes, después los franceses y los húngaros, después los eslavos (polacos, rusos, latvios, etc) y los rumanos.

La discriminación. Es una de esas palabras que ha sufrido un proceso de contaminación del que ya no podrá desprenderse. Discriminar, sin embargo, no es malo en sí mismo, es diferenciar, distinguir, y es la base de todo proceso de pensamiento y lo que fundamenta la inteligencia. La discriminación es entendida hoy, tan sólo en un sentido negativo porque lleva cargada la experiencia de la shoá. La discriminación hoy no se puede separar de algunos de sus peores efectos, aquéllos que les quitan a las personas su derecho a ser libres, a trabajar, a expresarse y a vivir dónde y cómo quieran, y, fundamentalmente, les quitan su derecho a vivir.

Entendida así la discriminación, la discriminación entre discriminados es doblemente penosa. Uno supondría que habiendo sufrido algunos de sus peores efectos, las víctimas resucitadas se conducirían con los demás de manera respetuosa. Pero no siempre es así. No hemos aprendido la lección. Lo que lo hace tan difícil de abordar es que no se trata de una discriminación voluntaria, sino que está hecha de manera no intencional, sin darse cuenta del profundo sentido de su conducta. Todos los humanos discriminamos y si no lo sabemos no lo podremos controlar, corremos el peligro de ser prisioneros de nuestra propia discriminación.

¿Qué hacer? No puedo plantear un problema sin sugerir alguna salida, alguna forma de lidiar con ello y sentirse mejor.

Resumo los que son, a mi modo de ver, los tres problemas básicos entendiendo, repito, que este fenómeno no sucede sólo entre sobrevivientes de la shoá, sino que nos común a todas las personas:

1) Cada uno de nosotros trata a su dolor como el más doloroso y de hecho lo es, porque el dolor de uno lo siente uno mientras que el dolor del otro uno se lo imagina, no le duele de la misma manera.

2) Otra cosa que puede sucedernos es que confundamos nuestra opinión, nuestra visión de las cosas con la verdad y que así lo enunciemos. Si el otro, el que escucha, tiene otra opinión, otra visión de las cosas y las enuncia como la verdad, tenemos una pelea en puerta, no hay diálogo posible.

3) Es frecuente que generalicemos nuestra experiencia personal, esto es, que creamos que lo que hemos vivido nosotros es igual a lo que vivieron los demás.

Si en un contexto de conversación en el que un sobreviviente habla de lo suyo como de lo peor, está convencido de que su opinión es la verdad y cree que lo que vivió puede ser generalizable, y descalifica a otro sobreviviente en alguno o todos estos niveles, las respuestas posibles son dos: a) el silencio-parálisis o b) la discusión-pelea. Ambas respuestas son poco eficaces. El silencio implica sometimiento, aceptación, y no modifica el punto de vista del interlocutor. La pelea propone un ganador y un perdedor, nunca un acuerdo. De ninguna de las dos maneras se introduce la comprensión, el diálogo, el respeto y el consecuente enriquecimiento mutuo.

Cada uno deberá encontrar su propio camino para responder a una descalificación, un camino que contemple tanto la posibilidad del diálogo como la de la introducción de una información nueva. El escenario propuesto -la descalificación, la ofensa, el dolor- debe ser cambiado por otro más amigable que permita la conversación.

Con mis palabras, una alternativa podría ser: “Estoy segura/o de que para usted ha sido así, que ésa ha sido su experiencia, pero sepa usted que no fue igual para mí, déjeme contarle....”. Si en lugar de pararnos sobre el sustrato ilusorio de la generalización (todos los goim fueron....), o del enunciado de una verdad (esto fue así) nos apoyáramos en el pequeño pero firme e incuestionable territorio de nuestra experiencia, no sólo respetamos al otro sino que superamos su descalificación y le tendemos una mano haciendo posible el diálogo.

Cada sobrevivientes tiene su derecho a ser visto, comprendido, aceptado y amado como un/a sobreviviente de la shoá, cada uno con su porción de verdad, con su mochila de dolor a cuestas, es un testigo privilegiado de esta experiencia que, está visto, aún nos es tan difícil de digerir y comprender, contar y escuchar.

La vida es bella (1998)

La Controversia es Bella

Los judíos nos ponemos de acuerdo en muy pocas cosas. "Junta doce judíos y tendrás trece partidos políticos" dice una conocida frase. Esta tendencia a la discusión podría ser una de nuestras características más salientes: la profunda rebelión que sentimos frente al autoritarismo, a cualquiera, especialmente al de la imposición de una idea.

Raquel Hodara, académica y estudiosa de la Biblia muy conocida en nuestro medio por sus apasionadas y eruditas conferencias acerca de la shoá, dice:

"hay gente que cree que la Biblia tiene una sola posición sobre cada tema lo cual es un error. La Biblia está llena de polémicas, no sólo la de Abraham con Dios en la que pretende salvar a los justos de Sodoma; la discusión de Job con Dios, las discusiones entre distintos sectores de la Biblia acerca de si sostener a un rey o no, si tener un templo o no, acerca de las mujeres (por ej. en Proverbios dice: "quien encuentra a una mujer encuentra el bien" mientras que en Eclesiastés dice: "más amarga que la muerte he hallado a la mujer"). La Biblia dejó estas discusiones y de ahí se puede inferir una de las características más importantes del pueblo judío, la controversia como valor; el judaísmo respeta el amor a la discusión, piensa que la cultura sólo es posible si es fermentada por la discusión, dice que la discusión entre sabios aumenta la sabiduría. Dice por ahí que Dios nos dio las leyes y que puedan ser interpretadas de infinitas maneras con lo cual se evita el peligro del autoritarismo que comporta una religión monoteísta".

"La vida es bella" es un ejemplo de ello.

En esta nueva festividad de Pesaj, fiesta de un contenido profundamente humanístico, tomo esta película para festejar a mi manera, la libertad y nuestras luchas cotidianas por defenderla.

La película me gustó tanto que recuerdo que al escuchar el primer comentario adverso, sentí un golpe sorpresivo. No son muchas las personas que encontré a quienes no les haya gustado, pero son suficientes para que me haga la pregunta de por qué. Entre estas personas, algunas expresaron su molestia en forma moderada, "me molestó", "me angustió", mientras que otras lo hicieron de manera taxativa, "es una burla, un insulto" pasando por "si la ve alguien que no sabe nada creerá que así fue la shoá, un lugar en donde un padre podía inventar un juego así", "es darle alimento a los negadores de la shoá que podrán seguir diciendo que no fue para tanto", "con la shoá no se juega", etc.

Lo cierto es que "La vida es bella" no deja a nadie indiferente y lo que me parece mucho más interesante que la película misma, es el fenómeno de las reacciones que produce. Quiero intentar comprender las objeciones que ponen aquellos a quienes no les gustó y reflexionar junto con ustedes.

¿Qué genera la incomodidad, la angustia, la irritación, el enojo?

¿Qué nos toca esta película frente a lo cual saltamos como si nos hubieran golpeado?

Escuchando los argumentos de los que se oponen observé que Benigni nos enfrenta con algunos desafíos: el desafío de desacralizar a la shoá, el desafío de enfrentarnos con la banalidad del mal, el desafío frente a la necesidad de mentir, el desafío frente a los que no saben, el desafío frente a los negadores de la shoá, el desafío de ser libres y de respetar la libertad de los demás.

Veamos uno por uno.

El desafio de desacralizar la shoa

En relación a la sacralización de algunos temas, Raquel Hodara cuenta que:

"Hubo hace un tiempo un escándalo en la Kneset -el parlamento israelí- porque Shimon Peres criticó una de las conductas del rey David, cuando comete adulterio con Betsabé y después manda a matar al marido. Dijo Peres que no todos los actos de David debían ser tan respetados lo cual produjo un espantoso escándalo; fue atacado por los círculos religiosos diciendo que no podía ofender a una figura santa. Me hizo acordar a una frase de un profesor de historia de la Universidad Hebrea, un religioso, el prof. Bensasón, que dijo: "si el David de la Biblia y el David de los intérpretes posteriores se encontraran en la calle no se reconocerían, necesitarían de alguien que los presentara".

Hay temas que, para algunos, son sagrados. "Con la madre no se juega" dice los ya míticos abrevadores del complejo de Edipo. "Con Cristo no se juega" decían los católicos espantados por el film de Scorsese "La última tentación de Cristo". "Con la shoá no se juega" dicen los que han sacralizado a la shoá.

La shoá ha sido puesta por alguna gente en el altar de lo intocable, del tabú, de lo que puede ser aludido sólo del modo que esa misma gente considere políticamente correcto. Ya expuse en una nota anterior que la shoá parece ser tomada por muchos como un nuevo eje de lo judío, cosa que veo como un peligro puesto que nos define sólo negativamente por lo que nos hicieron, nos define como víctimas. Hay una forma oficial, sagrada, de tratar a la shoá, una forma que ha sido subvertida por el irreverente Benigni (que ya tiene una profusa historia anterior de irreverencia). Desde el establishment de lo oficial, se suele hablar y pensar acerca de la shoá como si se tratara de algo congelado allá y entonces. "Allá" es Auschwitz, porque siempre es Auschwitz, vieron? como si Auschwitz hubiera sido todo, más que un símbolo porque es un símbolo que se ha comido al resto y lo ha hecho desaparecer; también se habla de los hornos, los seis millones, el levantamiento del gueto de Varsovia y tres o cuatro cosas más, y ya está, la voz oficial queda tranquila, con la conciencia aliviada, creyendo que dijo, creyendo que sabe. En mi libro "El silencio de los aparecidos" quise ponerles voz y conceptualización al millón de sobrevivientes y a sus hijos. Quise, quiero, que hablemos de lo que hemos aprendido con su supervivencia y de lo que ello nos puede enseñar. Veo con dolor que las conmemoraciones que se hacen de la shoá siguen siendo las mismas: ceremonias que se copian unas a las otras y que omiten a los sobrevivientes salvo en el relato del horror -contar una y otra vez la misma historia de lo que nos hicieron, nuestra victimización- y que deben callar, como si avergonzara, el hecho de haber sobrevivido, la fuerza que les requirió, la suerte que los acompañó, la incomprensión del resto del mundo, sus dudas y silencios, sus pensamientos torturantes que los acompañan aún hoy.

La shoá no parece ser sagrada para Benigni. La shoá no es sagrada para mí y espero no herir a nadie con estas palabras. La shoá, para mí que soy hija de sobrevivientes, está hecha de materia viva, de carne y de sangre, de caca y de pis, de vómito y pústulas, de fuerza y esperanza, de dignidad y denodados esfuerzos por sostenerse humanos ante los constantes dilemas éticos a que estaban expuestos (recuérdese, a modo de ejemplo, en "La decisión de Sophie" el terrible dilema de una madre que debía elegir a cuál de sus hijos salvar, si al varón o a la niña. Evítesenos a cualquiera de nosotros el tener que estar ante una tal decisión). La shoá no es un tabú para mí. No le debo nada a nadie con la shoá. No tengo que demostrarle nada a nadie con la shoá. La shoá es mía porque es de toda la humanidad y todos tenemos el derecho de meternos en el barro, ensuciarnos en él y -cosa que raya con lo insoportable- ver cuánta de su suciedad nos es propia. Porque no nos olvidemos que la shoá sucedió entre personas, entre seres humanos. Si algo podemos aprender de la shoá es que no hay nada que un ser humano no pueda hacerle a otro. Podemos y debemos aprenderlo, soportarlo en toda nuestra ensoberbecida humanidad y luchar contra ello no sólo con palabras y bellos discursos, sino en cada acto de nuestra vida cotidiana, en cada gesto de avasallamiento que nos brote, en cada dejo de autoritarismo que nos aparezca, en cada intento de sojuzgar al más débil, de humillar al necesitado. Nosotros también, no sólo los nazis. No dejemos la suprema maldad en sus manos. Los nazis fueron un producto, entre otras cosas, de un sistema socio político que planteaba la legitimidad de deshumanizar al diferente, al enemigo. Estemos alertas.

El desafío de enfrentarnos con la banalidad del mal

Hannah Arendt enunció el concepto de "banalidad del mal" luego de presenciar las declaraciones de Adolf Eichmann en el célebre juicio en Jerusalém y ver su total ausencia de culpa, la tranquilidad con la que insistía en que "había cumplido órdenes". Es casi insoportable enfrentarse con la idea de que no se requieran características monstruosas para ejercitar el mal. En las versiones oficiales de la shoá, los nazis aparecen como brutales, con lo cual, en el fondo, nos tranquiliza puesto que eso explica las cosas y además nos salva a nosotros puesto que no somos ni sádicos ni crueles ni tampoco somos nazis. Benigni se animó a enfrentar al toro y nos lo muestra. En "La vida es bella" el médico nazi, el único nazi bien delineado de la película, nos revela el aterrador espanto de la esencia del horror que la humanidad aún no puede digerir: un hombre sensible, inteligente, culto, amable que a pesar de ello es totalmente indiferente respecto del destino de otros seres humanos. Participar en matanzas después de haber escuchado y disfrutado a Schumann. Es lo patognomónico del nazismo y lo que lo hace tan indigesto. Es la esencia de la negación del derecho a vivir del que no es como el Estado dice que "debe ser", un Estado surgido en la cultura del siglo XX, en plena modernidad. El mal puede ser ejercido de este modo banal porque se sustenta en la deshumanización de la víctima. No sólo nuestros seis millones, también es el sustento de otros asesinatos previos -la conquista de América por ejemplo y el genocidio indígena- y posteriores - por ejemplo los treinta mil desaparecidos de nuestra dictadura militar-.

El desafío frente a la necesidad de mentir

Esta película nos enfrenta sin tapujos y sin anestesia con la necesidad de mentir que podemos tener en algún momento. Nos enfrenta con la pregunta de si, a veces, no es mejor mentir que decir la verdad, de cuánto necesitamos de la ilusión para sostener la esperanza. Nos fuerza a preguntarnos a nosotros mismos si de verdad, -pero de verdad de verdad eh?-, sin trampas, si de verdad estamos en condiciones de escuchar siempre la verdad. Si somos capaces de decir siempre la verdad. Si tenemos la fuerza de escucharnos decir siempre la verdad y asumir las consecuencias que eso puede tener en nosotros mismos y en los que amamos. Nos enfrenta con mucha de nuestra mejor hipocresía y lo hace con tal desenfado que uno puede no darse cuenta de la enormidad del planteo ético que representa. Este tema de la mentira merecía todo un tratado por sí mismo. La mentira y el cuidado del otro. La mentira y el cuidado de uno mismo. La complicidad entre el que miente y el que cree. La complicidad entre el que miente y cree que el otro se lo cree. ¿Quién cuida a quién? La mentira y la verdad ubicadas en polos extremos y en el medio todo el territorio de la existencia, a veces ambiguo, siempre inquietante, nos obliga a ver en cuánto lo que "debe ser" se corresponde con lo que "es". Es un tema polémico y que espera ser abordado alguna vez con valentía.

El desafío frente a los que no saben

Ante el temor de que para los que no saben nada acerca de la shoá, esta película sea peligrosa puesto que da una versión "edulcorada", banalizadora, me es difícil opinar con seriedad porque no he tenido la oportunidad de hablar con gente que no sepa acerca de la shoá. Tal vez sea un reparo legítimo y, en todo caso, me alegro de que se plantee porque puede permitir que surja la necesidad de hacer saber, de inventar modos inteligentes y atractivos de transmitir estas nociones, bajándolas de las estatuas y los discursos y de este modo muchos de los que hoy no saben puedan saber. Porque nadie pretende que una película por sí misma dé cuenta de todo lo que sucedió, ¿no es verdad? Pretenderlo me parece algo desmedido. Ni esta película ni otras son culpables de que los que no saben no sepan. Bienvenida esta controversia entonces.

El desafío frente a los negadores de la Shoá

Cada vez que se dice algo que subvierte la versión oficial y políticamente correcta que los judíos "debemos" mostrar para evitar que los antijudíos nos ataquen con los argumentos que nosotros mismos les damos si decimos lo que no hay que decir, aparece el temor de alimentar a los negadores. Yo me pregunto si les hace falta. "Noche y niebla", "Shoah", "Europa, Europa", "La lista de Schindler", por citar sólo algunas de las películas, son tomadas por los negadores como propaganda sionista que tergiversa las cosas y que da su versión magnificada y mentirosa de lo que sucedió. El prejuicio no es soluble en la razón. El prejuicio es una construcción compleja que contiene anticuerpos poderosos y muy resistentes que ha llevado varias generaciones de producción. Al prejuicio se lo puede combatir sólo con un proceso lento y constante de educación, desmitificación y reflexión. El prejuicio antijudío espera de las conductas adecuadas en este sentido de toda la comunidad -los medios masivos, los gobiernos, la escuela-, y, especialmente en países católicos, del trabajo cotidiano en las iglesias.

El desafío de ser libres y respetar la libertad de los demás

Muchas veces, las cosas que son como son pueden ser entendidas de variadas maneras (la distinción entre el dominio de la ontología -el estudio del ser- o el de la epistemología -el estudio del conocer-). La comprensión de las cosas, la mirada que tengamos acerca de ellas, nos enfrenta con el desafío del ejercicio de la libertad visto como la aceptación de la mirada del otro, y junto con ello, la aceptación del derecho del otro a opinar distinto. Respeto profundamente a quienes disienten con mi visión de la película y de la shoá. Comprendo la irritación, la molestia o incomodidad que pudo haberles producido. Yo misma me he preguntado de qué y cuánto sería capaz para defender a un hijo; por suerte la vida no me ha enfrentado con la necesidad de responderlo. Yo misma me he preguntado cómo habría hecho para sobrevivir en el medio de tanta ignominia, de tanta abyección, en donde se me era negada mi humanidad, mi derecho a elegir y a decidir, en donde la lógica era que yo y mis hijos deberíamos morir con una muerte "lógica", justificada como razón de estado. No sé cómo habría hecho. Por suerte hasta ahora no lo tuve que saber. Sólo sé que los sobrevivientes de la shoá hicieron lo que pudieron y pudieron mucho más de lo que se cree.

Conclusión en forma de agradecimiento

Por enfrentarnos con todos estos desafíos y hacernos pensar y cuestionar y revisar ideas preconcebidas, gracias Roberto Benigni.

Gracias por mostrarnos de una manera amable, con un engañoso tinte de ingenuidad y comedia (comedia en sentido aristotélico como oposición a tragedia, no como comicidad o humor), el horror del fascismo y el nazismo así como las conductas, a menudo locas, estúpidas, imposibles y sorprendentes, de los sobrevivientes que, como Guido, hicieron cosas que nunca imaginaron que podrían llegar a hacer, se atrevieron a cosas increíbles, soportaron y disimularon lo inenarrable, aprovecharon del mínimo descuido, de la más pequeña brecha en la maquinaria nazi para seguir vivos.... No todos los que se condujeron así lo consiguieron, pero todos los que sobrevivieron, en algún momento, tomaron decisiones no tradicionales para vivir. Algunos nos lo han contado, sorprendidos todavía de haber sido capaces.

Gracias Roberto Benigni por tu irreverencia y frescura. Gracias por considerarnos inteligentes y creer que no necesitamos que nos bajen línea, que confíes en nuestra inteligencia y sensibilidad y nos muestres la sordidez y lo siniestro en un más tolerable envoltorio de ternura y amor.

Gracias por dejarnos alguna puerta abierta en este horror del que somos todos sobrevivientes. Esta puerta hacia la esperanza y la confianza en el género humano quizá sea LA mentira suprema, es cierto, pero es una idea sin la cual yo misma no podría seguir viviendo.

Los refugiados y nosotros

Los medios periodísticos ponen nuestra atención sobre la guerra en los Balcanes y el dilema de los refugiados. Hoy les toca a los kosovares esta triste notoriedad aunque por esta condición transitan un número incierto pero millonario de personas en todo el mundo que han debido huir de sus territorios debido a situaciones de hostilidad, persecución, guerras, limpiezas étnicas y demás linduras de nuestra civilización barbárica. Los refugiados no tienen dónde ir, no parecen tener futuro. Pero esto no es nuevo en la historia de la humanidad. En la conferencia de Evian de 1938, los países del “mundo libre occidental y cristiano” no pudieron resolver el problema de dónde albergar a los judíos que los nazis iban a echar de Alemania. El mundo estaba saliendo de una de sus débacles económicas más intensas; no había lugar para la absorción de más gente, no había trabajo suficiente, no se podía. La conducta de los distintos gobiernos en ese sentido se mantuvo en los años que siguieron (incluso los “neutrales” Suiza y Suecia hasta 1943). No había lugar para los judíos. No tenían a dónde ir, no había quién los recibiera. Recién en 1948 cuando se constituyó el Estado de Israel, apareció un destino legal y posible.

Algunos judíos sin embargo, se salvaron gracias a que en sus mismos países, muchas veces en sus mismas ciudades y pueblos personas no-judías arriesgaron sus vidas, compartieron su alimento, superaron incomodidades diversas. Es verdad que no fueron muchos, pero el que critica a los que no se atrevieron no comprende ni conoce el alcance y grado de lo que sucedía, especialmente en Polonia. En Polonia, los salvadores debían superar barreras muy poderosas para tomar la decisión de arriesgar su vida y la vida de sus familiares.

*La barrera del antisemitismo histórico de los polacos, regado y difundido a lo largo de siglos por los miembros de la iglesia católica.

*La barrera del miedo a la represalia segura de los nazis -muerte propia y de sus familiares- en caso de ser descubiertos por un descuido o una denuncia.

*La barrera de las mil y una situaciones de la vida cotidiana que debían resolver y sostener con una red de colaboradores (comida suficiente en condiciones de racionamiento, el problema de los residuos, la enfermedad y/o muerte de alguno, las rencillas entre los escondidos, las desavenencias y antipatías entre los salvadores y los protegidos, el uso de baños, la limitación del espacio)

*La barrera del lugar ya que era mucho más fácil esconder personas en medios urbanos donde el anonimato permitía ciertas libertades (por ejemplo conseguir comida en diferentes lugares para poder tener la cantidad necesaria) que en los rurales donde todos se conocen.

*La barrera de la molestia de tener que ocuparse de gente que no se conoce, de gente frente a la cual uno está en guardia porque los polacos fueron educados para odiar a los judíos.

Todas estas barreras debieron ser superadas por los salvadores. Fueron, debemos reconocerlo, personas excepcionales, es decir, raras, no comunes.

Yo me pregunto. Yo le pregunto señor o señora: ¿usted -yo- sería capaz de hacer lo mismo? Deje de pensar por un instante en lo que “debería hacer” y concéntrese en lo que efectivamente haría. ¿Usted albergaría en su casa, a riesgo de su propia vida y la de sus hijos, a gente desconocida, gente que habla en un idioma extraño, gente que tiene otras costumbres, gente que le enseñaron que debía odiar porque supuestamente representan una amenaza diabólica, o al menos, gente que no le cae bien porque es diferente? ¿Usted abriría las puertas de su casa, prepararía algún escondite en un desván o sótano, les suministraría alimento, resolvería sus problemas, se aguantaría todas las incomodidades y riesgos, sin saber cuánto tiempo será necesario, si una semana, si un año, si tres? ¿Usted lo haría?

Miro los noticieros. Veo los refugiados kosovares con esa mirada de vacío, de impotencia, de desolación y me pregunto qué haría yo si en lugar de estar en Europa estuvieran acá nomás, pongamos Rosario, o Montevideo... ¿qué haría yo? ¿qué haría usted?

Ocho estadios de Genocidio

Por Gregory H. Stanton (Escrito originalmente en 1996 en el Departmento de Estado; presentado en el Yale University Center for International and Area Studies in 1998). Traducción: Diana Wang Genocidio es un proceso que se desarrolla en ocho estadios predecibles pero inexorables. En cada estadio, hay medidas preventivas capaces de detenerlo. Los estadios posteriores deben estar precedidos por los anteriores, aunque los más tempranos continúan operando durante todo el proceso.

Los ocho estadios del genocidio son:ClasificaciónSimbolización

Deshumanización

Organización

Polarización

Preparación

Exterminio

Negación

1. CLASIFICACIÓN:

Todas las culturas tienen categorías para distinguir a la gente entre "nosotros y ellos" en términos de etnicidad, raza, religión o nacionalidad: alemán y judío, hutu y tutsi. Las sociedades bipolares que carecen de categorías mezcladas, tales como Ruanda y Burundi, son las más propensas a tener un genocidio.

La medida preventiva principal en este estadio temprano es el desarrollo de instituciones universalistas que trasciendan las divisiones étnicas o raciales, que promuevan activamente la tolerancia y la comprensión y estimulen clasificaciones que trasciendan las divisiones. La Iglesia Católica pudo haber jugado este papel en Ruanda si no hubiera estado tan dividida como la sociedad ruandesa. La promoción de un lenguaje común en países como Tanzania o Costa de Marfil ha generado también una identidad nacional trascendente. Esta búsqueda de un terreno común es vital para la prevención temprana del genocidio.

2. SIMBOLIZACIÓN:

Le adjudicamos nombres u otros símbolos a las clasificaciones. Llamamos a la gente "judíos" o "gitanos" o los distinguimos por colores o vestidos; y los consideramos como miembros de grupos. La clasificación y la simbolización son universalmente humanas y no resultan necesariamente en genocidios a menos que lleven al estadio siguiente, la deshumanización. Cuando se combinan con el odio, los símbolos pueden ser instituidos forzadamente sobre miembros involuntarios de grupos parias: las estrellas amarillas para los judíos bajo el régimen nazi, las bufandas azules para la gente de la zona este de los Khmer rojos de Camboya.

Para combatir a la simbolización, los símbolos de odio pueden ser prohibidos legalmente (svástikas) como sucede con los discursos de odio. Las marcas grupales como ropas de sectas o bandas o tatuajes tribales pueden ser prohibidos también. El problema es que las limitaciones legales fracasarán si no están sostenidas por una tarea cultural popular. Aunque las palabras Hutu y Tutsi estaban prohibidas en Burundi hasta los ochentas, había palabras-código que las reemplazaban. Si está ampliamente apoyado, sin embargo, la negación y la simbolización pueden ser poderosas, como fue en Bulgaria cuando muchos no-judíos eligieron usar la estrella amarilla, privándola de su significado como símbolo nazi para los judíos. Según la leyenda, en Dinamarca, los nazis no introdujeron la estrella amarilla porque sabían que sería usada por el rey mismo.

3. DESHUMANIZACIÓN:

Un grupo le niega humanidad a otro. Sus miembros son asimilados a animales, gusanos, insectos o enfermedades. La deshumanización permite superar la natural repulsión humana contra el asesinato.

En esta etapa, se usa la propaganda de odio -impresa, auditiva o audiovisual- para difamar al grupo víctima. Al combatir esta deshumanización, la incitación al genocidio no debiera ser confundida con la libertad de expresión. Las sociedades genocidas carecen de protección institucional ante los discursos manipuladores de odio y deberían ser tratadas de modo diferente que las democracias. Las emisoras propagantes de odio debieran ser cerradas, toda propaganda de odio excluida. Los delitos de odio y atrocidades deberían ser rápidamente castigados.

4. ORGANIZACIÓN:

El genocidio está siempre organizado, usualmente por el estado, aunque también a veces informalmente o por grupos terroristas. Es frecuente el entrenamiento de unidades armadas especiales o milicias. Los asesinatos genocidas están planificados.

Para combatir este estadio, la pertenencia a estas milicias debiera ser prohibida. Sus líderes no podrían conseguir pasaportes para salir al exterior. La UN debería imponer embargos de armas a gobiernos y ciudadanos de países comprometidos en masacres genocidas y crear comisiones que investiguen las violaciones como fue hecho con la Ruanda post-genocida.

5. POLARIZACIÓN:

Los extremismos fracturan a los grupos. Los grupos de odio difunden propaganda polarizadora. Podría haber leyes que prohíban el casamiento mixto o la interacción social. Los objetivos extremistas intimidan y silencian al centro.

La prevención puede significar la protección segura de dirigentes moderados y el apoyo a grupos de derechos humanos. Se podría requisar elementos de los extremistas y negárseles visas para viajes internacionales. Los golpes de estado de extremistas debieran ser castigados con sanciones internacionales.

6. PREPARACIÓN:

Las víctimas son identificadas o separadas por su identidad étnica o religiosa. Se construyen listas de muerte. Los miembros de los grupos víctimas están obligados a usar símbolos identificatorios. Están a menudo segregados en guetos, aprisionados en campos de concentración o confinados en una zona pobre en alimentación condenados al hambre.

En esta etapa, debe producirse un alerta genocida. Si la voluntad política de los organismos internacionales como la OTAN o el Consejo de Seguridad de la U.N pueden ser movilizados, debe prepararse una intervención militar internacional o una asistencia firme a las víctimas del grupo en su autodefensa. Si así no fuera, debería organizar al menos una asistencia humanitaria tanto oficial como privada para recibir la ola de refugiados.

7. EXTERMINIO:

El exterminio comienza y se vuelve rápidamente la matanza masiva llamada "genocidio". Es "exterminio" para los asesinos, porque no consideran a sus víctimas completamente humanas. Cuando está apoyado por el estado, las fuerzas armadas usan milicias que se ocupan de los asesinatos. A veces el genocidio resulta en matanzas vengativas de unos grupos contra otros creando el ciclo tipo remolino de genocidios bilaterales (como en Burundi).

En este estadio, sólo una rápida y potente intervención armada puede detener el genocidio. Deberían establecerse áreas seguras para los refugiados, o corredores de escape, con protección internacional fuertemente armada. La UN precisa una brigada lista para intervenir o una fuerza permanente de reacción veloz para intervenir con presteza cuando la UN o el Consejo de Seguridad lo solicite. Para intervenciones mayores, le correspondería la acción a una fuerza multilateral autorizada por la UN y dirigida por la OTAN o un poder militar regional. Si la UN no interviene directamente, las naciones poderosas militarmente deberían proveer el transporte aéreo, el equipo y los medios financieros necesarios para que los estados regionales intervengan con la autorización de la UN. Es tiempo de reconocer que la ley de intervención humanitaria trasciende los intereses de los estados-nación.

8. NEGACIÓN:

La negación es el octavo estadio que siempre sigue al genocidio. Está entre los indicadores más seguros que anuncian masacres genocidas ulteriores. Los perpetradores de genocidios, cavan tumbas colectivas, queman cuerpos, tratan de encubrir toda evidencia e intimidar a los testigos. Niegan haber cometido algún delito y culpan con frecuencia a las víctimas por lo sucedido. Bloquean las investigaciones y continúan gobernando hasta ser sacados del poder por la fuerza, momento en que tratan de huir al exilio. Allí permanecen impunes como el Pol Pot o Idi Amin, hasta que son capturados y se consigue llevarlos a juicio.

La mejor respuesta a la negación es el castigo por un tribunal internacional o nacional. Allí puede ser escuchada la evidencia y los perpetradores encontrar el debido castigo. Hay que crear tribunales como los de Yugoslavia, Ruanda o Sierra Leona, jurados internacionales como los del Khmer Rojo en Camboya y especialmente, un Tribunal Penal Internacional. No detendrán a los peores asesinos genocidas pero con la voluntad política de arrestarlos y enjuiciarlos y con algunos se puede hacer justicia.

© 1998 Gregory H. Stanton
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