Pareja y vinculos

La menopausia y después

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Tengo 75 años. Hace 18 que se me retiró la menstruación. Estoy viviendo la nueva vejez. O la longevidad, es decir la larga vida, como la leche y el puré de tomates. En este mundo de centennials y millenials, soy del grupo de los perennials, los que nos resistimos a ser categorizados en los viejos estereotipos que identifican la jubilación. Tengo la suerte que no tienen muchos compañeros etarios de no tener miedo de ser dejada al margen. Sigo activa, sigo inmersa en grupos de trabajo, sigo interactuando con gente de diversas edades y alimentándome con lo que los más jóvenes crean e inventan. Sé que no sucede lo mismo con otros viejos como yo que se sienten invisibles, como que no están, como que ya no importan, como que lo único que les espera es la hora de morir. Los viejos estamos viendo que no se encuentra la manera en que se nos pueda llamar. A mi no me gusta ninguna, ni adulta mayor, ni tercera edad, ni senior, ni geronte, ni anciana ni clase pasiva dado que de pasiva no tengo nada, y menos que menos, abuelita. No soy la única. Como dice Inés Castro Almeyra hay una buena cantidad de perennials como yo que trabajan, hacen deporte, estudian, participan en voluntariados, cuidan a otros, fundan empresas. 

Como Zigmunt Bauman, ese sociólogo polaco que emigró a Inglaterra donde terminó sus días en el 2017. Es famoso por los variados best sellers que publicó relativos a la modernidad y al consumismo. A él se le debe la definición de “liquido”, amor líquido, miedo líquido, vida líquida, en los que dió cuenta del cambio en la densidad y la estabilidad de lo que estamos viviendo, con la analogía de lo líquido nos sumergió en este nuevo estado de cosas que en muchos sentidos nos sume en la incertidumbre. Resulta que este hombre que era profesor de sociología en la universidad de Leeds, comenzó a escribir a sus 70 años, cuando se retiró de la docencia. Escribió estos esclarecedores libros en los últimos 15 años de su vida. Cuando era viejo pero finalmente tuvo tiempo de escribir. 

No quiero hacer un elogio idealizado del envejecimiento. En muchos sentidos es una porquería. Sentir que no se tienen las mismas fuerzas, la misma energía, el mismo equilibrio, la misma digestión, la misma velocidad de reacción, son lesiones no siempre fáciles de asumir. Todas las mañanas, al levantarme de la cama, debo hacerlo de a poco y lentamente, igual que cuando me pongo de pie. Es como si mi cuerpo se hubiera olvidado de cómo era estar parado sobre el piso y responder a la ley de gravedad y cada día debiera aprenderlo nuevamente. Eso no me pasaba antes. Vivía en la inocente ausencia de mi cuerpo que estaba en respetuoso silencio. Ahora me habla, me interpela, me exige cuidados que antes ni sabía que existían. 

Pero tengo una ventaja de la que más de una vez me aprovecho porque desafío a la mirada de los demás. Si quiero que e digan “¡qué bien que estás!” me agrego unos años y veo la mirada admirativa que enciende mi narcisismo. 

La otra cosa que fui consiguiendo, casi inadvertidamente, es el más excelso y placentero chupahuevismo. Cada vez me importa menos lo que antes me importaba tanto. Las críticas, las miradas judicativas, las opiniones, son cada vez más cosas de los demás, no me tocan y me hacen sentirme con una ligereza liberadora, como si la pesada mochila de querer agradar no estuviera más.

Para mí la menopausia fue un recontrato con la vida. Terminado el período de la procreación y la crianza, tuve delante un nuevo horizonte con caminos nuevos que me deleité en recorrer. Curiosamente, igual que Bauman, mi vida se expandió de un modo que me sigue sorprendiendo. 

Y no solo me pasa a mi. 

Conocíamos ese período que llamábamos la crisis de la mitad de la vida que sucedía entre los 40 y 45 años y determinaba cambios radicales en como seguía la vida. Hoy, con el aumento de la expectativa de vida y los vertiginosos cambios que vivimos, esas etapas se multiplicaron. Se piensa que hay crisis similares cada 20 años y que en cada crisis tenemos la oportunidad de hacer un nuevo contrato. 

Nada es fijo, nada es estable, nada está predeterminado y seguro. En los estudios que vamos conociendo se anticipa que los que se podrán adaptar a los cambios laborales, tecnológicos y sociales, son los que tendrán mayor capacidad de adaptación y recontratación. Quien se atiene a los modelos tradicionales en busca de aquella certidumbre perdida, quedará afuera del flujo vibrante y vital que nos ofrece el mundo en este momento. Y no me refiero a la pandemia que nos tiene tan en jaque, estoy pensando fuera de ella, cuando pase, cuando las cosas se reacomoden y veamos cómo se sigue, qué sigue, que ya no. Nuestra capacidad de adaptarnos a lo que se viene será crucial para que nos sintamos bien y para que nuestro diario vivir siga teniendo sentido.

Hay nuevos caminos que deben ser dibujados y que esperarán nuestros pasos tanto en la construcción como en su trayecto. Más que nunca debemos estar atentos a lo que pasa a nuestro alrededor y a lo que nos dicta nuestro propio interior. No es momento de estar distraídos ni de tolerar ni de dejarse vencer.

Pero que no se me entienda mal. Ni el mundo ni la vejez son rosa y con violines de fondo. Hay nuevas dificultades, nuevos desafíos que exigen la valentía de encontrar nuevos modelos.

Es la primera vez en la historia de la humanidad que hay tantas familias con cinco generaciones. Se ha extendido tanto nuestra expectativa de vida que urge que le demos más vida a la vida. Si tenemos la suerte de estar sanos, tenemos algo que nos faltaba en nuestra juventud: experiencia. En muchas situaciones, especialmente en lo que atañe a la interacción humana, tenemos el diario del lunes y si hemos aprendido de lo que vivido sabremos unas cuantas cosas que pueden ser de gran utilidad, tanto para nosotros como para los demás.

En la pareja, y no solo para los mayores como yo, estamos viviendo toda una revolución con la aparición de nuevos modelos de convivencia o de constitución de las parejas.

Seguimos sufriendo las consecuencias de la instalación en nuestras expectativas del modelo del amor romántico. Un modelo ideal y tan imposible de concretar como el cuerpo de las barbies. Sobra y falta por todos lados. Nunca nadie podrá tener las piernas así de largas alejadas de toda proporción posible. Igual como el ideal del amor romántico. El romanticismo surgido en el siglo XIX, ese amor incondicional, perfecto y eterno, terminaba en la adultez temprana, uno de los amantes o ambos, moría alrededor de los 30. Romeo y Julieta en su adolescencia. Eran historias breves, de amores infatuados y apasionados que por su brevedad no tenían asperezas y encima con la muerte temprana se transformaban en perfectos. Pero una vez comidas las perdices, hay que seguir viviendo. No es “se casaron y fueron felices” sino “se casaron y empezó otra vida”.

¿Cómo es vivir juntos durante décadas en el contexto de un mundo que nos interpela y desafía cada vez con algo inédito? Si encima, como bien sabemos, después de años de convivencia todo matrimonio se transforma en incesto. Nos creímos lo de la espontaneidad y la naturalidad de las reacciones como garantía de una relación sana y transparente. Y resulta que también acá nos tenemos que cuidar, no poder hacer o decir cualquier cosa. Tenemos que adaptarnos y desarrollar y sostener nuestra inteligencia emocional, porque, y acá les voy a regalar un secreto milenario, el amor no lo puede todo. Al amor hay que ponerle un tutor, sostenerlo y dejar que florezca. ¿Cómo? Conociendo las necesidades propias, no salteándolas con la esperanza de que “ya va a cambiar” sino aprender a reconocerlas y a hacer lo posible porque sean satisfechas. Pero no es tan fácil porque al mismo tiempo, si queremos que sean satisfechas, es preciso conocer al otro que supuestamente nos las satisfará. Para no pedirle peras al olmo. Si queremos peras, pues a los perales. Los olmos solo dan sámaras que no sé si se comen, pero no son peras. Si el otro no puede, no tiene o no sabe, por más que nos enojemos, nos quejemos, reclamemos y acusemos, no recibiremos lo que necesitamos. Entonces, además de estar atento a las propias necesidades, la segunda condición para que el amor no se deshaga es conocer al otro según sus características y posibilidades. 

Hay varias otras cosas a considerar pero dejemos solo estas dos que si las podemos aplicar resultarán en un incremento notable de la paz. Repito, conocer las necesidades propias y las posibilidades del otro.

A veces no coinciden y es entonces cuando aparece la alternativa de elegir un nuevo modelo de vida. O bien la separación lisa y llana, lo más cariñosa posible, porque será para el bien de los dos o de todos si hay hijos. Pero estoy viendo muchas parejas que no se quieren separar como pareja pero que quieren tener un poco de paz y están atreviéndose a nuevos modelos. Dicen: Nos queremos, nos gustamos como personas, coincidimos en muchas cosas, nos fuimos haciendo juntos a lo largo de la vida pero vivir juntos es un infierno.

Y aparecen los nuevos modelos: no compartir la cama, no compartir el dormitorio, no compartir la vivienda, no compartir la misma ciudad o hasta no compartir país. Las alternativas son infinitas y deben ser elegidas a medida, como la ropa buena, que te calza bien, que te disimula lo que no está bien y te enriquece lo que te gusta, ropa en la cual reina la comodidad, sin costuras que piquen ni molestia alguna. 

Voy a contar un modelo insólito, totalmente a medida que encontró una pareja que conocí. 

Mabel y Ricardo, casados hacía 23 años, coincidían en muchas cosas, se complementaban y enriquecían personal y profesionalmente. Decidieron no tener hijos, solos estaban bien. Bueno, casi todo el tiempo, salvo cuando se trincaban en esas peleas que terminaban en batallas campales agotadoras y desgastantes.

Hicieron todo tipo de terapias y nada impedía los estallidos, esas explosiones dañinas que los herían muchísimo a los dos.

Pero un día descubrieron el punto de quiebre, el momento cuando empezaban. Se trataba siempre de algún gasto. Desde una cosa nimia como la compra de papa blanca en lugar de papa negra hasta la reserva de un hotel en un sitio de vacaciones eran disparadores de una escalada de violencia. Veamos cómo sería con la compra de las papas por ejemplo.

- ¿Papa blanca compraste?

- Sí, ¿por?

- No es la temporada, hay que comprar la negra que, además, está mucho más barata

- Mejor la blanca aunque sea más cara porque ….

y ahí comenzaban las argumentaciones. Se ponían en guardia, iban subiendo de tono mientras cada uno extremaba su posición y trataba de destruir al otro primero con argumentos, después con descalificaciones y por último con ataques directos que los dejaban exhaustos, doloridos y descorazonados.

Fue una revelación el día en que se percataron de que las peleas comenzaban por cómo se había decidido algún gasto. Estallaron en una carcajada y ahí mismo diseñaron la solución: partición total de las economías, cada uno tomaría sus propias decisiones sin que el otro tuviera derecho alguno a opinar.

Las consecuencias fueron que separaron las cuentas de banco, los ahorros y todas y cada una de las decisiones. Las vacaciones, las compras cotidianas y las fuera de programa, los objetos de la casa, las salidas, los regalos, todo, absolutamente todo quedaría partido para evitar opiniones, discusiones y argumentaciones. El baño no fue problema, sí lo fue la cocina.  ¿Cómo resolverlo? Mabel y Ricardo, eran muy inteligentes y estaban entrenados en pensar afuera de los esquemas habituales. Eran honestos consigo mismos, se querían y elegían como pareja y, sobretodo, eran valientes. 

La solución fue insólita y simple: comprar otra heladera. A partir de entonces, y de esto ya hace más de 25 años, desaparecieron las peleas porque su fuente se había anulado. No se trataba solo de dinero, se trataba de quien evaluaba y tomaba las decisiones respecto del dinero. Si se quiere un tema de poder o de rivalidad o como se lo quiera llamar, pero el hecho es que la solución encontrada les permitió recuperar la paz.

Era raro y divertido cómo vivían. Cada uno hacía sus compras de alimentos. Cada uno organizaba y planificaba su menú. Cada uno cocinaba lo que le apetecía del modo en que le gustaba, con el aceite que quería y en la cantidad que se le cantara. Ninguno le imponía al otro tal o cual decisión, en ningún orden. Si Ricardo tenía pensado comer una tarta de zapallitos esa noche podía invitar a Mabel, si es que ella quería, a compartirlo. Aunque comían en la misma mesa, lo hacían de modo independiente. Y el juego de invitarse les resultaba estimulante y fresco, cada uno sentía que no debía someterse al otro y que era libre de aceptarlo o no, que no había conflicto ni ofensa si no lo hacía. 

Igual con todo lo demás. Si Mabel quería comprar un abono de ópera en el Colón le preguntaba a Ricardo si él también querría; podía decirle que sí o que no, dependiendo de su estado de cuentas y de sus ganas. En todos los órdenes de la vida, esta estructura fue para ellos la salvación de su vida juntos.

Este es solo un ejemplo de una solución a medida que satisface perfectamente las necesidades y requerimientos de estas dos personas. Coincido en que es algo extremo, tanto que a mi no me funcionaría porque no soy Mabel ni mi marido es Ricardo.

Cada pareja está compuesta por diferentes personas y desarrolla situaciones particulares, no se puede generalizar. Pero la idea es animarse a buscar esa solución a medida, con la misma libertad, honestidad y valentía de Mabel y Ricardo con su admirable grado de aceptación de sí mismos y del otro y su consecuente renuncia creativa a querer cambiarlo. 

¿Cómo empiezan nuestras discusiones? ¿Cuál es el pretexto que dispara todo? Si lo encontramos y si lo miramos con atención y respeto, si no nos enroscamos en pretender cambiar al que “hace todo mal” -nunca nosotros, por supuesto-, si nos vemos como somos de verdad y si queremos seguir conviviendo, la solución está ahí, incluso puede ser tan obvia o ridícula como lo de comprar una segunda heladera.

Este es un ejemplo de nuevo modelo de relación que da una idea de la infinidad de alternativas posibles.

Agradezco el haberme escuchado y espero que algunas de estas cosas hagan sentido en sus vidas. Hablo de valentía y chupahuevismo para llegar a viejo y ser el viejo que a uno se le cante ser y también para vivir en pareja en el modelo de pareja que a ambos les venga mejor. 

Nadie sabe si vivirá los próximos 5 minutos. No perdamos el tiempo, ese tiempo tan precioso, en buscar lo imposible, seamos vivos y atengámonos a lo posible. 

Cierro con el comienzo de bellísimo poema de José Saramago sobre la vejez. 

¿Que cuantos años tengo? ¡qué importa eso! tengo la edad que quiero y siento, la edad en que puedo gritar sin miedo lo que pienso, hacer lo que deseo, sin miedo al fracaso o a lo desconocido. Pues tengo la experiencia de los años vividos y la fuerza de la convicción de mis deseos. 

Gracias.

Cambios en la vida cotidiana

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Decimos en Argentina que vivir acá te asegura infinita diversión, no existe el aburrimiento, cada día te sorprende alguna cosa que uno no se imaginaba que podía pasar. Inventamos el dulce de leche, disputado con los uruguayos, el tango, también disputado con ellos, la birome en colaboración con Hungría dado que su inventor provenía de allí. Y no inventamos la inflación y la inestabilidad económica pero somos reyes en esos territorios.

Y ni qué decir de Israel. También es un país sumamente divertido aunque en otro sentido que en la Argentina. El Israel moderno nació de un sueño que se volvió desafío, desafío en varios frentes, geográfico, demográfico, político, económico, defensivo, cultural. Y si algo sabemos los judíos es superar desafíos. Y superarlos de modo sorprendente y creativo, apuntando siempre a salir adelante, listos para un nuevo desafío.

¿No fue acaso un desafío la gesta de Abraham, que viniendo de un mundo pagano con múltiples dioses y faraones autoritarios, se puso a sus espaldas la construcción de esta tribu monoteísta que debía regirse por la ley? Como me enseñó Diana Sperling, no se trata de una ley circunstancial debida al mandamás de turno, sino por una ley, con mayúsculas, que superaba a las personas, que las trascendía, como una especie de manto estructurante y protector bajo el cual se aseguraba la convivencia. Hoy lo damos por sentado pero imaginémonos entonces lo revolucionario, insólito y desafiante que era ese planteo.

Los desafíos fueron los motores del mundo, los que hicieron necesaria la creatividad, el ingenio y el avance científico y tecnológico.

Pero cuando el desafío es muy grande, uno está como en medio de una tormenta, no puede ver más allá de un círculo muy chico, pone todo su esfuerzo y energía en protegerse, en proteger a su gente, en no dañar más. Recién cuando la tormenta se va alejando podemos recuperar nuestra capacidad de ver y evaluar. La perspectiva solo se tiene con la distancia. De cerca no se puede.

Sean como sean los desafíos, sabemos, tanto como individuos, como sociedad, como tribu y como humanidad, que tarde o temprano los desafíos y las dificultades se superan. En nuestra vida normal, es decir previsible, rutinaria, sin amenazas, vivimos en la ilusión de que no nos pasará nada, de que las cosas malas les pasan a los demás, a los que están lejos, que no nos tocarán. Hoy que estamos en otra normalidad se nos impone, aunque no nos guste, aunque lo exiliemos de nuestra conciencia que, como se dice en inglés, shit happens, que la vida es incierta, las certidumbres son construcciones generadas por nuestra vulnerabilidad y fragilidad, que a pesar de que nos creamos ciudadanos de caminos señalizados y avenidas con semáforos, a la vuelta de la esquina nos podemos encontrar con una jungla inexplorada en la que tenemos que entrar a puro machete y coraje. Y así estamos hoy, inmersos en esta pandemia que nos trastocó la vida de un modo inimaginable antes. Si nos hubieran dicho que viviríamos lo que estamos viviendo no solo no lo habríamos creído sino que habríamos pensado que nos sería imposible. Y aquí estamos. Ocho meses ya y el segundero sigue su marcha. 

Me acuerdo de cuando soñábamos con vivir en Suiza, aquel paraíso de previsibilidad, orden y tranquilidad…. donde los trenes llegaban siempre a horario y donde había muy poco lugar para la sorpresa o la incertidumbre. Hoy tampoco Suiza es aquel paraíso imaginado, la pandemia no conoce fronteras ni respeta etnias o preferencias políticas o culturales. La pandemia cayó sobre nosotros de manera planetaria y nos igualó a todos. No tengo presente algún otro momento en nuestra historia humana en la que todos, absolutamente todos, hubiéramos estado en riesgo de la misma manera. Tal vez fue la gran glaciación que abarcó todo el planeta y cambió radicalmente las especies vivientes… pero no había humanos entonces. Creo que ésta es la primera vez.


Este desafío, como todos los desafíos, puede paralizarnos, derrumbarnos, sumirnos en la impotencia o puede despertar respuestas creativas, estimulantes y enriquecedoras. Tengo esperanzas en el espíritu argentino que nos entrenó tanto en la improvisación, en el “lo arreglamo’ con un cachito de alambre” pero la improvisación, no solo en nuestro país, la estamos viendo por todas partes, no pareciera resultarnos beneficiosa. Manotones de ahogado y no aparece el madero salvador. Es que la improvisación es buena como respuesta apremiante y transitoria pero no es efectiva a largo plazo. Es cierto que nadie se lo veía venir. Pero hay otros países que estaban mejor pertrechados para enfrentar esto tan desconocido, invasivo y dañino. Nosotros seguimos viviendo en el día por día y vemos crecer nuestra angustia ante este monstruo invisible que nos tiene amenazados a todos. Pero las respuestas y manejos de los diferentes gobiernos tanto en nuestro país como en otros, nos sumergen en la desconfianza porque estos manotazos desesperados hicieron que pusiéramos en duda todas las supuestas verdades. ¿Sabrán lo que están haciendo? ¿Cómo saberlo? ¿Cuánto habrá de cálculo político en las decisiones tomadas, aquí, allá y acullá? ¿Estamos siendo cuidados o estamos siendo usados? Si lo que se nos vino encima es tan inesperado ¿cuán seria y responsable es esta improvisación en las decisiones? Caen todos acá. Las idas y venidas de médicos, infectólogos, epidemiólogos, que un día decían una cosa y al otro decían otra. Incluso en la OMS, órgano teóricamente científico, serio y responsable no se ponían de acuerdo. El tapabocas al principio no servía para nada, después fue indispensable. Que el virus venía por el aire, se quedaba en piso, en las mesadas, en las suelas de los zapatos, en las bolsitas del supermercado, y había que lavar y desinfectar todo con obsesiva rigurosidad. ¿cuánto de esto sigue en pie? ¿Da para ponerse paranoicos o mejor entregarse a las medidas que se indiquen cerrando los ojos, respirando hondo y dejándose llevar? ¿Qué opciones tenemos si lo único que se sabe es la forma en que nos tenemos que cuidar? ¿Hasta cuándo vivir aislados y con escafandras confiando en que cuando nos reencontremos con otros también se hayan cuidado como nosotros? Y encima los sabiondos y bienintencionados de las fake news que nos llenan de consideraciones fantasiosas. ¡Y qué decir de los malintencionados! Vivimos un cansancio agobiante en este esquivar noticias y sugerencias con indicaciones y contraindicaciones, con amenazas y anticipaciones tenebrosas. Y sí, nos cuidamos, tratamos de ser cautos pero aunque uno no quiera uno ve el noticiero, uno recibe informaciones por las redes sociales y no siempre es fácil separar la paja del trigo, la verdad de la mentira, el consejo de la manipulación. 


Las vacunas tan esperadas se siguen haciendo esperar. Ya hay varias con la dichosa tercera etapa concluida y, supuestamente, con una efectividad muy alta. Pero todavía falta. Muchos nos preguntamos por posibles efectos secundarios, por consecuencias a largo plazo dado que no hubo tanto tiempo para testearlo. Además, una vez que estén aprobadas y sean seguras habrá que producirlas, conservarlas, asegurar que la cadena de frío no se rompa en su transporte, almacenarlas, distribuirlas, formar gente que sepa cómo manipularlas y administrarlas. … Falta. Falta tiempo todavía. Aunque todo parece indicar que funcionarán y ese tiempo que falta se ve bien diferente al tiempo que faltaba cuando no había ninguna vacuna. Ahora es solo eso, cuestión de tiempo, antes era nunca. 


O sea que tenemos que seguir aguantando. Tenemos que seguir cubriéndonos bocas y narices, manteniendo la distancia segura, no aventurarnos gratuitamente ni poner en peligro a los demás. Se nos va la vida en ello. Me acuerdo de la epidemia de polio allá en la década del cincuenta, los chicos que caían como moscas y eran enviados a eso que llamaban pulmotor y que no entendíamos qué era. Los diarios y la radio informaban día a día cuantos habían tenido que ser metidos en los dichosos pulmotores que los más chicos, yo tenía diez años, imaginábamos como cámaras de tortura. Vivíamos con la bolsita de alcanfor colgada del cuello y los árboles de la calle estaban pintados de blanco con cal. Los vecinos lavaban exhaustiva y cuidadosamente las veredas con acaroina. Nuestras defensas entonces eran el alcanfor, la cal y la acaroina, en la creencia de que eran las únicas vallas, ilusorias y frágiles armaduras, contra el mal. Recuerdo vívidamente cuando Jonas Salk, norteamericano e hijo de inmigrantes rusos, produjo su vacuna inyectable y cuando años después Albert Sabin este virólogo nacido en Polonia y también judío, la mejoró con una gotita que te daban en un terrón de azúcar. ¡Qué alivio! ¡Qué sensación de libertad! como si nos hubieran quitado un grillete pesado que no nos dejaba caminar. Vuelvo a sesenta años atrás y recuerdo esperanzada aquel momento que tal vez en unos meses más viviremos nosotros.


En este contexto vivimos la nueva normalidad de la convivencia forzosa y forzada. Algo a lo que no estábamos acostumbrados. Nuestra vida normal era los chicos en la escuela, los grandes en el trabajo, la casa, si uno tenía los recursos, se limpiaba con un empleado externo. Nos veíamos un rato a la noche y los fines de semana. Las vacaciones más que momento de dicha eran muchas veces escenario de conflictos debido a la constante presencia de todos todo el tiempo que amenazaba con enfrentamientos e irritaciones. Hoy vivimos como en las vacaciones y tuvimos que aprender las nuevas reglas de esta nueva normalidad. 


No hay nada más invasivo, avasallador y persecutorio que la mirada del otro. Ya lo dijo Sartre en aquella obra de teatro A Puerta Cerrada: el infierno son los otros. El otro que te sabe de memoria, que conoce tus puntos flacos, tus fragilidades y defectos es ahora un espejo que uno tiene delante todo el tiempo y del que no se puede escapar. ¡Qué pesado es! Nos queda solo el baño para escondernos de la mirada inquisidora, crítica, evaluadora y opinadora de ese otro con el que vivimos. Sin olvidar que nosotros somos lo mismo para nuestro otro, somos ese testigo descarnado que sabe dónde duele, dónde falla, dónde flaquea. Y en este contexto, más que desafiante, las parejas han tenido diferentes trayectorias.


Como en casi todo en la vida no se puede generalizar. Lo que sí puede decirse es que cada pareja, cada familia, cada grupo conviviente, ha recibido el impacto de este nuevo estado de cosas. Para todos está siendo un escenario inédito ante el cual debemos hacer gala de nuevos recursos que hasta ahora no había sido necesario utilizar.


La administración de los espacios ante la invasión del todos los días todos en casa. Las tareas del hogar, la comida, la ropa, la limpieza. Las compras de alimentos y todos los cuidados que requiere la cotidianeidad. Si uno tiene trabajo ajustarlo al espacio hogareño, armando un lugar apropiado y algunas condiciones visuales y sonoras que lo hagan posible. Si hay chicos, según sea su edad los desafíos difieren. Entretener a los más chiquitos, ayudar a los escolares en sus pesados y obligados zoom con sus maestros y profesores. Asumir la ausencia de personas que ayuden y nos den un respiro. Revisar las reglas del uso de pantallas pero sin pasarse para el otro lado, turnarse para el uso de la tablet o lo que sea si es que no todos tienen su dispositivo propio, ordenar y acomodar el uso de internet cuando la conexión no admite mucho flujo al mismo tiempo. Estas cosas y decenas de cosas más que nos han enfrentado con todo lo que en nuestra anterior normalidad funcionaba más o menos bien y que ahora se trastocó y hay que reinventar y repactar. Sin abuelos que salven las papas cuando hace falta, el compromiso con el cuidado de los chicos puede tomar todo el tiempo y toda la energía de la que uno dispone. Y sí, se hace pesado y es muy cansador. Ni qué decir de las sentadas ante la pantalla en un zoom atrás de otro mirando a la gente y a la realidad como si todos fuéramos personajes de historietas enmarcados en cuadraditos y chatos. Encima con las caras en primer plano, las de los demás y las de ¡horror! uno mismo. Parece mentira como todo esto es parte hoy de nuestra vida, naturalizado y aceptado. La pandemia fue como una enzima inesperada. Las enzimas aceleran las reacciones químicas, es lo que nos pasó. Recuerdo como en un sueño que había quienes decían que la tecnología no le interesaba, que el celular tenía que ser solo para hablar por teléfono, que la computadora era un invento diabólico que nos iba a alejar de la gente. Nada de eso hoy. La tecnología nos ha igualado y nos permite seguir en contacto. Millennials, centennials, y perennials como yo nos hemos vuelto cancheros en dispositivos, aplicaciones y hasta palabras que antes ni siquiera registrábamos. Nos hemos desmuteado y ahora nuestra voz se transmite por medios digitales y tenemos la posibilidad de seguir en contacto a pesar de no movernos de casa.


¿Y qué pasa con las parejas? ¿Cómo lo van transitando?

Y..., hay de todo. Yo anticipaba allá lejos por el mes de marzo, cuando todo empezó, que la ola de divorcios sería un tsunami imparable, que la gente no soportaría el escrutinio cotidiano y a toda hora del otro. Pero me equivoqué. 

Claro que algunas parejas no pudieron escapar más al hecho de que ya no lo eran más, que si seguían era por temor al cambio, a la soledad, a no herir a los chicos, pero no por decisión y elección de seguir. 


Y muchas de esas parejas que se miraron a la cara se dijeron que cuando esto terminara separarían sus vivienda y su relación. Otras, más de las que suponía, que antes de la pandemia creían que ya estaba terminado, que el divorcio era el próximo paso, al volver la mirada uno sobre el otro descubrieron que ahí en el rescoldo de lo que parecía apagado habían quedado brasas tibias y se reencontraron en la convivencia y volvieron a ver a esa persona de la que una vez se habían enamorado y que seguía manteniendo aquellos valores y virtudes. Es que cuando uno se enamora, se enamora tal vez de la forma en que se ve en los ojos del otro, cuando a uno le gusta el otro y le gusta lo que el otro le devuelve en la mirada, circula el amor. Y cuando deciden unirse y caminar juntos, se toman del brazo y emprenden la marcha, pero tomados del brazo dejan de mirarse y a poco de caminar por ahí se dejan de ver y ese otro con quien convivimos se nos va volviendo invisible, o parte del mobiliario, o parte de uno como un brazo…. y ¿quién registra su brazo, ¿quién le pregunta a su brazo cómo está? es mi brazo, está ahí, y si no duele no me hace falta hablar con él.

Esta convivencia forzosa obligó a muchas parejas a volver a verse y más de una volvió a encontrar eso que tanto le había gustado. No hay donde escapar, obligados a la permanencia doméstica, los ojos volvieron a cruzarse y algunos pudieron ver destellos de aquello que había brillado y que todavía estaba ahí. 

No es rosa lo que planteo porque esas mismas personas, al tiempo que reencontraron los motivos que los habían unido, pudieron repensarlo y volver a pactar en qué forma seguir. Otra novedad que está apareciendo y que esta pandemia aceleró, fue que veo gente que se anima a diferentes modelos de pareja. Convivientes y no convivientes. Que no duermen en la misma cama. Que no duermen en la misma habitación. Que no duermen en la misma casa. Que planean estar juntos los fines de semana y separados de lunes a viernes. Que planean vivir separados pero viajar juntos, compartir la vida social y el tiempo de ocio, y pactar, si hay chicos, una manera equitativa de cuidarlos. La pareja tradicional está siendo revolucionada y se abren alternativas y opciones que satisfacen a ambos sin dejar de ser una pareja.


También veo un cambio notable en el lugar de los hombres en la casa y en la familia. Hay que repartir las tareas, lo atinente a la casa, las compras y los chicos. Ya no es más que hay uno, generalmente la mujer, que se ocupa más de esas cosas. El reino del hogar es ahora compartido y es más equitativo. 

Y veo hombres que redescubrieron el placer de la paternidad, lo que culturalmente y ayer nomás les era lejano. Ya los más jóvenes venían con el modelo de ahupar, cambiar pañales y mecer a su bebé pero ahora se extendió a los más grandes. Ya los hombres habían empezado a sentir gusto por la cocina, a inventar platos, a seguir recetas, pero ahora son parte de la cocina cotidiana, la que no es tan creativa ni divertida, la que siempre solíamos hacer las mujeres. Y lo que veo que está pasando es que ya las esposas están dejando de decir el clásico “mi marido nunca encuentra nada” porque ahora el marido es también quien guarda y el que guarda sabe dónde están las cosas.


A ver, entiéndaseme bien. No todo es un jardín de rosas ni suenan los violines como fondo. También veo parejas que acrecentaron sus conflictos históricos y siguen enredadas en los mismos laberintos de siempre potenciados ahora por la obligatoriedad de estar juntos. Tal vez esta pandemia les permita terminar con lo que no anda y dejar de ser como aquel cuando le dijeron que había que cortarle la cola a su perro, como lo quería tanto, se la iba cortando 5 centímetros por semana. Tal vez este contexto permita a estas personas cortar la cola de una y no extender el sufrimiento de todos apelando, como el que quería a su perro, al amor extendiendo la tortura ad infinitum. 


Sí. Estamos viviendo desafíos para los que no estábamos preparados. ¿Pero quién lo está? 


Y claro, obviamente viene a mi memoria lo que debieron superar los sobrevivientes de la Shoá. Todos conocemos esas historias que parecen venir de otro planeta, historias de esperanza y de reconstrucción.

 

Mis padres sobrevivieron escondidos durante dos años. Papá era carpintero pero quería ser actor. Antes de la guerra integraba el elenco del teatro judío de su ciudad y había protagonizado varios musicales. Adoraba cantar y bailar. Así lo conoció mamá y se enamoró de su vitalidad y alegría. Cuando estuvieron escondidos debían estar en total y absoluto silencio para no despertar sospechas en los vecinos. Les preguntaba cómo hacían para pasar el tiempo, como aguantaron el día por día, hora por hora, minuto por minuto durante dos años. Una de las cosas que hizo papá fue anotar en una libreta las letras de las canciones de las obras en las que había actuado. No se las acordaba bien y centraba su atención en ese ejercicio de memoria que no sólo lo entretenía sino que le aseguraba, como decía él, que si sobrevivía volvería a subirse a un escenario, volvería a cantar y a bailar. Y hacía ese ejercicio de magia en medio de condiciones imposibles. No solo la amenaza de muerte si eran descubiertos, las circunstancias en las que vivieron. En un altillo de menos de un metro de altura, sin electricidad, sin baño, sin agua, comiendo una vez por día lo que sus protectores podían alcanzarles… ¿cómo compararlo con el privilegio en el que vivo, en mi propia casa, con recursos para comprar la comida que necesito, con ese adminículo maravilloso que es la canilla que cuando la giro sale agua, con baño y con puerta? Y en aquél contexto, papá pensaba en tener todo pronto para poder cantar y bailar. Ese sueño no se le cumplió, las circunstancias no le permitieron volver a actuar. Pero siempre cantaba y me enseñó a mí todas esas canciones, especialmente las de su amado Gebirtig. 


La shoá no puede ser comparada con la pandemia pero las historias de los sobrevivientes nos muestran que lo que uno vive no determina un único camino. Que las desdichas, las injusticias, las cosas que nos pasan no nos llevan fatalmente a la neurosis o la enfermedad, A no conduce fatalmente a B. La conducta humana es mucho más compleja e imprevisible y no se puede reducir a sufrimiento igual trauma y trauma igual psicopatología. Mis padres, salvando las distancias, nos muestran que es humanamente posible elegir la vida cuando la vida continuó, que está en uno la decisión de insistir y persistir, de levantarse una y otra vez luego de cada caída, de elegir hacia dónde ir y cómo seguir. Si fuimos víctimas de algo, cuando eso termina está en nuestras manos cómo seguir, cómo leer lo que nos pasó. Podemos elegir la victimización, esa trampa que incorpora la condición de víctimas a nuestra identidad, o podemos elegir mirarlo como un pasado que no nos define, salir de ahí, aprender de ello y dibujar un nuevo camino. 

Porque nadie elige lo que le pasa, simplemente le pasa. 

Pero sí puede elegir lo que uno hará con lo que a uno le pasa.

Y como decía mi mamá, nadie sabe de lo que es capaz hasta que la vida no lo desafia y lo pone a prueba. 

 



Amigos por Israel. Hatzad Hasheni - La Cara de la Verdad

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Decimos en Argentina que vivir acá te asegura infinita diversión, no existe el aburrimiento, cada día te sorprende alguna cosa que uno no se imaginaba que podía pasar. Inventamos el dulce de leche, disputado con los uruguayos, el tango, también disputado con ellos, la birome en colaboración con Hungría dado que su inventor provenía de allí. Y no inventamos la inflación y la inestabilidad económica pero somos reyes en esos territorios.

Y ni qué decir de Israel. También es un país sumamente divertido aunque en otro sentido que en la Argentina. El Israel moderno nació de un sueño que se volvió desafío, desafío en varios frentes, geográfico, demográfico, político, económico, defensivo, cultural. Y si algo sabemos los judíos es superar desafíos. Y superarlos de modo sorprendente y creativo, apuntando siempre a salir adelante, listos para un nuevo desafío.

¿No fue acaso un desafío la gesta de Abraham, que viniendo de un mundo pagano con múltiples dioses y faraones autoritarios, se puso a sus espaldas la construcción de esta tribu monoteísta que debía regirse por la ley? No por una ley circunstancial debida al mandamás de turno, sino por una ley que superaba a las personas, que las trascendía, como una especie de manto estructurante y protector bajo el cual se aseguraba la convivencia. Hoy lo damos por sentado pero imaginémonos entonces lo revolucionario, insólito y desafiante que era ese planteo.

Tanto argentinos como israelíes y judíos llevamos inscripta en nuestra subjetividad la expectativa de la sorpresa, la angustia de la incertidumbre y la certeza de que encontraremos la forma de superarlo y salir adelante. 

¿Qué podemos enseñarle al mundo? a los que vivían en la ilusión de las certidumbres, los que no están tan entrenados como nosotros para enfrentar el sinsentido, la arbitrariedad y la injusticia. 


Los argentinos solemos decir medio en chiste y medio en serio que nos gustaría vivir en Suiza, donde los trenes llegan siempre a horario y donde hay muy poco lugar para imprevisibilidad. Creo que sería tranquilizador y beneficioso al principio pero a poco de andar se volvería la mar de aburrido y agobiante, y no sería necesario arbitrar ningún recurso nuevo, inventar nada, crear algún nuevo camino porque todo está bien y mejor dejarlo así. A mí, judía y argentina, me suena como comer todos los días lo mismo, o vestirme siempre con la misma ropa. Necesitamos de los desafíos que nos son estimulantes. 


No quiero decir con ésto que vivimos en el mejor de los mundos. Solo quiero mostrar otra cara de eso de lo que siempre nos quejamos y que forma parte de quienes somos. Cierto que hay desafíos y desafíos. Estamos desafiados con demasiada frecuencia con cuestiones tan angustiantes que en lugar de generar respuestas creativas nos paraliza y nos deja impotentes. Tampoco está bueno vivir permanentemente en no saber lo que va a pasar mañana. Somos los inventores de “lo arreglamos con un cachito de alambre”. La improvisación es buena como respuesta apremiante pero tampoco vivir en esa sensación de transitoriedad permanente. 


Pero este nuevo desafío al que nos enfrenta la pandemia, ése no lo veíamos venir. Desprevenidos, poco preparados, vemos crecer nuestra angustia ante este monstruo invisible que nos tiene amenazados a todos. Los manejos de los diferentes gobiernos nos sumergen en la desconfianza porque se han puesto en duda todas las supuestas verdades. ¿Sabrán lo que están haciendo? ¿Cómo saberlo? ¿Cuánto habrá de cálculo político en las decisiones tomadas? ¿Estamos siendo cuidados o estamos siendo usados? Si lo que se nos vino encima es tan inesperado ¿cuánto habrá de improvisación en las decisiones? Las idas y venidas de médicos, infectólogos, epidemiólogos, que un día decían una cosa y al otro decían otra. Incluso en la OMS, órgano teóricamente científico, serio y responsable no se ponían de acuerdo. El tapabocas al principio no servía para nada, después fue indispensable. Que el virus venía por el aire, se quedaba en piso, en las mesadas, en las suelas de los zapatos, en las bolsitas del supermercado, y había que lavar y desinfectar todo con obsesiva rigurosidad. ¿cuánto de esto sigue en pie? ,¿Da para ponerse paranoicos o mejor entregarse a las medidas que se indiquen cerrando los ojos, respirando hondo y dejándose llevar? ¿Qué opciones tenemos si lo único que se sabe es la forma en que nos tenemos que cuidar? ¿Hasta cuándo vivir aislados y con escafandras confiando en que cuando nos reencontremos con otros también se hayan cuidado como nosotros? Vivimos un cansancio agobiante porque tenemos que estar esquivando noticias y sugerencias con indicaciones y contraindicaciones y aunque uno no quiera uno ve el noticiero, uno recibe informaciones por las redes sociales y se ve abrumado con tantas fake news de sabios no siempre bien intencionados posedores de nuevas verdades reveladas.


Las vacunas tan esperadas se siguen haciendo esperar. Ya hay varias con la dichosa tercera etapa concluida y, supuestamente, con una efectividad muy alta. Pero todavía falta. Muchos nos preguntamos por posibles efectos secundarios, por consecuencias a largo plazo dado que no hubo tanto tiempo para testearlo. Además, una vez que estén aprobadas y sean seguras habrá que producirlas, conservarlas, asegurar que la cadena de frío no se rompa en su transporte, almacenarlas, distribuirlas, formar gente que sepa cómo manipularlas y administrarlas. … Falta. Falta tiempo todavía. Aunque todo parece indicar que funcionarán y ese tiempo que falta se ve bien diferente al tiempo que faltaba cuando no había ninguna vacuna. Ahora es solo eso, cuestión de tiempo, antes era nunca. 


O sea que tenemos que seguir aguantando. Tenemos que seguir cubriéndonos bocas y narices, manteniendo la distancia segura, no aventurarnos gratuitamente ni poner en peligro a los demás. Se nos va la vida en ello. Lo bueno es que sabemos cómo cuidarnos, no sabemos hasta cuándo deberemos hacerlo pero sabemos cómo. Me acuerdo de la epidemia de polio allá en la década del cincuenta, los chicos que caían como moscas y eran enviados a eso que llamaban pulmotor y que no entendíamos qué era. Los diarios y la radio informaban día a día cuantos habían tenido que ser metidos en los dichosos pulmotores que los más chicos, yo tenía diez años, imaginábamos como cámaras de tortura. Vivíamos con la bolsita de alcanfor colgada del cuello y los árboles de la calle estaban pintados de blanco con cal. Alcanfor y cal eran los milagros que nos protegerían, unas frágiles armaduras contra el mal. Recuerdo vívidamente cuando Jonas Salk, norteamericano e hijo de inmigrantes rusos, produjo su vacuna inyectable y cuando años después Albert Sabin este virólogo nacido en Polonia y también judío, la mejoró con una gotita que te la daban en un terrón de azúcar. ¡Qué alivio! ¡Qué sensación de libertad! como si nos hubieran quitado un grillete pesado que no nos dejaba caminar. 

Y claro, obviamente viene a mi memoria lo que debieron superar los sobrevivientes de la Shoá. Todos conocemos esas historias que parecen venir de otro planeta, historias de esperanza y de reconstrucción.

 

Mis padres sobrevivieron escondidos durante dos años. Papá era carpintero pero quería ser actor. Antes de la guerra integraba el elenco del teatro judío de su ciudad y había protagonizado varios musicales. Adoraba cantar y bailar. Así lo conoció mamá y se enamoró de su vitalidad y alegría. Cuando estuvieron escondidos debían estar en total y absoluto silencio para no despertar sospechas en los vecinos. Les preguntaba cómo hacían para pasar el tiempo, como aguantaron el día por día, hora por hora, minuto por minuto durante dos años. Una de las cosas que hizo papá fue anotar en una libreta las letras de las canciones de las obras en las que había actuado. No se las acordaba bien y centraba su atención en ese ejercicio de memoria que no sólo lo entretenía sino que le aseguraba, como decía él, que si sobrevivía volvería a subirse a un escenario, volvería a cantar y a bailar. Lo único cierto es que sobrevivió, las circunstancias no le permitieron volver a actuar. Pero siempre cantaba y me enseñó a mí todas esas canciones, especialmente las de su amado Gebirtig. 


De entre las miles de historias, quiero compartir la de Felix Zandman.

Felix Zandman nacido en Polonia fue el fundador en Israel de Vishay Intertechnology, uno de los mayores fabricantes mundiales de componentes electrónicos con plantas de fabricación en Israel, Asia, Europa y Estados Unidos. Vishay cotiza en bolsa, tuvo en 2018 ingresos de $ 3 mil millones con 24,100 empleados a tiempo completo.

Felix, sobrevivió al Holocausto gracias a la familia de Jan y Anna Puchalski que lo escondieron junto con varias personas más durante 17 meses. Su escondite principal era un pozo al costado de la casa, de 170 cm de largo, 150 cm de ancho y 120 cm de alto. Uno de los otros escondidos era su tío Sender Freydowicz, que le enseñó trigonometría y matemáticas avanzadas en la total oscuridad, sin pizarrón, sin papel, sólo con la voz. Cuando terminó la guerra ingresó sin problema alguno en la Universidad de Nancy, en Francia donde estudió física e ingeniería y al mismo tiempo entró en la Escuela Nacional Superior de Electricidad y Mecánica. Recibió un doctorado en la Sorbona como físico en un tema de fotoelasticidad y fue honrado con la Medalla Edward Longstreth del Instituto Franklin. No son de extrañar estos logros académicos cuando él mismo decía que le bastaba con escuchar una clase para tener todo en la cabeza. Así lo había entrenado su tío en las largas horas de oscuridad en el escondite bajo tierra. Murió en 2011 a los 83 años pero su creatividad, su insistencia en no dejarse vencer por ningún desafío y las habilidades que desarrolló en sus años de escondite hicieron de él un hombre que abría caminos allí donde todo parecía cerrado e impenetrable.

No todos podemos ser como Felix Zandman, claro. Pero aprendí con el y con mis padres que lo que uno vive no determina un único camino. Que las desdichas, las injusticias, las cosas que sino le pasan no nos llevan fatalmente a la neurosis o la enfermedad. Mis padres y Félix, salvando las distancias, nos muestran que es humanamente posible elegir la vida cuando tuvimos la suerte de continuar vivos, que está en uno la decisión de insistir y persistir, de levantarse una y otra vez luego de cada caída, de elegir hacia dónde ir y como seguir. Si fuimos víctimas de algo, cuando eso termina está en nuestras manos elegir la victimización, es decir incorporar la condición de víctimas a nuestra identidad, o salir de ahí, aprender de ello y dibujar un nuevo camino. 

Porque nadie elige lo que le pasa, simplemente le pasa. 

Pero sí puede elegir lo que uno hará con lo que a uno le pasa.

Y como decía mi mamá, nadie sabe de lo que es capaz hasta que la vida no lo desafía y lo pone a prueba. 


Comentario de Gabriela Fernández Rosman:

DIANA WANG -ME SUMO A TU CLUB.

Delgada, jovial, con una bijouterie negra sobre un blusa roja, y una biblioteca por detrás, habló Diana Wang con cierta desfachatez de chica Almodóvar que pasa de todo, pero no de moda.

Quizás, mejor aún, como si fuera la Maga de Rayuela, construyendo lo imposible desde el caos, buscándole el mejor vericueto a lo patético para avanzar hasta lo vital, “saltándose” la expectativa de la sorpresa, evitando la angustia de la incertidumbre, fortalecida desde la genética y la Memoria de la historia de sus padres sobrevivientes del genocidio de la SHOA.

Nos predicó desafíos estimulantes y nos conectó con la pasión de nuestros sueños, ésos que no nos pesan para levantarnos a las 6 de la mañana.

Aceptó que las improvisaciones son buenas como respuestas apremiantes pero no hay que dedicarles más de lo que valen a aquellos que pretenden llevarnos de las narices mientras dicen cuidarnos y van y vienen con sus ideas y sugerencias, que no sabemos si siempre son bien intencionadas.

Con un alto tenor de motivación, se apoyó en otras tragedias de la historia superadas como la epidemia de la poliomielitis y supo dar de los mejores ejemplos, como investigadora que es, de quienes supieron convertir la laceración en arte.

Inspirada en la idea de que “lo que uno vive no lo lleva a un único camino”, citó la obra de Jorge Semprún “La escritura o la vida”, quien fuera liberado del campo de Buchenwald y que encontrara en la escritura, un recurso psicológico para rememorar después del prudente silencio sanador, como tantos otros.

“Está en nuestras manos elegir la victimización o salir de ahí y dibujar un nuevo camino. Nadie elige lo que pasa pero sí lo que uno hará con lo que a uno le pasó (…) instalarse como víctima es una trampa mortal”.

Afirmó con seguridad que si no aprendemos de lo que nos pasa, nos rompemos y generó la idea de ese potencial latente que tenemos y que no sacamos hasta que las situaciones de la vida nos intimidan.

Como si hubiera sido un flashback apareció mi abuela diciéndome que no hay mal que por bien no venga mientras amasaba jalá y celebré que “la Wang” dijera “que no hay un camino fatal a la neurosis o a la enfermedad”.

Si bien justificó al miedo como “una condición de supervivencia, que no hay que evitar ni soslayar” dejó bien claro que tampoco es cuestión de exagerarlo porque nos paraliza o nos sumerge en un sesgo de negatividad que opaca la imagen del futuro.

Reconoció que las crisis no siempre significan oportunidad pero “si sabés hacés la tuya” puede que la encuentres.

Heredera de su historia a la cual mira no como una sombra de piernas largas sino como una trayectoria de enseñanza que gravita en su presente, Diana Wang busca el jardín propio en medio del desierto con la filosofía pionera de una Hejalutz Lamerjav (pionera del horizonte) y se pregunta qué es el éxito sin darle demasiada importancia.

Sugiere que no nos dejemos vencer por las dificultades que a veces las anticipamos tanto que nos impiden hasta dar el primer paso.

Tomando como ejemplo su tema principal de investigación, los niños, hoy adultos, sobrevivientes de la Shoa, explica con claridad que “el escenario del genocidio es un escenario de fractura trágica de pacto social” y de la intemperie espiritual que provoca que el Estado protector me quiera aniquilar y salvando las lógicas y respetuosas diferencias, hubo que ladearse un poco y mirar el techo de nuestras casas para evitar la sensación.

Pero “ a pesar de todo, acá estoy” dice Wang “lo tengo escrito en mi identidad y en mi subjetividad”.

Se despide risueña porque “en el campo más yermo crece césped y hasta puede que aparezca una flor”.

Yo me quedo recitando para mis adentros las hermosas palabras de Hamlet Lima Quintana: Hay gente que con sólo decir una palabra/enciende la ilusión y los rosales /que con solo sonreír entre los ojos/ nos invita a viajar por otras zonas/ nos hace recorrer toda la magia.

Y ya lo dijo él, esa es la gente necesaria.

Hipocondríacos y desaprensivos.

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La pandemia nos enfrenta con un nuevo desafío como pareja, ¿cómo cuidarnos cuando cada uno piensa el cuidado de manera diferente?

Ya veníamos acordando, negociando y pactando todos los aspectos de la cotidianidad. 

Los horarios de dormir y levantarse, de comer y bañarse, de mirar la televisión o encontrarse con amigos. Los espacios compartidos y los personales. La proximidad con la familia extensa, cuando vernos, con qué frecuencia, qué participación darle al interior de nuestra vida. La educación de los hijos, la escolaridad, las reglas de comportamiento, las explicaciones o “porque sí”.

La epidemia y el aislamiento social que le siguió, abre un nuevo espacio de acuerdos y/o conflictos: las reglas de higiene y protección. Esta nueva situación se asienta habitualmente sobre conflictos previos, lo que no lo hace más fácil, particularmente cuando hay niños de por medio.

En la línea que va desde el extremo del hipocondríaco al del desaprensivo, hay dos personas cuya visión sobre el cuidado es tan distante y diferente que se transforma en una pulseada cotidiana. 

¿Cómo manejar las salidas, más bien las entradas después de las salidas?. Los zapatos, el tapabocas, el tocar cosas sin haberse lavado las manos, el interrogatorio angustiado de ¿con quién estuviste? ¿fue en un espacio cerrado? ¿durante cuánto tiempo? ¿a quién tocaste? ¿había alguien con tos? ¿alguien estornudó cerca? Y el muro de la desconfianza mutua, que probablemente ya existía, crece, se hace más gordo con un sustento si se quiere más sólido porque se trata del alto potencial de contagio del COVID.

El desaprensivo lo era ya antes, no es una novedad. Tal vez también descuidado, olvidadizo, desordenado. Era obvio en la vida cotidiana e incómodo para quien tuviera que ordenar o planificar. Pero no tenían incidencia en la salud.

El hipocondríaco también ya lo era antes, tampoco es una novedad. Ya su preocupación por el orden y la limpieza era una característica que no le hacía la vida fácil a quien no tuviera su misma característica, pero ahora, el miedo en esta pandemia lo transformó en una especie de moscardón detective con lupa y linterna.

Entre uno y otro estamos casi todos, con rasgos de uno u otro y la persona con la que convivimos compartirá algunos y diferirá en otros. Y hasta la cuarentena, salvo pequeñas escaramuzas, estas diferencias no eran un conflicto insuperable. Levantamos las toallas que deja en el piso después de bañarse, nos sonreímos cuando abre la heladera y roba algún bocadito fuera de horario, si lleva un sándwich a la cama le acercamos un platito para que no nos llene de migas, ponemos los cubiertos en la mesa como le gusta que estén, aunque no nos acordemos agendamos las fechas que le importan, aceptamos que esté prendido al celular, dejamos abierta la ventana si eso es lo que gusta para dormir y tantas cosas, en general chiquitas, pero que muestran que entendemos que el otro es otro y el otro a su vez nos muestra que entiende que somos como somos. 

Pero en cuarentena el riesgo de contagio es tan grande que el más aprensivo, sin llegar a ser hipocondríaco, no tiene resto para compensar el descuido de quien parece no estar preocupado. En el medio, los chicos, testigos de una pelea constante sin resolución. Porque a medida que ambos defienden sus respectivas posiciones, la cuarentena se vuelve un campo de batalla que amenaza con romper el bienestar familiar. Allí, se trata de ganar, no hay manera de escuchar, ni pactar, ni entender, ni restablecer la confianza. 

El aislamiento es la única defensa contra el coronavirus. Se atendió ese factor y en el camino se destruyó la economía y tantas fuentes de trabajo. No se pudo o no se supo congeniar ambos aspectos y se privilegió uno en detrimento del otro. Los resultados aún están por verse aunque los contagios no han aminorado. Hubo otros países que ponderaron ambas cosas. Sigamos ese modelo en nuestras relaciones familiares. Si por cuidarnos del contagio destruimos nuestra familia, si ganar la discusión nos lleva a la separación, si desconsiderar la situación o mirar con lupa termina siendo un fractura irrecuperable, pensémoslo de nuevo y pongamos las cosas en su debido lugar. Estamos desafiados, igual que el país, a encontrar soluciones de compromiso, es decir que atiendan ambas necesidades. En cada familia la solución será diferente, en cada pareja la discusión derivará en puentes de acercamiento.

La salud es tan importante como la paz familiar. No se trata de opciones extremas sino de ponderación y sensatez.

Publicado en La Nación 9 de septiembre 2020

Exitos y fracasos

Ilustración de Fidel Sclavo.

Ilustración de Fidel Sclavo.

Salimos de guatemala y, vencidos y apurados, caemos en guatepeor. ¡Qué difícil es superar los fracasos, las frustraciones, las caídas! ¡Cómo duele! ¡Cuánto hiere la autoestima! Queremos dejarlo atrás y el apuro por hacerlo nos hace volver a fracasar. El éxito, cualquiera que sea, es una consecuencia de nuestra capacidad de recuperación y de lo que pudimos aprender. Recuperación y aprendizaje requieren tiempo, no suceden instantáneamente. Los éxitos, sean científicos, artísticos o de cualquier índole, suelen ser imaginados como si hubieran sido producto de un milagro, de una súbita iluminación, de la suerte, o de algún talento particular que solo tienen algunos. Se suele pasar por alto el arduo trabajo previo, a menudo a lo largo de años, los múltiples ensayos y errores que condujeron a muchos callejones sin salida, los sueños hechos añicos cuando la realidad se empeñaba en refutarlos, las mil y una dificultades que implica concretar un proyecto, probar una idea, hasta incluso lo difícil que es conseguir ser escuchado y convencer a otros de que vale la pena. “Me equivoqué” nos decimos. ¿Pero qué es el error? ¿Es lícito rebobinar la película y volver al momento en que alguna decisión fue tomada y leerla con el diario del lunes? Es obvio que una vez conocido el resultado advertimos que hubo algo que no habíamos considerado. Recién entonces. Antes no lo sabíamos. Habíamos tomado la decisión con los datos que teníamos a la vista. No teníamos la información del resultado. Por eso ¿a qué llamamos error? ¿podemos acusarnos de habernos equivocado cuando no sabíamos que sería un fracaso? Y sin embargo, es lo que hacemos: nos acusamos, nos sentimos vencidos y si nos dejamos deslizar por el peligroso tobogán de la derrota perderemos la oportunidad de aprender del error. Pero ¿cómo superar la desilusión y el desánimo que nos cubre?, esos momentos en los que todo pareciera estar mal, cuando no vemos la luz al final del túnel y nos dejamos hundir en la vivencia de un fracaso oscuro y paralizante. Sumergidos en ese barro pringoso se nos apaga la capacidad de pensar y solo queremos huir y terminar con eso. Y ése termina siendo nuestro verdadero y único error. Ningún éxito se consigue huyendo de los fracasos previos que pavimentaron el camino. Bien mirados, los fracasos son los que posibilitan los logros porque cada fracaso da una nueva información, si uno se toma el tiempo de mirar y aprender. Nada nuevo aparece sin un, a veces, tortuoso ejercicio de ensayo y error. Si vemos a los fracasos como ganancia y no como pérdida, en lugar de convertirnos en fracasados nos volveremos expertos. Thomas Edison dijo “nunca fracasé, encontré antes diez mil soluciones que no funcionaron”. Volver a intentar, caer y levantarse luego de haberse detenido a aprender, lleva a alcanzar un logro, como bien lo prueban Walt Disney, Bill Gates, Steve Jobs y tantos otros. Vivimos en la ilusión de que el éxito alcanzado por algunos fluyó naturalmente o que hubo una varita mágica que tocó al exitoso para que naciera sabiendo bailar. Bien lejos de eso, los exitosos llegaron muchas veces a guatemala y en lugar de quedarse allí llorando una triste derrota, abrieron bien grandes los ojos, tomaron nota, se pusieron de pie y salieron lentamente junto a sus sabios maestros, los fracasos.

Publicado en Clarin