Hipocondríacos y desaprensivos.

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La pandemia nos enfrenta con un nuevo desafío como pareja, ¿cómo cuidarnos cuando cada uno piensa el cuidado de manera diferente?

Ya veníamos acordando, negociando y pactando todos los aspectos de la cotidianidad. 

Los horarios de dormir y levantarse, de comer y bañarse, de mirar la televisión o encontrarse con amigos. Los espacios compartidos y los personales. La proximidad con la familia extensa, cuando vernos, con qué frecuencia, qué participación darle al interior de nuestra vida. La educación de los hijos, la escolaridad, las reglas de comportamiento, las explicaciones o “porque sí”.

La epidemia y el aislamiento social que le siguió, abre un nuevo espacio de acuerdos y/o conflictos: las reglas de higiene y protección. Esta nueva situación se asienta habitualmente sobre conflictos previos, lo que no lo hace más fácil, particularmente cuando hay niños de por medio.

En la línea que va desde el extremo del hipocondríaco al del desaprensivo, hay dos personas cuya visión sobre el cuidado es tan distante y diferente que se transforma en una pulseada cotidiana. 

¿Cómo manejar las salidas, más bien las entradas después de las salidas?. Los zapatos, el tapabocas, el tocar cosas sin haberse lavado las manos, el interrogatorio angustiado de ¿con quién estuviste? ¿fue en un espacio cerrado? ¿durante cuánto tiempo? ¿a quién tocaste? ¿había alguien con tos? ¿alguien estornudó cerca? Y el muro de la desconfianza mutua, que probablemente ya existía, crece, se hace más gordo con un sustento si se quiere más sólido porque se trata del alto potencial de contagio del COVID.

El desaprensivo lo era ya antes, no es una novedad. Tal vez también descuidado, olvidadizo, desordenado. Era obvio en la vida cotidiana e incómodo para quien tuviera que ordenar o planificar. Pero no tenían incidencia en la salud.

El hipocondríaco también ya lo era antes, tampoco es una novedad. Ya su preocupación por el orden y la limpieza era una característica que no le hacía la vida fácil a quien no tuviera su misma característica, pero ahora, el miedo en esta pandemia lo transformó en una especie de moscardón detective con lupa y linterna.

Entre uno y otro estamos casi todos, con rasgos de uno u otro y la persona con la que convivimos compartirá algunos y diferirá en otros. Y hasta la cuarentena, salvo pequeñas escaramuzas, estas diferencias no eran un conflicto insuperable. Levantamos las toallas que deja en el piso después de bañarse, nos sonreímos cuando abre la heladera y roba algún bocadito fuera de horario, si lleva un sándwich a la cama le acercamos un platito para que no nos llene de migas, ponemos los cubiertos en la mesa como le gusta que estén, aunque no nos acordemos agendamos las fechas que le importan, aceptamos que esté prendido al celular, dejamos abierta la ventana si eso es lo que gusta para dormir y tantas cosas, en general chiquitas, pero que muestran que entendemos que el otro es otro y el otro a su vez nos muestra que entiende que somos como somos. 

Pero en cuarentena el riesgo de contagio es tan grande que el más aprensivo, sin llegar a ser hipocondríaco, no tiene resto para compensar el descuido de quien parece no estar preocupado. En el medio, los chicos, testigos de una pelea constante sin resolución. Porque a medida que ambos defienden sus respectivas posiciones, la cuarentena se vuelve un campo de batalla que amenaza con romper el bienestar familiar. Allí, se trata de ganar, no hay manera de escuchar, ni pactar, ni entender, ni restablecer la confianza. 

El aislamiento es la única defensa contra el coronavirus. Se atendió ese factor y en el camino se destruyó la economía y tantas fuentes de trabajo. No se pudo o no se supo congeniar ambos aspectos y se privilegió uno en detrimento del otro. Los resultados aún están por verse aunque los contagios no han aminorado. Hubo otros países que ponderaron ambas cosas. Sigamos ese modelo en nuestras relaciones familiares. Si por cuidarnos del contagio destruimos nuestra familia, si ganar la discusión nos lleva a la separación, si desconsiderar la situación o mirar con lupa termina siendo un fractura irrecuperable, pensémoslo de nuevo y pongamos las cosas en su debido lugar. Estamos desafiados, igual que el país, a encontrar soluciones de compromiso, es decir que atiendan ambas necesidades. En cada familia la solución será diferente, en cada pareja la discusión derivará en puentes de acercamiento.

La salud es tan importante como la paz familiar. No se trata de opciones extremas sino de ponderación y sensatez.

Publicado en La Nación 9 de septiembre 2020