Otras cosas

Carta al Sr. Dirigente Comunitario y al Sr. Activista judío

Sr Dirigente Comunitario judío, Sr Activista:

Usted entrega su tiempo y esfuerzo para trabajar en lo que considera más útil y necesario para la comunidad y está preocupado porque la gente joven no se acerca a la vida comunitaria y también por el progresivo desinterés hacia lo judío, en especial lo judío comunitario, de los judíos argentinos en general. Dice que quiere que la gente vuelva a acercarse y recuperar la pujanza de las instituciones judías en el pasado. En función de esta preocupación, que me parece genuina, me dirijo a usted con un humilde aporte desde mi particular perspectiva.

I) los judíos de adentro y los judíos de afuera, los intereses, el idioma.

Formo parte de los judíos argentinos integrados a la sociedad general, que no participamos en instituciones comunitarias y que vivimos nuestro judaísmo con cierta nostalgia ancestral, lo mantenemos vivo básicamente con algunas comidas, una que otra canción y la sensación, a veces difusa, otras más claramente recortada, de que somos vistos como “sospechosos” en la sociedad argentina. ¿Cuántos somos? Si ustedes, los judíos argentinos que tienen activa participación en las cuestiones comunitarias son cinco mil, diez mil, veinte, cuarenta mil, serían, en un cálculo generoso, el veinte por ciento de la totalidad de los judíos argentinos. Quedaríamos, entonces, un 80% que son como yo.

Formo parte, entonces, de una gran mayoría que no conoce los nombres y las características de los partidos políticos en Israel. Una gran mayoría que no sabe quién es quién en la vida comunitaria, quién estuvo acá, quién estuvo allá, en quién se puede confiar, en quién no, cuidando qué intereses y desde qué contexto habla cada uno. Una gran mayoría que no lee las publicaciones habituales de la comunidad ni las conoce, que sólo sabe lo que le informan los medios masivos comunes. Una gran mayoría que no sabe que las reuniones de la DAIA son los lunes a la noche y que se sorprende cuando desde allí se producen declaraciones que supuestamente nos representan a todos. Una gran mayoría que no conocía la existencia de tantas instituciones judías, sabía sólo de algunos clubes, escuelas y sinagogas, y descubre sorprendida en su recorrido por la ciudad la enorme cantidad de puertas marcadas con pilotes de los lugares judíos. Una mayoría que comprende sólo castellano y probablemente se pierda en el “comunitariés” en que usted habla con un discurso mechado de palabras en hebreo, de tnuás, sheliajes, keilás, vaadhajinujes, bitajones, que no sepa la diferencia y la distancia entre un rabino conservador y otro ortodoxo, que ignore las fracturas entre los religiosos y los laicos.

Como muchos de esa mayoría a la que pertenezco, el atentado a la sede de la AMIA significó mi reconversión. Me acerqué a aquello de lo que siempre había estado alejada. Me acerqué buscando un lugar más protegido en un país que nuevamente me estaba diciendo que era blanco de asesinos. Busqué a los míos para que me sostuvieran ante posibles réplicas del terremoto. Y ahí me encontré con usted, miembro activo comunitario, que me recibía con los brazos abiertos y me decía que era bienvenida, que trajera por favor a gente como yo, que sería bueno que volviéramos a ser muchos, que nos volviéramos a reunir.

Y traté de ver qué podía hacer, cómo juntarme con los míos. Y me resulta difícil, muy difícil, porque me parece que hablamos distintos idiomas, que nos interesan cosas diferentes.

Me da la impresión de que usted, puesto que está siempre entre gente igual a usted, no sabe en qué estamos los que no somos como usted y tiende a suponer que estamos interesados por las mismas cosas que usted. Y resulta que no. No sé cómo decirlo, pero hay muchas cosas que ustedes discuten que a nosotros no nos resultan importantes. No digo que no sean cosas importantes; creo, por el contrario, que probablemente nos falte la conciencia debido a que no hemos reflexionado debidamente acerca de ello. Si así fuera, es una pena que nos lo estemos perdiendo.

Fui a los actos que organiza la comunidad y no podía creer su estética perimida, solemne y declarativa. No es difícil entender por qué la gente que los llena es siempre la misma, la que forma parte de alguna instancia comunitaria; todos se conocen entre sí, se saludan, decodifican rápidamente las claves y nadie presta demasiada atención. También se comprende la razón de que se trate del grupo etario de los mayores de cincuenta años; en el mundo del videoclip, del zapping, de lo audiovisual tan potente y veloz, la oratoria y el panfleto forman parte de un discurso anacrónico, que no sólo no informa sino que, aún peor, ahuyenta.

Decía un sabio pedagogo que cuando un alumno no aprende, es el maestro el que no ha aprendido la forma de enseñarle a ese alumno. Parafraseándolo, creo que la gente no se acerca porque usted no le habla en el idioma que entiende ni de aquello que le interesa. Se ha preguntado ¿quiénes somos? ¿cuántos somos? ¿qué queremos? ¿qué nos preocupa? ¿qué nos mueve a la acción? ¿qué nos hace permanecer indiferentes? Me parece que son preguntas que debieran ser contestadas antes de emprender nada.

Es verdad que los judíos argentinos que estamos alejados de la vida comunitaria no tenemos muchas cosas en común. Nos diferencian, igual que a los otros grupos étnicos, diferencias sociales, culturales, económicas y educativas. Si usted quiere hablarnos y que le escuchemos, hágalo acerca de las cosas que nos pueden interesar a todos. Es cierto que son pocas.

A mí -y no sé cuán representativa soy- se me ocurren tan sólo dos que creo que nos tocan un nervio, que nos pueden provocar alguna reacción:

1) El tema de la AMIA que nos es común a todos y nos ha golpeado hondo y parejo. Todos queremos saber quién fue, me refiero a la conexión local. Todos queremos saber qué resortes gubernamentales funcionan como obstáculos, quiénes son los responsables y cuáles son las complicidades. En parte la protesta de los lunes de Memoria Activa nos representa a todos y, aunque existan desacuerdos instrumentales o tácticos, no vamos a encontrar un solo judío argentino que no tenga opinión formada y preocupación acerca del atentado a la AMIA y que no se sienta profundamente involucrado. La prueba es que en cada aniversario la convocatoria es multitudinaria.

2) Algunos judíos públicos y el sentimiento antijudío. Otro tema que probablemente nos inquiete, es la controvertida conducta de algunos judíos en la vida pública argentina y el modo en que ello nos implica -nos guste o no- a nosotros. En un país en donde los judíos tenemos para muchos un tinte “sospechoso”, cualquier judío público pasa a ser, rápidamente, “los judíos” y nos quedamos desnudos ante esta alusión. ¿Cómo enfrentar la velada acusación de que somos objeto cuando el personaje es acusado? ¿qué hace la comunidad judía organizada para ayudarnos en este sentido? No me refiero a declaraciones o apelaciones a la racionalidad que nadie escucha. No seamos ingenuos, el prejuicio no es soluble a la razón. El prejuicio debe ser diluído con programas educativos, con un trabajo paciente y constante, con el compromiso de sectores extra judíos del país. ¿Hay algún programa en este sentido? ¿se ha convocado a expertos en temas de prejuicio, en medios masivos, en manipulación para que nos ayuden a comenzar a desenredarnos de esa tela de araña pegajosa? Pues esto sí que nos resultaría importante a esta mayoría de judíos que caminamos por las calles. Lo mismo con el sentimiento antijudío y su intensidad tóxica en la sociedad argentina. ¿Hay planes para trabajar con las instancias religiosas católicas en la formación de curas, catequistas? ¿en las fuerzas armadas, en la policía? ¿con los maestros? Parecen haber sólo intentos aislados (por ejemplo los juicios a los skinheads y a Suárez Mason llevados por abogados de la DAIA, el trabajo extracomunitario e interreligioso de esclarecimiento que hacen Marcos Aguinis y Mario Rojzman entre otros) pero nada que venga con fuerza y peso de la comunidad organizada.

No se me ocurre otra cosa en la que podríamos converger todos.¿La shoá?, ¿los monumentos?, ¿la red escolar judía?, ¿la asistencia social?, ¿los cementerios?, ¿las peleas de facciones y grupos?, ¿la política cultural?..., no sé a cuántos les importa de verdad, cuántos harían algún esfuerzo por dedicar tiempo y energía a ello. No sé incluso a cuántos les importa los vaivenes de la política israelí, cuántos sepan a qué se llama izquierda y a qué derecha en Israel, lo que sé, es que para el judío común, ése de la mayoría que va por la calle, los partidos políticos de Israel están lejos del centro de su inquietud; Israel existe como reaseguro para muchos de ellos, como referente y como posible refugio en caso de necesidad.

Los que estamos afuera tenemos que encontrar razones para querer formar parte activa de la comunidad, no crea que no lo hacemos por perversidad o estupidez. Estamos ocupados en mantener nuestros trabajos o en buscar alguno, en poder pagar el pre-pago médico, en darle educación a nuestros hijos, en poder cuidar de nuestros padres. Algunos, no todos, ni siquiera sé si la mayoría, estamos preocupados por la envergadura de la corrupción a distintos niveles de nuestra realidad argentina y de cómo ello ha reformulado las reglas del juego, el contrato social, lo que está bien y lo que está mal. Los que podemos, corremos entre el country y el centro comunicados por teléfonos celulares; otros estamos sin trabajo y no podemos siquiera pagar el alquiler. Recuerde que, como decían nuestros abuelos, “azoi vi es cristl zij, azoi yidilt zij”,-así como los cristianos, así los judíos- es decir, los judíos nos comportamos como lo hace la sociedad en la que vivimos, por cierto, un contexto que no es hoy amable ni protector, más bien en un sálvese quien pueda salvaje que no fomenta lazos solidarios ni compromisos. Las prácticas sociales de los últimos años nos hacen vivir a nuestra realidad de manera discepoliana, escéptica y nihilista lo que nos ha vuelto descreídos, desconfiados y nos aleja de cualquier cosa que sugiera que podemos ser usados, maltratados y descartados.

Sr Dirigente, Sr Miembro Activo, háblenos de manera transparente de las cosas que nos importan. Si tiene ganas, si tiene tiempo, si tiene capacidad, conquiste usted su lugar en la constelación de la vida política comunitaria, defiéndalo, pero no nos meta en las intrigas palaciegas, no entendemos nada y no nos importa, nos hace huir. Si usted tiene compromisos con alguna instancia empresaria que puede tener vinculaciones políticas o económicas extracomunitarias, por favor, dedíquese a su actividad lo mejor que pueda, pero no se complique la vida y no nos la complique a nosotros asumiendo también un lugar de liderazgo comunitario pués podría chocarse con algún conflicto de intereses; debe haber profesionales liberales, comerciantes, intelectuales capaces, con tiempo, voluntad y capacidad que pueden trabajar para la comunidad, déjelos a ellos, va a ser mejor para todos. Sr Dirigente, háblenos de lo que nos importa, muéstrenos que nos conoce, que le importamos.

Sólo entonces, quizás, algunos tengamos ganas de escuchar.

II) la cultura de la indiferencia.

La primera parte de mi carta fue “optimista” -no es una ironía- pues me dirigí a usted como si todo el problema estribara en usted. Quiero ahora, a fuer de realista, reflexionar acerca de la segunda parte del problema, la gente común, aquellos a quienes usted debería dirigirse para moverlos a participar. Ésta es una parte pesimista. Lo siento.

La pregunta sería: ¿cuánto puede hacer usted por nosotros, los que estamos afuera, cuando de nuestro lado hay indiferencia? Hay una cultura de la indiferencia que trasciende a lo judío y que lo incluye, un aire postmoderno a muerte de ideologías, a pérdidas de sentidos, abonadas y sostenidas por una realidad social salvaje, la salida se ve como individual. La gente común puede sentir como decía Minguito, que “s’égual”, que nada de lo que se haga cambia nada, que no se puede creer en los políticos, en los jueces, en ninguno de los referentes habituales. La gente común generaliza peligrosamente algunas prácticas corruptas a toda la sociedad. La mentira, la defraudación, la desilusión reiteradas junto a la desesperanza y el escepticismo llevan a este estado de cosas. Esto, entre otras cosas, puede haber determinado esta crisis general de participación. ¿Por qué suponer que la comunidad judía puede sustraerse a la crisis general de participación? Vivimos aplastados por el peso del hecho consumado, de la inutilidad o imposibilidad de cualquier reacción o apelación a la ética, la constatación del pragmatismo amoral y la evidencia del envilecimiento de cuanto aspecto era antes respetado en el contrato social. Éste es un contexto en el que los medios masivos generan la ilusión de una participación merced a un llamado telefónico o ir a una manifestación; la gente prefiere seguir delegando en algún otro que sepa más, que pueda más, que haga mejor, que haga, que otros tomen las decisiones y a quien, después, se podrá criticar y juzgar impiadosamente. ¿Comodidad? ¿Pereza? ¿Descreimiento? Tal vez un poco de cada uno, pero de eso se trata, las cosas son así y no podemos considerar planes o conductas o supuestas representaciones desconociendo esta realidad.

¿Cómo entender la pasividad, la no participación, la reclusión en pequeños mundos privados, la indiferencia a cuestiones comunitarias o políticas? Probablemente, como siempre, lo mejor sea huir de las explicaciones simplistas y solicitar ayuda a los que saben para poder empezar a pensar. Pero, mientras tanto, no podemos soslayar la sólida realidad de la no participación de la gente. Esto es así. Tal vez los estilos participativos conocidos están perimidos y se estén buscando otros más legítimos. Tal vez la gente no se sienta representada por ninguna de las instancias tradicionales.

Por todo ello, si le pido, Sr dirigente, que tenga las manos limpias fuera de toda duda o sospecha; si le pido que nos inocule con un torbellino de ética, con lecciones de sobriedad, seriedad y riqueza intelectual; si le pido que genere movidas culturales potentes, convocantes, actualizadas y que reflejen y nos permitan compartir los tesoros del pensamiento judío aplicados al mundo de hoy; si le pido que salga a la calle con la mirada realista y nos busque a todos estos que no somos como usted y nos despierte el apetito por todo lo que usted sabe y posee, y que lea en nosotros lo que nos falta, lo que de verdad necesitamos; si le pido todo esto sin recordar que tal vez usted esté cansado, desanimado, estaría siendo injusta.

Pero se lo pido, se lo pido sabiendo que es difícil, sabiendo que es incierto su esfuerzo, pues creo que vale la pena hacerlo, aunque no convoque a todos, aunque se acerquen unos pocos. Primero son unos pocos, pero si encuentran eco, si hay un espacio, si lo que sucede tiene sentido, vendrán más, porque de alguna manera estamos buscando algo que nos renueve la esperanza y el sentido.

Arremánguese -y perdone la confianza-, llame a los que son como usted y a otros más frescos, con menos desgaste, cálcense los multifocales que les permitan ver a variadas distancias y pongan a funcionar la usina de pensar pensamientos e inventar caminos atractivos, sólidos, de genuino interés, con sentido positivo y veamos si la dura costra de la resignación que nos ha cubierto puede ser conmovida.

LO JUDÍO (Reflexiones de una judía “nueva”

sobre el concepto de judía "nueva" ver nota (1) EL MUNDO GLOBALIZADO Y LA IDENTIDAD. La globalización tiene efectos diversos y a menudo sorprendentes; por ejemplo se ha comprobado que la botella de Coca Cola es el signo más reconocido en cualquier latitud, cualquiera sea el nivel socio-cultural-escolar del encuestado; ello revela la fuerza de penetración de productos en este mundo, y, junto con ellos, de formas de pensar. Un mundo en el que no hay esperas ni distancias; el tiempo es la instantaneidad, los códigos se han ido universalizando, es el triunfo del capitalismo, la masificación progresiva de la información, hegemonizada, claro, por los ubicados en los sitios de poder que arrollan al resto del mundo con sus códigos, de los que, fuerza es reconocerlo, el “mundo” parece estar más y más sediento. ¡Dígannos qué se usa, qué es lo nuevo, qué hay que pensar, qué es estar sano, qué es ser feliz. Dígannoslo, por favor!

El fenómeno de la comunicación que, por un lado, nos acerca tan vertiginosamente, comporta, por el otro, una cara amenazante: el borrado de las fronteras; ello amenaza borrar las identidades regionales y concluir en la fagocitación de las minorías. Uno de los aspectos de la globalización podría ser, de este modo, el de la uniformización con la consecuencia, probablemente no deseada, de la desculturalización, la anomia, la pérdida de la identidad regional y cultural.

Las minorías amenazadas se resisten sin embargo a este riesgo de desaparición. Pareciera que en distintos países, desde diferentes culturas y estratos sociales, está surgiendo una contra-fuerza: estamos queriendo saber quiénes somos, qué nos diferencia de los demás, en qué nos constituimos como grupo reconocible. Estamos queriendo saber en qué somos iguales, en qué diferentes, cómo nos reconocemos en la tal igualdad y en la tal diferencia. Cuanto más nos iguala la velocidad de la información y la universalización de los mercados, más fuerte el deseo de re-encontrarnos en nuestras mismidades pequeñas y regionalizadas.

Hoy no parece tarea fácil saber quién se es. Cuando se nos dice que estamos en el primer mundo, en un cierto sentido es verdad: los productos -sea culturales sea de los otros- que nos vienen de allí, nos llegan con mucha velocidad, (lo que no significa que tengamos el mismo acceso que allá ni que colaboremos en su desarrollo y producción ni en ningún nivel de decisión, salvo el de consumirlos). Los productos del primer mundo nos llegan, los conocemos, muchas veces para saber al instante de qué nos privaremos. Estamos en el mundo. Esto determina una cierta uniformidad en las expectativas, en los ideales, una cierta anulación de las diferencias puesto que todos pareciera que bailáramos al ritmo que nos viene de arriba, y que nos gusta. ¿Cómo saber quién se es si uno tiene tantas ganas de ser como esos que tanto se admira y que nos venden la ilusión de la juventud, el éxito y la felicidad? Es como si viviéramos, a nivel planetario, un fenómeno que el pueblo judío conoce muy bien, el de la asimilación.

El tema de la asimilación es viejo en el mundo judío. Apareció a lo largo de nuestra historia siempre que nuestro pueblo vivía en un sistema apacible, sin peligros a la vista. La asimilación significó para muchos el peligro larvado de la desaparición de lo judío; para otros, era la lógica consecuencia de la convivencia armónica pacífica. En este momento, si bien hay judíos que pretenden vivir asimiladamente, es decir, sin reconocer su identidad judía, hay otros que pretendemos vivir en nuestros medios con esta multiplicidad identificatoria, con la comunidad en la que vivimos y con lo judío, esa otra comunidad que llevamos dentro. He aquí mi pregunta: ¿la llevamos dentro? ¿qué es esta noción que portamos y que nos define y nos diferencia? ¿qué es ser judío?

LA IDENTIDAD JUDÍA. La identidad es un concepto que nos define. No es un concepto unívoco sino multifacético. No es un concepto fijo y rígido, aunque guarda una cierta matriz de estabilidad que nos hace ser quien somos a pesar de los cambios por los que va transitando nuestra vida.

Uno de los aspectos de mi identidad es mi ser judía. Sé que lo soy, pero hoy no me basta, he comenzado a necesitar algo más que el simple “saber”.

¿Todos los judíos se preguntan por qué son judíos y qué es lo que ello significa? Supongo que no todos se lo preguntan, aunque me consta que hay muchos que sí. Supongo que aquellos que no se hacen preguntas deberá ser porque a) ya lo saben y tienen respuestas que los satisfacen, b) no les interesa ya o no les interesa todavía[2] o c) no se reconocen como judíos, por tanto no les cabe la pregunta.

Sin entrar en los ingredientes necesarios con los que se construye toda identidad, pienso que la identidad judía, igual que los otros aspectos que hacen a la identidad, puede ser mirada y comprendida sólo en contexto. No es lo mismo, de este modo, la identidad judía construida en el seno de una comunidad profundamente anti-judía que en el de una comunidad indiferente o favorable a lo judío, no es lo mismo ser judío en Israel que serlo fuera de sus fronteras, no es lo mismo ser judío en países católicos que serlo en países con otras confesiones, no es lo mismo ser judío ashkenazí que ser judío sefaradí (-¿no es lo mismo?- ,- No, no es lo mismo.- , -Pero, si no es lo mismo, ¿cómo es que somos lo mismo?¿En qué somos lo mismo?-).

También debe ser contextualizado el momento histórico y el lugar. Debo empezar por preguntarme, entonces ¿qué es “lo judío” en la Argentina, en la ciudad de Buenos Aires después del atentado a la embajada de Israel y a la AMIA?, pregunta que me remitirá, supongo a una que me es más esencial: ¿qué es “lo judío” a fines del siglo XX después de la shoá? ¿ser judío es hoy igual a como ha sido en otras épocas? ¿hay una manera de ser judío universal y atemporal?

Estas reflexiones surgen de observaciones espontáneas, charlas no programadas, encuentros, impresiones, suposiciones, nada parecido a una investigación, es un diálogo conmigo misma y tengo la curiosidad de saber si hay otros que mantienen conversaciones parecidas consigo mismo.

LAS DIFERENTES FORMAS DE SER JUDÍO. Tengo la impresión de que se están gestando diferentes formas de ser judío, además de las clásicamente conocidas. Las dos maneras más claras y distintivas son la del Estado de Israel y la de los Estados Unidos de Norteamérica, en donde los judíos han ido creando una cultura, códigos, interacciones, formas de ver el mundo, particulares, que les son patognomónicos y que no siempre compartimos los demás judíos. Nosotros[3] -los que no estamos en Israel ni en USA-, nos vamos integrando a las comunidades en las que vivimos, comunidades con mucho menos peso internacional y poderío económico; nos vamos impregnando de algunos olores locales que tienen menor trascendencia y casi nula influencia sobre los judíos del resto del mundo. Aunque somos pocos en cada país, pareciera que, otra vez debido a la globalización, nuestra inserción y nuestros problemas son similares en un sentido, ya sea que se trate de la Argentina, Chile, Uruguay o Francia, Grecia, Holanda. Las formas de ser judío que vienen de Israel y de los Estados Unidos, no siempre en ese orden, nos llegan como LA FORMA (correcta, única, verdadera) de ser judío, que puede diferir de ideas y modalidades, aprendidas de nuestros padres. Las diferencias transitan básicamente por las especificidades de cada cultura del país de residencia, por ejemplo la historia y el grado de antisemitismo, la historia y el grado de xenofobia, la presencia o no de sistemas autoritarios, el grado y alcance de la democracia.

“LO JUDÍO” EN LA ARGENTINA. No es ni ha sido una experiencia unívoca ni generalizable, pero, los dos atentados han determinado una relación nueva, más urgente o urgida, cuestionamientos que parecían perimidos, reflexiones acerca del resto de nuestra sociedad y acerca de la solidaridad interna de la comunidad judía y su histórica y bíblica defensa del oprimido, de la justicia, de los valores del humanismo. Adicionalmente, y como golpe de gracia, la caída de los bancos -en el contexto de una profunda modificación de la actividad bancaria a nivel nacional- dirigidos por personas con alto compromiso comunitario que determinó una doble lealtad -con la comunidad por un lado y con sus bancos por el otro-, dejó el tema de “ser judío en la Argentina, hoy” en carne viva y con dolor. Para algunos ha vuelto a ser momento de preguntarse por su identidad, es decir, por aquello que los hace ser iguales, o, al menos, ser vistos como iguales, a otros. Haciendo estas salvedades, veamos cómo me parece que hemos sido definidos en tanto judíos en la Argentina.

Ser judío -como cualquier otra identidad- admite, en principio, dos definiciones: la exógena (cuando soy definida como judía por los de afuera, los que no son judíos) y la endógena (que se subdivide en dos: cuando soy definida como judía por los otros judíos y cuando yo me reconozco como tal).

La definición exógena. Desde afuera, en la Argentina, somos definidos como judíos por nuestro apellido (la comunidad argentina cataloga rápidamente como judío a todo apellido alemán y eslavo), nuestro aspecto físico (piel muy blanca, ojos claros, nariz encorvada), nuestra ropa y/o arreglo personal (uso de kipá, largas barbas), los lugares que frecuentamos (clubes e instituciones judías, religiosas o laicas), etc. En la Alemania nazi, las tristemente famosas leyes de Nürenberg determinaron con precisión “lo judío”; además del ideario antisemita tristemente conocido, se trataba de un concepto biológico, “racial” según lo llamaban erróneamente, en cuyo caso les bastaba con la revisión del pasado familiar: si algún padre o algún abuelo era judío, la persona en cuestión también lo era; se trataba de una cuestión genética, estaba en la sangre. Algo de este concepto aún tiene vigencia en nuestro medio, en consecuencia, en Argentina, para los no judíos, también será definido como judío todo aquel que sea hijo o nieto de algún judío. Es un secreto a voces que hay lugares, instituciones, reductos que quieren mantenerse “puros” y que no admiten -jamás explícitamente por supuesto- el ingreso de judíos aunque éstos no se reconozcan como tales, basándose en alguno o varios de los criterios que acabo de enumerar. Debido a que el grueso de la inmigración judía en la Argentina provino a comienzos de siglo de Rusia, la imagen física del judío se corresponde con la de aquellos inmigrantes. Los “rusos”, mote con el que aún hoy se nos llama, -o los “moishes” o los “paisanos”- deja afuera a los sefaradíes y muchas veces también a los alemanes, franceses, italianos, etc, que, debido a ello sufren, en principio, de una discriminación menos grosera. Curiosamente con esta imagen se han invertido las cosas: en Europa, las características físicas del judío sostenidas por las ideas antisemitas y por el grueso de la población, determinaban que se trataba de personas de piel cetrina, ojos pardos u oscuros, pelo oscuro; contrariamente y debido a la ya mencionada inmigración rusa, en nuestro país, se supone que el judío es de piel blanca, rubio o pelirrojo y de ojos claros.

Definición endógena. Desde adentro, ser judío parece definirse por varias cosas. La definición oficial de la comunidad judía religiosa -paradójicamente similar a la definición nazi-, es que es judío todo nacido de vientre judío. Pero, para muchos de nosotros, el ser judío pasa por otros lados.

a) Obviamente, está el haber sido criados como judíos, en cualquiera de sus formas (religiosa o laica, tradicional o integrada) en una familia que en algún punto se define a sí misma como judía.

b) Puede darse que, aunque no se haya sido criado como judío, el hecho de saber que alguno de los progenitores lo sea, puede actuar como disparador de una investigación de la historia y un sentimiento de pertenencia.

c) Una de las cosas que caracterizan a un grupo humano que se reconoce como grupo es la noción compartida de una historia común. También para los judíos. Está, en consecuencia, la vivencia del pasado común hecha de historia y rituales que se traduce muy concretamente en códigos particulares para comprender y conocer la realidad.

d) Está la hermandad, la solidaridad que se produce al pertenecer a un grupo minoritario.

Sin embargo, lo judío -como sucederá probablemente con otros grupos minoritarios- no es unívoco sino que aparece segmentado por sectores. Podemos diferencias entre aquellos que profesan la fe religiosa y la observancia de los preceptos en sus distintos grados y en el otro extremo los laicos, lo que determina puntos de vista, hábitos, modos de vida muy distantes. Pero también está la cuestión de gustos, preferencias y estilos entre sefaradim y ashkenazim, entre los que inmigraron a principios de siglo y los que vinieron más tarde, entre los que provienen de países eslavos, los de países germanos, los de Asia menor, los de Africa, etc. Si ponemos a observarnos con detenimiento veremos cuántas diferencias hay entre nosotros (sin entrar a considerar otras segmentaciones sociales como por ejemplo la actividad laboral, el segmento socio-cultural, las ideologías, el nivel de compromiso comunitario y/o político, etc).

No somos un colectivo social. Estamos muy lejos de serlo, salvo, claro está, en la mirada del antisemita que cree que somos todos iguales.

Y sin embargo, a pesar de tantas diferencias, todos somos -nos sentimos, nos reconocemos- judíos.

Eppur si muove. SENTIMIENTO Y RECONOCIMIENTO. Hay quien dice que es judío el que se siente judío; si bien coincido con esta definición, no me parece suficiente. Durante muchos años, aunque el tema de ser judía no era un tema para mí me gustara o no, lo aceptara o no, era claramente visualizada como judía por el afuera; ser vista como judía por los demás, me instalaba en la comunidad judía, me separaba de la comunidad no judía. Se trata del aspecto exógeno de la definición, aspecto que no está considerado en la frase “es judío el que se siente judío”[4]. En toda sociedad la mirada del otro forma parte de nuestra definición, nos vamos co-construyendo en sucesiones y simultaneidades de asunciones y delegaciones, atribuciones e identificaciones. Es decir, puede ser judío alguien que no se sienta como tal pero que es definido de esta manera por el afuera. Inversamente, alguien que se sienta judío puede no ser reconocido como tal por la comunidad judía (religiosamente, sólo es judío el nacido de vientre judío) que no lo acepta ni reconoce como parte de la comunidad.

LOS DESIGNADORES. Pareciera que se es judío cuando uno se siente como tal, se reconoce y se acepta y también cuando es reconocido y aceptado por algún sector de la sociedad que actúa como designador. Cuando alguien es judío, entonces, ¿es judío porque lo dice quién? Parece que habría en principio tres designadores: 1) desde la comunidad no-judía, 2) desde la comunidad judía y 3) uno mismo.

Como ya dije en la primera parte, en la Argentina, somos definidos como judíos por nuestro apellido (la comunidad argentina cataloga rápidamente como judío a todo apellido alemán y eslavo), nuestro aspecto físico (piel muy blanca, ojos claros, nariz encorvada), nuestra ropa y/o arreglo personal (uso de kipá, largas barbas), los lugares que frecuentamos (clubes e instituciones judías, religiosas o laicas), etc.

En el interior de la comunidad judía, se admiten varias definiciones con distintos grados de estrictez (hijo de madre judía, hijo de padres casados bajo jupá, varón circuncidado, hijo de padres o abuelos judíos, mujer u hombre convertido, etc); cada sub-grupo dentro de la comunidad tiene para sí los requerimientos que en el interior del grupo define a sus miembros como judíos.

Los judíos conversos y sus descendientes,¿siguen siendo judíos? En España, por ejemplo, los judíos que decidieron permanecer en esa tierra, debieron convertirse, de buen o de mal grado, convencidos o simulando estarlo.

¿Cuál ha sido el destino de aquellos marranos que, en las primeras generaciones “judeizaban en secreto” y en las siguientes fueron olvidando que habían sido judíos? Con el paso de los años y los siglos, fue borrándose el pasado común y los descendientes de los conversos viven hoy en el desconocimiento de su historia. ¿Cuánto los define hoy esta historia? ¿Los españoles de hoy, los descendientes de aquellos que fueron forzados a la conversión y que no saben ni sospechan ni imaginan que podría haber judíos en su pasado, ¿son judíos? Si defino el ser judío desde uno mismo como un sentimiento y un reconocimiento, no lo son. Si se elige la definición del mundo no-judío, es decir la “sangre” o la “biología” (ideas que, no me cansaré de repetir, deslizan rápida y peligrosamente hacia el concepto de “raza”), lo sientan o no, lo reconozcan o no, les guste o no, si sus antepasados fueron judíos, lo son. Si tomamos como categoría la lealtad a una historia común, ¿a qué historia son leales, a la de antes de la conversión o a la de después? ¿cómo se decide, con qué criterio si es que hay alguno además del subjetivo?

Este problema no sólo se da con los judíos conversos españoles. También lo tenemos con los judíos primero asimilados y luego conversos de todos los tiempos. ¿Son judíos? Obviamente la respuesta dependerá de cuál sea la definición de judío que se tome.

Cuando el designador es uno mismo. Pero el punto que me interesa en este momento, es la definición que proviene de uno mismo, una definición que trasciende de alguna manera misteriosa el tiempo y el espacio, que tiene que ver con el sentimiento y el reconocimiento: ¿qué es, para mí, “lo judío”?

Nos levantamos temprano. Hace mucho calor. Hay que salir bien temprano porque si no el sol no permite hacer todo el recorrido. Estamos con mi marido en Uxmal, unas ruinas mayas en la península de Yucatán. Casi no hay otros turistas debido a lo temprano de la hora. Caminamos por uno de los senderos entre los restos de las construcciones y vemos venir hacia nosotros otra pareja. Cuando estamos lo suficientemente cerca, alcanzo a distinguir que la mujer lleva un maguen David en el cuello. Yo llevo una Jai. Nuestras miradas van hacia nuestros respectivos colgantes como atraídas por un imán irresistible. Nos saludamos como si fuéramos conocidos. Ellos son belgas, nosotros argentinos. No nos hace falta hablar demasiado. No tenemos mucho que decirnos, sólo le ponemos palabras al reconocimiento aunque sin mencionarlo. No nos decimos “los cuatro somos judíos” pero los cuatro sabemos que la pequeña conversación se debe a que sabemos que lo somos. Quiénes somos, de donde venimos, a dónde vamos, qué calor, qué impresionantes las ruinas y se terminó lo que podíamos tener en común. Sin embargo no, puesto que lo que tenemos en común tiende un puente invisible que nos une con una estrella en una punta y unas letras hebreas en la otra, un clima de familiaridad misterioso que podría permitir que nos sintiéramos como hermanos de estos desconocidos. ¿Cómo se ha construido y cómo se sostiene esta vivencia de pertenecer a la misma familia? ¿Cuáles son los ingredientes? ¿Cómo sucedió que la noción de una historia común ha hecho que la identidad judía trascendiera las diferencias zonales, temporales, conductuales? No es del todo extraño por cierto que yo me pueda sentir hermanada con una mujer belga (blanca, occidental, europea) ¿Qué me une por acaso a un judío chino, a un etíope, a un turco? ¿qué costumbres? ¿qué formas de ver el mundo? Acá está el centro de mi pregunta. ¿En qué soy igual a un judío etíope o a uno de Kaifeng? No tenemos aspectos físicos similares, ni apetencias culturales o sociales, ni costumbres familiares. Y, sin embargo, todos decimos de nosotros mismos “soy judío”.

¿Qué tenemos en común?

Lo único que se me ocurre que nos une es la común noción de que somos judíos. El sentimiento otra vez, y el reconocimiento.

Si a través de la historia, los judíos nos hemos ido adaptando a las tierras por las que hemos ido estando en esta transitoriedad que tanto nos identifica; si nuestras costumbres, nuestras comidas, nuestros idiomas, nuestros aspectos físicos, fueron siendo más y más los de los lugares en los que establecimos nuestro hogar, ¿cómo se ha ido construyendo y sosteniendo este sentimiento, esta vivencia común de comunidad más allá del tiempo y del espacio y de las características físicas y conductuales? ¿Cuál ha sido ese poderoso factor común?

LOS ATRACTORES. Tomo prestado de la física el concepto de atractor como metáfora para comprender los elementos con que se ha ido construyendo la vivencia de ser judío. Llamo atractor a una especie de eje alrededor del cual se organiza, en este caso, la noción de la pertenencia,(cuando digo “especie de eje” pienso en “factor aglutinante”, “atractor universal”, es decir, una idea o conjunto de ideas, alrededor de la cual podían construir “lo judío” personas de distintos países, culturas, etc). Veo tres atractores y la reciente aparición de un cuarto que es en realidad la reedición aggiornada del primero. 1) La religión. El primer gran mensaje del que fuimos portadores a la civilización occidental fue el del monoteísmo. Durante siglos, mantuvimos como constante la fe y la militancia religiosa a través de la cual nos íbamos contando, generación tras generación, nuestra historia, nuestras leyes, valores y principios humanistas y de convivencia. El gran eje unificador de lo judío a lo largo de la historia, hasta fines del siglo XIX, fue la observancia religiosa, “shemá Israel...”. Pero no sólo el monoteísmo. También un cuerpo complejo y elaborado de leyes, prescripciones y prohibiciones que ordenaban un modo de vida civilizado y ético, un universo que hacía posible la existencia respetuosa, la supervivencia y la continuidad. El ser judío se definía de suyo y de modo universal, sin mayores problemas ni cuestionamientos. Costumbres, conductas, procederes, todo estaba claramente estipulado, reglado, penado. En el interior de la comunidad judía cada uno sabía quién era, qué se esperaba de él, qué podía y qué no podía hacer.

Hacia el exterior, esta persistencia en la observancia, esta sumisión a la tradición y a la ley, esta vocación activa de permanecer iguales a nosotros mismos y provocativamente diferentes del resto de la comunidad en la que vivíamos, no nos hizo la vida muy fácil. Curiosamente, cuanto más oposición recibíamos de la sociedad, más era nuestra persistencia en la continuidad. Esta situación tuvo su primer clímax durante la inquisición española, precedida por la dura experiencia de persecución en las Cruzadas.

2) El sionismo. En este siglo se produjo el florecimiento de un segundo eje que definía lo judío. Este segundo eje fue el sionismo. La lucha por el establecimiento de un territorio nacional fue un nuevo atractor universal, una nueva manera de ser judío que permitió que los agnósticos, los europeizados, los politizados, siguieran perteneciendo a la comunidad judía aunque no asistieran al jéder, aunque no rezaran ni tuvieran creencias religiosas o aunque no asistieran a sinagogas ni respetaran rituales o tradiciones. Ser sionista, aunque duramente resistido por los antisionistas como idea, era una definición sólida de lo judío que bastaba, era autosuficiente, una renovada bandera de lucha e identidad.

Hoy, después de 50 años de existencia del Estado de Israel, hay varios y diferentes sionismos. Se mantiene el clásico, el que propende a hacer aliá y, en el otro extremo, el que algunos llaman “simpatizante de Israel”, esto es el judío que vive fuera de Israel y que reconoce la importancia de la existencia del Estado de Israel, se siente con derecho a opinar, a luchar por sostener su existencia, pero no tiene la intención ni el interés de hacer aliá ni trabaja para que lo hagan otros. Este tipo de sionistas -¿post-sionistas? ¿neo-sionistas?- sea probablemente hoy la mayoría. No vemos peligros inminentes a nuestro alrededor; actuamos como si estuviéramos convencidos -¿otra vez?- de que el mundo ya aprendió, de que no habrá otro estado nazional socialista, entonces, no hay ya de qué temer, podemos instalarnos en nuestros respectivos lugares que sentimos propios e intentar ser judíos en ellos, diferentes pero integrados. Curiosamente estos neo-sionistas viven como querían los viejos bundistas con quienes tanto pelearon en la primera mitad del siglo. (Los bundistas, los socialistas judíos, se oponían a la creación del Estado de Israel y sostenían que había que luchar por la dignidad de ser judío allí donde el judío viviera). Entre los judíos de fuera de Israel, los comprometidos en algún tipo de acción política sionista parecen ser los menos. Así como se fueron apagando los fuegos de la izquierda judía -destino que fue siguiendo la izquierda en general-, parece irse apagando el entusiasmo jalutziano del sionismo primitivo.

Tal vez con el sionismo ha ido sucediendo algo que los seres humanos conocemos muy bien. La necesidad, el desafío son motores muy fuertes, son generadores de ideas, acciones, luchas; son convocantes y vibrantes. Una vez conseguido el objetivo, el entusiasmo mengua, los adeptos van escaseando. Es más fácil luchar para conseguir algo que mantener y sostener lo conquistado

Pero estos dos atractores han perdido fuerza. Mi pregunta acerca de qué es lo que me define como judía y me hermana con otros judíos del mundo tiene que ver con el debilitamiento de estos dos grandes ejes que parecieron definir a lo judío hasta ahora: la observancia religiosa y/o el sionismo[5].

El sionismo brindó un lugar dentro de la comunidad judía a quienes no tenían una fe religiosa, albergó a todos. Para muchos judíos ambos ejes o atractores no tienen ya la antigua vigencia ni les basta para reconocerse como judíos entre otros judíos ni para diferenciarse de los no judíos.

3) La shoá. Pero, promediando el siglo XX, sucedió la shoá, una tragedia que aún pugna por ser comprendida y categorizada como algo que forma parte de lo humano, que todavía no ha podido ser integrada al resto de nuestras experiencias acerca del ejercicio de la autoridad y la victimización, acerca de la arbitrariedad y la indefensión, acerca de la dignidad y la resistencia, acerca de la impotencia y la incredibilidad.

Después de un largo silencio de décadas, la shoá empezó a instalarse como tema y se propone, para mi gusto peligrosamente, como en nuevo atractor, el eje que muchos judíos no religiosos ni sionistas estábamos buscando para sentirnos judíos. No es poca la gente que encuentra en la shoá un nuevo eje de identificación con el judaísmo, sea por la renovada victimización de los seis millones asesinados, sea por la resistencia de los pocos que lo pudieron hacer. Esta identificación desde la shoá tiende a ser mistificada y mistificadora, simplificada y simplificadora, pues deja afuera, entre otras cosas, una de las características esenciales que tuvo la vida de los judíos en territorios ocupados por los nazis: los nuevos dilemas éticos, lo que Langer llamó, “choiceless choice”, las elecciones inelegibles del tipo de la elección de Sophie. Para muchos, la shoá es una nueva oportunidad de verse como judíos, de proclamarlo con la fuerza del que se sabe víctima arbitraria e injusta, del que tiene sobrados motivos para reclamar por la indiferencia cómplice del mundo. Digo que me parece peligrosa esta definición porque creo que empobrece a nuestra identidad, la reduce a la victimización, nos convierte en reclamadores, reivindicadores, vengadores, nos encierra como una trampa en una definición por lo negativo.

Por otra parte, el enemigo externo (el antisemita, el nazismo, los países árabes o quien sea) funciona como un elemento aglutinante y uniformador. La amenaza externa nos hace a todos judíos sin distinción y sin preguntas. Algunos creen que el judío es una construcción y necesidad del antisemita quitándonos toda esencialidad legítima[6]. Otros dicen, en una misma línea de pensamiento, que Israel se mantiene unido en virtud de la poderosa amenaza que lo rodea. Creo que tomar a la shoá como central en la definición de la identidad judía comporta el peligro de quitarnos, como decía, esencialidad legítima, ésa que estoy buscando en estas reflexiones.

4) el re-nacimiento de la religión. Tal vez debido a que esta debilidad de atractor es un fenómeno generalizado en el mundo judío, está surgiendo un hecho sorprendente. Crecen grupos religiosos que desentierran con renovado vigor el mensaje de la observancia rigurosa de la ley. La religión, en otra vuelta misteriosa de la historia, se presenta como un poderoso atractor, vestido esta vez de ropajes globalizados y sumamente seductores[7].

Ofrecen puntos de referencia claros, explícitos y unívocos acerca de lo que está bien y de lo que está mal, acerca de lo permitido y de lo prohibido, nos brindan la ley y el ritual. Esta estructuración tranquiliza a aquellas personas -muchas más de lo que suponemos- que no encuentran el sentido de la vida, a los que se sienten débiles, confusos, a los que se angustian en un mundo de tanta “libertad”, de tantas opciones para los que tienen y pueden, de tanta soledad. Ofrece un grupo sólido de pertenencia, redes de contención y solidaridad, a veces dinero, otras trabajo, siempre la vivencia de pertenecer, de ser, la tranquilidad, la comodidad de entregar parte del libre albedrío y recibir a cambio cuidado, sostén, protección y comunidad. No es poco.

Hacen todo esto de maneras sumamente hábiles, con buen marketing y excelente llegada. Tienen un gran poder de captación, especialmente, entre los jóvenes quienes se acercan sedientos a estos grupos que les ofrecen aquello de lo que la sociedad parece carecer: modelos éticos, ideales por los que luchar, principios férreos, caminos claramente delineados, mapas de ruta que hacen imposible perderse en el laberinto de las inciertas elecciones personales de las que uno debe hacerse responsable, personas ejemplares.

Inauguran, adicionalmente, un estilo que no era habitual en los judíos, el del misionero, el convencedor, -si se me perdona la palabra- el evangelizador. PREGUNTAS QUE ABREN PREGUNTAS. Si no soy religiosa ni suscribo una fe en ese sentido, si no soy sionista en el sentido de no luchar por el establecimiento de un estado que ya existe y no tener la intención de irme a vivir a Israel, si la idea de entregar mi libre albedrío a alguna autoridad subvierte mis más caros principios, ¿me queda sólo la shoá?. ¿Qué me hace ser judía como el resto de los judíos del mundo? ¿Cuál es la historia común que compartimos? ¿Quedará alguna? ¿Será éste el comienzo del fin de “lo judío”?

Tal vez no haya respuesta para estas preguntas.

Tal vez haya distintas respuestas según sea quien responda, dónde esté, a quién le responda y para qué, puesto que las respuestas pueden ser subjetivas y circunstanciales, móviles y transitorias.

Tal vez lo que nos define como judíos sea esta riquísima diversidad en la que nos vamos haciendo progresivamente diferentes los unos de los otros mientras podamos construir un nuevo atractor basado en la noción de una comunidad histórica y en las sabias lecciones éticas que aún esperan ser aplicadas.

Tal vez la religión, sus rituales y creencias, la idea de Dios, ha sido un atractor de tanta fuerza y poder, cuya ausencia determinará que el pueblo judío vaya perdiendo, nos guste o no, su identidad, su unidad y su sentido (-¿de verdad creés eso?, parece mentira che.... después de tanto estudiar y pensar venís a decir lo mismo que los religiosos...-, -No sé si lo creo.... lo temo, la verdad es que lo temo-).

Tal vez, como los judíos de mea shearim que abjuran del Estado de Israel porque basan su vida en la esperanza de un Mesías que no debe venir porque es un Mesías que se debe esperar, tal vez, decía, estas preguntas, como el cargamento de latas de sardinas del cuento[8], sean preguntas para no ser respondidas sino preguntas para ser preguntadas.

Tal vez, parte del misterio de estar vivo, o una de sus metáforas.

¿Quién sabe?

(1) En la España inquisitorial a los judíos convertidos se los incluía en la categoría de cristianos “nuevos” y así constaba en su documentación personal. Después de 50 años de vivir en la Argentina sin que el tema de lo judío hubiese sido un tema de mi preocupación, me llamo a mí misma -con cierta ironía, por qué no decirlo- judía “nueva” puesto que la conciencia de ser judía, la reflexión que ello comporta y las conductas consecuentes, han sido una adquisición reciente.

[2] Es evidente que estoy suponiendo que se trata de una pregunta ineludible para todo judío. Asumo que se trata de una inferencia subjetiva y que deberá insertarse seguramente en este contexto de preguntas nuevas. Como todo recién llegado, puedo correr el peligro del fanatismo, de la exageración. Por otra parte, me pregunto si se trata de una pregunta eminentemente judía o si es una pregunta que se formula cualquier miembro de un grupo minoritario, sea en número o en jerarquía social.

[3] No sé cómo llamarnos, porque el nombre “diaspóricos” no nos correponde ya. El galut, la diáspora, implicaba la idea de no tener lugar propio donde ir. Con la existencia del estado de Israel, el que no está allá es porque lo ha decidido de esa manera, no porque haya una imposibilidad real de hacerlo. Ya no vivimos más en la diáspora puesto que estamos donde hemos elegido estar, nada nos impide emigrar a Israel. Nuestra condición es otra, así debería ser nuestra denominación.

[4] No me voy a extender aquí en algunos aspectos que me parecen muy interesantes como por ejemplo las diferentes formas de ser visto como judío según fuera el barrio y a veces la cuadra en la que se viviera, la escuela, el club, lo que podía determinar -junto con la cultura familiar, la forma en que era visualizado “lo judío” en el interior de la familia nuclear y la extensa- que la vivencia de ser judío fuera un orgullo o bien una vergüenza, que pudiera ser llevada con ligereza o con oprobio. Esta vivencia determinaba que se ocultara o se exhibiera el ser judío, que se viviera sin preocuparse por la imagen que del judío brindaba el antisemita o que se estuviera pendiente de “parecer” o mejor de “no parecer” judío según esa misma imagen; por ejemplo, he observado que muchos judíos temerosos de ser señalados como judíos según el ideario antisemita del judío avaro, se muestran enfermizamente desprendidos con el dinero como si no les importara perderlo, no pueden reclamar una deuda, no piden descuento aunque el precio les parezca altísimo, no compran en lugares baratos, tienen dificultad en negociar honorarios, etc.

[5] Me atengo a la definición clásica y tradicional del sionismo. No opino en contra de la existencia del Estado de Israel ni me opongo en lo más mínimo a aquellos que toman parte activa en la política israelí desde el exterior. El estado de Israel nos brinda un sustento que nunca antes habíamos tenido, lo que nos otorga un mayor grado de maniobra en nuestras comunidades de pertenencia. Ser judío no es igual antes de Israel que ahora y este ser judío, un modo renovado de ser judío, aún está siendo construido. Me lleno de orgullo y alegría cuando veo el talit hecho bandera y me emociono hasta las lágrimas cuando escucho la esperanza hecha melodía entrañable en el hatikva. Yo sé que el estado de Israel también es mío, sé que está ahí y que puedo entrar cuando me plazca y opinar; no es sólo un país más, es más que eso para mí, con sus contradicciones, con algunas esenciales diferencias que tengo con algunas de sus políticas, pero es mío y a él sé que tengo derecho.

[6] Fue la hipótesis de Sartre en sus famosas Reflexiones sobre la Cuestión Judía. Pero más tarde se desdijo y reconoció que había elementos patognomónicos de lo judío además de las construcción del antisemita.

[7] Sería interesante ver qué relación hay entre este fenómeno y otros similares que suceden en la comunidad toda con la proliferación de pequeños grupos religiosos, sectas, etc y con el peligro del fundamentalismo religioso en general. Tal vez se trate de un indicador generalizado de la necesidad de ideales, de modelos éticos, de contención espiritual tan poco presentes en este mundo pragmático, salvajemente capitalista .Tal vez habría que considerar las fallas de la democracia, sus debilidades, arbitrariedades e injusticias -impunidad, corrupción- que determinan la búsqueda de sistemas autoritarios que “pongan las cosas en su lugar”.

[8] Se trata de un cargamento de latas de sardinas que va pasando por distintas manos y países en sucesivas transacciones comerciales hasta que vuelve a su lugar de origen, al primer comprador quien observa la fecha de vencimiento de las sardinas y constata que ya no se pueden consumir, a lo cual el vendedor le responde: “ es que no son sardinas para comer, son para comprar y vender”.

FRENTE AL PREJUICIO ANTIJUDIO, ¿qué hacer?

AYER.Era sábado a la tarde. Volvía de almorzar. Cansada y triste. Mamá se estaba muriendo. Cuestión de días, horas. Tal vez un milagro. Tal vez no iba a ser esta vez. Volvía desanimada al sanatorio, a esa habitación neutra. Sobre Rivadavia vi un puesto de flores. Mamá adoraba las flores. Flores, una maceta con flores, con flores rojas, eso compraría. Crucé la avenida con entusiasmo, como si así pudiera frenar lo irrefrenable. Había varias macetas. Elegí unas azaleas frondosas y pujantes. “Son ocho pesos” me dijo un vendedor, “¿las envuelvo para regalo?”. Le dije que no, que no hacía falta, “¿tiene cambio de cincuenta?”. Tomó el billete que le alcanzaba, lo miró al trasluz, “¿más chico no tiene?”. No tenía. Miró a su alrededor. A unos pasos un kiosko estaba a punto de cerrar. “¿A ver si tiene el judío?” dijo mientras iba hacia allí, “los judíos siempre tienen”, como quien dice “hace calor, vio?”. Me quedé esperando, con la maceta en la mano, el entusiasmo mustio, a que volviera con el cambio. Como una marmota, sin saber qué hacer. ¿Cómo responder a ese comentario? ¿Tenía que decir algo? ¿Cómo podía no decir nada? ¿Era el lugar, la persona y la oportunidad para explicarle? ¿Para qué iría a servir una explicación? ¿Sabría el hombre que su comentario había sido doblemente antisemita o lo había dicho como esas cosas que se dicen así nomás, sin realmente pensar así? Tal vez su primer “judío” era como decir “gordo”, “petiso” o “tano”. Tal vez el agregado/rúbrica, fue buscando una complicidad conmigo que ciertamente no debí haberle parecido judía, un ¿vió?, ellos son así, no sé cómo hacen pero siempre tienen plata, como si dijera “estos porteños siempre prepotentes” o cualquier comentario banal, sin importancia. ¿Cómo explayarme sobre el prejuicio sin estar segura de que él sabía que se trataba de eso? ¿Ponerme a explicarle allí las implicaciones de lo que decía? Tenía que volver al sanatorio para llevarle a mamá la planta para que, en caso de volver a abrir los ojos encontrara una hermosa flor. ¿Qué importancia tenía este señor a quien seguramente olvidaría instantáneamente frente a lo que me esperaba en el sanatorio? Me acusé de paranoica, de exagerada. Pero me molestaba. También podía dejar la maceta, recuperar mis cincuenta pesos y mandarme a mudar. Pero ahí ya volvía el hombre con el cambio. Lo tomé y me fui sin saludar. Disgustada conmigo misma. HOY. En un foro de ésos que pululan por e-mail, me llegó el lunes 3 de septiembre un artículo firmado por un supuesto filósofo llamado Dr Alberto Buela. El foro se llama NAC & POP (Red Nacional y Popular de Noticias) cuyo Director Editorial es Martín García y su Coordinadora General Rosana Salas. El artículo se titula: “Sobre el realismo político” y es un análisis de la realidad argentina actual. Señalo algunos párrafos que extraigo del texto:

(.....)Como dato sociológico es sabido y conocido por todos que el manejo de las finanzas públicas de Argentina es realizado desde hace un siglo por la comunidad judía, la que rara vez ocupa los primeros cargos (José Gelbarg con Perón y Grinspum con Alfonsín) sino más bien los segundos. Así viajaron a principios de mes a Washington el vice ministro de economía Daniel Marx, el vicepresidente del Banco Central Miguel Blejer junto con una selecta comitiva lobbista. Y allá los reciben Stanley Fischer números dos del FMI y Claudio Loser del Dto. Hemisferio Occidental asistiendo el jefe permanente de la misión argentina ante el FMI, Tomás Raichman. Un enigma interesante se nos plantea ¿entre ellos, hablarán en castellano, inglés o idisch?.

(.....)¿Es tan difícil comprender que ante una situación límite un país debe enviar a sus hombres más probados en honradez, eficacia y preferencia, antes que nada, de los intereses de su Nación?

(......) La Argentina es un país que cae mal en Wall Street y en los organismos multinacionales. Personajes como el especulador judeo-húngaro George Soros (nunca confíen en un financiero mecenas) están empeñados en una crisis iberoamericana. Para ello, no sólo venden títulos argentinos, también utilizan un arma aún más eficaz: lanzan informes pesimistas, demoledores, sobre las posibilidades de salir del fango. Sólo hunden un país.

(....)Viernes 17 de Agosto de 2001, diario La Nación a toda página anuncia la llegada del mayor inversor en mercados emergentes el judeo-yanqui Mark Mobius, que rechaza que haya un ataque especulativo por parte de su co-religionario Soros contra la Argentina y que propone que la solución es la dolarización.

(.....) El país quedaría así, definitivamente en manos anónimas internacionales. En manos de un imperialismo desterritorializado cuya capital estaría constituida por un gran triángulo internacional cuyos vértices serían Nueva York, Jerusalén y Londres.

(......) En los únicos lugares de toda la Argentina que no se registran hechos de violencia, ni robos ni hurtos es en los colegios judíos, countries judíos y asociaciones y clubes de todo tipo que les pertenecen por miles, porque todos están vigilados, día y noche, por la policía federal, provincial y por la Gendarmería Nacional. Servicios de meses y años todos pagados por el empobrecido Estado nacional, en detrimento incluso de sus fines específicos. Pero de esto no se habla, no sea cosa que le cuelgue a uno el san Benito de antijudío y fascista.

Seis años después me sentí otra vez frente al vendedor del puesto de flores en la mitad de la calle. ¿Me quedo callada frente a este despliegue de dolorosamente conocidas patrañas? Si me callo, si lo dejo pasar, otorgo, doy mi aval a que este tipo de declaraciones pasen a mi lado con mi consentimiento. Si respondo, les confiero peso, convalido su valor como argumentación. Otra vez, ¿qué hacer? Esta vez nadie esperaba mis flores en ningún sanatorio. Esta vez podía pensar. Esta vez se trataba de todo un doctor filósofo. Esta vez era alguien que sabía exactamente lo que decía, para qué lo decía, por qué lo decía, qué fines buscaba con lo que decía, cuál era la historia de lo que decía. E igualmente yo dudaba en responder, en mandar el e-mail a otra gente para ver si se indignaban como yo, en mandar denuncias, en protestar.

LA NATURALEZA DEL PREJUICIO. Los que hemos reflexionado alrededor de la naturaleza del prejuicio sabemos de su irreductibilidad al razonamiento y a las argumentaciones. El prejuicio tiene un corazón duro como el basamento cristalino de las montañas. La esencia del prejuicio suele ser justificada con las más variadas teorías, con ropajes incluso racionales y supuestamente científicos. Ése debe ser el caso del filósofo de marras, el tal Dr Buela. ¿Argumentar con él? ¿Para qué? Si cualquier cosa que uno diga puede y será tomado en contra, como un nuevo argumento que confirma el prejuicio antijudío. Es como aquel juego en el que si sale cara el otro gana y si sale seca uno pierde. “Estos judíos, qué rápido contestan, eso sí lo saben hacer bien, y para hacer dialéctica y confundir son de lo mejor. Si ladran es señal de que cabalgamos. Ahora van a venir cientos más a decir lo mismo. Porque cuando hacen algo, son de una cohesión única, así construyeron el imperio financiero sinárquico que domina los bancos y los medios de prensa”. Podría seguir varios renglones con más de este tipo de argumentos que todos hemos escuchado viniendo de algún antijudío ilustrado, esa idea de la supuesta unidad de los judíos, unidad que se expresa, casi exclusivamente ante el ataque, porque a todos nos duele igual.

“Miente, miente que algo quedará” decía Goebbles, el artífice de la propaganda nazi antijudía, el que construyó y afianzó, sobre una atávica sospecha cristiana sobre el pueblo judío, la convicción de que judío y comunista eran sinónimos tanto como judío y capitalista. Goebbles fue el gestor de este prodigio de la contradicción en economía política al identificar a los comunistas con los capitalistas. Ahí se ve la fuerza y la irreductibilidad del prejuicio pues ambos elementos fueron comprados irreflexivamente por la gran masa del pueblo alemán y gran parte de sus vecinos europeos, los futuros verdugos del pueblo judío. El absurdo de equiparar comunistas a capitalistas nunca fue el foco de la atención. Ambos, odiados, temidos, convergían en los judíos que, además, claro, habían matado a Cristo. No nos olvidemos de ello.

QUÉ HACER.La pregunta que guía en este caso el presente texto, es ¿cuál es la conducta adecuada?. Adecuada para qué, desde dónde. Pues, para no dejar pasar el infundio sin respuesta, para intentar modificar en algo el pensamiento del interlocutor y/o el de los otros eventuales destinatarios, para no sentirse mal como aquella tarde me pasó con el vendedor de flores. O sea que la respuesta depende del objetivo de la conducta. No es lo mismo si lo que queremos es cambiar al otro que descargar nuestro enojo. En mi caso, desde mi lugar de hija de sobrevivientes de la Shoá e interesada profundamente en aquel fenómeno y sus aún vigentes consecuencias, la pregunta es urgente. Nuestra lucha por la memoria es más que el intento de mantener vivo el horror. Nuestra lucha por la memoria apunta al aprendizaje social necesario para la reflexión crítica ante ciertos intentos de manipulación. Para nosotros, los sobrevivientes de la Shoá y sus hijos, el tema casi toca nuestra identidad. No podemos dejarlo pasar y seguir nuestra vida como si tal cosa. Veamos qué conductas he observado en los judíos en general como respuesta a un comentario antijudío.

He observado la conducta airada, indignada, despectiva, irónica, la parálisis, la indiferencia, el miedo, la explicación, el razonamiento, la discusión. Según sea la combinación del monto de la rabia que a uno le produce, junto a la idea de poder modificar en algo al interlocutor y la capacidad y la posibilidad en dar la respuesta adecuada.

ESCEPTICISMO O CONFIANZA. Me interesa particularmente, porque creo que es central, la idea que tengamos acerca de la posibilidad o no de cambiar algo en alguien, o sea el escepticismo o la confianza. Diría que son actitudes pre-reflexivas, uno tiene una u otra.

Si uno se deja penetrar por la vivencia, a veces honda, de lo irreparable del núcleo del prejuicio así como de otros aspectos malignos de la naturaleza social y humana, todo pierde sentido, nada de lo que uno diga o haga va a modificar, fundamentalmente, la propia sensación de inutilidad. Para qué contestar, para qué pelear, para qué nada.

Si uno considera que existe cierta permeabilidad en el otro –sea otro individual u otro social- si uno confía en la posibilidad del cambio, el qué hacer cobra sentido. Uno nunca sabe si el sentido lo sume a uno en la sabiduría o en la ilusión como yo cuando quería comprar aquella maceta. Pero yo quería volver a ver sonreír a mamá.

Todo se reduce al final a creer o no. La gran apuesta cotidiana que hacemos al despertar es ésa. Tenía el sueño de que si mamá abría los ojos y encontraba flores, lo bello de la vida iba a ser más fuerte que su cuerpo claudicante y volvería a vivir. Hace falta de este sueño para responder a un antijudío, hace falta de esta ilusión en la naturaleza humana para que uno se siente a pensar qué digo, cómo digo, para que uno se siente a escribir.

QUÉ HICE YO. No sé si lo que hice está bien, si sirve para algo. Además de escribir estas palabras que hoy comparto con ustedes, hice algunas otras cosas.

- El martes 4 de septiembre, envié el siguiente texto al INADI (Instituto Nacional contra la Discriminación), dirigido al Dr Eugenio Zaffaroni y que hasta hoy no me ha sido respondido: Está circulando por e-mail el texto reproducido abajo. Su lectura es por demás elocuente. Su contenido es claramente racista, discriminatorio y manipulador. La historia del siglo pasado nos ha enseñado a prestar atención a este tipo de contenidos, a no tomarlos a la ligera y observarlos y tratarlos como si fueran el huevo de la serpiente. Espero que el INADI tome cartas en el asunto. (con copia a varios periodistas y políticos, judíos y no judíos, por supuesto).

- Envié el mismo díaal foro NAC&POP, originario del libelo antijudío, lo siguiente y aún no me ha sido respondido:

Sr Martín García, Sra Rosana Salas, Dr Alberto Buela:

Menudo favor les hacen a las causas nacionales y populares con la difusión de este indignante, triste y desesperanzador libelo.

Sus argumentos son frágiles, estúpidos y dolorosamente evocadores de otros que llevaron a matanzas millonarias. Al mismo tiempo, -como en aquella infausta ocasión- son muy "oportunos" porque proponen un chivo expiatorio justo en el momento en que todos pedimos que no hagan olas.

Más que "nacional" son "nazionales" y más que "popular" son "populacheros".

Menudo favor les hacen a las causas populares y nacionales. El enemigo es otro, muchachos. El imaginario eje judío-capitalista supuestamente causante del descalabro argentino deja afuera a la gran mayoría de los judíos pobres -argentinos y del resto del mundo- y a la enorme cantidad de no judíos mal nacidos -argentinos y del resto del mundo- que disfrutan del banquete que pagamos con desempleo, injusticia e iniquidad social los pobres del sur.

No confundan ni se confundan. A menos que tengan algún objetivo non sancto.

Mientras el enemigo sea "el judío", todo va a seguir igual: vamos a seguir meando fuera del tarro. Por ahí es ése el objetivo que tienen: que todo siga igual.

Menudo favor les hacen a las causas populares y nacionales. Tal vez lo de "nacional y popular" sea tan sólo para atraer a la gilada con argumentos basura.

Goebbels sigue haciendo escuela.

Bravo muchachos! Así va a andar todo fenómeno.

Enfin.

Menudo favor les hacen a las causas populares y nacionales.

R.I.P.

- Envié también el texto antijudío completo del filósofo Buela a todos mis corresponsales que espero hayan enviado a estas alturas sus protestas a menos que hubieran optado por la indiferencia o los haya inundado el mortal escepticismo.

Mientras, en Durban asimilan al sionismo con el racismo.

Ah! Me olvidaba: aquella tarde de agosto de hace seis años, mamá llegó a abrir los ojos, vio las flores y sonrió.

EL PREJUICIO ANTIJUDÍO Y LOS JUDÍOS PÚBLICOS

Los judíos somos como todos los demás. Los judíos somos personas como todos. Hay entre nosotros buena gente y mala gente. Alegres y tristes. Honrados y delincuentes. Heterosexuales, homosexuales y bisexuales. Profesionales, comerciantes, empleados, banqueros, obreros y desempleados. Miembros de clase acomodada, de la progresivamente evanescente clase media -los nuevos pobres-, los desposeídos -los pobres estructurales- .Estudiantes, drogadictos, deportistas y rockeros. Lectores y miradores de televisión. Intelectuales y pragmáticos. Generosos y avaros. Narigones y ñatos. Creyentes, ateos, fundamentalistas, agnósticos. Banqueros, médicos, empleados, amas de casa, mendigos. Filántropos, asesinos, prostitutas, poetas. Hipermétropes, miopes y con visión normal. Liberales, izquierdistas, menemistas, no sabe/no contesta. Religiosos, ateos, escépticos, cientificistas, racionalistas, tecnócratas. Neuróticos, psicóticos, psicópatas y perversos. ¿Para qué seguir? Somos igual que cualquiera. Como los católicos, o los morochos, o los que miden 1,64m de altura, o los que tienen sangre grupo A. No existe una “raza” judía. Los judíos no alcanzamos a ser una categoría que nos diferencie del resto de la población (no existen razas en los seres humanos. Desde el punto de vista biológico -el concepto raza pertenece a ese dominio de la ciencia-, los humanos somos todos iguales, sólo nos diferenciamos en rasgos exteriores, anecdóticos -colores y formas- insuficientes para diferenciarnos genéticamente.

A pesar de la fructífera prédica del ideario antisemita (más propiamente: antijudío, y así lo seguiré llamando), ni nuestro aspecto ni nuestra conducta ni nuestra vida nos distingue del resto de la gente. Yo siempre lo supe puesto que recibo habitualmente el dudoso elogio: “no parecés judía”.

No parecer judío. ¿Cómo es “parecer” judío?: ¿es la nariz? ¿es tener un apellido terminado en “man” o en “vitsky”? ¿es la relación con el dinero? ¿es la “natural” tendencia conspirativa para cambiar el orden mundial?

¿Por qué no parezco judía? ¿y, lo que me resulta especialmente doloroso admitir, por qué, por momentos, no parecer judía me parece una suerte? (-¿Dijiste “una suerte”?-, -Sí...-, - ¿Estás loca?, ¿renegás de tu origen?-, -No, no es eso, es que en la Argentina, en mi experiencia, muchas veces fue de verdad una suerte..., no quiero ofender a nadie, lo siento-)

No parecer judía me libera de una sospecha. No parecer judía me otorga una libertad desconocida porque no debo probar nada, no debo defenderme ni responder a ninguna acusación. (-¿De qué acusación estás hablando? ¿Quién te acusa?¿De qué?) Creo que se trata del prejuicio antijudío que incorporé. Es como si viviera dialogando con un texto secreto, una especie de entrelíneas constante, desde el cual me voy confrontando con el tal prejuicio que prescribe cómo es un judío. Se trata de una persona oscura, artera, traicionera, que se cree superior, aprovechadora, despreciable. La frase “no parecés judía”, en realidad, no dice nada de mí, habla más bien de la persona que la enuncia, puesto que descubre la fuerza de su prejuicio antijudío. En algún punto mío, pasaba por alto esta consideración y atendía al aparente “elogio”, lo cual hablaría de la fuerza y vigencia que el mismo prejuicio tiene en mí. Tiene que ver, quizás, con la prisión que representa la mirada del otro.

La mirada del otro. “El infierno son los otros” es la frase con la que culmina A Puerta Cerrada, la obra de teatro de Sartre. La mirada del otro determina en gran medida mi conducta, la contextualiza, le atribuye un sentido, una intencionalidad. Si soy mirada como ladrón -o mentirosa, o fúlmine o depresiva, o lo que sea-, lo acepte o no, me guste o no, quedo prisionera de esa calificación y a ella se referirá toda conducta mía; si la atribución me disgusta, me agravia, deberé probar a cada paso que no soy eso. No sólo con los demás, incluso a solas porque sigue funcionando en mi interior. La mirada del otro es un referente poderoso que se interioriza y con el que se establece un diálogo constante.

En el momento en que menciono mi condición de judía, percibo que algo se dispara en el otro, una cierta mirada que amenaza con quitarme humanidad, me constriñe, me obliga a jugar al juego de “yo no soy así” (así se refiere, por supuesto, al prejuicio antijudío claramente negativo, nunca a lo positivo), siento que debo probar que soy igual que cualquiera y, al mismo tiempo, que ello no me es permitido, que no hay manera de probarlo, mi causa está perdida de antemano, lo irracional no es soluble en la racionalidad. Ello a menudo de maneras delicadamente sutiles, como el polvillo casi transparente de los árboles en primavera que sólo en los sensibilizados despierta una irritante alergia; los no-sensibilizados no lo registran. Porque no me refiero al ataque antijudío directo -ése es más fácil de reconocer porque es frontal, inequívoco, objetivo-, sino a la mirada incorporada, atávica -la del otro y la propia-, transmitida desde todos los intersticios de la vida familiar y social y confirmada con espanto enceguecedor por lo sucedido bajo el dominio nazi. Aunque no sólo allá y entonces. También aquí y ahora, hay quienes se refieren a los judíos como “poderosos delegados del diablo”, como “seres peligrosos complotados en cofradías conspirativas con tentáculos invisibles y de alcances universales”.

LOS JUDÍOS PÚBLICOS.

La cuestión se me complica y se potencia, con la actuación pública de otros judíos, el tratamiento que reciben de la sociedad en general y, por sobre todo, con mis propios prejuicios acerca de ellos, mi expectativa acerca de cuáles debieran ser sus conductas “apropiadas” o “inapropiadas” y el lugar en el que siento que me colocan en uno y en otro caso.

Manías secretas. ¿Por qué tengo la costumbre de mirar los avisos fúnebres en el diario y buscar primero los encabezados por una estrella? ¿busco parientes, amigos? ¿me siento hermanada de alguna manera especial porque se trata de otro judío? ¿Por qué me quedo al final de la película leyendo los créditos viendo cuál apellido es judío y cual no y me gusta cuando se trata del guionista o el director y me incomoda cuando es el productor?¿Por qué la manía de repasar con minuciosidad el listado de alguna obra social o pre-pago médico o comisiones de fundaciones o clubes o partidos políticos para ver qué porcentaje de judíos incluye?

Cosas que hago casi a escondidas de mí misma, con vergüenza por descubrirme en una posición tan “irracional” como el prejuicio, tan dolorosamente discriminatoria como la del antijudío -o del anticualquier cosa- que detesto. Tal vez ande buscando, como tantos antijudíos, que el prejuicio se confirme: así como los antijudíos buscan en cada judío una confirmación de su natural malignidad, yo podría estar buscando la comprobación de lo antijudío que es el medio en el que vivo, cuánto del pre-juicio es “pre”-previo a la reflexión- y cuánto es “juicio” -evaluación objetiva de la realidad-.

La “hermanación”. Hago mío lo expresado por Daniel Muchnik el 12 de junio de 1997 en Tzavta, citado en “Comentarios y Opiniones”(publicación del ICUF de junio 1997):

“El judaísmo es un extenso archipiélago, con infinidad de islas que no se comunican entre sí. ¿Qué tengo que ver yo con los judíos argentinos que tienen actividad en el entorno de Menem? ¿Qué me une a un judío que se resiste a salir del siglo XVII o a un judío que no conoce las razones y las consecuencias del Holocausto?

Pese a todo, pese a las diferencias, la condición judía nos hermana. Somos judíos por igual.

¿Qué es lo que comparto con los judíos fascistas (que los hay, los hay y en grandes cantidades), con los judíos racistas, con los judíos imperialistas? ¿Puedo sentirme relacionado con los judíos financistas de Wall Street que elaboran modelos económicos que nos hacen vivir en un ajuste permanente?”

Cuando la “hermanación” duele. Pese a todo - y repito las palabras de Muchnik- pese a las diferencias, la condición judía nos hermana. Esta “hermanación” se ha vuelto para mí, un forúnculo que necesito apretar.

A mi me gusta, me hace bien cuando personajes prominentes que dan una imagen pública valorada y apreciada, como por ejemplo Albert Einstein, Woody Allen y Jonas Salk, son judíos. Complementariamente, me disgusta, me hace mal cuando algunas personas públicas, controversiales, fundamentalmente si son compatriotas como por ejemplo Carlos Corach, Elías Jassán, Alberto Kohan, son judías (el pobre Kohan está en esta lista por infausta portación de apellido; aunque diga que no es judío, no tiene mi “suerte”). Algunas personas -mucho más susceptibles, irritables, desconfiadas (léase paranoicas) que yo- sostienen la maquiavélica teoría conspirativa de que el actual gobierno colocó a estos judíos en semejantes puestos candentes, a modo de fusible. Los judíos conocemos nuestro histórico rol de fusibles, esto no sería nuevo: cualquier cosa que pase, el responsable es un judío, la culpa es, casi, de la proverbial perversidad de los judíos, y no del gobierno.

Lo cierto es que, dejando de lado este nivel extremo de susceptibilidad, a mí me molesta que un personaje público, sospechado, sea judío, me toca directamente, me agravia, me hermana en una fraternidad que no acepto como propia. Tal vez lo mío sea un caso raro, tal vez seamos sólo unos pocos los que nos sentimos tan directamente implicados cuando algunas judíos públicos son cuestionados y tememos que ello amenace reavivar en nuestros compatriotas, ávidos de explicaciones simples y de culpables, el prejuicio antijudío y sus efectos pragmáticos. (¿Pero qué decís? ¿que los judíos debiéramos ser buenos, sin tacha, a toda prueba, “mejores”, para tener el derecho a ocupar un lugar en el mundo y no poner en peligro a los demás judíos? ¿No dijiste que no sos como los antijudíos, que creés que somos todos iguales, entonces, si somos argentinos por igual, no tenemos el mismo derecho de portarnos mal igual que cualquiera? ¿Creés acaso que somos vistos antes como judíos que como argentinos? ¡Salí del ghetto, sos una perseguida, lo tuyo es subjetivo, te rendiste a tu paranoia, es una cosa personal! Encima sos discriminatoria y racista, igual que los antijudíos. Padecés de un caso agudo de identificación con el agresor, hacéte ver).

¿Les pasará algo de esto a los gallegos, a los musulmanes, armenios, coreanos, en fin, a miembros de otras colectividades? ¿Son sólo ideas mías o es verdad que no miramos igual -ni judíos ni no judíos- las inconductas de todos, que cuando se trata de un judío público es su condición de judío lo que se pone en primer término, como una rúbrica, una confirmación? Por ejemplo, hay mucha gente que lo odia a Cavallo, lo llaman “el pelado”, sin embargo no pareciera que los pelados se sientan implicados, ni los cordobeses, ni los de ojos celestes, ni los católicos, ni los que estudiaron en el exterior, ni los economistas, ni los que miran fijo, etc. Por el contrario, si del ministro del Interior se dice “el judío Corach”, esta calificación -o más bien, descalificación- se vuelve un juicio lapidario, incontrastable, definitivo que nos involucra a todos los judíos. (Recordemos a modo de ejemplos recientes el “es un judío piojoso” de Pierri cuando pretendió descalificar al periodista Roman Lejtman, o la “sinagoga radical” frase con la que se pretendió acusar al gobierno de Raúl Alfonsín).

De lo individual a lo colectivo. El tema que me preocupa intensamente es que para mí, si un judío es sospechado, en esta sociedad calladamente antijudía, se produce un deslizamiento y una amplificación del caso individual a ese colectivo social creado por el antijudío, llamado “los judíos”, en virtud del cual, corremos el peligro de pasar a ser sospechosos todos. Y me espanta. Me espanta que estas figuras públicas ubicadas hoy en el centro de las sospechas, vean potenciada su “sospechabilidad” por el hecho de ser judíos, repito, como una esperada confirmación. Rápidamente podemos ser mirados “los judíos” como sospechosos, tal vez peligrosos, tal vez culpables y volvernos -situación harto conocida y temida- chivos expiatorios manipulados por alguna dirigencia ávida de calmar a una población desesperada que vive en la carencia y en la pauperización creciente. En este contexto social y económico, temo conductas antijudías. Temo que mi hija vaya a una escuela judía. Temo el tercer atentado.

Como judía no soy ingenua. El pasado reciente nos ha provisto de una evidencia incontrastable de lo que puede pasar con nosotros dadas: 1) las condiciones contextuales -situación social crítica-, 2) la necesidad adecuada -encuentro de un culpable- y 3) un eficaz mecanismo manipulador. Puede decírseme que las cosas no son igual que bajo el nazismo, que hoy existe Israel, que todo es diferente. Por cierto, el mundo no es igual para los judíos con la existencia del Estado de Israel. Aunque ello no fue así para las víctimas de la embajada de Israel ni para las de la AMIA. Tampoco lo es para mí, argentina, judía, que visualizo a mi país como un peligroso polvorín que, en caso de explotar, puede volver a tomarnos como víctimas propiciatorias.

El forúnculo. Me perturba que Corach sea el ministro del Interior, me perturba que Jassán haya sido el ministro de Justicia y me perturba que Kohan sea el secretario de la presidencia en un gobierno que hay quienes creen que podría pasar a la historia como el que más convivió con la corrupción generalizada, los negociados y la impunidad. Y me da vergüenza que me pase esto. No tiene relación con lo que pienso. No está bien sentir así, me pone en una posición profundamente discriminatoria. Mis ideas y mis principios entran en colisión con otro plano de mi experiencia y me contradigo y no sé qué hacer con eso.

Lo que pienso es que cualquiera tiene el derecho de actuar públicamente, de ser honesto o deshonesto, bueno o malo, ofensivo o inofensivo, sea del color que sea, sea de la religión que sea, sea su sexo o preferencia sexual cual sea.

Sin embargo, lo que me pasa es que la conducta pública de un judío, cuando es cuestionada o sospechada, incrementa mi necesidad de defenderme, de gritar que no somos todos iguales, que ese funcionario actúa como ciudadano argentino, no como judío, que nada de lo que haga o diga puede ser tomado, comprendido o valorado desde el contexto de “lo judío”.

¿A quién hablarle? ¿A quién explicarle todo esto si parece que sólo está sucediendo en mi mente afiebrada? Por otra parte, desgraciadamente no creo que sea explicando que se diluyen los prejuicios (véase por ejemplo lo ineficaz de la campaña para el uso de preservativos). Mi pretensión, mi necesidad de explicar es irracional. Tanto como el prejuicio. Pero no lo puedo evitar: ni puedo evitar la molestia ni puedo evitar la necesidad de explicar.

Ciertas figuras públicas judías me recuerdan que “los judíos” podemos ser sospechados, que tenemos que estar demostrando nuestra inofensividad, nuestra confiabilidad, porque en cualquier momento podemos volver a ser “culpables” de cobrarnos una libra de carne, de la muerte de Jesús, de desangrar a niños cristianos para nuestros horripilantes rituales, de envenenar el agua de la población, de conspirar para conseguir el poder mundial y transformar al mundo en nuestro esclavo, que merecemos ser exterminados, gaseados y vueltos polvo.

Memoria Activa, discurso 1997

Estamos en la Plaza Lavalle y hay a nuestro alrededor una ciudad que empieza la semana, coches, colectivos, gente que pasa por la calle, gente que entra o sale del palacio de los tribunales, los policías que nos cuidan. Todo normal, tranquilo, pacífico. Pero es otro el escenario que hay en nuestras conciencias. Desde nuestras conciencias, no es límpido el aire que respiramos: estamos tsvishen falendike vends, entre paredes que se derrumban.Hay paredes derrumbadas a nuestro alrededor, las paredes de la embajada de Israel y las paredes de la casa de la AMIA. Pero no son las únicas, hemos convivido antes con otras paredes que se nos iban derrumbando, y junto con ellas, iban cayendo para algunos las esperanzas de un mundo mejor. Estoy pensando en las paredes de la ESMA, las del pozo de Banfield, las de automotores Orletti, las de la Perla... Pero ayer nomas aparecieron nuevos escombros: con el asesinato de Cabezas y la firme decisión del periodismo independiente de no dejarlo pasar esta vez, se van fortaleciendo algunas de nuestras peores sospechas. Por ejemplo algunas inquietantes connivencias del poder político con el poder económico, la flagrante falta de independencia de algunos miembros del poder judicial, la trama de complicidades y corrupción dentro de la policía. Estos muros que se nos vienen encima no están, además, ubicados en un oasis paradisíaco. Por el contrario, son paredes que caen en un contexto estremecedor de despidos y falta de trabajo, globalizaciones y mafias, un panorama que nos pone cada vez más escépticos y desesperanzados. Sí, estamos parados entre todas estas paredes que se derrumban. Y me pregunto, por qué estamos acá a pesar de todo, por qué esta insistencia en pararnos frente al palacio de los tribunales todos los lunes dando cuenta de algunas paredes derrumbadas. Esta canción se canta tsvishen falendike vends, entre paredes que se derrumban, dice el himno del partisano que se ha hecho símbolo de la suprema decisión de vivir con dignidad. Y ésa es la respuesta que me doy todos los lunes cuando decido estar acá: es por la dignidad. A pesar del descreimiento, de la dolorosa convicción de que la justicia que esperamos no será posible, vengo todos los lunes por una cuestión de dignidad. Estoy acá, ij bin du todos los lunes para sumarme a estos empecinados que insisten en decir que las cosas no están bien, que estamos siendo engañados, que aún hay valores por los cuales vivir, que no está bien robar, que no está bien violar, que no está bien torturar, que no está bien matar. Estoy acá, ij bin du, porque necesito sentir que aún hay paredes que siguen de pié, que aún hay gente dispuesta a luchar por aquello que considera justo y necesario. Estoy acá, ij bin du, para reencontrarme con algunas caras cuyos nombres desconozco pero con quienes se ha estructurado una especie de hermandad muda, hecha de gestos y presencias. Estoy acá, ij bin du, por tantos que ya no pueden estar; por ejemplo mis padres. Mis padres. Mi papá ya había muerto el día del atentado a AMIA, pero mi mamá aún vivía. Creo que, al igual que todos los que estamos acá, no olvidaré nunca las circunstancias en las que lo supe. Estaba trabajando cuando sonó el teléfono. Contrariamente a mi costumbre, ese lunes, no me pregunten por qué puesto que no lo sé, ese lunes dije “disculpe” a la persona que estaba viendo y atendí:

- “Perdoname, perdoname hija, por Dios perdoname, perdoname...”-escuché a mi mamá con la voz quebrada por los sollozos, -“perdoname, llamalo a tu hermano, a los chicos, qué hice Dios mío, qué hice, por qué vinimos acá, papá no quería, papá me decía ‘a dónde? ¿Argentina? ¿qué hay allí? indios, prostíbulos, ¿qué vamos a hacer allí? ¿en qué idioma vamos a hablar? ¿y dónde queda?’ y yo insistí, que es un país nuevo, que allá no hay guerras, que me dijeron que hay muchos judíos, que viven bien, que nadie los molesta, que hay sinagogas, y cementerios y... mirá qué estúpida que fui...” Yo no entendía nada. Su angustia me lastimaba. No era común que mamá hablara así ni dijera esas cosas. ¿De qué me hablaba? - “pará mamá...., ¿qué te pasa?” - “¿cómo qué me pasa? Todo pasa otra vez, las bombas, el odio, la muerte, ¿por qué nos quieren matar? ¿qué les hicimos? ¿por qué este odio nos persigue a donde vamos? Perdoname nena, perdoname, te quiero, te juro que te quiero, a todos, cómo quisiera dar vuelta atrás el reloj, no sabía, no sabía que los traía al infierno, otra vez al infierno, no sabía...” - “mamá, por favor, qué pasa, decime qué pasa...” - “la AMIA, bombardearon la AMIA, otra vez las bombas, otra vez el miedo, ya creí que me había olvidado, pero no, todo está acá, toda la casa tembló, mirá los muertos, mirá en la televisión, se levantó un humo negro que veía desde la ventana, no escuchaba los gritos pero ya conozco esos gritos, no puedo dejar de escucharlos....” En esa mañana de ese lunes 18 de julio, para mi mamá fue otra vez el infierno. Después de cincuenta años era otra vez Polonia, otra vez el terror, otra vez la pérdida de su primer hijo, ese hermano que nunca conocí. Para los sobrevivientes de la shoá, para nosotros, sus hijos, el atentado fue una confirmación lacerante. Nosotros no éramos inocentes, la shoá nos enseñó una dura lección, sabemos que no hay nada que un ser humano no pueda hacerle a otro, llevamos en la carne las heridas de una memoria que parece aletargada pero que renace con suma facilidad y nos enciende, otra vez, las mismas preguntas. Son preguntas desesperadas y, probablemente sin respuestas. Nos preguntamos por la naturaleza humana, por la maldad, por la arbitrariedad y la injusticia, por el afán de poder, por la crueldad favorecida y estimulada en la impunidad... Son preguntas desesperantes, mejor no pensar en ello, mejor ocuparse de la dieta, del fútbol o distraerse con la televisión. ¿Para qué sirve protestar? por otra parte, ¿para qué sirve sumergirse obstinadamente en la memoria del dolor?, ¿para qué sirve amargarse si al final no pasa nada, si la fiesta del poder sigue su curso, si no hay nada que podamos hacer? Pero es por estas preguntas desesperadas que estoy acá, porque es difícil enfrentarse con estas cosas estando solo, uno necesita del calor de un otro, de una mirada, de una actitud solidaria, de una mano. Dina Wardi dijo que los hijos de sobrevivientes de la shoa somos como velas conmemorativas, las velas del iur tsait, las que los judíos encendemos en cada aniversario de la muerte de nuestros seres queridos. Dice Dina Wardi que somos velas conmemorativas porque nacimos cuando a nuestro alrededor no había más que escombros, cenizas y muerte, que recuperamos para nuestros padres la esperanza de un futuro aún posible pero que, al mismo tiempo, somos un perenne recordatorio de los que ya no están. Curioso destino el nuestro, de luces y sombras, de pasado y futuro, de muerte y vida. Este ritual de todos los lunes podría ser pensado también como un encendido colectivo de velas conmemorativas, un acto de resistencia ante paredes que se derrumban, memoria y acto, decisión de vivir con dignidad, nada heroico ni demasiado ruidoso, nada más ni nada menos que nuestras presencias, nuestros cuerpos de pie diciendo: ¡estamos acá!, ¡mir zenen du!

Claroscuro (Shine) (1996)

Las culpas y los misterios en “Claroscuro”

Fui a ver “Claroscuro” luego de haber recibido reiteradas sugerencias de hacerlo. “No te la podés perder!” era la frase más frecuente. No sabía si era debido a mi actividad como terapeuta familiar o a mi condición de hija de sobrevivientes de la shoá.

La ví. Me gustó. La música era maravillosa. También las actuaciones, especialmente la del protagonista, David Helffgot caracterizado por Geoffrey Rush, que ganó el Oscar por este trabajo, y la del padre, el siempre potente Armin Muehler-Stahl. Algunos personajes secundarios, como la escritora rusa que toma al adolescente bajo sus alas o el maestro de música en Londres, el magistral John Guielgud, me deleitaron. La película me entretuvo, me emocionó. Hubiese querido que continuara, que la música siguiera por siempre.

Sin embargo, me quedó un gusto amargo en la boca. Al principio no entendí por qué ya que el mensaje era optimista.

El mensaje optimista. La película trata acerca de la superación de las adversidades. Un padre superando al suyo y a las imborrables pérdidas de seres queridos en la guerra. Un hijo superando una educación severa. Un joven superando primero el pánico y después una aparentemente inexorable promesa de incapacitación mental. Una mujer superando los prejuicios y atreviéndose a amar a un “diferente”. Es una película que trata, en este nivel, acerca de la posibilidad de recuperación del ser humano. Habla de la esperanza y de la salvación por el amor. Uno se siente bárbaro. Si tan sólo uno encontrara a alguien que creyera en uno así, lo amara de esa manera, un incondicional...., pero bueno, si el protagonista lo encontró, ¿por qué no yo?

Porque se trata de una historia verdadera. Tanto es así que el protagonista aún vive. Merced al éxito de la película, se agotaban las entradas para sus conciertos en las salas más importantes de los Estados Unidos aunque no se trate, según dicen los expertos, de un gran concertista. ¿A qué va la gente, entonces? ¿A ver al que volvió de la “locura” y tiene el tupé de subirse a un escenario como si fuera una persona común? ¿Al que masculla y gesticula incesantemente mientras interpreta su eterno concierto de Rachmaninoff sin importarle quién y cuántos lo están mirando? ¿Al símbolo de la capacidad de resurrección del ser humano? ¿A quién van a ver las personas que llenan los teatros? Tal vez sea “ un misterio...” como repiquetea distraídamente el protagonista.

El argumento. Sucede en Australia, en la década del cincuenta. Un niño es educado por su padre en el amor por la música. Toca el piano con dedicación y pasión hasta que finalmente gana un premio que le posibilita ir a Londres a continuar sus estudios. El padre se opone terminantemente a ello: teme la separación de la familia y, probablemente, la pérdida del control sobre su hijo. Las instrucciones que le da tienen que ver con la idea de que hay un mundo muy malo allí afuera, que hay que estar alerta en todo momento, preparado, que hay que ser fuerte para sobrevivir y que hay que desconfiar de todo y de todos. “Nadie te va a querer como yo” repite una y otra vez. En los intersticios del diálogo aparecen, como sin querer, algunos datos que el guión quiere que tengamos en cuenta. Sabemos que se trata de una familia judía porque el niño celebra su bar-mitzvá. Son pobres, no sabemos si el padre trabaja ni cómo obtienen su sustento cotidiano. Tenemos algunos datos de la infancia del padre que cuenta la anécdota de su propio padre destrozando el violín que había comprado con sus ahorros; justifica en distintos momentos su conducta cruel mencionando cosas terribles que le pasaron en la guerra, pérdidas, sufrimientos, oscuridades. La madre, por el contrario, aparece deliberadamente desdibujada, como si hubiera la expresa intención de no distraer nuestra atención con otra cosa que la relación padre-hijo; lo mismo pasa con las hermanas y otros personajes. Uno se queda sin saber bien cómo juegan los distintos miembros que arman la estructura familiar. Lo que uno tiene es la parte de la historia que nos están queriendo contar. El hecho es que el adolescente consigue ir a Londres, con lo cual rompe con su familia y con su historia pues esa decisión es castigada por su padre con el destierro del vínculo familiar. Queda a merced de sí mismo, solo en el mundo. Cuando culmina sus estudios y prueba su talento en un concierto consagratorio, algo parece quebrarse en él. No sabemos bien de qué se trata ni qué le pasó. Lo que sí sabemos es lo que hizo la medicina por él en ese momento: lo internó y comenzó a tratarlo con electroshocks. Siguió internado varios años en una clínica psiquiátrica, principalmente, como dice una enfermera “porque no tiene otro lugar a dónde ir”. Cuando es liberado, deambula sin destino pero siempre consigue la protección de algunas personas. Nos encontramos con una persona desordenada, desprolija, impredecible, ocurrente, irreverente, desvergonzada; con toques de humor y una mirada provocativamente inocente. Masculla, murmura por lo bajo “es un misterio, es un misterio....”. Vive de su piano, de su música; cumple horarios, hace la rutina que se espera de él, es responsable en su trabajo y súmamente torpe en sus relaciones con las personas. Nada de su conducta indica que se trata de un psicótico, más bien un distraído, un bohemio, un genio, un Groucho Marx desaliñado, un soñador, un caminante de los márgenes. Aparece la astróloga y se enamoran. Ese hombre que juega a conducirse como un niño grande y sorprendente la seduce, la enternece con su desborde de cariño, con su apertura y su talento; debe haber sido irresistible para ella la tentación de ser la salvadora de un intérprete genial con quien la vida había sido tan cruel. Él a su vez, re-encuentra en ella un puerto protector y eficiente, algo que le recuerda tal vez a la escritora rusa que le tendió los brazos en su adolescencia y que le dio la fuerza necesaria para oponerse a los férreos mandatos del padre, alguien que se va a ocupar de él, alguien que cree en él.

Se casan y viene el “the end” con una música hermosa y un límpido cielo azul prometedor de venturosos futuros y fértiles mañanas. Como en los cuentos infantiles, termina con el casamiento y con la derrota de los malos (¿el padre? ¿los nazis? ¿la psiquiatría? ¿la sociedad?). Y salimos felices del cine. Hemos recibido un nuevo aliento para seguir viviendo la vida que a cada uno le toca, nos han hablado de esas cosas que tanto necesitamos, del amor, de la esperanza, de la bondad, de la confianza, de los sueños.

Nos conmueve el desvalido protagonista, tratado tan injustamente en su lucha contra el poder. Recordamos los momentos en que fuimos tratados de maneras similares y nos gusta que él haya podido sobreponerse. Los que hicieron la película -productores, guionista, etc- saben que es siempre seguro apostar y ponerse del lado de las “víctimas”, ofrecen un fuerte espejo de identificación y reivindicación. Lo saben muy bien los manipuladores de masas, los líderes de uno y otro bando, los gestadores de movimientos populares no sólo políticos, los expertos en las tácticas del poder. En este mundo de salvajes escepticismos y mayorías excluídas del banquete, es bueno ponerse del lado de las víctimas, hace bien.

Sin embargo, me ha quedado un gusto amargo en la boca. Y me acuso de contracorriente, de buscarroña. “Si a todo el mundo le pareció tan fantástica, ¿qué te pasa que a vos no? ¿siempre en los márgenes, che, siempre?” me decía. “Pensemos”, me dije.

Y pensé. Pensé que podemos hacer varias lecturas más de esta película, que el gusto amargo que sentía tenía que ver con que la película da por sentadas algunas hipótesis acerca de las causas de algunas cosas. Son hipótesis sustentadas en ideas/prejuicios opinables, controversiales que, sin embargo, son a menudo esgrimidos como certezas:

1) Los padres severos causan traumas psíquicos severos en sus hijos.

2) Los sobrevivientes del holocausto son personas severamente perturbadas.

1) La culpa de los padres. Un lugar común en el dominio de lo “psi” es que hay más probabilidad de desarrollos patológicos en familias con ‘padre ausente’. Éste es un caso contrario, un caso en el que un padre asume activamente la educación de sus hijos, está presente, se hace responsable, no está cansado ni distraído ni desinteresado de lo que sucede en su familia, no es un inquilino que viene a comer, a dormir y a que le laven la ropa sino alguien que toma en sus manos las riendas de su gente. No quiero decir con esto que considero su estilo pedagógico como conveniente o aconsejable. Sólo quiero decir que se trata de un modelo de padre severo, estricto pero asumido totalmente en su paternidad y en su intento de inculcar en sus hijos los valores que considera importantes. No se sale indemne, por cierto, de un padre tan duro como éste. Pero en el mundo hubo muchos padres similares y no fue una consecuencia necesaria que los hijos hubiesen quedado con severas perturbaciones psíquicas. De cualquier manera, las personas nos vamos forjando en una compleja red de relaciones, nunca con una sola persona como parece que nos quieren hacer ver en la película, simplificando hasta el grado del absurdo, la intrincada dramática de la vida.

Cuando un hijo está mal, ¿de quién es la culpa? ¿del padre que estuvo desmasiado o del que estuvo demasiado poco? ¿de la madre que no protegió lo suficiente o la que ahogó a su cría con la anticipación y el temor? ¿de la misteriosa articulación de las posibilidades genéticas en su intersección con un contexto hostil o en su encuentro con circunstancias favorecedoras? ¿de la suerte? ¿de la constelación astral? ¿de qué depende, cómo prevenir, la desdicha de un hijo? Aunque sepamos algunas cosas, -que el castigo físico no es bueno, que la victimización, la humillación, la desvalorización minan aspectos esenciales de las personas, que entre las alternativas de premio/castigo, mejor es optar por el polo del premio, aunque es siempre preferible predicar con el ejemplo, el propio modelo lo menos declarativo posible....- aunque sepamos todo eso, digo, es tan sólo una parte. Como insiste el protagonista, el resto... “es un misterio... es un misterio...”.

Los sufrimientos, la injusticia, la crueldad ¿conducen fatalmente a la patología? ¿Por qué algunas situaciones son sentencias irreversibles para algunas personas, o desafíos que estimulan la creatividad y fuerza defensiva para otras?

¿Es acaso cierto aquello de que “los padres comieron dulces y los hijos tienen caries”? ¿Hasta dónde? ¿Y dónde queda nuestra libertad y nuestras decisiones? ¿Somos fatalmente lo que nos han hecho? ¿No hay salida?

Claro que una cierta lectura tergiversada de las enseñanzas de la psicología viene en nuestro auxilio con la idea de que la culpa de todo la tienen nuestros padres, los primeros años de vida nos forjan hasta los más mínimos detalles, luego, no tenemos de qué preocuparnos, no somos responsables, es “el edipo”, “los traumas”, un “padre cruel”, una “madre abandónica”, etc.

Infortunadamente para quienes viven tranquilos con estas ideas que los eximen de asumir las riendas de sus propias vidas, creo que hay mucho que no sabemos todavía; creo también que el proceso de construcción no cesa nunca, que no es nunca completo, que lo vamos haciendo constantemente, que somos responsables por nuestra propia vida y por lo que le hacemos a quienes están cerca.

Yo sé que no es ésta una noción popular. Lo sé y lo comprendo. Vivimos buscando certezas, recetas seguras, blancos y negros, buenos y malos -los malos si es posible afuera de nosotros-, sostenes y anclas firmes pues confiamos bien poco en nuestras propias fuerzas, en nuestros propios criterios, en nuestro corazón.

No sé si este padre es culpable de lo que le sucedió al protagonista en la vida. Tampoco sé para qué podría servir la búsqueda de culpables. Lo que sí sé con certeza, es que si fuera culpable, seguramente no es el único.

2) La culpa de la shoá. En esta película hay una pretendida justificación de la conducta cruel del padre como sustentada en los padecimientos que sobrellevó durante la shoá (palabra que muchos preferimos a la popular “holocausto”) y los recuerdos resentidos que lo acosan. Me evoca peligrosamente el “sindrome del sobreviviente” que tuvo tanto popularidad en los años sesenta y que tanto daño causó a gran parte del millón de judíos que salieron vivos de la ordalía nazi. El tal sindrome adjudicaba a los sobrevivientes todo tipo de patologías psiquiátricas (despersonalización, rigidez, disociación, obsesiones, fobias, somatizaciones, etc). Ésta fue una de las causas del silencio de los sobrevivientes, de su sostenido y persistente esfuerzo de vivir como los demás, de no hablar acerca de lo que habían pasado, de poder darles a sus hijos la misma vida que tenían los hijos de la gente común. Nosotros, esos hijos, sabemos de ese esfuerzo, tanto que fuimos cómplices. Nosotros también callamos, raramente preguntamos, recién hoy estamos queriendo saber, comprender, resignificar. Nací y crecí entre sobrevivientes de la shoá. Hay muchas cosas, que hoy sé, cosas que nos son comunes a los que vivimos en un tal contexto (rincones en la memoria donde no se debía entrar, preguntas que no había que hacer, cumpleaños sin familiares sanguíneos, etc) pero una de ellas no fue, ciertamente, la patología de nuestros padres.Así como no podemos -no debemos- pensar el fenómeno nazi desde la psiquiatría, tampoco podemos pensar el de los sobrevivientes desde esta óptica sospechosamente simplificadora. Hubo algunos que tuvieron síntomas, pero no más que el común de la gente. Hubo, claro que sí, psicóticos, suicidas, obsesivos, fóbicos, pero no en proporción distinta al resto de la población ni, aparentemente, debido a sus experiencias en la shoá. En la película algo se sugiere, pero no suficientemente por cierto, del pasado, de la infancia de este padre y del recuerdo resentido de su propio padre, mucho antes de la shoá. Creo que el padre del protagonista de “Claroscuro” era, según lo pintan en la película, un señor que, por decirlo delicadamente, no estaba del todo bien. Pero protesto con fervor ante la teoría sugerida de que ello se deba a su pasaje por la shoá. Pudo haber encontrado justificaciones en ello para perdonarse su severidad y crueldad. Nosotros no tenemos por qué creerlas. No es la shoá la que impele a un padre a ser sádico con su hijo.

Los descendientes de la shoá nos preguntamos con insistencia el por qué de lo que vivieron nuestros padres. Esa pregunta nos lleva a otros por qués lacerantes, por qués que la humanidad se viene preguntando desde que el primer hombre se enfrentó con la maldad, con la injusticia, con la arbitrariedad. Con la ajena y también, lo que es mucho más insoportable, con la propia. ¿Por qué la gente es buena o mala? ¿por qué la gente es severa o permisiva? ¿por qué la gente es loca o cuerda? ¿por qué tantos perecieron y estos se salvaron? Acá también, vuelvo a hacer mías las palabras puestas en boca del protagonista: “es un misterio... es un misterio”.

anasimadiana

ANASIMADIANA[1] Viernes a la tarde. La cita era a las seis. Cada una llegó unos diez minutos antes, pero nos quedamos haciendo tiempo en las inmediaciones para entrar justo a la hora marcada. Ninguna tuvo en su casa de la infancia uno de esos relojes de pie grandotes de los que caían como lágrimas lánguidas, péndulos de bronce sólidos y estables que indicaban con regularidad y sin sorpresas el paso del tiempo. Ninguna tuvo un reloj así en su casa de la infancia. Tampoco lo había en ese bar de la esquina de Corrientes y Malabia, de modo que no sonaron las seis campanadas ordenadas en el momento exacto en el que nos saludamos. Esta sorprendente puntualidad fue la segunda coincidencia.

“Mi papá no quiso tener más hijos, decía que no hay que traer hijos a este mundo”. “Mi papá ya había perdido una familia antes de la guerra, tampoco quería tener hijos”. “Fue mi mamá la que no quería, en mi caso fue mi mamá…”

“Todos los chicos tenían tíos, primos…, nosotros estábamos tan solos…”. “En mi cumpleaños venían sólo los amigos, los otros sobrevivientes”. “Los que hacían de familia eran los amigos, los que también estaban solos”. “Nunca había fiestas ni reuniones familiares”. “mi mamá y mi papá estaban mal… a mí me crió mi abuela”. “¡¡¡¡CONOCISTE A TU ABUELA???!!!”

“¡Qué vergüenza con lo de la partida de nacimiento..!” “Yo no decía que era extranjera”. “Yo al revés, me mandaba la parte con eso”. “Yo mentía acerca de mi mamá”

“Mi mamá no hablaba castellano”. “Con mi mamá era un lío cuando la llamaban al colegio… siempre tenía miedo, no entendía nada”. “A mí me decían que no se tenía que notar que no era argentina”.

“En casa no se hablaba del tema”. “Mi mamá sí, ella hablaba todo el tiempo, jugaba con nosotras a la guerra, a los bombardeos, a escondernos.., era papá el que callaba”

“Cuando venían amigos, entonces sí hablaban, se contaban anécdotas en frases entrecortadas, se entendían con la mirada, había cosas que no decían, había cosas que nosotros no debíamos escuchar”.

“Yo no sabía que éramos judíos”. “En mi casa era el tema más importante”. “En mi casa también”.

“Yo era la hermana mayor”. “Yo también.” “Y yo”.

Nos abrumaban las coincidencias. Nos asustaban. Queríamos huir. Queríamos quedarnos juntas para siempre. Decidimos que era hora de saber, que basta de silencio. Debíamos hacernos las preguntas. Nos hicimos las preguntas.

¿Qué venimos a buscar?

Nos preguntábamos ¿adónde? ¿en la Fundación? ¿en el viaje a Polonia? ¿acá, en el café? No sabíamos qué decir. ¿Dónde buscar lo que queremos buscar?

Me siento frente a un desafío atípico: el deseo de saber surgido por el asombro convertido en una incógnita; podría producirme dolor o placer; me da miedo”.

¿Qué queríamos encontrar?

“Gente como yo”. “Alguien con quien hablar”. “Personas que compartan mis preguntas y que sepan de rincones oscuros”. “Poder callar con otros que callan lo mismo que yo”. “Saber”. “comprender. “Compartir vivencias”. “un lugar seguro desde el cual transmitir este acontecimiento trágico para que su recuerdo no se extinga con el tiempo”. “Buscar mi identidad”.

¿Por qué ahora?

“Porque mis hijos ya son grandes y no saben nada”. “Por la inminencia o muerte efectiva de mis padres y el compromiso con ellos de no olvidar”. “Porque necesito saber”. “porque hasta ahora no me daba cuenta de que no sabía, de que no quería saber”. “¿qué negaba sin saber y qué sé y quiero negar?”

¿Qué representa el Holocausto para mí?

“Una historia que generó en mí profundas ambivalencias: pena, bronca; que produjo efectos: miedos, resentimientos y la convicción de que es un hecho que debe inscribirse para siempre en la historia”. “Soy una judía heredera del Holocausto, ha impregnado mi vida entera: mis sobrevivientes no pudieron cargar con tanto agobio, optaron por aislarse y encerrarse en sí mismos tratando de olvidar y de borrar el recuerdo e lo padecido”. “Recién a partir de la muerte de papá, hace unos seis años, el tema empezó a ser figura en mi vida. Está enterrado en Tablada, en el sector de los sobrevivientes; fue eso lo que le hizo adquirir una nueva identidad para mí, descubrí que el Holocausto era parte de mi historia, que fui gestada e su seno, que mi propia existencia, es decir, el hecho de que yo esté viva es la encarnación de las esperanzas y debilidades, las fortalezas y vergüenzas, de lo que se dice y lo que siempre se ha callado acerca de esta matanza inconcebible…”

 

¿Qué respuestas recibimos cuando damos a conocer nuestro compromiso con el tema?

“Si no es un ámbito propicio, no es un hecho que revele fácilmente; cuando lo transmito, veo asombro en el otro y la sensación de estar contando vivencias que le son totalmente ajenas: me pregunto ´para qué contarlo´”. “Tengo amigos que dicen que han pensado mucho hacer lo mismo, pero que temen abrir una caja de Pandora”. “Mucha gente que le importa el tema igual que a mí, no tiene, sin embargo ningún interés en comprometerse, dicen que no les hace falta”. “Me dicen que no hay que mirar para atrás, que el sufrimiento no sirve para nada”. “Algunos dicen que están cansados de la autocompasión, que mejor debemos dejar a un lado nuestra victimización y volcarnos hacia nuestra fuerza”. “Algunos me miran con admiración, dicen que quisieran pero no se atreven”.

 

¿Qué piensan nuestros familiares y amigos?

“Mi madre me legó el mandato de hacerme cargo de esta historia”. “En mi casa fue mi abuela”. “mi mamá me dice que qué voy a buscar a Polonia, que no hay nada para mí allá”. “Mi marido me entiendo pero dice que voy a sufrir mucho, que mejor olvidar todo”. “Mi hermano me dice que estoy loca, que para qué me meto en estas cosas, que qué falta me hace”. “Mi hermana acepta lo sucedido pero no está dispuesta a hacerse cargo efectivamente”. “Con mis hermanos no se habla del tema; parecería que nacimos en otra casa, que la historia no les pertenece”.

¿Qué sentimos en un marco de pares con respecto al tema?

“Sorpresa, una inenarrable sorpresa por este sentimiento extraño de hermanación”. “La intransferible vivencia de estar en casa”. “Contención”. “La posibilidad de compartir vivencias, de sentir que ´esto no sólo me pasa a mí´”. “Solidaridad”. “También me da miedo, ¿lo podremos tolerar? ¿no será demasiado? ¿podremos seguir ahondando?”.

¿Qué es para nosotros ser “hijas de sobrevivientes”?

“Me ha cargado de culpas y responsabilidad: me legaron la tarea de no olvidar y de transmitir para no olvidar”. “Fue y es duelos; aceptar la muerte de quienes son presencia para otros: tíos, abuelos, hermanos; es a veces una sensación de miedo por un gran vacío; roles vacantes: temor, soledad y con frecuencia la obligación de suplirlos, de ocupar lugares preñados de ausencia”. “Hasta hace poco, no era nada demasiado especial, no tenía conciencia de ellos, no me llamaba a mí misma de esa manera; palabras como “holocausto”, “sobrevivientes” tienen un valor desconocido que me empieza a resultar familiar. Hay muchos sectores oscuros de mi vida que tal vez puedan empezar a iluminarse. Tengo la sensación, aún remota, de una cortina que empieza a descorrerse. Recién me estoy dando cuenta de esta nueva carta de identidad”.

 

¿Qué necesitamos saber de la historia de nuestros padres en la guerra?

“Temo saber la verdad en su dimensión de horror”. “Saber qué pasó exactamente, cada minuto, cada respiración contenida”. “Cómo hicieron en los momentos de peligro, cómo se dieron cuenta en cada paso qué había que hacer”. “Qué pasaba si se resfriaban o se enfermaban de algo”. “Si cuando dormían soñaban y qué soñaban”. “Qué pensaban cuando tenían hambre”. “Tengo la disyuntiva entre el horror del saber y la tranquilidad del desconocimiento”.

Ana R.H. de Kahan, Sima Weingarten, Diana Wang,

hijas de sobrevivientes de la Shoá.

 

[1] Publicado en “Nuestra Memoria” (publicación de la Fundación Memoria del Holocausto), marzo 1995, Año I, Nº 2, pags 16-17

 

Sexofobia y autoritarismo

A modo de justificaciónEn este intento diario de ser nosotros mismos lo más posible, -los que lo estamos intentando-, nos enfrentamos a cada paso con supuestos, ideas, prejuicios que se nos imponen “per se”, que parecen tener existencia propia y a los que vivimos sólidos e infranqueables, severos e inapelables. Son las normas, leyes, prohibiciones que, al estilo de los diez mandamientos, tratan de prevenir al hombre de su “esencial” maldad, castigándonos desde el vamos, reprimiéndonos, en forma más o menos sutil, de gustar de la vida y del natural ritmo de nuestra biología. Porque es ahí, en lo corporal, donde las vallas son más altas, y es ahora, cuando nos enteramos que somos enteros, cuando el cuerpo vuelve a ser un aspecto respetado de lo humano, cuando sentimos en la carne lo difícil, lo duro, lo desconocido de nosotros mismos. Al decir cuerpo digo cuerpo-como-objeto-de-placer, digo sexo. Y que el sexo es el gran tabú, no es novedad para nadie. Que nuestra sociedad se basa en la represión sexual, tampoco. Quizá suceda que no alcancemos a comprender lo crítico de estas novedades porque somos cómplices, porque la sexualidad para nosotros, a pesar de la aparente liberación que vivimos, sigue siendo artificiosa, sucia, bloqueada y frustrante. El tabú del sexo ha dejado de ser, en parte, el tabí a la mecánica del coito: ahora es el tabú al amor, al amor encarnado, comprometido y militante, y así, reprimir la sexualidad es, en realidad, tener reprimida la capacidad de amar.

Defino Llamo AUTORITARISMO a toda ley, precepto o prohibición que nos impide el desarrollo de nuestras potencialidades y el goce de nuestros logros, ya sea que vengan del “exterior” en forma de códigos y leyes explícitos o implícitos, o del “interior” en forma de super yo o conciencia moral. Como instancia interna, es la cristalización de siglos de sometimiento a normas represivas que, internalizadas, son ahora auto represivas. Todo lo que una vez fue externo ahora es interno, lo que fue impuesto es supuesto. Por eso es tan difícil reconocerlo en la vida cotidiana, denunciar a cada paso las pautas a las que nos sometemos. Se nos han vuelto “naturales” y en función de ello es con alegría que las obedecemos, convencidos de que “así debe ser”. El único intento de rebelión que conocemos es la neurosis, pero es una pseudo rebelión pues en realidad nos lleva a someternos con mayor complacencia a severos mandatos que nos impiden una adecuada acción modificadora del entorno y no nos permite una auténtica liberación de estas normas y leyes represoras. Llamo SEXOFOBIA al miedo a toda manifestación erótica (léase: de amor) y sexual y a su consecuente represión. Luigi de Marchi, creador del neologismo, dice de él en “Sexo y civilización” que “no quiere indicar una determinada forma psicopatológica, sino solo una actitud mental genéricamente morbosa hacia la sexualidad que marca a toda una cultura y sus hábitos, predisponiendo a los individuos a específicas desviaciones y perturbaciones neuróticas”.

Dos versiones míticas reveladoras Pido prestadas a la sabiduría popular dos versiones del origen de la naturaleza humana que traducen con alegórica dramaticidad lo que intento mostrar teóricamente. Uno de los mitos órficos que Platón recrea en “El banquete”, es el de que en el origen los seres que poblaban la Tierra eran de cuatro piernas, cuatro brazos y dos cabezas. Su vida transcurría plácida y armónica, se autoabastecían, eran felices. Zeus comenzó a temer por su supremacía divina y, un día, pensó que el no necesitarlo los hacía tan poderosos que se les podría ocurr4ir treparse uno encima del otro y de este modo alcanzar la cima del Olimpo y destituirlo. Tomó entonces un hacha filosa y partió por la mitad a estos seres, disimulando la costura en el ombligo. Logró así debilitarlos, transformarlo en seres imperfectos que lo necesitaban para ser completos, para poder seguir vivos. Las conclusiones a que este mito nos acerca son muy variadas. Desde la fundamentación de la búsqueda de la “cara mitad” o la “media naranja”, es decir la convicción ideológica de que la gente no cambia y que el “destino” le tiene adjudicada una pareja y no otra, inmutablemente, hasta el encuentro de esa vieja técnica de dominio que es la balcanización, el famoso “dividir para reinar”. Pero quizá sea más cercano a nuestro espíritu el mito del Génesis bíblico y, creo, más revelador por su riqueza simbólica. La primer pareja no fue Adán y Eva. Esto es el fruto de una expurgación practicada en la Biblia original que mostraba otra forma de relación humana y que ofrecía la posibilidad de un modelo de pareja en el que el sometimiento y el autoritarismo no tenían lugar. Adán y Lilith –que así se llamó su primer compañera- fueron hechos por Dios del mismo barro y al mismo tiempo. Guardan un notable paralelo con ese ser bisexuado del que nos habla el mito griego y que simboliza a la pareja autosuficiente, la armonía y el equilibrio. Lilith no necesitaba accesorios –llámense manzana, serpiente, hoja de parra- para conquistar a su compañero. Su sola presencia traía el rumor de voluptuosidad y placer sensible al que Adán no intentaba resistirse. Nos llegan versiones de que se lo pasaban todo el tiempo tomando sol y haciendo el amor –que es otra forma de tomar sol o tal vez de serlo-, claro que de este modo, la palabra de Dios (o Zeus, la autoridad, el super-yo) no tenía mucha gravitación sobre ellos. Probablemente se dijeran: “¡Cómo hincha el viejo!” (pido perdón por el atrevimiento de poner en lenguaje coloquial las palabras de tan magnos personajes, pero en tren de recrear supongo que querrá el mito que entre ellos no se anden con vueltas) (estábamos en que el viejo hinchaba) “¿Por qué no nos deja gozar en paz! Habría que conseguirle una compañera para que vea lo lindo que es esto….”. Pero como eran los únicos, no pudo ser, y por fin un día, Dios se enojó, dijo “¡Basta!” y puso manos a la obra en su intento de arreglar el estropicio y recuperar a los que había creado a través de la dependencia, haciendo que lo necesitaran. Una noche, aprovechó que estaban dormidos y echó a Lilith, la envió al fondo del océano y tomando una costilla de Adán creó a Eva. Lo que sigue lo conocemos todos. Pero igual lo digo: Eva marcó el nacimiento de la moral judeo-cristiana y la muerte –obvia- del paraíso. Con Eva la pareja de deshace: ella no es igual que él; ella es inferior; es un producto de él; es su des-pareja. Eva es la voz del sometimiento sin quejas, de la total obediencia. Eva es la introductora del pecado, de lo que está bien y de lo que está mal. Eva es la represión. Eva es la maternidad sacralizada pero dolorosa del “parirás tus hijos con dolor”. Eva es “pura”, tiene vergüenza, cubre su desnudez. Eva no goza de su sexualidad. Eva miente, introduce la “picardía” y la “curiosidad femenina”. Eva llora. Eva se aguanta. Eva no sabe tomar el sol. Esta nueva entidad Adán-y-Eva aparece como el origen y el modelo de relación que recibimos, aceptamos y al que nos sometemos. Lilith grita su amor a la vida del que solo nos llegan débiles ecos alguna noche privilegiada, tal vez en verano, si nos podemos olvidar de tanto miedo.

Nosotros hoy Mientras tanto, cada uno de nosotros vive según los preceptos bíblicos; acatamos y nos sometemos muchas veces con alegría a las normas represivas internas y, por supuesto, a las externas. Somos dulces ovejitas que nos entregamos diariamente, con unción patriótica, al venerado sacrificio de no gozar más que por casualidad, de olvidar nuestras reales necesidades o de postergarlas eternamente, de tomar lo indispensable para vivir y mantenernos en constante estado de privación. La lista podría ocupar páginas y páginas pero es, en resumidas cuentas, todo el arsenal de técnicas neuróticas de que disponemos –y usamos- para no ser nosotros mismos y dejarnos pisar por el que venga. Individualmente, esto se expresa de esta lado del mundo (hay ciertos lugares privilegiados en donde parece que esto no sucede, pero esto es tema para otra comunicación) muy clara y esencialmente, en la actividad sexual concreta. Desde Freud ya no puede eludirse la importancia de esta área en la evolución humana. Primero el creador del psicoanálisis y luego Wilhelm Reich nos enseñaron, demostraron y convencieron que la represión sexual era –ES- el gran instrumento de sometimiento, superestructuralmente se entiende. El individuo –cualquiera de nosotros- no satisfecho sexualmente (cuando digo esto no me refiero a la mecánica, a la “mise en scène”,al disfraz asustado, perverso, “liberado” del amor, ¡no! Me refiero a un concepto que, por lo ut supra, nos cuesta mucho entender, hacer carne, que algo así como vivir, hacer y gozar del cuerpo-entero-y-sexuado-con-el-cuerpo-entre-tú-sexuado-de-otro, entregarse a ser de verdad en una unión silenciosa, humilde, sin pretensiones ni exigencias, siendo simple y naturalmente gracias-al-otro, recibiendo y dando) decía, que esta persona que de alguna manera está permanentemente violándose en su esencia de ser sexuado, privado y cadenciado en la satisfacción de una necesidad que es tan vital como respirar, frustrado de por vida y obligado a vivirse como sucio o malsano o perverso cuando quiere hacer el amor, es terreno fértil para hacer y hacerse daño, para someterse a cualquier cosa que se le imponga, a ser esclavo. Y eso es lo que tenemos. Bronca. Toneladas de bronca.

Por qué estoy acá Cuanto más reprimimos el amor, más bronca tenemos y entonces viene un señor (Zeus, Dios, super-yo, autoridad, imperativos, prohibiciones) y nos manda destruir y no disfrutar de lo que nos gusta, lo que amamos y lo que hacemos con alegría, entonando obedientes una canción épica; viene otro (que casi seguro es el mismo) y nos manda aguantar y tolerar lo que nos hace daño, no intentar cambiar nada porque “no podemos vivir mejor”; viene otro (sigue siendo el mismo y seguimos no dándonos cuenta y creyendo en sus buenas intenciones) y nos demuestra qué tontos y pobres somos, que así no nos podemos manejar solos… y le hacemos caso y nos entregamos a él con humildad y reverencia, convencidos de necesitarlo, de no poder vivir sin él. Y es cierto. Lo necesitamos. Necesitamos una autoridad severa que nos ayude a mantenernos en el estar reprimidos, que nos confirme que el sexo no es natural, que es pecado, que nos ratifique que nuestra mentalidad sexofóbica es adecuada, que es lo que permite que seamos una civilización “civilizada”…. Este miedo internalizado a disfrutar se alía con las reales dificultades (sociales, económicas) y las que a diario creamos y se yerguen como colosales bao-babs que permitimos crecer y desarrollar con toda libertad (parece ser para lo único que la supimos ejercer). Y así estamos. Quedan aún espacios libres en nuestro asteroide B-612. Creo que por eso el Núcleo y por eso Cultura. Al menos por eso yo acá: para intentar arrancar los yuyitos nuevos.

Diana Wang Diciembre 1974 Publicado en el Nº 3 de Cultura, órgano del Núcleo Cultural Alternativo