Claroscuro (Shine) (1996)

Las culpas y los misterios en “Claroscuro”

Fui a ver “Claroscuro” luego de haber recibido reiteradas sugerencias de hacerlo. “No te la podés perder!” era la frase más frecuente. No sabía si era debido a mi actividad como terapeuta familiar o a mi condición de hija de sobrevivientes de la shoá.

La ví. Me gustó. La música era maravillosa. También las actuaciones, especialmente la del protagonista, David Helffgot caracterizado por Geoffrey Rush, que ganó el Oscar por este trabajo, y la del padre, el siempre potente Armin Muehler-Stahl. Algunos personajes secundarios, como la escritora rusa que toma al adolescente bajo sus alas o el maestro de música en Londres, el magistral John Guielgud, me deleitaron. La película me entretuvo, me emocionó. Hubiese querido que continuara, que la música siguiera por siempre.

Sin embargo, me quedó un gusto amargo en la boca. Al principio no entendí por qué ya que el mensaje era optimista.

El mensaje optimista. La película trata acerca de la superación de las adversidades. Un padre superando al suyo y a las imborrables pérdidas de seres queridos en la guerra. Un hijo superando una educación severa. Un joven superando primero el pánico y después una aparentemente inexorable promesa de incapacitación mental. Una mujer superando los prejuicios y atreviéndose a amar a un “diferente”. Es una película que trata, en este nivel, acerca de la posibilidad de recuperación del ser humano. Habla de la esperanza y de la salvación por el amor. Uno se siente bárbaro. Si tan sólo uno encontrara a alguien que creyera en uno así, lo amara de esa manera, un incondicional...., pero bueno, si el protagonista lo encontró, ¿por qué no yo?

Porque se trata de una historia verdadera. Tanto es así que el protagonista aún vive. Merced al éxito de la película, se agotaban las entradas para sus conciertos en las salas más importantes de los Estados Unidos aunque no se trate, según dicen los expertos, de un gran concertista. ¿A qué va la gente, entonces? ¿A ver al que volvió de la “locura” y tiene el tupé de subirse a un escenario como si fuera una persona común? ¿Al que masculla y gesticula incesantemente mientras interpreta su eterno concierto de Rachmaninoff sin importarle quién y cuántos lo están mirando? ¿Al símbolo de la capacidad de resurrección del ser humano? ¿A quién van a ver las personas que llenan los teatros? Tal vez sea “ un misterio...” como repiquetea distraídamente el protagonista.

El argumento. Sucede en Australia, en la década del cincuenta. Un niño es educado por su padre en el amor por la música. Toca el piano con dedicación y pasión hasta que finalmente gana un premio que le posibilita ir a Londres a continuar sus estudios. El padre se opone terminantemente a ello: teme la separación de la familia y, probablemente, la pérdida del control sobre su hijo. Las instrucciones que le da tienen que ver con la idea de que hay un mundo muy malo allí afuera, que hay que estar alerta en todo momento, preparado, que hay que ser fuerte para sobrevivir y que hay que desconfiar de todo y de todos. “Nadie te va a querer como yo” repite una y otra vez. En los intersticios del diálogo aparecen, como sin querer, algunos datos que el guión quiere que tengamos en cuenta. Sabemos que se trata de una familia judía porque el niño celebra su bar-mitzvá. Son pobres, no sabemos si el padre trabaja ni cómo obtienen su sustento cotidiano. Tenemos algunos datos de la infancia del padre que cuenta la anécdota de su propio padre destrozando el violín que había comprado con sus ahorros; justifica en distintos momentos su conducta cruel mencionando cosas terribles que le pasaron en la guerra, pérdidas, sufrimientos, oscuridades. La madre, por el contrario, aparece deliberadamente desdibujada, como si hubiera la expresa intención de no distraer nuestra atención con otra cosa que la relación padre-hijo; lo mismo pasa con las hermanas y otros personajes. Uno se queda sin saber bien cómo juegan los distintos miembros que arman la estructura familiar. Lo que uno tiene es la parte de la historia que nos están queriendo contar. El hecho es que el adolescente consigue ir a Londres, con lo cual rompe con su familia y con su historia pues esa decisión es castigada por su padre con el destierro del vínculo familiar. Queda a merced de sí mismo, solo en el mundo. Cuando culmina sus estudios y prueba su talento en un concierto consagratorio, algo parece quebrarse en él. No sabemos bien de qué se trata ni qué le pasó. Lo que sí sabemos es lo que hizo la medicina por él en ese momento: lo internó y comenzó a tratarlo con electroshocks. Siguió internado varios años en una clínica psiquiátrica, principalmente, como dice una enfermera “porque no tiene otro lugar a dónde ir”. Cuando es liberado, deambula sin destino pero siempre consigue la protección de algunas personas. Nos encontramos con una persona desordenada, desprolija, impredecible, ocurrente, irreverente, desvergonzada; con toques de humor y una mirada provocativamente inocente. Masculla, murmura por lo bajo “es un misterio, es un misterio....”. Vive de su piano, de su música; cumple horarios, hace la rutina que se espera de él, es responsable en su trabajo y súmamente torpe en sus relaciones con las personas. Nada de su conducta indica que se trata de un psicótico, más bien un distraído, un bohemio, un genio, un Groucho Marx desaliñado, un soñador, un caminante de los márgenes. Aparece la astróloga y se enamoran. Ese hombre que juega a conducirse como un niño grande y sorprendente la seduce, la enternece con su desborde de cariño, con su apertura y su talento; debe haber sido irresistible para ella la tentación de ser la salvadora de un intérprete genial con quien la vida había sido tan cruel. Él a su vez, re-encuentra en ella un puerto protector y eficiente, algo que le recuerda tal vez a la escritora rusa que le tendió los brazos en su adolescencia y que le dio la fuerza necesaria para oponerse a los férreos mandatos del padre, alguien que se va a ocupar de él, alguien que cree en él.

Se casan y viene el “the end” con una música hermosa y un límpido cielo azul prometedor de venturosos futuros y fértiles mañanas. Como en los cuentos infantiles, termina con el casamiento y con la derrota de los malos (¿el padre? ¿los nazis? ¿la psiquiatría? ¿la sociedad?). Y salimos felices del cine. Hemos recibido un nuevo aliento para seguir viviendo la vida que a cada uno le toca, nos han hablado de esas cosas que tanto necesitamos, del amor, de la esperanza, de la bondad, de la confianza, de los sueños.

Nos conmueve el desvalido protagonista, tratado tan injustamente en su lucha contra el poder. Recordamos los momentos en que fuimos tratados de maneras similares y nos gusta que él haya podido sobreponerse. Los que hicieron la película -productores, guionista, etc- saben que es siempre seguro apostar y ponerse del lado de las “víctimas”, ofrecen un fuerte espejo de identificación y reivindicación. Lo saben muy bien los manipuladores de masas, los líderes de uno y otro bando, los gestadores de movimientos populares no sólo políticos, los expertos en las tácticas del poder. En este mundo de salvajes escepticismos y mayorías excluídas del banquete, es bueno ponerse del lado de las víctimas, hace bien.

Sin embargo, me ha quedado un gusto amargo en la boca. Y me acuso de contracorriente, de buscarroña. “Si a todo el mundo le pareció tan fantástica, ¿qué te pasa que a vos no? ¿siempre en los márgenes, che, siempre?” me decía. “Pensemos”, me dije.

Y pensé. Pensé que podemos hacer varias lecturas más de esta película, que el gusto amargo que sentía tenía que ver con que la película da por sentadas algunas hipótesis acerca de las causas de algunas cosas. Son hipótesis sustentadas en ideas/prejuicios opinables, controversiales que, sin embargo, son a menudo esgrimidos como certezas:

1) Los padres severos causan traumas psíquicos severos en sus hijos.

2) Los sobrevivientes del holocausto son personas severamente perturbadas.

1) La culpa de los padres. Un lugar común en el dominio de lo “psi” es que hay más probabilidad de desarrollos patológicos en familias con ‘padre ausente’. Éste es un caso contrario, un caso en el que un padre asume activamente la educación de sus hijos, está presente, se hace responsable, no está cansado ni distraído ni desinteresado de lo que sucede en su familia, no es un inquilino que viene a comer, a dormir y a que le laven la ropa sino alguien que toma en sus manos las riendas de su gente. No quiero decir con esto que considero su estilo pedagógico como conveniente o aconsejable. Sólo quiero decir que se trata de un modelo de padre severo, estricto pero asumido totalmente en su paternidad y en su intento de inculcar en sus hijos los valores que considera importantes. No se sale indemne, por cierto, de un padre tan duro como éste. Pero en el mundo hubo muchos padres similares y no fue una consecuencia necesaria que los hijos hubiesen quedado con severas perturbaciones psíquicas. De cualquier manera, las personas nos vamos forjando en una compleja red de relaciones, nunca con una sola persona como parece que nos quieren hacer ver en la película, simplificando hasta el grado del absurdo, la intrincada dramática de la vida.

Cuando un hijo está mal, ¿de quién es la culpa? ¿del padre que estuvo desmasiado o del que estuvo demasiado poco? ¿de la madre que no protegió lo suficiente o la que ahogó a su cría con la anticipación y el temor? ¿de la misteriosa articulación de las posibilidades genéticas en su intersección con un contexto hostil o en su encuentro con circunstancias favorecedoras? ¿de la suerte? ¿de la constelación astral? ¿de qué depende, cómo prevenir, la desdicha de un hijo? Aunque sepamos algunas cosas, -que el castigo físico no es bueno, que la victimización, la humillación, la desvalorización minan aspectos esenciales de las personas, que entre las alternativas de premio/castigo, mejor es optar por el polo del premio, aunque es siempre preferible predicar con el ejemplo, el propio modelo lo menos declarativo posible....- aunque sepamos todo eso, digo, es tan sólo una parte. Como insiste el protagonista, el resto... “es un misterio... es un misterio...”.

Los sufrimientos, la injusticia, la crueldad ¿conducen fatalmente a la patología? ¿Por qué algunas situaciones son sentencias irreversibles para algunas personas, o desafíos que estimulan la creatividad y fuerza defensiva para otras?

¿Es acaso cierto aquello de que “los padres comieron dulces y los hijos tienen caries”? ¿Hasta dónde? ¿Y dónde queda nuestra libertad y nuestras decisiones? ¿Somos fatalmente lo que nos han hecho? ¿No hay salida?

Claro que una cierta lectura tergiversada de las enseñanzas de la psicología viene en nuestro auxilio con la idea de que la culpa de todo la tienen nuestros padres, los primeros años de vida nos forjan hasta los más mínimos detalles, luego, no tenemos de qué preocuparnos, no somos responsables, es “el edipo”, “los traumas”, un “padre cruel”, una “madre abandónica”, etc.

Infortunadamente para quienes viven tranquilos con estas ideas que los eximen de asumir las riendas de sus propias vidas, creo que hay mucho que no sabemos todavía; creo también que el proceso de construcción no cesa nunca, que no es nunca completo, que lo vamos haciendo constantemente, que somos responsables por nuestra propia vida y por lo que le hacemos a quienes están cerca.

Yo sé que no es ésta una noción popular. Lo sé y lo comprendo. Vivimos buscando certezas, recetas seguras, blancos y negros, buenos y malos -los malos si es posible afuera de nosotros-, sostenes y anclas firmes pues confiamos bien poco en nuestras propias fuerzas, en nuestros propios criterios, en nuestro corazón.

No sé si este padre es culpable de lo que le sucedió al protagonista en la vida. Tampoco sé para qué podría servir la búsqueda de culpables. Lo que sí sé con certeza, es que si fuera culpable, seguramente no es el único.

2) La culpa de la shoá. En esta película hay una pretendida justificación de la conducta cruel del padre como sustentada en los padecimientos que sobrellevó durante la shoá (palabra que muchos preferimos a la popular “holocausto”) y los recuerdos resentidos que lo acosan. Me evoca peligrosamente el “sindrome del sobreviviente” que tuvo tanto popularidad en los años sesenta y que tanto daño causó a gran parte del millón de judíos que salieron vivos de la ordalía nazi. El tal sindrome adjudicaba a los sobrevivientes todo tipo de patologías psiquiátricas (despersonalización, rigidez, disociación, obsesiones, fobias, somatizaciones, etc). Ésta fue una de las causas del silencio de los sobrevivientes, de su sostenido y persistente esfuerzo de vivir como los demás, de no hablar acerca de lo que habían pasado, de poder darles a sus hijos la misma vida que tenían los hijos de la gente común. Nosotros, esos hijos, sabemos de ese esfuerzo, tanto que fuimos cómplices. Nosotros también callamos, raramente preguntamos, recién hoy estamos queriendo saber, comprender, resignificar. Nací y crecí entre sobrevivientes de la shoá. Hay muchas cosas, que hoy sé, cosas que nos son comunes a los que vivimos en un tal contexto (rincones en la memoria donde no se debía entrar, preguntas que no había que hacer, cumpleaños sin familiares sanguíneos, etc) pero una de ellas no fue, ciertamente, la patología de nuestros padres.Así como no podemos -no debemos- pensar el fenómeno nazi desde la psiquiatría, tampoco podemos pensar el de los sobrevivientes desde esta óptica sospechosamente simplificadora. Hubo algunos que tuvieron síntomas, pero no más que el común de la gente. Hubo, claro que sí, psicóticos, suicidas, obsesivos, fóbicos, pero no en proporción distinta al resto de la población ni, aparentemente, debido a sus experiencias en la shoá. En la película algo se sugiere, pero no suficientemente por cierto, del pasado, de la infancia de este padre y del recuerdo resentido de su propio padre, mucho antes de la shoá. Creo que el padre del protagonista de “Claroscuro” era, según lo pintan en la película, un señor que, por decirlo delicadamente, no estaba del todo bien. Pero protesto con fervor ante la teoría sugerida de que ello se deba a su pasaje por la shoá. Pudo haber encontrado justificaciones en ello para perdonarse su severidad y crueldad. Nosotros no tenemos por qué creerlas. No es la shoá la que impele a un padre a ser sádico con su hijo.

Los descendientes de la shoá nos preguntamos con insistencia el por qué de lo que vivieron nuestros padres. Esa pregunta nos lleva a otros por qués lacerantes, por qués que la humanidad se viene preguntando desde que el primer hombre se enfrentó con la maldad, con la injusticia, con la arbitrariedad. Con la ajena y también, lo que es mucho más insoportable, con la propia. ¿Por qué la gente es buena o mala? ¿por qué la gente es severa o permisiva? ¿por qué la gente es loca o cuerda? ¿por qué tantos perecieron y estos se salvaron? Acá también, vuelvo a hacer mías las palabras puestas en boca del protagonista: “es un misterio... es un misterio”.