Objetos desenterrados en Auschwitz. V

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Cuentas, bolitas, abalorios ... ¿era un collar? ¿Cómo se llamaba la que lo había traído consigo? ¿Alegraba las tristes rayas grises con esos colores venidos de otro mundo? ¿Cómo mantenía vivo su anhelo de amor y belleza en ese desierto de esperanza? ¿De qué color era el pelo que le había sido rapado? ¿Se pinchaba un dedo para cubrir sus mejillas con el rubor de su propia sangre? ¿Se ajustaba a la cintura con un trapo sucio la tela informe que la cubría y soñaba que estaba esperando a su enamorado para bailar prendida de su brazo sintiendo sus caricias arrebatadas y todos los besos que le debía la vida?

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Objetos desenterrados en Auschwitz. IV

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Una taza de cerámica milagrosamente entera, con alambres que aseguraban que no se separaría de la mano o del lazo que hacía de cinturón. Taza fuente de vida donde cabía, si es que la había pescado a tiempo, el agua chirle sucia diaria que llamaban sopa. Taza vuelta  gema y salvaguarda que también podía servir a otros fines que mejor no evocar. Había que protegerla, esconderla, mimarla, hacerla parte del propio cuerpo porque era el pasaporte para seguir viviendo. ¿Cómo la habrá conseguido? ¿Qué habrá ofrecido a cambio? ¿un diente de oro? ¿el reloj que había sido de su padre? ¿la cadenita de oro de su hermana mayor? ¿dos cigarrillos? Los objetos a veces siguen vivos cuando las personas ya no.


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Objetos desenterrados en Auschwitz. III

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Un dedal. ¿Para qué guardar un dedal en medio de tamaña desolación? veo en cada uno de sus agujeros la huella de aquella aguja que cosía dobladillos, que ajustaba mangas, que bordaba fundas y manteles, que unía retazos inconexos, que daba forma a aquello que la había perdido, que puntada tras puntada seguía el ritmo parejo del devenir previsible y conocido. ¿Qué hacía ese dedal enterrado en Auschwitz? ¿habrá sido una especie de amuleto, de salvaguarda, de plegaria silenciosa?

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Objetos desenterrados en Auschwitz me hablan. II

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Llaves oxidadas, llaves lastimadas, llaves que guardaban en los bolsillos o colgaban del cuello con un piolín retorcido. ¿Por qué las conservaban? ¿Igual que los judíos echados de Sefarad que durante siglos soñaron con volver? Sí. Soñaban volver. A su lugar, a su calle, a su puerta y la llave la abriría y allí estaría otra vez la vida normal, el sonido de las palabras conocidas, la mesa con mamá, papá, la abuela, los hermanitos y un plato de sopa de cebada, caliente, perfumado y tan pero tan rico y en la cama habría sábanas y en el baño habría un espejo y hasta tendría una puerta.  Alguna parece de un cajón o de la puerta de un ropero. ¡Qué loco llevar una llave de un ropero a Auschwitz! Aunque pensándolo mejor, nada loco. Lo loco era Auschwitz. Loco de toda y total locura.

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Objetos desenterrados en Auschwitz me hablan. I

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Un peón de ajedrez. De madera. Perdido su color pero aún de pie, sin claudicar ni lamentarse. Un peón. La pieza menos valiosa del tablero, el protagonista menos esencial del juego de la vida y la muerte. Pero, igual que en la vida, a medida que avanza puede coronarse y llegar a ser caballo, alfil, reina y así, tener un valor renovado. El peón puede terminar haciendo jaque al rey si lo dejan, si se mete sin que lo paren, si sobrevive. ¿Habrá sobrevivido el dueño de esta pieza? ¿Junto con el peón habrá llevado las otras piezas? Imagino que su dueño era un adolescente que soñaba con ser campeón de ajedrez y que a falta de tablero dibujaba los 64 escaques en la tierra para incursionar en nuevas tácticas. Peón el mismo de un juego atroz que lo superaba, ensayaba una y otra estrategia para ver si lograba llegar a coronarse y vivir.

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Convivencia forzosa, para Ideas en Casa

Otra creación de TEDxRiodelaPlata para esta época de aislamiento.

Otra creación de TEDxRiodelaPlata para esta época de aislamiento.

Temas tocados en una converesación informal:

  • los desafíos de la cuarentena:

    • el miedo y el hartazgo de estar limitados

    • el miedo a cuando termine, a salir y volver a interactuar con gente, lo que nos pasa cuando vemos las películas, los besos, los abrazos, las reuniones

    • el peligro del sesgo de negatividad personal que se suma a la negatividad contextual

  • los desafíos de la a convivencia forzosa:

    • para quien está solo

      • los que lo disfrutan porque no se sienten observados, y se sienten liberados, como más ligeros

      • los que añoran el contacto con familiares, amigos, hijos, compañeros de trabajo

    • para quien convive con alguien

      • la presencia del testigo, la mirada y la necesidad de pactar espacios personales

      • caminamos juntos y nos dejamos de ver

      • nuevas conversaciones con los otros y con uno mismo, peligro de caer en modos que no lo hagan posible (adivinar, usar la 2a.persona -queja, reclamo, crítica-, imponer)

      • el contacto personal ahora se volvió plano, las pantallas, lo que tiene de bueno y lo que tiene de malo

Preguntas para los grupos:

  1. ¿cómo se reconfigura la noción de intimidad?

  2. ¿qué estamos aprendiendo en estos días de cuarentena?

  3. ¿qué formas de relación no van a ser iguales después?

Comentario publicado en Linkedin:

El Abrazo de Julia Publicada el 8 de mayo de 2020

Javier Alejandro Felipe Gestor de Relación con el Negocio en YPF S.A.

Cuando mi hija tenía poco menos de dos años inventó su propio abrazo a la distancia, el cual se daba de la siguiente manera:

1. Brazo derecho por debajo de la axila izquierda

2. Brazo izquierdo por encima del hombro derecho

3. Cabeza inclinada hacia el hombro izquierdo, acercando el oído al corazón

4. Cerrar los ojos

5. Apretujarnos bien fuerte (el corazón tiene que parecer que se nos va a salir)

6. Terminamos con palmaditas por debajo de las axilas y por encima de los hombros.

Ayer tuve el lujazo de compartir ideas sobre los vínculos con Diana Wang, en el marco de “Ideas en Casa” organizado por el equipo de @TEDxRioDeLaPlata. Como diría Gerry Garbulsky, Diana es una genia genial del universo universal, mundo mundial... a lo cual ella acotaría INTERGALACTICO! Como casi todo en estos tiempos, la charla estuvo especialmente orientada a los vínculos durante el aislamiento y surgieron temas por demás interesante como lo es la intimidad, la reflexión personal acerca de la resignificación de los vínculos y de aquellas cosas que a partir de la pandemia nunca más volverán hacia atrás (estaría bueno que todos hagamos este ejercicio de introspección, pueden buscar el video de @AprenderDeGrandes entre Diana y Gerry hablando sobre algunos de estos temas: Relacicones de pareja en la cuarentena) Sobre las cosas que han cambiado durante este tiempo tan particular, me quedo con un tema en especial: los abrazos. Una de las cosas en las que coincidimos todos los asistentes es que es uno de los rituales que más extrañamos es ese abrazo con la gente que realmente queremos, ese abrazo que surge del corazón cuando festejamos un gran logro o cada vez que queremos expresarle nuestro amor o cariño a una persona en especial. Yo me siento afortunado en muchos sentidos, porque recibo los abrazos de mi hija y de mi esposa a diario, pero no dejo de angustiarme por aquellos que hoy no están recibiendo abrazos al mismo tiempo que me angustio con aquellos que no podemos darnos, especialmente los que no puedo darles a mis viejos. De alguna manera por esto, y también porque la mejor manera de aprender es compartiendo, les regalo a todos estas pocas y, aunque mal escritas, sinceras líneas. Al mismo tiempo les hago llegar desde mi corazón y a la distancia #ElAbrazoDeJulia (sus abuelos dan fe que a a través del ciberespacico también funcionan) Ojalá nos veamos pronto.

Negatividad, esa piedra en el camino.

 
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En estos días en que estamos obligados a permanecer guardados porque hemos elegido cuidarnos y cuidar, la convivencia forzada y forzosa acentúa y reaviva cosas que ya venían pasando. Nos llueven por todas partes consejos y sugerencias para transcurrir este período de la mejor manera posible. Home office, reuniones familiares y de amigos, muchas actividades, mucha pantalla, mucho zoom y whatsapp, es como si existiéramos de la cintura para arriba, no importa qué zapatos llevamos. Ya estamos entrando en la recta del hartazgo, del cansancio, en el gris cotidiano en que todos los días son domingo y los horarios nos son esquivos porque da igual.

Ahora es cuando tenemos que estar alertas y no dejar que nuestras propias tendencias, cuando son negativas, nos venzan.

Hablemos de la negatividad. Se la ha descripto como un sesgo, un efecto que determina que respondamos más fuertemente a situaciones y emociones negativas que a las positivas. Si hacemos o decimos algo y recibimos elogios y felicitaciones, nos sentimos complacidos, pero si entre ellos aparece un comentario adverso, se vuelve lo único, lo más importante, nos obsesiona, nos altera la percepción y borra los elogios y aplausos. Somos mucho más permeables a lo negativo que a lo positivo. En la historia de nuestra evolución, el sesgo de negatividad fue esencial para nuestra supervivencia porque nos mantenía alerta frente a cualquier peligro, pero hoy puede ser una potente amenaza que altera nuestra mirada y modifica peligrosamente nuestra conducta. 

El sesgo de negatividad es hoy, más que nunca, una gran piedra en el camino de la convivencia, tanto con nuestra pareja como con quien sea que estemos conviviendo. Cualquier cosita, cualquier pelusa que flote en el aire puede volverse un doloroso conflicto que termine en acusaciones y peleas. Todos tenemos ese sesgo pero no todos vivimos esa tendencia a la negatividad del mismo modo. Las personas que la tienen instalada como parte esencial de su personalidad son las que tienen que tener un cuidado especial porque pueden deslizarse a emociones desgarradoras que alteren su percepción de lo que están viviendo y transformen la convivencia en un infierno.

Uno se ve inundado por la pregunta de ¿por qué no me quiere? o ¿por qué no me valora? o ¿por qué no le importo? que insiste, horada y se transforma en un alud que desciende sobre uno con una potencia arrolladora y nos aplasta y sumerge en la más honda desdicha.

Dado que nadie es perfecto y que nadie satisfará completamente nuestras necesidades, el sesgo de negatividad será una lente que tomará las imperfecciones de nuestra pareja como centro de nuestra mirada, las exagerará y las volverá un muro infranqueable contra el que chocaremos una y otra vez. En lugar de ver lo que está bien, de apreciarlo y agradecerlo, seremos solo recipientes de lo que está mal, de lo que no funciona. Lo que está bien se vuelve difuso y poco importante, casi que desaparece y solo somos receptores de lo que está mal.

En los estudios de parejas que conviven hace largo tiempo se encontró que uno de los temas centrales era la reacción ante la negatividad. Que no es tan importante cuánto hay de bueno o positivo en cada uno sino cuál es la reacción que tiene frente a lo negativo. La forma en que cada pareja encara sus interacciones problemáticas será la medida de su continuidad o fracaso. 

En esta convivencia virósica actuamos del mismo modo que ya lo hacíamos antes, solo que ahora se ve más, es más exagerado, no lo podemos evitar. Si ya venía ganando el sesgo de negatividad en nosotros, estamos ahora en un problema grave porque seguro que ha aumentado. Y una de sus características es que es muy contagioso, tanto como el coronavirus. La “mala onda” de uno, que es la forma en que el sesgo empieza a hacerse visible, genera fatalmente la “mala onda” de todos, el clima se enrarece, todos contagiados porque es altamente tóxico. 

Si el sesgo de negatividad es una de tus características, tal vez éste sea un buen momento para revisarlo y ver cuánto lo podés diluir. Si no, este poderoso auto sabotaje desgastará tanto la relación que lo bueno que pudiera estar habrá desaparecido de tu percepción. El sesgo de negatividad, no puede ser anulado, pero puede ser relativizado o amaestrado. 

Podés evitar el ciclo destructivo que produce. Son tres pasos. Detectar la negatividad ni bien aparece, no dejarla crecer. Preguntate dónde la sentís, después de qué te aparece, cómo suele acometerte sin que te des cuenta, ¿es un pensamiento?, ¿es una incomodidad?, ¿es un impulso motriz como pegar, salir corriendo, gritar? ¿es una sensación difusa pero alojada en alguna parte del cuerpo? Una vez que la tengas claramente individualizada, el segundo paso es controlar y frenar tu reacción, ponerla en stand by, no decir eso que mejor callar, no mirar como mejor no mirar, no actuar como mejor no actuar. El tercer paso es revisar, dialogar con el acceso de negatividad que te está ocupando. Digo bien, te está ocupando, como un alien que se aloja en tu interior y te tira gases venenosos pero que no es un desconocido. Miralo de frente, ponelo en palabras, conocelo, no te dejes ganar. Reconocelo como aquel impulso maléfico que tanto daño te hizo siempre y frente al cual te dejaste vencer una y otra vez. 

Son tres pasos: reconocerlo, frenarlo y conocerlo.

No hemos elegido someternos a esta pandemia ni vivir este encierro.  Pero sí habíamos elegido vivir con nuestra pareja y hoy podemos elegir hacerlo de una manera pacífica. 

El sesgo de negatividad es tan destructivo como el virus del corona, igualmente contagioso y maléfico cuando nos toma con la defensa baja. La convivencia forzosa nos bajó las defensas. No dejes que la negatividad te gane la batalla. Podés elegir. 

publicado en LN el 16 de mayo de 2020 como “Cuarentena. La negatividad en la convivencia y tres pasos para amaestrarla”.

El regalo para el Día de la Madre.


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Era sábado. Sí, estoy casi segura de que era sábado. Cualquier otro día de la semana no habría sido posible porque teníamos escuela. Tiene que haber sido un sábado.

El tercer domingo de octubre caía ese año, 1957, el día 21. Seguramente lo hicimos el sábado 13 para que estuviera listo una semana más tarde, para el día de la madre.

La radio lo pasaba una y otra vez promocionando el nuevo disco de Luis Aguilé. Nos había encantado:

Hay una mujer 

que la vida da 

por ver en nosotros 

la felicidad. 

Eres tú mamá, 

reina del amor. 

Por eso mamá te canto. 

Por eso mamá te quiero. 

Por eso mamá te entrego mi corazón.

La primera idea fue comprar el disco. Yo había ahorrado durante varios meses para tener el dinero suficiente. Me alcanzaba. Pero tuve una idea mejor. ¿Qué tal si se lo grabábamos, mi hermanito y yo? ¿Es que era posible grabar un disco? Y me puse a averiguar en aquellos tiempos sin internet. Lo encontré en una revista en lo de Alicia, la vecina de al lado. Tenía berretín de cantante de tango y no se perdía ni un número de El Alma que Canta. Fue allí que encontré el aviso de un estudio de grabación.:“Sea original: grabe su propio disco”. Anoté el teléfono y llamé para saber cuánto costaba y cómo era que había que hacer. Una voz cansada y carrasposa me dijo el precio (¡me alcanzaba y hasta me sobraba un poco!) y que había que pedir turno. Le dije que tenía que ser un sábado, “a ver” respondió, “puede ser el sábado 13 a las 11 de la mañana”. La dirección estaba en el aviso, era Corrientes al 1600, subsuelo, oficina 24. Quedamos así.

En la radio pasaban la canción a menudo pero no alcanzaba a anotar la letra. Entonces nos fuimos con mi hermanito a la casa de discos que estaba en la calle Segurola, lo pedimos y lo llevamos al box. En aquellos años si te querías comprar un disco, ibas a la casa de música, lo pedías y te permitían escucharlo para que estuvieras seguro de que era ése el que querías comprar. Eran los discos de pasta de 78 revoluciones por minuto. Uno entraba en el box que tenía un plato donde poner el disco y unos auriculares enchufados para poder oír sin molestar a nadie. Entramos con mi hermanito y compartiendo el auricular lo escuchamos quinientas veces. Yo tenía un anotador con un lápiz que me permitió sacar bien la letra. Salimos del box, devolvimos el disco y dijimos que volveríamos con la plata para comprarlo, lo que no era verdad pero me daba mucha vergüenza decirle al dueño que solo habíamos ido para escucharlo bien y sacar la letra. 

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Teníamos 4 días para ensayar. Lo habíamos practicado hasta el agotamiento, ambos éramos afinados y nos la sabíamos de memoria y hasta yo había hecho un arreglo y cantaba en una parte del estribillo con una segunda voz. Yo tenía doce años. Mi hermanito seis. 

Queríamos que fuera una sorpresa, entonces aquel sábado nos levantamos como siempre, desayunamos, nos vestimos y salimos a jugar a la calle, como hacíamos siempre. Pero en realidad íbamos hacia nuestra mayor aventura y teníamos que hacerlo sin despertar ninguna sospecha en mamá. Estábamos excitados, contentos, entusiasmados y no sé cómo hicimos para disimularlo. Pero evidentemente lo conseguimos. Papá había salido, como hacía siempre los sábados a la mañana, momento en el que visitaba a sus clientes de las grandes mueblerías a las que entregaba los pedidos. Mamá estaba ocupada en cosas de la casa y debe haber sentido un alivio al ver que salíamos a jugar y que la dejábamos hacer lo que tenía que hacer sin molestar. 

Yo había averiguado cómo llegar hasta la dirección que me habían dado. Vivíamos en Floresta y toda nuestra vida transcurría en esas calles, yo no tenía costumbre de moverme más lejos, el “centro” para mí era un universo extraño y misterioso que veía solo en las películas cuando íbamos al cine. “Es fácil”, me dijo Armando que vivía enfrente y estaba haciendo el servicio militar en la policía. “Te tomás el 106 en la esquina, te bajás en la estación Malabia que es donde termina el recorrido y ahí te tomás el subte que está al lado de la parada y vas hasta la estación Callao, tenés que contar 6 estaciones, de ahí son solo dos cuadras”. Hicimos eso. Salimos de casa juntitos y nos fuimos a la esquina. Vivíamos en la calle Remedios de Escalada de San Martín casi Mercedes, calle por la que circulaba el colectivo. No tuvimos que esperar mucho y nos subimos. La mano de mi hermanito en mi mano, confiado y yo, la más grande, sintiéndome responsable y casi adulta a su lado. Durante el trayecto imaginaba la cara de mamá al recibir el regalo el día de la madre, su alegría, su emoción… y la sorpresa de papá cuyo sueño de ser cantante y actor debió sepultarse bajo la necesidad de trabajar en la carpintería para darnos de comer. 

Tal como había dicho Armando, nos bajamos cuando el 106 llegó a Malabia cuando vimos que hasta el chofer se había bajado y ahí nomás vimos la boca del subte. Bajamos, busqué como pagar y esperamos en el andén que llegara. Había poca gente así que nos pudimos sentar. La sexta estación era Callao, tal cual había dicho Armando. Nos bajamos y ahí me asusté porque había varias salidas y al subir la escalera no sabía donde estábamos ni para dónde tomar. Le pregunté a una señora que nos acompañó solo a cruzar Callao porque estábamos del lado correcto de Corrientes. 

Caminamos las dos cuadras, la mano en la mano, corajudos aventureros en la “calle que nunca duerme” como decían en la radio. Me sentía una especie de heroína valiente y arriesgada con la Jo de mujercitas, mi ídola total y absoluta. Llegamos al número que tenía. Entramos al pasillo de edificio y vimos una escalera con una flecha que decía “subsuelo” apuntando para abajo. Seguimos la indicación y llegamos a otro pasillo oscuro, húmedo, con olor a encierro, a moho y a pis de gato. La oficina 24 estaba al final. No sabía qué hora era, pero como habíamos salido a las 10 seguro que no se nos había hecho tarde. Golpeé la puerta y escuché aquella voz cascada, la misma del teléfono, con un “pase”. El olor a cigarrillo nos atacó ni bien entramos y vimos, sentado tras un escritorio, al dueño de la voz, fumando. Se sorprendió cuando nos vio. “Tenemos turno para grabar un disco a las 11” le dije. Miró en un cuaderno y me preguntó el nombre sin terminar de creer que le había dado un turno a esos dos chicos. Mis doce años eran todavía infantiles, flaquita, parecía un poco menor y  mi hermanito de seis, con sus pantalones cortos y su mirada celeste, lo debe haber desarmado. “¿Qué quieren grabar?” nos preguntó. Le conté que era una sorpresa para nuestra mamá para el día de la madre. “¿Sin acompañamiento, sin guitarra, sin nada?” se dijo casi a sí mismo… “sí, solo nosotros” le dije. “¿Tenés la plata?”, le pagué lo que me había dicho, se puso de pie, abrió una puerta y nos invitó a entrar. Era otra habitación que tenía una ventana que daba a un cubículo en donde un muchacho con cara de aburrido estaba leyendo una revista de historietas apoyada sobre un escritorio o algo así con un tablero con muchos botones encima. En el medio del cuarto había un micrófono colgando del techo y el hombre de la voz cascada dijo: “cuando quieran” y se fue. Mi corazón latía desbocado pero la cara tranquila de mi hermanito me calmó. De pronto escuchamos la voz del muchacho que estaba tras la ventana que nos preguntó si estábamos listos. Le dije que sí. Entonces dijo “cuando baje la mano empiezan a cantar”. Eso hicimos. Pusimos ahí todo lo que habíamos ensayado, cantamos sonriendo y emocionados porque anticipábamos el momento de darle el disco a mamá. Fue glorioso, inolvidable, eterno aunque terminó demasiado pronto. “Listo” dijo el muchacho, “esperen un poco que quiero ver si salió bien”. Y ahí nomás nos hizo escuchar lo que habíamos cantado. Era como escuchar la radio, nuestras voces salían de otra parte, era mágico, era increíble, era maravilloso. Teníamos una alegría que no nos cabía en la cara. 

“Perfecto” dijo, “el miércoles estará listo”. “¿No lo podemos llevar ahora?” pregunté. “No, hay que hacer el disco” nos dijo con lo que borroneó un poco nuestra alegría. 

Volvimos a la oficina y el hombre tras el escritorio nos dio un comprobante con el que podíamos retirar el disco.

Salimos, subimos la escalera hacia la calle Corrientes. Ya no era la misma, llovía, la gente caminaba apurada cubriéndose como podía. Esperamos un poco para evitar mojarnos pero al final tuvimos que salir porque teníamos que volver antes de que mamá se diera cuenta de que no estábamos. Corrimos hasta Callao, tomamos el subte, nos bajamos en Malabia y luego de esperar un poco en la parada nos subimos al 106. Todo bajo la lluvia. Cuando bajamos, seguía lloviendo y empapados y un poco asustados entramos en casa. Los gritos de mamá cuando nos vio me siguen doliendo. “¿Qué pasó? ¿Dónde estaban? ¡Dios mío! ¡están mojadísimos! ¿Qué hicieron?”. Papá de pie mirando sin comprender. “¡Los buscamos por todas partes” ¿No vieron que empezó a llover? ¿Dónde se habían metido”. Asustados y culpables, le explicamos, le expliqué, lo que habíamos hecho. Y nada. No hubo razón que calmara a mamá y a papá. Estaban enojadísimos y fueron crueles “¡qué regalo ni qué regalo!” gritaba mamá, “¿a dónde fueron? hace una hora que los estamos buscando...creímos que… pensamos que….¿cómo hicieron una cosa así? ¿dónde está tu cabeza?” dirigido a mí, claro. Llorando volví a decir que estaba todo bien, que no nos habíamos perdido, que solo queríamos hacerle una sorpresa, que no sabíamos que iba a llover, que perdón, que no queríamos asustarlos…. y nada, ni mamá ni papá se tranquilizaron, afuera llovía pero adentro la tormenta era peor. Queriendo dar una prueba de lo que habíamos hecho saqué el papel que nos habían dado para retirar el disco y mamá lo hizo añicos, lo rompió, lo destrozó, lo trituró y lo tiró con furia y después envolvió a mi hermanito en una toalla, lo abrazó, lo besó, le cambió la ropa. Me pusieron en penitencia, me castigaron, me dijeron que era cruel, mala, desconsiderada, egoísta, que no había pensado en mi hermanito que era asmático y se podía enfermar, que lo había puesto en peligro. ¿Yo poner en peligro a mi hermanito? ¡Jamás! Odié a mis padres, odié a mi mamá que solo derramaba su enojo y no apreciaba mi intención de hacerle un regalo. Quería huir, dejarlos, no me querían, estarían mejor sin mi, lo único que veían era a mi hermanito, yo no les importaba, no entendían ni apreciaban ni les importaba lo que había hecho, que peor aún, que les parecía mal y que me acusaban de ello. 

El disco nunca fue retirado. No intenté mencionarlo siquiera. Ya no me importaba. Evidentemente tampoco a mis padres. Nunca más se habló de eso. Nunca más. 

Guardé este recuerdo en el baúl de las arañas pollito, las serpientes venenosas y los monstruos malévolos y mortales, mi propia caja de Pandora. Y pasados los años, cada tanto se abre y deja salir algo que pinchaba, que dolía, que olía mal y al verlo con otros ojos milagrosamente se vuelve inofensivo.  

Imagino hoy aquella mañana de sábado en la que, al  comenzar a llover mamá nos empezó a buscar en la calle. Debe haber tocado el timbre en todas las casas vecinas y al no encontrarnos ¿cuáles habrán sido las imágenes terroríficas que deben haberla inundado? Y cuando llegó papá, ¿cómo habrá sido el diálogo desesperado entre ellos?. ¿Cómo habrán sido aquellos largos minutos, tal vez casi una hora, cuando creyeron que nos habían perdido? ¿Llamaron a la policía? ¿Cómo fue esa espera loca y angustiada? Ya habían perdido un hijo, durante la Shoá, su primer hijo, su amado y eternamente extrañado Zenus, ¿otra vez la vida los había castigado con lo mismo?

Vuelvo a mis doce años ingenuos y, ciertamente, desconsiderados. No había pensado en todo eso. Ni se me había ocurrido. En mi mundo infantil la intención era suficiente, no había pensado en mamá y en papá, en lastimarlos, en que algo podía no salir como pensaba. Creía que íbamos a poder ir y volver sin que nadie lo advirtiera, ¿cómo imaginar que llovería? Hoy entiendo aquel momento en el que aparecimos empapados y ateridos, el alivio de la angustia y al mismo tiempo la necesidad de descarga ante el terror sufrido y repetido. Claro que lo entiendo y daría lo que no tengo por volver el reloj atrás y no haberlos asustado tanto. 

Nunca lo hablé con mamá. Recuerdo que lo tuve presente en sus últimos días, cuando la acompañaba al lado de su cama y la entretenía con anécdotas e historias que hicieran más llevadera su internación. Pero no le hablé de eso porque temía que aquella herida volviera a abrirse y sangrara sin parar y volviera a lastimarla. 

¿Qué habrá pasado con ese disco de pasta de 78 revoluciones por minuto en el que dos chicos le cantaban su amor a su madre? ¿El hombre de la voz cascada lo habrá guardado? ¿Estará tal vez en alguna caja junto a otros discos que nadie había retirado, en algún estante ignoto de un ropero viejo? ¿Alguien habrá escuchado alguna vez aquellas voces y se habrá preguntado qué pasó, por qué ese disco estaba ahí?

El recuerdo volvió a mí esta madrugada insomne, con nostalgia, con pena, pero después de tantos años, con ternura. 

Mi hermanito y yo hoy somos grandes, tenemos hijos, nietos, arrugas, canas, mucho pasado. Tal vez no fue ésa no fue la única vez que hicimos daño sin haberlo querido  tal vez apoyados en cierta omnipotencia imaginaria o en esa ceguera que a veces tenemos cuando avanzamos con entusiasmo en pos de algo que deseamos muy fuerte. Y debemos procesar una y otra vez aquello que hicimos sin intención de dañar pero habiendo dañado. 

Y perdonarnos. 

Perdonarnos por fin.