Una historia de amor

Marek y Krystian

Marek y Krystian

“¿Por qué viajás tanto a Polonia? preguntó Sol a Marek, su abuelo”. “Es una historia larga” le dijo, “¿te la bancás?”. “Sí, claro” contestó entusiasmada. Le encantaba quedarse a solas con su abuelo, hablar con él y jugar al ajedrez.

“Vivíamos en un pueblito, en el este de Polonia. Una noche, a mis once años, me despertaron ruidos, golpes en la puerta, voces guturales y feroces, ¡Juden rauss!, judíos afuera, gritadas por soldados nazis en medio del terror y del enloquecedor ladrido de sus perros. No sé por qué, pero me tiré abajo de la cama y me acurruqué allí. Escuché que sacaban a mi mamá, a mi papá, a mi abuela y a mi hermanita que estaba en la cama de al lado. A mi no me vieron. Sansón, mi perro, pretendía defendernos pero uno de los perros nazis se le abalanzó y un soldado le pegó un tiro. Lo vi desangrarse y morir, desde el piso, paralizado. No sé cuánto tiempo pasó. Mi corazón era un tambor incontenible y ensordecedor. Después de no sé cuánto, me animé y me fui arrastrando despacio hasta la puerta. Me asomé con mucho miedo y vi que en la calle todo era desolación, cosas tiradas, puertas y ventanas abiertas, ni un alma a la vista, silencio de muerte. Estaba solo. Me puse de pie y me fui deslizando pegado a la pared y cuando llegué a la esquina empecé a correr hacia donde terminaba el pueblo aterrado con la idea de que me descubrieran”.

“¿Adónde ibas abuelo?”

“A la casa de Krystian, mi mejor amigo, el otro delantero del equipo de fútbol de la escuela, yo era el 10 y él el 9, ningún arco era invencible para nosotros. Su casa tenía un terreno grande y al fondo estaba la cucha de Tom y Mix, los dos ovejeros con los que jugábamos después de clase. Levanté la alambrada y entré en la cucha y los perros se me acercaron moviendo la cola, contentos de verme. Todavía era de noche, no sé qué hora, pero el rocío me daba un poco de frío, yo estaba en ropa de dormir, me acosté en la parte de atrás y, aunque te parezca mentira, me dormí. A la mañana, cuando vino Krystian a darles de comer, me aseguré de que estuviera y asomé la cabeza. Me miró sorprendido, con los ojos así de grandes, me puse a llorar y le conté. Que me había quedado solo. Que no tenía donde ir. Que un soldado nazi había matado a Sansón. Que no sabía dónde estaban mis padres ni mi hermanita ni mi abuela.  Krystian cerró los ojos y apretó los puños porque sabía. Su papá era un antisemita feroz y el policía del pueblo, fue el encargado de señalar en qué casas vivían judíos. Abrió los ojos y le vi la misma mirada de cuando iba a patear un gol seguro, ‘De acá no te movés’ me dijo. ‘No te va a pasar nada. Yo te voy a cuidar’. Y así fue. Un año y medio viví en esa cucha. Escondido, alimentado y abrigado por mi mejor amigo. No sé cómo lo hizo porque nadie en su familia debía saber que escondía a un judío. Pero lo hizo. No solo eso, una vez trajo un tablero y la piezas de ajedrez y me enseñó a jugar. Cuando podía, venía, se metía conmigo en la cucha y nos echábamos una partida. Fueron esos momentos los que me mantuvieron vivo, los esperaba hambriento.

La guerra terminó un poco antes de cumplir los trece. Una vez en la Argentina, luego de varios años, ya instalado, con trabajo y casado con tu abuela y comenzando la familia, busqué a Krystian y retomé el contacto. También se había casado y tenía hijos pero la estaban pasando muy mal con los soviéticos. ¿Sabés Sol? los judíos sufrimos mucho en la guerra cuando vimos a nuestros vecinos y amigos aprovecharse de nuestra desgracia, incluso denunciarnos para conseguir vodka, mermelada o carbón. Pero no todos fueron así. Incluso me pregunto si los padres de Krystian no hicieron la vista gorda, que sabían que me escondía y lo dejaron pasar. No te olvides que si los llegaban a descubrir los mataban a todos. Como se dice en el campo, la taba se dio vuelta. No podía permitir que mi amigo la estuviera pasando mal. Lo menos que podía hacer era devolver el favor de nuestra infancia, aquel acto de amor que me permitió salir vivo y ahora poder contártelo. Les mandé todos los meses encomiendas con alimentos, ropa, remedios, hasta carbón y él cada tanto me hacía llegar algún diario y fotos de su familia. No había whatsapp, ni computadoras, la distancia requería paciencia. Hace unos años supe que Krystian había sufrido un ACV y que estaba prisionero de su silla de ruedas como yo dentro de aquella cucha. Y ahora te contesto tu pregunta porque por todo eso, siempre que puedo, voy a Polonia donde Krystian, mi amigo, está solo y me espera para jugar al ajedrez.”


Publicado en La Nación, sábado 13 de octubre, 2018.

Sobresaliente. Los prejuicios y nuestra mirada.

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Juliana llegó ansiosa al Jardín “La ronda mironda”. Ya había hablado con la directora y fue  directamente a la salita de 4, la “de los Dinos” como la llamaron los chicos.

Entró, saludó, tomó una sillita y se sentó en un rincón. “Juliana está estudiando y vino a ver cómo son los chicos de 4 años” explicó la seño mientras los “dinos” no entendían bien de qué se trataba ni para qué estaba ahí esa señora. Juliana tenía 19 pero a los 4 los cualquier mayor de 10 es grande.

Juliana, estudiante de Psicopedagogía, tenía toda la semana para observar a cada uno de los 12 chicos, tomar notas, hacer cuadros e ir llenando cada uno de los rubros a completar: sociabilidad, motricidad gruesa y fina, capacidad verbal, nivel y contenido de los juegos, participación, interés y concentración. Registrados los comportamientos debía evaluar el grado de adecuación de cada chico a los estándares normales y categorizarlos en una lista decreciente según su grado y condición evolutiva. El ejercicio estipulaba que la única información debía ser la observación de las conductas, sin preguntar nada ni tener ninguna información adicional. Como decía el etólogo Konrad Lorenz “se puede comprender la conducta sin tener el anillo del rey Salomón, basta con la observación”.

Tomó notas afiebradamente a medida que iba individualizando a cada uno de los chicos. En el aula y en los recreos, en cada uno de los rincones de las actividades, anotó textualmente lo que decían y la secuencia de conductas e interacciones. Llenó hojas y hojas y pasada la semana, comenzó, ya en su casa, la tarea de ordenamiento, categorización y evaluación. Consultó libros de referencia, repasó una y otra vez las clases teóricas, las indicaciones recibidas y los puntos a considerar. Cada uno de los 12 chicos fue calificado con un número en cada una de las 8 categorías observadas, según se ajustara al perfil descripto como esperable para la edad. Trabajó concienzudamente durante varios días, comparó notas y conclusiones con varios de sus compañeros de cátedra y finalmente sumó los puntajes parciales y ubicó a cada chico en el orden correspondiente. Estaba feliz por el trabajo hecho.

Pero la cosa no había terminado. En la segunda parte debía volver al jardín para hablar con los docentes y auxiliares, solicitar la carpeta de cada uno de los chicos para conocer sus contextos familiares y condiciones de vida. Esta nueva información confirmaría que la adecuación de la conducta estaba directamente vinculada a circunstancias y contexto familiares e históricos convencionalmente normales.  

Su sorpresa fue mayúscula.

De todos los chicos observados y categorizados, había sido obvio, claro e indudable, que era Nahuel el que sobresalía. Además de haber recibido el mayor puntaje en todas las categorías observadas, era de una simpatía arrolladora, una mirada límpida, alegre y siempre dispuesto a colaborar.

Un chico ideal.

La salud y normalidad personificadas.

De libro.

Pero cuando tuvo la información en sus manos Juliana supo que Nahuel provenía del medio menos convencional posible. Era adoptado, el único del grupo. Y no solo eso, sino que la pareja de sus padres estaba muy lejos de ser convencionalmente “normal” porque Nahuel tenía dos papás, era una pareja gay.

Juliana quedó aturdida por el shock. Supo instantáneamente que de haber conocido esas circunstancias su observación habría estado fuertemente contaminada. Creía hasta ese momento que no tenía prejuicios respecto a la adopción o la parentalidad gay y reconoció que la fuerza de lo cultural era tanta que de haberlo sabido, habría leído la conducta de Nahuel con otros parámetros y que seguro no habría resultado el más saludable del grupo. De todos los aprendizajes posibles, éste fue el más iluminador.

Expuso la situación en la cátedra y obtuvo el permiso para cambiar el tema de su tesina. Ya no fue “Evaluación del grado de normalidad basado en la observación de conductas”, sino “Los prejuicios alteran y distorsionan la observación de conductas”.

Fue un sobresaliente.

Como Nahuel.


29 de septiembre 2018. Suplemento Sábado de La Nación.

Evento Clubes TED ED en el Instituto Ana María Janer

En las charlas TED se descubrió que quien más cambiaba era el orador. La elección del tema, la elaboración del guión, el aprendizaje de cómo entregarlo para que llegue, la brevedad y concisión requeridas, son un aprendizaje tan potente que produce modificaciones insospechadas en quien construye la charla.

Esa evidencia gestó la idea de los Clubes TED. Se capacita a docentes de las escuelas que quieren participar para que estimulen, entusiasmen y guíen a los alumnos en la elección de un tema que les conmueva e importe y en la construcción de la charla que lo transmita.

Tuve el honor y el orgullo de estar presente en una de las muestras, la que tuvo lugar el 20 de septiembre en el Instituto Ana María Janer. Se trata de un colegio católico y uno de sus profesores, José María Tejedor, titular de Filosofía, estuvo en el evento para presentar a los docentes el programa. Fui convocada en esa oportunidad para dar mi charla sobre el Proyecto Aprendiz. 

Unos meses más tarde, el profesor Tejedor me envía un correo diciendo que una alumna suya quiere hacer una charla con parte de mi vida, si no me oponía a ello y si querría darle una mano. Claro que sí, le respondí y comenzó un intercambio de correos con Fernanda que me pedía información y referencias. Y un día me avisa que se hará la muestra y que sería para ella una alegría tenerme presente. Y allí fui.

Fueron 90 los chicos que armaron cada uno su charla pero solo 20 se animaron a presentarla en la muestra general. 

La de Fernanda Magaña se llamó "Las personas no somos objetos" y tomó la historia de Zenus, mi hermanito perdido y lo que le pasó en la Shoá y debido a la Shoá, para ejemplificar hasta donde puede llegar la cosificación y deshumanización de las personas. 

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En ese enorme salón lleno de docentes, chicos y sus familiares, la voz de Fernanda le dio otra melodía a mi historia tan conocida. Verla y oírla, con esa pasión y esa frescura, con esa sensibilidad e inteligencia, me remontó más lejos y más alto de lo que podía haber imaginado. Cuando dijeron que la Diana de la que se hablaba estaba ahí y me hicieron subir se vino abajo de aplausos. Y no eran para mí, ni tampoco para Fernanda, eran para este maravilloso dispositivo de apropiación y transmisión que aplica la gente de TED en Argentina y que permite que los chicos investiguen cosas que les interesan y que sean protagonistas de su educación.

Junto a Fernanda Magaña y José María Tejedor


Junto a Fernanda Magaña y José María Tejedor

Con Fernanda y nuestras sonrisas felices


Con Fernanda y nuestras sonrisas felices




Hombres que temen tener hijos

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“Es hora de pensar en un hijo” dice con suavidad o impaciencia, en tono imperativo o necesitado. Como pedido. Como pregunta. Como anhelo, esperando, suspendida, la reacción, la respuesta del compañero.

En la década de los treinta el reloj biológico anda más rápido y las mujeres comienzan a temer que si no sucede ya, ya no pasará.

Los que comparten el deseo, reciben estas palabras con beneplácito. Pero los que no quieren hijos, dirán claramente que no, en cuyo caso la mujer debe decidir si seguir en esa pareja y renunciar a la maternidad o separarse.

Pero para los indecisos, encarar el tema los arrastra a un tobogán de incertidumbres y sienten un torniquete en el cerebro que les entumece las reacciones. No es que no quieren sino que la idea de tener hijos los aturde y paraliza. Que no es el momento. Que no todavía. Que el trabajo. Que el dinero. Que las ataduras. Que la responsabilidad. Lo que plantea turbulencias y cuestiona la continuidad de la pareja.

No se lo confiesan a sí mismos, pero tienen miedo. Obviamente un hijo es un compromiso, un vínculo biológico de por vida, más que el matrimonio. Y se pone en duda la capacidad de honrarlo. ¿No será una tal pérdida de libertad que los arrinconará y les cortará las alas para siempre? Como si tener un hijo fuera una amputación imaginaria de una libertad también imaginaria porque somos mucho menos libres de lo que nos gusta reconocer.

¿De qué se protegen? ¿Qué asusta tanto a los hombres? ¿No ser capaces? ¿Cansarse y querer volar? ¿Que no les nazca el instinto de paternidad?

Ese mismo hombre tiene una mascota, un perro por ejemplo, y disfruta de ser recibido con esa cola sonriente y arrebatada que dice ¡llegaste! ¡qué suerte! ¡cómo te extrañaba! y le prodiga caricias, comida y el paseo diario.  Conoce el placer de criar un ser indefenso, de alimentarlo, de mimarlo, de desear verlo y jugar con él. Establece un lazo hondo y entrañable. Sin temor alguno. Le nació el instinto.

Obviamente no es igual tener un hijo. Lo que no saben es que el famoso instinto maternal está siendo cuestionado. No todas las mujeres sueñan con tener hijos ni la maternidad es su objetivo en la vida. Incluso una vez que son madres las cosas no les salen espontáneamente, ni dar de mamar ni contener ni resolver las mil y una cosas que suceden. El tal instinto es una construcción que va naciendo, en hombres y mujeres, a medida que interactúan, cuidan y conocen a su hijo. Desarrollan, cada uno a su modo, ese fuerte sentimiento de apego y amor que asegura que el niño llegará a adulto.

Pero la cultura nos juega en contra. Ha instalado el modelo de mujer-madre, emocional, sentimental y romántica, que dibuja corazones rosas, se pone linda y sueña con el príncipe azul que la hará feliz para siempre y el del padre-proveedor, macho fuerte, determinado, inmune ante sentimentalismos, que mide su éxito en su potencia eréctil, el tamaño del coche y de la cuenta de banco.

La historia familiar de muchos incluye un modelo paternal afín con la cultura predominante. En general un padre trabajador con poco contacto cotidiano y una afectividad amarreta con sus hijos, al menos cuando son chicos, justo cuando se construye e instala el modelo: el lugar del padre será un espacio vacío o mal ocupado que años más tarde genera el panic attack de preguntarse ¿cómo voy a hacer para ser padre?

Lo curioso, lo sorprendente, lo maravilloso, es que ése que se asustó ante el deseo del hijo, que dudó acerca de sus capacidades, que temió sentirse acorralado por un compromiso que no se podrá desanudar, ese mismo hombre, una vez nacido su hijo, descubre que se ha vuelto a enamorar. Desde el momento en el que ve en la ecografía borrosa imágenes que solo el técnico entiende, ¡se mueve! ¡¿es el corazón?! y un tum tum tum tum rápido y fuerte porque sí, eso que se ve ahí es tu hijo. Y algo te empieza a pasar, algo nuevo con lo que no contabas y no entendés cómo te inunda una emoción inédita ante ese milagro y la evidencia de que eso que late ahí es algo tuyo y te sube desde los pies un calorcito, un temblor, una especie de embriaguez que te hace levitar. Corrés la mirada del ecógrafo hacia tu mujer que ahora es más que tu mujer, ahora es poseedora de un tesoro que hasta tal vez se te parezca. Y el crecimiento de la panza. Y  las pataditas. Y en una vorágine misteriosa el parto, la lactancia, los pañales y el llanto que solo vos sabés calmar. Y un día te mira, te reconoce y te sonríe y ni todos los soles del mundo brillan para vos como el puente que se tiende entre los dos.

La cultura nos está regalando un nuevo modelo de paternidad, hombres que no quieren perder el placer de la crianza, que reclaman intervenir, no quedar afuera, sabiendo que solo estando, solo ocupándose, solo así irán haciendo suyo a ese hijo que durante nueve meses vivió un idilio exclusivo con su madre.

Hay nuevos vientos, esta vez benévolos, y los hombres empiezan a tener permiso de emocionarse, de reír y de llorar, de consolar, abrazar y acariciar, de meter la nariz en el cuello de su bebé, ahí, en ese huequito que está debajo de la oreja y aspirar hondo y con delectación la fuerza y la potencia de la vida.


Publicado en La Nación online, sept 17, 2018

Vanidad

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Elisa había conseguido huir de la España desolada y herida en 1939, a poco del fin de la desgarradora Guerra Civil. Con su familia, todos republicanos, asesinada, desembarcó a los 18 años solita su alma en el puerto de Buenos Aires. Sin dinero. Sin documentos. Sin conocer a nadie. Argentina prometía una nueva oportunidad, una nueva vida a tantos sufridos sobrevivientes. Fue uno de sus refugios privilegiados. Durante el viaje se había hecho amiga de Alcira a quien esperaba una tía que aceptó alojar a Elisa hasta que encontrara un lugar. La tía Emilia trabajaba en un taller de costura y no solo le brindó cama sino también trabajo. Aunque Elisa no tenía experiencia con la aguja era voluntariosa y tenía hambre. Aprendió pronto. Primero barriendo, acomodando, manteniendo en orden el lugar. Poco a poco se hizo amiga del dedal y comenzó a enhebrar, sufilar e hilvanar, a hacer ojales y dobladillos, con tanta prolijidad que se le fue delegando todo lo que era costura a mano. Observadora atenta y con la curiosidad de quien quiere sobresalir, se sumergió en el mundo de las telas lo que le permitió entender de hilos y bieses, texturas, cuerpos y caídas, hasta que, pocos años más tarde ingresó en el cenáculo de la moldería, el tizado y el corte.

Iba los sábados al Centro Gallego a oír gaitas y panderetas, cantigas y muñeiras y a hablar el dulce y melodioso gallego de su infancia. Una de esas noches conoció a Justo, un solitario inmigrante como ella que quedó prendado de su frescura y simpatía. Era linda la rubia Elisa, alegre, animosa, siempre de buen talante y sonrientes sus ojos azul cielo. Justo era calígrafo en una escribanía del centro, encargado de pasar en limpio las actas, los documentos, los testimonios, todo lo que debía quedar registrado prolijo y a mano antes del uso generalizado de la máquina de escribir y, por supuesto, de la entonces ni soñada computadora.

En una noche de verano, con los ecos de tantos pasodobles, jotas y fandangos, un tanto achispados por la sangría, Justo le propuso casamiento. Era tal la comodidad y la conjunción que Elisa no tuvo que pensarlo, fue un sí inmediato y feliz.

Pero al comenzar los trámites en el Registro Civil se vieron ante un serio problema porque no tenía Partida de Nacimiento ni documento alguno. Todo había sido destruido en el incendio posterior al asesinato de su familia, del que se salvó raspando porque en aquel momento no estaba en casa. No hay problema dijo Justo, podemos hacer un documento con testigos que atestigüen tu fecha y lugar de nacimiento, le pido al escribano y lo hacemos ahí mismo. Y ya que estamos, se dijo Elisa, puedo quitarme unos años… ¿a quién le importa? y le preguntó a Justo si podía cambiar su año de nacimiento, como un gesto de coquetería que a nadie le haría daño. A Justo le pareció simpática la travesura y lo aceptó como prenda de amor y hasta le enterneció la transparencia de la vanidad de Elisa. Así su año de nacimiento pasó a ser 1928, siete años más tarde que el 1921 real. Se casaron en 1947, Justo con 30 años y Elisa con 25 aunque figurara 18 en su Partida de Nacimiento y en su reluciente Cédula de Identidad.

Tuvieron una buena vida, con hijos sanos y trabajadores, pero siempre al día y dependiendo de la continuidad del trabajo, sin poder tener casa propia ni ahorros que los protegieron en su vejez. En 1982, al llegar a los 65 años, Justo comenzó los trámites de jubilación. En ese  mismo año Elisa cumplía sus 60 biológicos o sea que también habría podido solicitar su retiro. Pero no pudo, porque en sus documentos decía que tenía 53.

Aquella coquetería del pasado, que había parecido entonces ingenua y sin consecuencias, se le volvió en contra. Su aspecto fresco y juvenil no había denunciado nunca que tenía 7 años más de lo que declaraba. Nadie, ni siquiera sus hijos, conocía la verdad. ¿Confesar ahora el engaño? Se moría de vergüenza de solo imaginarlo. Además ¿no sería penado por la ley? ¿Comprometería a los testigos que habían testificado la fecha falsa? Aunque el dinero de la jubilación habría sido una gran ayuda, no pudo volver sobre sus pasos 35 años después para deshacer la mentira que su ahora tonta vanidad la había llevado.

Eximia costurera, sabía que sin la debida tensión en las puntadas alguna arruga impertinente denunciaría la falla que la pondría en evidencia y la humillaría. No tuvo más remedio que callar y seguir manteniendo su histórico disfraz mentiroso con un burdo alfiler de gancho para que nadie se diera cuenta que chingaba.

La Nación. Suplemento Sábado https://goo.gl/dGwguH