Otras cosas

Claroscuro (Shine) (1996)

Las culpas y los misterios en “Claroscuro”

Fui a ver “Claroscuro” luego de haber recibido reiteradas sugerencias de hacerlo. “No te la podés perder!” era la frase más frecuente. No sabía si era debido a mi actividad como terapeuta familiar o a mi condición de hija de sobrevivientes de la shoá.

La ví. Me gustó. La música era maravillosa. También las actuaciones, especialmente la del protagonista, David Helffgot caracterizado por Geoffrey Rush, que ganó el Oscar por este trabajo, y la del padre, el siempre potente Armin Muehler-Stahl. Algunos personajes secundarios, como la escritora rusa que toma al adolescente bajo sus alas o el maestro de música en Londres, el magistral John Guielgud, me deleitaron. La película me entretuvo, me emocionó. Hubiese querido que continuara, que la música siguiera por siempre.

Sin embargo, me quedó un gusto amargo en la boca. Al principio no entendí por qué ya que el mensaje era optimista.

El mensaje optimista. La película trata acerca de la superación de las adversidades. Un padre superando al suyo y a las imborrables pérdidas de seres queridos en la guerra. Un hijo superando una educación severa. Un joven superando primero el pánico y después una aparentemente inexorable promesa de incapacitación mental. Una mujer superando los prejuicios y atreviéndose a amar a un “diferente”. Es una película que trata, en este nivel, acerca de la posibilidad de recuperación del ser humano. Habla de la esperanza y de la salvación por el amor. Uno se siente bárbaro. Si tan sólo uno encontrara a alguien que creyera en uno así, lo amara de esa manera, un incondicional...., pero bueno, si el protagonista lo encontró, ¿por qué no yo?

Porque se trata de una historia verdadera. Tanto es así que el protagonista aún vive. Merced al éxito de la película, se agotaban las entradas para sus conciertos en las salas más importantes de los Estados Unidos aunque no se trate, según dicen los expertos, de un gran concertista. ¿A qué va la gente, entonces? ¿A ver al que volvió de la “locura” y tiene el tupé de subirse a un escenario como si fuera una persona común? ¿Al que masculla y gesticula incesantemente mientras interpreta su eterno concierto de Rachmaninoff sin importarle quién y cuántos lo están mirando? ¿Al símbolo de la capacidad de resurrección del ser humano? ¿A quién van a ver las personas que llenan los teatros? Tal vez sea “ un misterio...” como repiquetea distraídamente el protagonista.

El argumento. Sucede en Australia, en la década del cincuenta. Un niño es educado por su padre en el amor por la música. Toca el piano con dedicación y pasión hasta que finalmente gana un premio que le posibilita ir a Londres a continuar sus estudios. El padre se opone terminantemente a ello: teme la separación de la familia y, probablemente, la pérdida del control sobre su hijo. Las instrucciones que le da tienen que ver con la idea de que hay un mundo muy malo allí afuera, que hay que estar alerta en todo momento, preparado, que hay que ser fuerte para sobrevivir y que hay que desconfiar de todo y de todos. “Nadie te va a querer como yo” repite una y otra vez. En los intersticios del diálogo aparecen, como sin querer, algunos datos que el guión quiere que tengamos en cuenta. Sabemos que se trata de una familia judía porque el niño celebra su bar-mitzvá. Son pobres, no sabemos si el padre trabaja ni cómo obtienen su sustento cotidiano. Tenemos algunos datos de la infancia del padre que cuenta la anécdota de su propio padre destrozando el violín que había comprado con sus ahorros; justifica en distintos momentos su conducta cruel mencionando cosas terribles que le pasaron en la guerra, pérdidas, sufrimientos, oscuridades. La madre, por el contrario, aparece deliberadamente desdibujada, como si hubiera la expresa intención de no distraer nuestra atención con otra cosa que la relación padre-hijo; lo mismo pasa con las hermanas y otros personajes. Uno se queda sin saber bien cómo juegan los distintos miembros que arman la estructura familiar. Lo que uno tiene es la parte de la historia que nos están queriendo contar. El hecho es que el adolescente consigue ir a Londres, con lo cual rompe con su familia y con su historia pues esa decisión es castigada por su padre con el destierro del vínculo familiar. Queda a merced de sí mismo, solo en el mundo. Cuando culmina sus estudios y prueba su talento en un concierto consagratorio, algo parece quebrarse en él. No sabemos bien de qué se trata ni qué le pasó. Lo que sí sabemos es lo que hizo la medicina por él en ese momento: lo internó y comenzó a tratarlo con electroshocks. Siguió internado varios años en una clínica psiquiátrica, principalmente, como dice una enfermera “porque no tiene otro lugar a dónde ir”. Cuando es liberado, deambula sin destino pero siempre consigue la protección de algunas personas. Nos encontramos con una persona desordenada, desprolija, impredecible, ocurrente, irreverente, desvergonzada; con toques de humor y una mirada provocativamente inocente. Masculla, murmura por lo bajo “es un misterio, es un misterio....”. Vive de su piano, de su música; cumple horarios, hace la rutina que se espera de él, es responsable en su trabajo y súmamente torpe en sus relaciones con las personas. Nada de su conducta indica que se trata de un psicótico, más bien un distraído, un bohemio, un genio, un Groucho Marx desaliñado, un soñador, un caminante de los márgenes. Aparece la astróloga y se enamoran. Ese hombre que juega a conducirse como un niño grande y sorprendente la seduce, la enternece con su desborde de cariño, con su apertura y su talento; debe haber sido irresistible para ella la tentación de ser la salvadora de un intérprete genial con quien la vida había sido tan cruel. Él a su vez, re-encuentra en ella un puerto protector y eficiente, algo que le recuerda tal vez a la escritora rusa que le tendió los brazos en su adolescencia y que le dio la fuerza necesaria para oponerse a los férreos mandatos del padre, alguien que se va a ocupar de él, alguien que cree en él.

Se casan y viene el “the end” con una música hermosa y un límpido cielo azul prometedor de venturosos futuros y fértiles mañanas. Como en los cuentos infantiles, termina con el casamiento y con la derrota de los malos (¿el padre? ¿los nazis? ¿la psiquiatría? ¿la sociedad?). Y salimos felices del cine. Hemos recibido un nuevo aliento para seguir viviendo la vida que a cada uno le toca, nos han hablado de esas cosas que tanto necesitamos, del amor, de la esperanza, de la bondad, de la confianza, de los sueños.

Nos conmueve el desvalido protagonista, tratado tan injustamente en su lucha contra el poder. Recordamos los momentos en que fuimos tratados de maneras similares y nos gusta que él haya podido sobreponerse. Los que hicieron la película -productores, guionista, etc- saben que es siempre seguro apostar y ponerse del lado de las “víctimas”, ofrecen un fuerte espejo de identificación y reivindicación. Lo saben muy bien los manipuladores de masas, los líderes de uno y otro bando, los gestadores de movimientos populares no sólo políticos, los expertos en las tácticas del poder. En este mundo de salvajes escepticismos y mayorías excluídas del banquete, es bueno ponerse del lado de las víctimas, hace bien.

Sin embargo, me ha quedado un gusto amargo en la boca. Y me acuso de contracorriente, de buscarroña. “Si a todo el mundo le pareció tan fantástica, ¿qué te pasa que a vos no? ¿siempre en los márgenes, che, siempre?” me decía. “Pensemos”, me dije.

Y pensé. Pensé que podemos hacer varias lecturas más de esta película, que el gusto amargo que sentía tenía que ver con que la película da por sentadas algunas hipótesis acerca de las causas de algunas cosas. Son hipótesis sustentadas en ideas/prejuicios opinables, controversiales que, sin embargo, son a menudo esgrimidos como certezas:

1) Los padres severos causan traumas psíquicos severos en sus hijos.

2) Los sobrevivientes del holocausto son personas severamente perturbadas.

1) La culpa de los padres. Un lugar común en el dominio de lo “psi” es que hay más probabilidad de desarrollos patológicos en familias con ‘padre ausente’. Éste es un caso contrario, un caso en el que un padre asume activamente la educación de sus hijos, está presente, se hace responsable, no está cansado ni distraído ni desinteresado de lo que sucede en su familia, no es un inquilino que viene a comer, a dormir y a que le laven la ropa sino alguien que toma en sus manos las riendas de su gente. No quiero decir con esto que considero su estilo pedagógico como conveniente o aconsejable. Sólo quiero decir que se trata de un modelo de padre severo, estricto pero asumido totalmente en su paternidad y en su intento de inculcar en sus hijos los valores que considera importantes. No se sale indemne, por cierto, de un padre tan duro como éste. Pero en el mundo hubo muchos padres similares y no fue una consecuencia necesaria que los hijos hubiesen quedado con severas perturbaciones psíquicas. De cualquier manera, las personas nos vamos forjando en una compleja red de relaciones, nunca con una sola persona como parece que nos quieren hacer ver en la película, simplificando hasta el grado del absurdo, la intrincada dramática de la vida.

Cuando un hijo está mal, ¿de quién es la culpa? ¿del padre que estuvo desmasiado o del que estuvo demasiado poco? ¿de la madre que no protegió lo suficiente o la que ahogó a su cría con la anticipación y el temor? ¿de la misteriosa articulación de las posibilidades genéticas en su intersección con un contexto hostil o en su encuentro con circunstancias favorecedoras? ¿de la suerte? ¿de la constelación astral? ¿de qué depende, cómo prevenir, la desdicha de un hijo? Aunque sepamos algunas cosas, -que el castigo físico no es bueno, que la victimización, la humillación, la desvalorización minan aspectos esenciales de las personas, que entre las alternativas de premio/castigo, mejor es optar por el polo del premio, aunque es siempre preferible predicar con el ejemplo, el propio modelo lo menos declarativo posible....- aunque sepamos todo eso, digo, es tan sólo una parte. Como insiste el protagonista, el resto... “es un misterio... es un misterio...”.

Los sufrimientos, la injusticia, la crueldad ¿conducen fatalmente a la patología? ¿Por qué algunas situaciones son sentencias irreversibles para algunas personas, o desafíos que estimulan la creatividad y fuerza defensiva para otras?

¿Es acaso cierto aquello de que “los padres comieron dulces y los hijos tienen caries”? ¿Hasta dónde? ¿Y dónde queda nuestra libertad y nuestras decisiones? ¿Somos fatalmente lo que nos han hecho? ¿No hay salida?

Claro que una cierta lectura tergiversada de las enseñanzas de la psicología viene en nuestro auxilio con la idea de que la culpa de todo la tienen nuestros padres, los primeros años de vida nos forjan hasta los más mínimos detalles, luego, no tenemos de qué preocuparnos, no somos responsables, es “el edipo”, “los traumas”, un “padre cruel”, una “madre abandónica”, etc.

Infortunadamente para quienes viven tranquilos con estas ideas que los eximen de asumir las riendas de sus propias vidas, creo que hay mucho que no sabemos todavía; creo también que el proceso de construcción no cesa nunca, que no es nunca completo, que lo vamos haciendo constantemente, que somos responsables por nuestra propia vida y por lo que le hacemos a quienes están cerca.

Yo sé que no es ésta una noción popular. Lo sé y lo comprendo. Vivimos buscando certezas, recetas seguras, blancos y negros, buenos y malos -los malos si es posible afuera de nosotros-, sostenes y anclas firmes pues confiamos bien poco en nuestras propias fuerzas, en nuestros propios criterios, en nuestro corazón.

No sé si este padre es culpable de lo que le sucedió al protagonista en la vida. Tampoco sé para qué podría servir la búsqueda de culpables. Lo que sí sé con certeza, es que si fuera culpable, seguramente no es el único.

2) La culpa de la shoá. En esta película hay una pretendida justificación de la conducta cruel del padre como sustentada en los padecimientos que sobrellevó durante la shoá (palabra que muchos preferimos a la popular “holocausto”) y los recuerdos resentidos que lo acosan. Me evoca peligrosamente el “sindrome del sobreviviente” que tuvo tanto popularidad en los años sesenta y que tanto daño causó a gran parte del millón de judíos que salieron vivos de la ordalía nazi. El tal sindrome adjudicaba a los sobrevivientes todo tipo de patologías psiquiátricas (despersonalización, rigidez, disociación, obsesiones, fobias, somatizaciones, etc). Ésta fue una de las causas del silencio de los sobrevivientes, de su sostenido y persistente esfuerzo de vivir como los demás, de no hablar acerca de lo que habían pasado, de poder darles a sus hijos la misma vida que tenían los hijos de la gente común. Nosotros, esos hijos, sabemos de ese esfuerzo, tanto que fuimos cómplices. Nosotros también callamos, raramente preguntamos, recién hoy estamos queriendo saber, comprender, resignificar. Nací y crecí entre sobrevivientes de la shoá. Hay muchas cosas, que hoy sé, cosas que nos son comunes a los que vivimos en un tal contexto (rincones en la memoria donde no se debía entrar, preguntas que no había que hacer, cumpleaños sin familiares sanguíneos, etc) pero una de ellas no fue, ciertamente, la patología de nuestros padres.Así como no podemos -no debemos- pensar el fenómeno nazi desde la psiquiatría, tampoco podemos pensar el de los sobrevivientes desde esta óptica sospechosamente simplificadora. Hubo algunos que tuvieron síntomas, pero no más que el común de la gente. Hubo, claro que sí, psicóticos, suicidas, obsesivos, fóbicos, pero no en proporción distinta al resto de la población ni, aparentemente, debido a sus experiencias en la shoá. En la película algo se sugiere, pero no suficientemente por cierto, del pasado, de la infancia de este padre y del recuerdo resentido de su propio padre, mucho antes de la shoá. Creo que el padre del protagonista de “Claroscuro” era, según lo pintan en la película, un señor que, por decirlo delicadamente, no estaba del todo bien. Pero protesto con fervor ante la teoría sugerida de que ello se deba a su pasaje por la shoá. Pudo haber encontrado justificaciones en ello para perdonarse su severidad y crueldad. Nosotros no tenemos por qué creerlas. No es la shoá la que impele a un padre a ser sádico con su hijo.

Los descendientes de la shoá nos preguntamos con insistencia el por qué de lo que vivieron nuestros padres. Esa pregunta nos lleva a otros por qués lacerantes, por qués que la humanidad se viene preguntando desde que el primer hombre se enfrentó con la maldad, con la injusticia, con la arbitrariedad. Con la ajena y también, lo que es mucho más insoportable, con la propia. ¿Por qué la gente es buena o mala? ¿por qué la gente es severa o permisiva? ¿por qué la gente es loca o cuerda? ¿por qué tantos perecieron y estos se salvaron? Acá también, vuelvo a hacer mías las palabras puestas en boca del protagonista: “es un misterio... es un misterio”.

anasimadiana

ANASIMADIANA[1] Viernes a la tarde. La cita era a las seis. Cada una llegó unos diez minutos antes, pero nos quedamos haciendo tiempo en las inmediaciones para entrar justo a la hora marcada. Ninguna tuvo en su casa de la infancia uno de esos relojes de pie grandotes de los que caían como lágrimas lánguidas, péndulos de bronce sólidos y estables que indicaban con regularidad y sin sorpresas el paso del tiempo. Ninguna tuvo un reloj así en su casa de la infancia. Tampoco lo había en ese bar de la esquina de Corrientes y Malabia, de modo que no sonaron las seis campanadas ordenadas en el momento exacto en el que nos saludamos. Esta sorprendente puntualidad fue la segunda coincidencia.

“Mi papá no quiso tener más hijos, decía que no hay que traer hijos a este mundo”. “Mi papá ya había perdido una familia antes de la guerra, tampoco quería tener hijos”. “Fue mi mamá la que no quería, en mi caso fue mi mamá…”

“Todos los chicos tenían tíos, primos…, nosotros estábamos tan solos…”. “En mi cumpleaños venían sólo los amigos, los otros sobrevivientes”. “Los que hacían de familia eran los amigos, los que también estaban solos”. “Nunca había fiestas ni reuniones familiares”. “mi mamá y mi papá estaban mal… a mí me crió mi abuela”. “¡¡¡¡CONOCISTE A TU ABUELA???!!!”

“¡Qué vergüenza con lo de la partida de nacimiento..!” “Yo no decía que era extranjera”. “Yo al revés, me mandaba la parte con eso”. “Yo mentía acerca de mi mamá”

“Mi mamá no hablaba castellano”. “Con mi mamá era un lío cuando la llamaban al colegio… siempre tenía miedo, no entendía nada”. “A mí me decían que no se tenía que notar que no era argentina”.

“En casa no se hablaba del tema”. “Mi mamá sí, ella hablaba todo el tiempo, jugaba con nosotras a la guerra, a los bombardeos, a escondernos.., era papá el que callaba”

“Cuando venían amigos, entonces sí hablaban, se contaban anécdotas en frases entrecortadas, se entendían con la mirada, había cosas que no decían, había cosas que nosotros no debíamos escuchar”.

“Yo no sabía que éramos judíos”. “En mi casa era el tema más importante”. “En mi casa también”.

“Yo era la hermana mayor”. “Yo también.” “Y yo”.

Nos abrumaban las coincidencias. Nos asustaban. Queríamos huir. Queríamos quedarnos juntas para siempre. Decidimos que era hora de saber, que basta de silencio. Debíamos hacernos las preguntas. Nos hicimos las preguntas.

¿Qué venimos a buscar?

Nos preguntábamos ¿adónde? ¿en la Fundación? ¿en el viaje a Polonia? ¿acá, en el café? No sabíamos qué decir. ¿Dónde buscar lo que queremos buscar?

Me siento frente a un desafío atípico: el deseo de saber surgido por el asombro convertido en una incógnita; podría producirme dolor o placer; me da miedo”.

¿Qué queríamos encontrar?

“Gente como yo”. “Alguien con quien hablar”. “Personas que compartan mis preguntas y que sepan de rincones oscuros”. “Poder callar con otros que callan lo mismo que yo”. “Saber”. “comprender. “Compartir vivencias”. “un lugar seguro desde el cual transmitir este acontecimiento trágico para que su recuerdo no se extinga con el tiempo”. “Buscar mi identidad”.

¿Por qué ahora?

“Porque mis hijos ya son grandes y no saben nada”. “Por la inminencia o muerte efectiva de mis padres y el compromiso con ellos de no olvidar”. “Porque necesito saber”. “porque hasta ahora no me daba cuenta de que no sabía, de que no quería saber”. “¿qué negaba sin saber y qué sé y quiero negar?”

¿Qué representa el Holocausto para mí?

“Una historia que generó en mí profundas ambivalencias: pena, bronca; que produjo efectos: miedos, resentimientos y la convicción de que es un hecho que debe inscribirse para siempre en la historia”. “Soy una judía heredera del Holocausto, ha impregnado mi vida entera: mis sobrevivientes no pudieron cargar con tanto agobio, optaron por aislarse y encerrarse en sí mismos tratando de olvidar y de borrar el recuerdo e lo padecido”. “Recién a partir de la muerte de papá, hace unos seis años, el tema empezó a ser figura en mi vida. Está enterrado en Tablada, en el sector de los sobrevivientes; fue eso lo que le hizo adquirir una nueva identidad para mí, descubrí que el Holocausto era parte de mi historia, que fui gestada e su seno, que mi propia existencia, es decir, el hecho de que yo esté viva es la encarnación de las esperanzas y debilidades, las fortalezas y vergüenzas, de lo que se dice y lo que siempre se ha callado acerca de esta matanza inconcebible…”

 

¿Qué respuestas recibimos cuando damos a conocer nuestro compromiso con el tema?

“Si no es un ámbito propicio, no es un hecho que revele fácilmente; cuando lo transmito, veo asombro en el otro y la sensación de estar contando vivencias que le son totalmente ajenas: me pregunto ´para qué contarlo´”. “Tengo amigos que dicen que han pensado mucho hacer lo mismo, pero que temen abrir una caja de Pandora”. “Mucha gente que le importa el tema igual que a mí, no tiene, sin embargo ningún interés en comprometerse, dicen que no les hace falta”. “Me dicen que no hay que mirar para atrás, que el sufrimiento no sirve para nada”. “Algunos dicen que están cansados de la autocompasión, que mejor debemos dejar a un lado nuestra victimización y volcarnos hacia nuestra fuerza”. “Algunos me miran con admiración, dicen que quisieran pero no se atreven”.

 

¿Qué piensan nuestros familiares y amigos?

“Mi madre me legó el mandato de hacerme cargo de esta historia”. “En mi casa fue mi abuela”. “mi mamá me dice que qué voy a buscar a Polonia, que no hay nada para mí allá”. “Mi marido me entiendo pero dice que voy a sufrir mucho, que mejor olvidar todo”. “Mi hermano me dice que estoy loca, que para qué me meto en estas cosas, que qué falta me hace”. “Mi hermana acepta lo sucedido pero no está dispuesta a hacerse cargo efectivamente”. “Con mis hermanos no se habla del tema; parecería que nacimos en otra casa, que la historia no les pertenece”.

¿Qué sentimos en un marco de pares con respecto al tema?

“Sorpresa, una inenarrable sorpresa por este sentimiento extraño de hermanación”. “La intransferible vivencia de estar en casa”. “Contención”. “La posibilidad de compartir vivencias, de sentir que ´esto no sólo me pasa a mí´”. “Solidaridad”. “También me da miedo, ¿lo podremos tolerar? ¿no será demasiado? ¿podremos seguir ahondando?”.

¿Qué es para nosotros ser “hijas de sobrevivientes”?

“Me ha cargado de culpas y responsabilidad: me legaron la tarea de no olvidar y de transmitir para no olvidar”. “Fue y es duelos; aceptar la muerte de quienes son presencia para otros: tíos, abuelos, hermanos; es a veces una sensación de miedo por un gran vacío; roles vacantes: temor, soledad y con frecuencia la obligación de suplirlos, de ocupar lugares preñados de ausencia”. “Hasta hace poco, no era nada demasiado especial, no tenía conciencia de ellos, no me llamaba a mí misma de esa manera; palabras como “holocausto”, “sobrevivientes” tienen un valor desconocido que me empieza a resultar familiar. Hay muchos sectores oscuros de mi vida que tal vez puedan empezar a iluminarse. Tengo la sensación, aún remota, de una cortina que empieza a descorrerse. Recién me estoy dando cuenta de esta nueva carta de identidad”.

 

¿Qué necesitamos saber de la historia de nuestros padres en la guerra?

“Temo saber la verdad en su dimensión de horror”. “Saber qué pasó exactamente, cada minuto, cada respiración contenida”. “Cómo hicieron en los momentos de peligro, cómo se dieron cuenta en cada paso qué había que hacer”. “Qué pasaba si se resfriaban o se enfermaban de algo”. “Si cuando dormían soñaban y qué soñaban”. “Qué pensaban cuando tenían hambre”. “Tengo la disyuntiva entre el horror del saber y la tranquilidad del desconocimiento”.

Ana R.H. de Kahan, Sima Weingarten, Diana Wang,

hijas de sobrevivientes de la Shoá.

 

[1] Publicado en “Nuestra Memoria” (publicación de la Fundación Memoria del Holocausto), marzo 1995, Año I, Nº 2, pags 16-17

 

Sexofobia y autoritarismo

A modo de justificaciónEn este intento diario de ser nosotros mismos lo más posible, -los que lo estamos intentando-, nos enfrentamos a cada paso con supuestos, ideas, prejuicios que se nos imponen “per se”, que parecen tener existencia propia y a los que vivimos sólidos e infranqueables, severos e inapelables. Son las normas, leyes, prohibiciones que, al estilo de los diez mandamientos, tratan de prevenir al hombre de su “esencial” maldad, castigándonos desde el vamos, reprimiéndonos, en forma más o menos sutil, de gustar de la vida y del natural ritmo de nuestra biología. Porque es ahí, en lo corporal, donde las vallas son más altas, y es ahora, cuando nos enteramos que somos enteros, cuando el cuerpo vuelve a ser un aspecto respetado de lo humano, cuando sentimos en la carne lo difícil, lo duro, lo desconocido de nosotros mismos. Al decir cuerpo digo cuerpo-como-objeto-de-placer, digo sexo. Y que el sexo es el gran tabú, no es novedad para nadie. Que nuestra sociedad se basa en la represión sexual, tampoco. Quizá suceda que no alcancemos a comprender lo crítico de estas novedades porque somos cómplices, porque la sexualidad para nosotros, a pesar de la aparente liberación que vivimos, sigue siendo artificiosa, sucia, bloqueada y frustrante. El tabú del sexo ha dejado de ser, en parte, el tabí a la mecánica del coito: ahora es el tabú al amor, al amor encarnado, comprometido y militante, y así, reprimir la sexualidad es, en realidad, tener reprimida la capacidad de amar.

Defino Llamo AUTORITARISMO a toda ley, precepto o prohibición que nos impide el desarrollo de nuestras potencialidades y el goce de nuestros logros, ya sea que vengan del “exterior” en forma de códigos y leyes explícitos o implícitos, o del “interior” en forma de super yo o conciencia moral. Como instancia interna, es la cristalización de siglos de sometimiento a normas represivas que, internalizadas, son ahora auto represivas. Todo lo que una vez fue externo ahora es interno, lo que fue impuesto es supuesto. Por eso es tan difícil reconocerlo en la vida cotidiana, denunciar a cada paso las pautas a las que nos sometemos. Se nos han vuelto “naturales” y en función de ello es con alegría que las obedecemos, convencidos de que “así debe ser”. El único intento de rebelión que conocemos es la neurosis, pero es una pseudo rebelión pues en realidad nos lleva a someternos con mayor complacencia a severos mandatos que nos impiden una adecuada acción modificadora del entorno y no nos permite una auténtica liberación de estas normas y leyes represoras. Llamo SEXOFOBIA al miedo a toda manifestación erótica (léase: de amor) y sexual y a su consecuente represión. Luigi de Marchi, creador del neologismo, dice de él en “Sexo y civilización” que “no quiere indicar una determinada forma psicopatológica, sino solo una actitud mental genéricamente morbosa hacia la sexualidad que marca a toda una cultura y sus hábitos, predisponiendo a los individuos a específicas desviaciones y perturbaciones neuróticas”.

Dos versiones míticas reveladoras Pido prestadas a la sabiduría popular dos versiones del origen de la naturaleza humana que traducen con alegórica dramaticidad lo que intento mostrar teóricamente. Uno de los mitos órficos que Platón recrea en “El banquete”, es el de que en el origen los seres que poblaban la Tierra eran de cuatro piernas, cuatro brazos y dos cabezas. Su vida transcurría plácida y armónica, se autoabastecían, eran felices. Zeus comenzó a temer por su supremacía divina y, un día, pensó que el no necesitarlo los hacía tan poderosos que se les podría ocurr4ir treparse uno encima del otro y de este modo alcanzar la cima del Olimpo y destituirlo. Tomó entonces un hacha filosa y partió por la mitad a estos seres, disimulando la costura en el ombligo. Logró así debilitarlos, transformarlo en seres imperfectos que lo necesitaban para ser completos, para poder seguir vivos. Las conclusiones a que este mito nos acerca son muy variadas. Desde la fundamentación de la búsqueda de la “cara mitad” o la “media naranja”, es decir la convicción ideológica de que la gente no cambia y que el “destino” le tiene adjudicada una pareja y no otra, inmutablemente, hasta el encuentro de esa vieja técnica de dominio que es la balcanización, el famoso “dividir para reinar”. Pero quizá sea más cercano a nuestro espíritu el mito del Génesis bíblico y, creo, más revelador por su riqueza simbólica. La primer pareja no fue Adán y Eva. Esto es el fruto de una expurgación practicada en la Biblia original que mostraba otra forma de relación humana y que ofrecía la posibilidad de un modelo de pareja en el que el sometimiento y el autoritarismo no tenían lugar. Adán y Lilith –que así se llamó su primer compañera- fueron hechos por Dios del mismo barro y al mismo tiempo. Guardan un notable paralelo con ese ser bisexuado del que nos habla el mito griego y que simboliza a la pareja autosuficiente, la armonía y el equilibrio. Lilith no necesitaba accesorios –llámense manzana, serpiente, hoja de parra- para conquistar a su compañero. Su sola presencia traía el rumor de voluptuosidad y placer sensible al que Adán no intentaba resistirse. Nos llegan versiones de que se lo pasaban todo el tiempo tomando sol y haciendo el amor –que es otra forma de tomar sol o tal vez de serlo-, claro que de este modo, la palabra de Dios (o Zeus, la autoridad, el super-yo) no tenía mucha gravitación sobre ellos. Probablemente se dijeran: “¡Cómo hincha el viejo!” (pido perdón por el atrevimiento de poner en lenguaje coloquial las palabras de tan magnos personajes, pero en tren de recrear supongo que querrá el mito que entre ellos no se anden con vueltas) (estábamos en que el viejo hinchaba) “¿Por qué no nos deja gozar en paz! Habría que conseguirle una compañera para que vea lo lindo que es esto….”. Pero como eran los únicos, no pudo ser, y por fin un día, Dios se enojó, dijo “¡Basta!” y puso manos a la obra en su intento de arreglar el estropicio y recuperar a los que había creado a través de la dependencia, haciendo que lo necesitaran. Una noche, aprovechó que estaban dormidos y echó a Lilith, la envió al fondo del océano y tomando una costilla de Adán creó a Eva. Lo que sigue lo conocemos todos. Pero igual lo digo: Eva marcó el nacimiento de la moral judeo-cristiana y la muerte –obvia- del paraíso. Con Eva la pareja de deshace: ella no es igual que él; ella es inferior; es un producto de él; es su des-pareja. Eva es la voz del sometimiento sin quejas, de la total obediencia. Eva es la introductora del pecado, de lo que está bien y de lo que está mal. Eva es la represión. Eva es la maternidad sacralizada pero dolorosa del “parirás tus hijos con dolor”. Eva es “pura”, tiene vergüenza, cubre su desnudez. Eva no goza de su sexualidad. Eva miente, introduce la “picardía” y la “curiosidad femenina”. Eva llora. Eva se aguanta. Eva no sabe tomar el sol. Esta nueva entidad Adán-y-Eva aparece como el origen y el modelo de relación que recibimos, aceptamos y al que nos sometemos. Lilith grita su amor a la vida del que solo nos llegan débiles ecos alguna noche privilegiada, tal vez en verano, si nos podemos olvidar de tanto miedo.

Nosotros hoy Mientras tanto, cada uno de nosotros vive según los preceptos bíblicos; acatamos y nos sometemos muchas veces con alegría a las normas represivas internas y, por supuesto, a las externas. Somos dulces ovejitas que nos entregamos diariamente, con unción patriótica, al venerado sacrificio de no gozar más que por casualidad, de olvidar nuestras reales necesidades o de postergarlas eternamente, de tomar lo indispensable para vivir y mantenernos en constante estado de privación. La lista podría ocupar páginas y páginas pero es, en resumidas cuentas, todo el arsenal de técnicas neuróticas de que disponemos –y usamos- para no ser nosotros mismos y dejarnos pisar por el que venga. Individualmente, esto se expresa de esta lado del mundo (hay ciertos lugares privilegiados en donde parece que esto no sucede, pero esto es tema para otra comunicación) muy clara y esencialmente, en la actividad sexual concreta. Desde Freud ya no puede eludirse la importancia de esta área en la evolución humana. Primero el creador del psicoanálisis y luego Wilhelm Reich nos enseñaron, demostraron y convencieron que la represión sexual era –ES- el gran instrumento de sometimiento, superestructuralmente se entiende. El individuo –cualquiera de nosotros- no satisfecho sexualmente (cuando digo esto no me refiero a la mecánica, a la “mise en scène”,al disfraz asustado, perverso, “liberado” del amor, ¡no! Me refiero a un concepto que, por lo ut supra, nos cuesta mucho entender, hacer carne, que algo así como vivir, hacer y gozar del cuerpo-entero-y-sexuado-con-el-cuerpo-entre-tú-sexuado-de-otro, entregarse a ser de verdad en una unión silenciosa, humilde, sin pretensiones ni exigencias, siendo simple y naturalmente gracias-al-otro, recibiendo y dando) decía, que esta persona que de alguna manera está permanentemente violándose en su esencia de ser sexuado, privado y cadenciado en la satisfacción de una necesidad que es tan vital como respirar, frustrado de por vida y obligado a vivirse como sucio o malsano o perverso cuando quiere hacer el amor, es terreno fértil para hacer y hacerse daño, para someterse a cualquier cosa que se le imponga, a ser esclavo. Y eso es lo que tenemos. Bronca. Toneladas de bronca.

Por qué estoy acá Cuanto más reprimimos el amor, más bronca tenemos y entonces viene un señor (Zeus, Dios, super-yo, autoridad, imperativos, prohibiciones) y nos manda destruir y no disfrutar de lo que nos gusta, lo que amamos y lo que hacemos con alegría, entonando obedientes una canción épica; viene otro (que casi seguro es el mismo) y nos manda aguantar y tolerar lo que nos hace daño, no intentar cambiar nada porque “no podemos vivir mejor”; viene otro (sigue siendo el mismo y seguimos no dándonos cuenta y creyendo en sus buenas intenciones) y nos demuestra qué tontos y pobres somos, que así no nos podemos manejar solos… y le hacemos caso y nos entregamos a él con humildad y reverencia, convencidos de necesitarlo, de no poder vivir sin él. Y es cierto. Lo necesitamos. Necesitamos una autoridad severa que nos ayude a mantenernos en el estar reprimidos, que nos confirme que el sexo no es natural, que es pecado, que nos ratifique que nuestra mentalidad sexofóbica es adecuada, que es lo que permite que seamos una civilización “civilizada”…. Este miedo internalizado a disfrutar se alía con las reales dificultades (sociales, económicas) y las que a diario creamos y se yerguen como colosales bao-babs que permitimos crecer y desarrollar con toda libertad (parece ser para lo único que la supimos ejercer). Y así estamos. Quedan aún espacios libres en nuestro asteroide B-612. Creo que por eso el Núcleo y por eso Cultura. Al menos por eso yo acá: para intentar arrancar los yuyitos nuevos.

Diana Wang Diciembre 1974 Publicado en el Nº 3 de Cultura, órgano del Núcleo Cultural Alternativo