Acerca de pedir perdón

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¿Por qué los judíos honramos el Día del Perdón una vez por año? 

Pedir perdón es uno de los ejes centrales de la convivencia humana en el que reconocemos y aceptamos que somos del otro y para el otro y que somos responsables de nuestras conductas.

No todo pedido de perdón lo es en realidad. Estamos tan centrados en nosotros mismos que salirnos de nuestro ego desvalido y de verdad considerar al otro, ponernos en su lugar, nos es muy difícil. Creemos -tememos- que si lo hacemos nos mostraremos débiles y vulnerables y nos pondremos en sus manos y se aprovechará de nosotros. Es cierto, nos ponemos en manos del otro y podrá aprovecharse de eso. Así es el juego de la convivencia, siempre un desafío, siempre una lección, siempre un aprendizaje. Podemos hacer falsos pedidos de perdón con un “fue sin querer”, “me provocaste”, “no es para tanto”, pretextos exculpatorios, acusaciones encubiertas,  sin arrepentimiento ni compensación alguna. 

Cuando pedimos perdón, cuando es de verdad, estamos haciendo varias cosas. La primera es reconocer y aceptar que hicimos algo que no estuvo bien. Sea “al propósito o sin querer” como decíamos en mi barrio, si lo hicimos, hecho está. 

También expresamos nuestro desacuerdo con aquella conducta, es decir nos arrepentimos, decimos que no nos gusta ser esa persona que hizo aquello que hicimos. 

Al pedir perdón ubicamos al afectado en un lugar jerárquico superior, dependemos de su perdón, es nuestro dueño porque nos puede perdonar o no. ¿Cómo conseguir el perdón? No alcanza con reconocer, arrepentirse y pedirlo. También implica alguna acción reparatoria concreta que compense el daño e indique que nuestro pedido de perdón es sincero. Recién cuando a quien dañamos u ofendimos nos perdona, la deuda está saldada y, nos enseña la tradición judía, volvemos a ser dueños de nosotros mismos.

Es un perdón terrenal e interpersonal, que se pide por una acción concreta a una persona concreta.

Pero  por qué entonces el Día del Perdón? ¿No alcanza con pedirlo a quien se dañó? Pues no. No alcanza. El ayuno, el ritual de reunirse con otros en esa jornada de silencio, lamentos y promesas, refiere que se trata de algo más grande. Todo daño particular (mentir, robar, engañar, ofender) quebranta la ley de la convivencia humana. El daño al tejido social hace necesario un ritual y un compromiso colectivo. No solo a la sociedad, también a la Tierra, a este planeta que dicen las escrituras nos fue dado en préstamo, no nos pertenece. Ese pedacito de tierra que creemos poseer, es nuestro temporalmente y no tenemos derecho a maltratarlo. Sólo en un ritual colectivo y coral podemos restablecer el pacto con el planeta que nos cobija y prometer, un año más, que lo trataremos mejor. A nuestros semejantes y al planeta. Es tanto y tan grande que solo puede ser albergado en un ritual colectivo.

El perdón es un ejercicio exclusivamente humano que interpela lo más entrañable de nosotros mismos.  Y de los demás.  Nos necesitamos los unos a los otros. Para vivir. Para sobrevivir. No somos solos. Somos-con-el-otro y a ese otro nos debemos. Necesitamos su reconocimiento y aceptación porque sin el otro estamos a la intemperie, sin cobijo ni protección, sin alimentos ni abrazos. En la tradición judía sabemos que los humanos somos imperfectos y desvalidos y que  a veces nos “portamos mal”. El Día del Perdón nos lo recuerda y lo hace de manera personal y concreta, no podemos mirar para otro lado porque en esas 24 horas de reflexión introspectiva asumimos que cada uno de nosotros es responsable de sus conductas hacia nuestros semejantes y por el mundo. 
Publicado en La Nación como “Somos responsables de nuestra conducta” 15/9/21