Primeras reacciones
El pasado 8 de junio el Gobierno argentino derogó, después de 67 años de vigencia, la Circular 11 que prohibía el otorgamiento de visas argentinas a judíos. Los que conseguimos entrar, lo hicimos declarando no ser judíos y así fuimos inscriptos en los registros migratorios. He solicitado y se me ha aprobado, la rectificación de esta declaración, expediente 3729/05 “Wang, Diana s/solicitud”.
La complejidad de ser judío. La pregunta sobre quién es uno, cuál es su sentido, origen y destino, es la gran pregunta existencial, funda todas las filosofías. Los judíos nos la preguntamos, igual que cualquiera, aunque con el ingrediente particular de nuestra múltiple pertenencia. Salvo los que viven en Israel a partir de 1948 –que tienen otros y nuevos problemas- los demás judíos coexistimos con ello y con nuestra nacionalidad, en una interacción y un diálogo de enorme riqueza. Así, en Argentina los argentinos somos judeo-argentinos/argentino-judíos. (Queda para otra disquisición cuál término va primero y qué cosa implica la sustantivación y la adjetivación en cada caso y por qué ambos podrían corresponder a la verdad), en una doble identidad. Lo judío y su cosmovisión humanística mamado en la vida familiar, se entreteje con las características culturales de nuestro país.
Ciudadanos de segunda. El contexto argentino, benévolo hacia lo judío en general, mantiene sin embargo sentimientos y sospechas antijudías larvadas, aunque frecuentemente negadas. Nadie dice, pero se sabe, que por judíos tenemos el acceso obstaculizado, prohibido, al servicio exterior, al ejército, a algunos clubes, countries, sociedades. Nadie lo dice, pero se sabe, que por judíos en la Argentina somos ciudadanos de segunda clase, que la Constitución no se nos aplica del todo a nosotros.
Repito y señalo las dos cosas: junto al sentimiento antijudío que deviene en prácticas antijudías, coexiste su negación en un ocultamiento hipócrita pues no es explicitado ni declarado ni, por supuesto, asumido.
Sucedió lo impensado. El pasado 8 de junio, con la derogación de la Circular 11, sucedió lo insólito: el gobierno reconoció en parte este estado de cosas, pidió perdón y se comenzó a caminar el camino de un diálogo que hasta entonces parecía utópico. Presente en la Casa Rosada, frente al Presidente de la Nación y a los Ministros del Interior y de Relaciones Exteriores (y Culto: ¿hasta cuándo el culto será un ministerio?), entreví, por primera vez, la posibilidad de convertirme en una ciudadana como cualquiera. Fue un comienzo que ahora se continúa con la rectificación de mi registro migratorio y mi inscripción como judía luego de casi 60 años de figurar como católica.
Se trata de un cambio simbólico pero de fuerte peso identitario. La Argentina está empezando a ser un país en el que ya va dejando de ser preciso mantener asentada la mentira sobre quien soy. Con esta medida, comienzo a ser admitida, aceptada, reconocida y respetada en lo que soy en realidad. Me confiere derechos renovados, afirma el piso bajo mis pies.
Me quedaba en “religión”. “Religión o Moral” era la frontera entre las chicas “normales” y las otras. Las judías, claro. Las judías eran instruidas condescendientemente con principios morales. Me quedaba en “religión”. Recién llegados a la Argentina, mis padres no dijeron en la escuela que éramos judíos. No querían que sufriera lo que habían sufrido ellos, que no me dejaran estudiar ni trabajar en lo que quisiera, que me persiguieran, que me quisieran matar y que en el futuro persiguieran y mataran a mis hijos. Me quedaba en “religión” para ser igual que todos en un país en el que todos sabían que los judíos no éramos iguales que todos. Me quedaba en “religión” pero el simulacro se hizo trizas por sí mismo ni bien empecé a hacer preguntas, ni bien puse a mis padres en algunas situaciones incómodas (como querer hacer la comunión), ni bien otros me señalaron con sutiles burlas mi densa y peyorativa diferencia. El recuerdo de Europa era demasiado próximo, algunas conductas del gobierno de entonces eran evocatorias de peligros conocidos y las heridas eran demasiado recientes para exponerse otra vez. Mejor no decir que éramos judíos. Por las dudas. Siempre por las dudas. Siempre ese destello en la mirada del otro cuando se hacía evidente que lo éramos. Siempre ese sutil, ligero cambio de clima en la conversación cuando mi identidad judía se explicitaba.
Parece que según el estereotipo antisemita argentino no parezco judía, tampoco lo parecen ni mi nombre ni mi apellido. Menuda suerte la mía. “No parecés judía” dejó de ser un elogio cuando comprendí la ofensa que implicaba que se dijera como elogio.
El lento “darse cuenta”. Cuando el Dr Rodríguez, el Director de Migraciones, me anunció el pasado 7 de julio que mi expediente estaba aprobado, que en breve me entregaría el acta de rectificación de mi identidad, se me vinieron encima todas estas cosas. El revuelo a mi alrededor, el azoro, la estupefacción que observaba a medida que gente querida que compartía conmigo esta situación se “daba cuenta” de que también podrían rectificarlo, de que también habían vivido todos estos años creyendo que no les importaba figurar como católicos, sacudiéndose como un polvillo transitorio la molestia del antijudaísmo silencioso y larvado, el olvido humillante de saber que se está anotado en algún lugar como católico porque ser judío no está bien, no se debe, no es bien visto, tal vez sea vergonzoso, tal vez comporte –todavía, siempre- algún peligro. “¿Yo también puedo pedirlo?” me han preguntado decenas de veces en estos últimos días. “Sí!” respondí, “pedirlo y recibirlo y mostrarlo y saberlo”. Quedará en el registro la marca de la ignominia. Quedará el “católico” subrayado en rojo, y en otra parte de la página un “donde dice católica deberá leerse judía”.
¿Por qué no me importaba? Son curiosos los caminos que nos llevan a preguntarnos preguntas, a respondernos preguntas, a preguntar nuevas preguntas. Un proceso que se potencia a sí mismo, se abre en múltiples sentidos, a menudo sorprendentes. Cada día que pasa advierto con más fuerza cuánto de esto que está sucediendo me importa esencialmente y me pregunto con estupefacción ¿por qué antes no me molestaba? ¿Por qué el figurar como católica no parecía tener trascendencia ni era materia de cuestionamientos, ni de conductas ni de molestias? Tal vez la necesidad de hallar un refugio donde continuar nuestras vidas luego del horror de lo sucedido durante la Shoá, hacía que la “mentira blanca” imprescindible para que nos dejaran entrar, no tuviera importancia. Comparado con la cultura antisemita europea, potenciado con la política nazi, el requerimiento de declarar no ser judíos, era un juego de niños en aquel momento. “Eso es todo lo que piden para dejarnos entrar?” nos sorprendíamos, como si fuera un regalo, una suerte “¿y creen lo que decimos? ¡Qué país!”. Tener que mentir era definitivamente un mal menor, una llave, una forma de seguir viviendo. Nos resultaba natural.
La naturalización e internalización de la sospecha. Sabíamos desgarradoramente que no se nos veía con ojos amigables por ser judíos. Lo tomábamos como algo natural otra vez. ¿Por qué habría de ser diferente en la Argentina, un país tan católico como Polonia, como Francia? Los judíos, parados siempre en dos culturas -la del país en el que vivimos y la que llevamos en nuestras errancias históricas-, hemos aprendido a vivir, a desarrollarnos, a pensar, a construir, a sobrevivir, en el clima antijudío (más o menos intenso, más o menos evidente, más o menos peligroso). Y viviéndolo, algo de ello también se nos hizo carne. En nuestro mismo interior podemos albergar un acusador antijudío, y hacemos arreglos con él que nos llevan a tratar de no hacernos notar como judíos, no darnos a conocer, y nos ocultamos el ligero tinte de vergüenza que sentimos vergüenza en asumir, suponiendo que tal vez de esta manera, por un instante al menos, nos sentiremos iguales que cualquiera. Este acusador interno colaboró tal vez en que nos pareciera tan natural la mentira para sobrevivir.
Aceptados y visibles. Son éstas reflexiones muy preliminares dictadas al calor de la conmoción de lo que está sucediendo. Se abren preguntas apasionantes, merecedoras de investigación y respuesta. El escarnio sobre los judíos coexistió, paradójicamente, con su invisibilización. El mundo occidental tiene esa otra deuda con nosotros, la del reconocimiento de cuánto de lo judío es constitutivo de la civilización occidental, cuánto de nuestro mundo está indisolublemente ligado a lo judío. La Argentina –en el lejano sur del sur del mundo- participó, claro está, tanto del escarnio como de la invisibilización.
Del crisol a los hechos. Las medidas que nos tienen como testigos y protagonistas, proponen espacios nuevos. Espacios y definiciones. Y no sólo para los judíos. Todos somos beneficiarios puesto que el blanqueo de los hechos, el reconocimiento, la aceptación, el pedido de perdón, son pasos que dignifican a todos y que informan a todos sobre este estado de cosas. Que la Constitución Nacional esté en camino de ser aplicable a todos los ciudadanos argentinos será en beneficio de todos los ciudadanos argentinos. Que lo que se dice se conjugue con lo que se hace tal vez pueda llevar, algún día, al profundo trabajo aún pendiente en nuestra sociedad, de reconocimiento y aceptación del otro en su otridad, honrando la retórica del crisol de etnias que tanto nos ha llenado la boca como frase hecha y que tan poco hemos aplicado en la realidad.