La varita mágica de la secretaria

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Aníbal se pasaba el día entero delante de la computadora resolviendo los mil y un problemas de su trabajo. Era auditor médico de una importantísima prepaga y tenía la responsabilidad de aprobar o no las solicitudes de los pacientes. Vivía tironeado entre dos patrones: por un lado la empresa que le daba el sustento y que esperaba gastar siempre lo menos posible y por el otro los afiliados que solicitaban prestaciones, prácticas y medicamentos que necesitaban para vivir. Cada trámite lo sumía en una gran angustia porque si favorecía al paciente se enfrentaba con sus patrones y si favorecía a la empresa debía discutir enfervorizadamente con su conciencia.

Forzado al home office, había acondicionado la habitación de servicio del departamento como oficina. Para llegar allí había que atravesar la cocina y el lavadero, de modo que estaba lejos del ruido cotidiano de su casa, aislado con su trabajo y los conflictos que a veces se volvían dilemas.

María Marta, su esposa, estaba todo el día en casa porque el restaurante donde había sido cajera veinte años, debió cerrar sus puertas. Cambió su rutina por la limpieza, la cocina, los chicos. Gaby y Flor, de 8 y 10 años, se trepaban por las paredes de tanto encierro y aislamiento. María Marta debía acompañarlos con el zoom de la escuela que les era difícil de seguir porque no conseguían mantener la atención. 

Para María Marta el cambio fue brutal. De pronto, quedarse en casa. De pronto, ocuparse de lo que no tenía el hábito de ocuparse. De pronto, tener que lidiar con maestros, tareas, horarios y con los dos grupos de whatsapp de padres con tantos comentarios, mensajitos, réplicas y contrarréplicas. 

Llegaba la noche y Aníbal y María Marta eran una cáscara vacía de ellos mismos. Estaban sus cuerpos pero no tenían ni aire ni fuerza para nada. Los ojos en el plato, los oídos ausentes, esperaban sentarse ante Netflix y que alguna serie los hiciera viajar a otras realidades, otros escenarios, otras situaciones.

María Marta se preguntaba dónde habían quedado las ganas. Ahora que tenía que trabajar desde casa Aníbal estaba peor que nunca. Cuando salía a trabajar, desaparecía todo el día, no llamaba nunca, parecía que al salir, el mundo de su familia se esfumaba y dejaba de existir para él. Así lo sentía ella que creía que él vivía dos vidas diferentes. Una en su casa, con ella y los chicos y otra en la oficina, dos vidas paralelas que no se tocaban durante el día y que a la noche, cuando volvía, se acercaban pero no del todo. Traía la oficina consigo dentro del portafolios, dentro de sus pensamientos, dentro de su mirada. “¿Por qué no se acuerda de mí durante el día?” se preguntaba, triste, María Marta. Su mayor deseo era que alguna vez, sin ninguna razón, Aníbal la llamara para contarle algo o preguntarle cómo estaba. O que se apareciera un día con un regalo, algo fuera de programa, ni aniversario, ni cumpleaños, ni navidad ni nada, porque sí, porque se acordaba de ella , porque la tenía presente, porque le hacía falta. 

María Marta sufría esta forma de vivir en paralelo que tenía Aníbal y se lo reprochaba siempre. “Nunca te acordás de mí, te vas y desaparezco de tu vida”... le decía en medio del llanto. Aníbal se quería morir en esos momentos. No entendía por qué para ella eso era tan importante. Si él la quería, si ella era su mujer y él vivía para ella, ¿qué es lo que tanto la hacía sufrir? A él le parecía natural, siendo tan responsable, serio y comprometido con su trabajo, que su vida familiar quedaba al margen durante sus horas de decisiones, abrumado por la gestión plagada de pedidos y reclamos. Terminada su jornada laboral, recibir los de su esposa, lo sumía en la impotencia.

El llanto y el reclamo de María Marta se agudizó durante el encierro. Había imaginado que si Aníbal estaba en casa todo el día sería diferente pero seguía igual que siempre. Se encerraba en su “oficina” y no estaba, se aislaba dentro de esa burbuja, tan cerca de todos y tan lejos, muy lejos. 

Aníbal sufría ante el llanto de su esposa, se quedaba en silencio, un silencio culpable, pesado y doloroso porque no quería herirla, pero lo cierto era que se sumergía en su trabajo y no tenía presente a su familia en esas horas. María Marta tenía razón, no se acordaba. Pero no era porque no la quería, porque no le importaba como ella suponía. No sabía por qué era, tal vez era su manera de entender el trabajo, igual que como lo hacía su padre, igual que como lo había hecho su abuelo. No recordaba que su madre o su abuela les hubieran reclamado a sus maridos que las llamaran, que les trajeran algún regalo fuera de fecha, que les mostraran algún interés particular en horas de trabajo. Y eso no quería decir que no las querían y sus esposas así lo entendían. ¿Por qué María Marta no?

Esa noche habían tenido otra de esas escenas lastimosas y lastimadas en las que Aníbal  recibía reproches y reclamos frente a los que no sabía qué decir. Ver a su mujer tan dolorida, tan triste, tan necesitada, lo sumía en la impotencia y la desdicha. Se fue a dormir con el alma fruncida, otra vez, y casi no pegó un ojo toda la noche. No era una mala persona, no quería hacerle daño a su mujer, ¿cómo hacer para evitarlo? 

A la mañana, ya sentado ante su computadora, recibió un mail de la señora Claudia, su secretaria desde hacía 15 años, su filtro habitual y la que le organizaba la tarea cotidiana, también durante la pandemia solo que no de manera presencial sino online. El mail entrante se refería a un tema que había que resolver con urgencia, pero se quedó mirando el monitor sin ver el texto, inmóvil y en un impulso súbito tomó el celular y la llamó. Sin pensar lo que hacía le contó lo que pasaba, le dijo que estaba desesperado, que no sabía qué hacer, que quería hacer sentir bien a su esposa pero que no lo conseguía y no podían seguir así. La señora Claudia, mayor que Aníbal, viuda después de 40 años de matrimonio, tuvo súbitamente una idea.

  • “ya sé lo que vamos a hacer”

  • “¿vamos?” preguntó sorprendido Anibal

  • “sí, vamos. Abra nuestra agenda compartida”

  • “ya está”

  • “ahora no se fije en fechas, vaya a la semana que viene, cualquier día y anote ‘comprar regalo para mi esposa’”

  • “listo”

  • “ahora, y sin mirar la fecha, anote lo mismo, y siga así después de unas semanas más y otra vez y otra vez…”

  • “pero, no entiendo… ¿esto para qué sirve?”

  • “usted déjemelo a mí. Cuando veamos el mensaje ‘comprar regalo para mi esposa’ usted me dice cuanto quiere gastar y le compro algo que le llegará de sorpresa. ¿Le parece bien?

Anibal suspiró hondamente. ¿Quién sabe? Ella como mujer tal vez había entendido lo que pedía María Marta y que para él era indescifrable. Si la hubiera tenido cerca, la habría levantado en el aire y habría bailado con ella. ¿Funcionaría su idea?

Unos días después, María Marta le golpeó la puerta. Traía un paquete abierto donde asomaba una cartera marrón con herrajes dorados…. se abalanzó sobre él, lo abrazó llorando, pero esta vez su llanto era otro, se sentó sobre sus piernas, quieta y feliz. Cada tantas semanas sucedía lo mismo. Llegaba un paquete con algún objeto de regalo, un perfume, un ramo de flores, una pashmina, un libro, todas con una escueta tarjeta que decía “para vos, Aníbal”. 

Claudia, la sabia, había inventado un atajo que respondía a la necesidad de María Marta de ser agasajada un poquito cada tanto y de Aníbal de darle algo de felicidad a su esposa. Una recibía cada tanto, sorpresivamente, una evidencia de que no era transparente para su marido, que no era, como había creído, un mueble más, que le importaba, que la consideraba y la quería. Aníbal dejó de sentirse culpable y en deuda eterna con esta necesidad de confirmación de su mujer frente a la que él no podía responder porque él era así,  mientras trabajaba se olvidaba del mundo y no podía pensar en otra cosa. 

Fue un win-win. Todos ganaron. 

María Marta preguntó qué pasaba, cómo había sucedido el cambio. Aníbal le contó que todo había sido idea de la señora Claudia. 

Aunque no había sido idea de su marido, al ver la alegría que él tenía ante su propia alegría, no le importó. El ingenio de su secretaria le permitió verlo con otros ojos y leer su inmersión en el trabajo no como desamor.

Se miraron como hacía mucho que no lo hacían y decidieron, de mutuo acuerdo, comprarle algún regalo a Claudia a modo de agradecimiento. Se sentaron juntos frente a la computadora y, sabiendo cuánto le gustaba todo lo japonés, le encargaron un servicio de te japonés completo para que le llegara el fin de semana. 

Fue un momento luminoso y un bálsamo inesperado. 

Todos salieron ganando. 

Publicado por La Nación

Crónica del desamparo:¿Quién pudiera ser perro?

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Max es pequeño, peludo y suave, tan blando por fuera que se diría todo de algodón… tiene 10 años, aúlla acompañando a las sirenas de bomberos o ambulancias, menea la cola de alegría cada vez que nos ve aparecer, si la puerta está cerrada rasca con las uñas hasta que lo oímos, si quiere salir al patio se para en la puerta de la cocina, tuerce la cabeza y nos mira, puede quedarse así mucho tiempo hasta que lo advertimos y le abrimos para que salga. Es una fuente de ternura que nos entibia diariamente. ¿Cómo no amarlo? Si su mirada nos sigue como si fuéramos la estrella polar que usaban los navegantes para no perderse en el mar, si nos promete lealtad en cada minuto, si se da cuenta cuando estamos tristes, enojados o doloridos y se nos recuesta con su lomo pegadito a alguna parte de nuestro cuerpo, sintiendo y dando calor, quietito, en silencio, sin pedir nada. Salvo comida, claro. Y la caminata diaria. Y algún mimo, siempre algún mimo.

Me acuerdo de Helena que se quedó solita a los 11 años en la Polonia ocupada por los nazis, con un saquito y un bolsito donde llevaba su nuevo documento con su nuevo nombre y su nueva historia. La mamá le había conseguido ese salvoconducto para que pudiera salvarse, ahora se llamaba Ania. El día que se quedó sola, sola por primera vez en su vida, sola en medio de la hostilidad de lo desconocido, sola y desconcertada porque no sabía dónde ir ni qué hacer, con miedo a hablar por si se descubriera que era judía, miedo de no saber cómo moverse, cómo decir o cómo hacer lo que toda buena niñita católica debía, miedo de que la desafiaran a recitar el Padrenuestro que no sabía o que le preguntaran algo y responder mal. Sentada en un umbral, perdida en medio de la gente, vio pasar a un matrimonio que llevaba a su perro de paseo. Se oyó un ligero aullido y la señora prestamente lo tomó en brazos y ante la mirada preocupada del marido lo revisó para ver si se había lastimado. Cuando se aseguró de que estaba bien, lo bajó al piso y siguieron su camino. Ania -ya se pensaba con ese nombre para que no se le fuera escapar el suyo- los miró alejarse y, acallando sus lágrimas, se dijo “¿por qué no puedo ser yo un perro?”.

Hay perros que tienen suerte. Como Max que disfruta de una “tenencia responsable”. Pero no todos la pasan bien. Están los maltratados y castigados, los abandonados, los que deambulan por las calles hurgando en la basura esquivando patadas y golpes, lluvias y fríos. Ania envidiaba la vida y el destino de ese perro que vio pasar pero no querría ser un perro como esos otros, como ella misma, los golpeados por la vida, los excluidos, los que deambulan por el gran Buenos Aires y terminan en ollas populares para los que no tienen nada para comer.

Todos querríamos ser cuidados, protegidos, alimentados, sanados, mimados, queridos. Como Max. Pero, igual que en el mundo perruno, la justicia, la consideración y el cuidado no son para todos. No lo son para los que no tienen trabajo ni techo, ni para la mitad de los chicos que no recibe la alimentación necesaria para que su aparato neurológico se desarrolle con toda su potencia, ni para los que no tienen acceso a la educación o lo tienen restringido, ni para los que no reciben la atención médica que asegure que llegarán a adultos.

Duro de toda dureza. Triste de toda tristeza.

Aunque haya perros con tan mala suerte como ellos, me atormenta pensar que si conocieran la vida privilegiada de Max, más de uno diría, como Ania, ¿quién pudiera ser perro?

publicado en Clarin.

entrevista en Radio Jai para Coffe Brake (Dany Saltzman): https://www.radiojai.com/index.php/2021/06/29/105022/quien-pudiera-ser-perro/

El día después llegará

Ilustración: Vior

Ilustración: Vior

Un día encontré en el dormitorio de mis padres una libretita que me intrigó. No sé qué hacía hurgando en esos cajones pero recuerdo que de chica lo hacía con frecuencia. Buscaba tal vez evidencias o respuestas a tantas preguntas que me hacía sobre mi historia y la de ellos. Vi en la libretita la letra de mi papá, página tras página, con palabras que no alcanzaba a descifrar, ¿en qué idioma estaban? ¿qué decían? Intrigada, fui a mostrarsela a mamá y le pregunté qué decía en la libretita. La miró sorprendida como si le hubiera entregado una especie de tesoro, algo que hacía mucho no veía o que creía perdido. “Son canciones” dijo mientras pasaba una a una las hojas escritas en lápiz. “Así nos entreteníamos en el escondite”, se trataba del diminuto altillo donde estuvieron escondidos dos años durante el Holocausto. Papá era comediante amateur, amaba cantar y bailar, y se pasó esos dos años corriendo tras su memoria para recordar y registrar las canciones de las comedias musicales que amaba y que quería volver a cantar una vez que salieran. Si es que salían. Si es que no eran descubiertos. Si es que sobrevivían.

Hoy volvió a mi la libretita con las Canciones Para Cantar Si Seguimos Viviendo. ¿Dónde estará guardada? seguro que algún día la encontraré aunque no la busque, si es que no me contagio, si es que si me contagio sea leve, si es que si me contagio y sea grave consiga cama, si es que si me contagio y sea grave y consiga cama haya oxígeno y profesionales suficientes para atenderme. En suma, si es que salgo viva de esta pandemia. Sin vacunas para todos el único recurso es seguir aislados y encerrados. Ya van quince meses. Uno ya no sabe cómo darse ánimos, qué inventar para que el paso del tiempo sea más tolerable con la falta de tantos abrazos que son solo virtuales, la ausencia de la aventura de salir, de encontrarse con amigos y compañeros de trabajo, de ir al cine, al teatro o a un espectáculo colectivo, y mantener la relación amorosa con hijos, nietos, hermanos, amigos queridos encerrados en ventanitas cuadradas y chatas. Está durando mucho. Y sin la inmunidad de rebaño que la vacunación masiva produciría, nuestra espera no tiene día de finalización. Sabemos que llegará el final. No sabemos cuánto falta. Y cuando no se sabe cuánto falta el trayecto es siempre más penoso. Los dolores de parto son soportables porque sabemos que en horas -pocas o muchas, pero horas- nace el bebé y se terminan. Ahora no sabemos, por eso duele más.

Mis padres tampoco sabían cuándo terminaría. Tampoco sabían si sobrevivirían, aunque de diferente manera que nosotros y por causas muy distintas. Aún sin saber papá hacía esa fuerte apuesta al futuro. Si salía iba a estar preparado, sabría todas las canciones al dedillo y podría volver a subir a un escenario y hacer eso que tanto amaba, cantar y bailar. En realidad no lo hizo, nunca volvió a actuar. La vida fue arrolladora y lo puso ante nuevos desafíos pero esa libretita, ese ejercicio de memoria aparentemente inútil, fue, en medio de la incertidumbre más oscura, su ancla salvadora donde declaraba ¡quiero vivir!, ¡tengo cosas para hacer! Y es para mí una potente lección que hoy comparto acá. ¿Cuál es nuestra libretita de canciones para cantar cuando sobrevivamos? Cada uno tendrá la suya. Y si no la tiene, ¡a inventarla ya!

No sabemos cuándo llegará pero el después llegará, eso es seguro. Que nos encuentre con la libretita llena de canciones y con ganas de volver a subir al escenario para cantarlas a voz en cuello.

Publicado en Clarin.

Publicado en El diario de Leuco.

Publicado en El Gallo.

Elegir cuidarnos

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Ante el embate de la pandemia, mientras esperamos las ansiadas vacunas, lo único que podemos hacer, si elegimos vivir, es cuidarnos. Eso está en nuestras manos, es nuestra decisión. Lo aprendí de Jack Fuchs Z’L, sobreviviente del Holocausto y maestro de vida.  Derramaba enseñanzas y reflexiones inolvidables pero no le gustaba contar lo que había pasado cuando era sujeto de otros. Tomó la férrea decisión de sostener y dominar las riendas de su vida. Peleaba con uñas y dientes para rescatarse de su pasada impotencia. Protagonista de su presente, dueño de sus decisiones y palabras, no se escudaba en su condición de víctima para darle sentido a su vida, prefería abrir preguntas existenciales que apuntaban a lo más hondo y esencial de lo humano.

Contaba que un día un coche rozó el suyo en medio de una avenida. Se bajó furioso con el puño apretado listo para reaccionar pero detuvo sus pasos pensando “con lo que ya me pasó en la vida ¿cómo enojarme por un tonto rayón?”. Iba a desistir pero lo volvió a pensar, dio vuelta y encaró furioso al conductor desaprensivo porque “¡ya aguanté bastante, no pienso aguantar nada más!”. 

Sus padres y hermanos fueron asesinados en la Shoá. Ya viejo, decepcionado del género humano que insistía en guerrear y matar, murmuraba para sí, desolado “mientras mi familia fue condenada a morir hace setenta años, yo estoy condenado a vivir”. Su único rescate, de esa y de cualquier condena, fue asumirse en dueño de la situación, apropiarse de cada minuto de su vida. 

Amaba invitar gente a comer a su casa. Cortaba, mezclaba, sazonaba, ponía la mesa, servía y, como al pasar, en los intersticios, derramaba perlas conceptuales como si fueran los condimentos con los que aliñaba la comida. Dueño de casa, dador, maestro de ceremonias, director de orquesta enarbolando un cucharón a modo de batuta e hipnotizaba a su comensal. La decisión era suya y era imposible correrlo del lugar elegido. Respondía lo que quería a cada pregunta con una voltereta mágica de la que dejaba caer como al descuido una honda reflexión, muchas veces poética, siempre alejada de cualquier parámetro común. 

Lo pinta de cuerpo entero el modo en que remató su recuerdo de cuando fue rescatado. Piel y huesos, enfermo, desnutrido y desahuciado luego de los infiernos de Auschwitz y Dachau, ya hospitalizado, bañado, con un piyama limpio y planchado, acostado en una cama con colchón y sábanas, su cabeza apoyada sobre una almohada mullida, cobijado y alimentado, oyó a una enfermera preguntarle qué más podía hacer por él. A sus veinte años, despuntando esa lucidez que le sería tan característica, diseñó el futuro de su vida al decir “Ahora me puedo morir”.

¡¿Ahora me puedo morir?! ¿Qué quería decir? ¿Por qué pensar en morir cuando estaba a salvo? No se trataba de morir sino de decidir. Como cuando recibía en su casa cocinando y sirviendo, declarando a cada paso que era el dueño de la situación. Sujeto de otros durante largos años concentracionarios, víctima sin posibilidad alguna de decisión, la recuperación de su condición humana implicaba poseer a cada paso cada uno de sus pasos. Lo que empezó en aquella cama de hospital fue luego el eje de su vida. Su ahora me puedo morir era la suprema expresión de que ya no era sujeto de la voluntad de otros, que si moría lo hacía como humano, no como carne animal ni número descartable. Morir así, si moría, lo renacía como sujeto y si podía elegir morir también podía elegir vivir. 

Nosotros podemos elegir cuidarnos. Está en nuestras manos.

Publicado en Clarin.

Travesuras en pandemia

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Diego y Esteban eran amigos desde la secundaria. Desde siempre coincidían en gustos, códigos y estilos. Leían enfervorizadamente ciencia ficción, eran serios y reservados pero con un humor ácido que solo ellos compartían y disfrutaban, no les gustaba ser parte de la manada, preferían mantenerse separados mirando a los demás con cierta displicencia y un ligero desprecio. Si alguno encontraba en DVD con esa película inhallable de un cuento de Philip Dick, se sumergían el fin de semana entero para verla una y otra vez, revisando casi fotograma por fotograma, buscando y encontrando detalles reveladores. No les gustaba el fútbol pero sí el tenis, se entrenaron juntos y terminaron siendo una pareja imbatible en las canchas. 

Male y Tamy vivían en el mismo edificio, una en el tercero, la otra en el séptimo. Se conocían desde que habían nacido. Sus padres se hicieron amigos en principio por la vecindad y luego por elección. Para ellas la vida era inconcebible la una sin la otra. El mismo jardín, la misma primaria, la misma secundaria. Les encantaban los juegos de ingenio, desde rompecabezas sencillos hasta juegos de palabras y cálculos. Pasaban horas inventando palabras cruzadas y juegos gráficos con los que después desafiaban a sus padres y a sus compañeros de clase. Adoraban pasear juntas en bicicleta y lo hacían toda vez que podían en trayectos cada vez más largos. 

Diego y Esteban eligieron estudiar ingeniería. 

Male y Tamy se anotaron en exactas una en física, la otra en matemáticas.

La iniciación sexual había sido tibia para los cuatro. Ya habían debutado pero a la hora de comenzar la universidad para ninguno había llegado el amor así como lo imaginaban o esperaban.

Male y Diego se conocieron haciendo cola comprando entradas para un recital de Paul McCartney en River. Parecía que iba a llover, estaban cansados después de largas horas esperando, empezaron a hablar de esas cosas que gente desconocida y aburrida habla en las colas. Pegaron onda de entrada. Para ambos los Beatles eran parte de sus infancias porque sus respectivos padres los escuchaban todo el tiempo. Tener la oportunidad de ver a uno de ellos era un sueño hecho realidad. Para los dos. 

Cuando empezó a llover, Male desplegó su paraguas e invitó a Diego a guarecerse debajo. Cerca, casi tocándose, sintieron que nacía algo allí. Cuando llegaron a la boletería compraron entradas adyacentes, dos para cada uno. “¿Con quién vas a venir?” preguntó Male queriendo saber si tenía novia, “Con Esteban, mi mejor amigo” escuchó aliviada, “¿y vos?” con un brillo inquieto en la mirada, “Con Tamy, mi mejor amiga”... y la coincidencia les resultó tan divertida que estallaron en una carcajada.

El recital fue maravilloso. Escucharon al calor de los miles de asistentes esos temas tan conocidos con el ídolo en vivo, ahí adelante. Al final estaban felices, plenos y hambrientos. Salieron juntos, caminaron muchas cuadras hasta que dieron con un lugar en donde entrar y empezó la relación entre los cuatro como un acorde musical armónico y melodioso. Esteban y Tamy simpatizaron inmediatamente. La situación era perfecta. Los cuatro formaban  una combinación dichosa de, sabores, gustos y colores. Durante varios meses las relaciones prosperaron y se ahondaron. Salían a veces juntos los cuatro y otras cada pareja por separado, pero se hacían confidencias, se aconsejaban, se estimulaban y se contenían como lo habían hecho siempre.

Con la pandemia y el forzado aislamiento, las oportunidades de verse personalmente fueron menguando hasta desaparecer. Se veían por zoom. Como hacemos casi todos. 

La piel, la cercanía, la presencia, el olor, la energía se reconvirtieron en los cuadraditos del video chat. La visión y la audición reinaron sobre el olfato, el gusto y la piel. Los cuerpos se redujeron a las caras y parte del torso, los contextos fijos, cada uno siempre en el mismo lugar, con el mismo fondo. Se reían mostrándose lo que llevaban debajo de la cintura: ojotas, shorts, yoguinetas, zapatillas desflecadas… seguían siendo amigos y compinches. 

Pero algo impensado fue pasando a medida que transcurrían los días y la presencialidad se alejaba. Diego empezó a encontrar en Tamy, la novia de su amigo, cosas que antes no había advertido, una cierta picardía, un cierto rincón secreto intrigante que se descubría fantaseando con explorar. Se lo guardó para sí. ¿Cómo decirle esto a Esteban? ¿Es que le estaba gustando Tamy? Se sentía super mal con Male a quien, de repente, empezó a sentir como una hermana, como alguien muy querido pero nada erotizado. 

Esteban a su vez, y casi al mismo tiempo, vio crecer una gran incomodidad cada vez que se encontraban los cuatro por zoom porque su mirada iba derechito a Male, la novia de Diego, en lugar de a Tamy. No podía dejar de mirar esas pecas en sus mejillas, el modo en que fruncía la boca con su semi sonrisa desafiante, su imagen era lo último que veía antes de dormir y lo primero que se le aparecía al despertar. Se sentía un traidor, una mala persona, no se lo podía perdonar. Pero no lo podía evitar.

Male y Tamy dejaron de llamarse todos los días y dejaron de subir a la terraza de su edificio que era donde solían encontrarse. También a ellas les estaba pasando algo con los muchachos, algo incómodo, algo que crecía y que no conseguían frenar. También ellas sentían que los sentimientos las abrumaban, que el novio de la otra las conmovía hondamente. No sabían qué hacer ni cómo manejarlo. Todos creían que  algo ingobernable les estaba jugando esa mala pasada. No sabían que a los cuatro les estaba pasando lo mismo.

Es que creían, como solemos creer todos, que lo que sentimos hacia alguien es cosa nuestra, como guardada en una cajita, en el corazón por supuesto, y que lo que siente el otro es un misterio porque tiene su propia cajita. Una analogía más justa es imaginar nuestros sentimientos como el registro de lo que nos pasa cuando estamos con esa otra persona. No está dentro de uno sino que flota en el “entre”, es el clima, tanto amable como hostil, en el que transcurre el encuentro. Por eso los sentimientos, si ambos leen bien el clima compartido, son mutuos, sentirán lo mismo.  Por eso las dos parejas estaban sintiendo de manera similar, pero no lo sabían. Male también había descubierto a un Esteban que le había sido invisible y Tamy, azorada, tenía en Diego un atractor, un imán del que no se podía sustraer. Se habían cruzado los cables y había pasado simultáneamente.

Los cuatro amigos entraron en una zona de penuria y sufrimiento. Ninguno sabía que a los otros tres les estaba pasando lo mismo. Cada uno se creía una especie de monstruo malévolo y desleal que no merecía sostener la amistad que había vivido hasta entonces. Ninguno dejaba entrever lo que estaba sintiendo por temor a destruir para siempre esa red de confianza y amistad construida a lo largo de la vida. 

Pero cuando uno contiene de esta manera sus emociones tienden a escaparse sin que las podamos controlar. Todo explotó con un lapsus de Esteban. Hablando con Diego, en lugar de decir Male dijo Tamy. Empezó a trastabillar, se le llenaron los ojos de lágrimas. el “¡uh! no sé qué me pasó, quise decir ¡Male!” sonó a falso, a poco, a lastimoso. Diego se dio cuenta al toque. Y se preguntó, casi sin atreverse a pensarlo, si a su amigo no le estaría pasando lo mismo que a él. Derechos como eran, francos y buenas personas, amigos hasta el caracú, Diego se animó y ante los titubeos y el azoramiento de Esteban dijo  “también yo podría confundirme como vos y decir Tamy en lugar de Male”. Era por zoom. Se quedaron detenidos, suspendidos, casi sin respirar, mirándose en silencio hasta que Esteban preguntó “¿estoy entendiendo lo que estoy entendiendo?”. “Sí” dijo escuetamente Diego, “no sé qué pasó ni cómo pasó pero se me dieron vuelta las fichas y la veo a Male como una hermana querida, una amiga entrañable, pero no una pareja… así la estoy sintiendo a Tamy y me odio a mi mismo, no te lo quería decir porque sé que no me lo vas a perdonar porque no tengo perdón, pero no fue voluntario, no sé, no es a propósito, no puedo dejar de pensar en ella….” La sorpresa de ambos fue mayúscula cuando se confesaron que a ambos les estaba pasando lo mismo. Volvió la sonrisa que había estado ensombrecida hacía un tiempo, el alivio despejó esas nubes tormentosas y volvió a salir el sol. 

¿Cómo decirle a las chicas? ¿Cómo hacerle esto a Male y a Tamy? Pero una vez que lo blanquearon entre ellos se dieron fuerzas, decidieron no esperar y decirles de una y en un encuentro de los cuatro, también por zoom, claro. 

De pronto, como en en los caleidoscopios que cuando uno los mueve, las piezas cambian de lugar y construyen una nueva estructura igualmente armónica que la anterior, estas cuatro personas se reacomodaron a la nueva realidad. El momento de la confesión culpable de los muchachos se transformó en jolgorio cuando las chicas confesaron que les estaba pasando lo mismo y que se habían sentido muy mal la una con la otra por esta irrupción de un sentimiento que no habían buscado. 

Y se cruzaron las parejas. Los espera el momento de la presencia concreta, el momento que todavía no saben cuándo será. Se están descubriendo online, aprendiendo a conocerse y a construir la necesidad del otro, los espacios de encuentro, los sueños compartidos y las mismas ganas. Cuando lleguen los besos y las caricias se verá si esto que descubrieron crecerá y se volverá ese lazo fuerte y sólido que les permitirá caminar a la par. Mientras tanto no paran de reír por esta travesura sorpresiva de la vida.

Publicado en La Nación.

Publicado en El Diario de Leuco.