Vinculos

Exitos y fracasos

Ilustración de Fidel Sclavo.

Ilustración de Fidel Sclavo.

Salimos de guatemala y, vencidos y apurados, caemos en guatepeor. ¡Qué difícil es superar los fracasos, las frustraciones, las caídas! ¡Cómo duele! ¡Cuánto hiere la autoestima! Queremos dejarlo atrás y el apuro por hacerlo nos hace volver a fracasar. El éxito, cualquiera que sea, es una consecuencia de nuestra capacidad de recuperación y de lo que pudimos aprender. Recuperación y aprendizaje requieren tiempo, no suceden instantáneamente. Los éxitos, sean científicos, artísticos o de cualquier índole, suelen ser imaginados como si hubieran sido producto de un milagro, de una súbita iluminación, de la suerte, o de algún talento particular que solo tienen algunos. Se suele pasar por alto el arduo trabajo previo, a menudo a lo largo de años, los múltiples ensayos y errores que condujeron a muchos callejones sin salida, los sueños hechos añicos cuando la realidad se empeñaba en refutarlos, las mil y una dificultades que implica concretar un proyecto, probar una idea, hasta incluso lo difícil que es conseguir ser escuchado y convencer a otros de que vale la pena. “Me equivoqué” nos decimos. ¿Pero qué es el error? ¿Es lícito rebobinar la película y volver al momento en que alguna decisión fue tomada y leerla con el diario del lunes? Es obvio que una vez conocido el resultado advertimos que hubo algo que no habíamos considerado. Recién entonces. Antes no lo sabíamos. Habíamos tomado la decisión con los datos que teníamos a la vista. No teníamos la información del resultado. Por eso ¿a qué llamamos error? ¿podemos acusarnos de habernos equivocado cuando no sabíamos que sería un fracaso? Y sin embargo, es lo que hacemos: nos acusamos, nos sentimos vencidos y si nos dejamos deslizar por el peligroso tobogán de la derrota perderemos la oportunidad de aprender del error. Pero ¿cómo superar la desilusión y el desánimo que nos cubre?, esos momentos en los que todo pareciera estar mal, cuando no vemos la luz al final del túnel y nos dejamos hundir en la vivencia de un fracaso oscuro y paralizante. Sumergidos en ese barro pringoso se nos apaga la capacidad de pensar y solo queremos huir y terminar con eso. Y ése termina siendo nuestro verdadero y único error. Ningún éxito se consigue huyendo de los fracasos previos que pavimentaron el camino. Bien mirados, los fracasos son los que posibilitan los logros porque cada fracaso da una nueva información, si uno se toma el tiempo de mirar y aprender. Nada nuevo aparece sin un, a veces, tortuoso ejercicio de ensayo y error. Si vemos a los fracasos como ganancia y no como pérdida, en lugar de convertirnos en fracasados nos volveremos expertos. Thomas Edison dijo “nunca fracasé, encontré antes diez mil soluciones que no funcionaron”. Volver a intentar, caer y levantarse luego de haberse detenido a aprender, lleva a alcanzar un logro, como bien lo prueban Walt Disney, Bill Gates, Steve Jobs y tantos otros. Vivimos en la ilusión de que el éxito alcanzado por algunos fluyó naturalmente o que hubo una varita mágica que tocó al exitoso para que naciera sabiendo bailar. Bien lejos de eso, los exitosos llegaron muchas veces a guatemala y en lugar de quedarse allí llorando una triste derrota, abrieron bien grandes los ojos, tomaron nota, se pusieron de pie y salieron lentamente junto a sus sabios maestros, los fracasos.

Publicado en Clarin

Suegras, maridos y nueras

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Las suegras son un gran tema en la vida de las parejas. Y acá me pongo claramente en femenino porque, aunque la función "suegra" puede ser ejercitada por cualquiera, las suegras solemos ser las mujeres.

Las suegras son un capítulo importante de las relaciones con los miembros de la familia de cada uno, fuente de conflictos que pueden ensombrecer la convivencia. Pero de todos los posibles, hay dos, que por su fuerte implicación, pueden alterar la vida cotidiana de modo trascendental: los hijos de matrimonios anteriores y las suegras. Veamos primero a estas últimas y dejo el tema de los hijos de matrimonios anteriores para la próxima vez.

Es particularmente complicada la situación cuando, en una pareja heterosexual tipo, la suegra lo es de la nuera. Tanto que en el imaginario popular, en los chistes y las preocupaciones habituales, la pareja conflictiva es la integrada por una suegra y su nuera.

Las madres suelen tener dificultad en dejar volar a sus hijos pequeños, acompañar su crecimiento y aún cuando sean adultos los ven como si siguieran siendo sus pollitos indefensos y necesitados. Cuando se casa una hija, ese sentimiento de propiedad parece darle derecho a su madre a meterse muchas veces sin permiso y opinar como lo hacía cuando vivían juntas. La hija puede permitírselo o no y, aunque en general el yerno queda fuera del conflicto, las negociaciones o avasallamientos, también él sufre las consecuencias de la invasión y puede colaborar en la necesaria puesta de límites.

Cuando se trata del hijo, del nene, de la luz de sus ojos, este sentimiento de propiedad, puede anular la frontera que debiera ser naturalmente erigida luego del casamiento. La mamá siempre será mamá pero ya no lo es de un chiquito sino de un adulto. Y de un adulto, que encima, vive con otra mujer que no lo conoce ni sabe lo que es bueno para él. La persistencia del sentimiento de propiedad determina que esta mamá se crea con derecho a intervenir en la comida, en el ordenamiento de los objetos, en la educación de los hijos, en cada una de las decisiones de la pareja. Y si el hijo no sabe o no puede o no se anima a poner los límites, todo el peso caerá sobre su esposa, la nuera, la que, como dice el chiste "nuera para mi hijo". Porque, para esta mamá-gallina-cuidadora ninguna lo es.

Las madres solemos tener un enorme poder sobre las vidas de nuestros hijos. Esta relación, definida y amasada en la infancia, es un sello a veces indeleble. No es fácil, ni para la madre ni para el hijo, asumir y aceptar la modificación que implica para ambos que ahora el hijo sea un adulto.

Si el hijo no encara la situación, si no se hace cargo, quien sufrirá las consecuencias será su esposa que deberá enfrentar tanto los intentos de avasallamientos de su suegra como la penosa inacción del marido.

Guerra en puerta.

Guerra sorda, y a veces no tanto, con la suegra.

Guerra abierta y enconada básicamente con el marido que no la protege.

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El ideograma chino para el concepto de guerra o pelea es el dibujo estilizado de dos mujeres en un mismo espacio. Dos mujeres enfrentadas para ver cuál vencerá. Vencer es, en este caso, que el hombre tome partido por una o por otra.

El ahora marido, este hijo adulto, ya no vive en su casa infantil y si su madre no lo acepta, estará tironeado entre ella y su esposa. Posición difícil e incómoda que, no hay otro remedio, debe resolver de la mejor manera que pueda. Si valora su matrimonio, si quiere que se instaure la paz, es imprescindible que deje a su mujer fuera de la ecuación, que encare la relación con su madre personalmente lo que a veces, la propia madre complicará hasta el infinito. Porque estas madres que devienen en suegras interventoras suelen tener muy bien aceitado el manejo de la culpa. No es fácil.

La suegra puede ser una gran piedra en el camino de la convivencia de una pareja. Depende de su inteligencia emocional, de su sensatez y de cómo transcurre su propia vida, el poder renunciar a aquel lugar de preeminencia que tenía en la vida de su bebé cuando lo acunaba y le cambiaba los pañales. El bebé creció, camina solo, no se hace pis encima, trabaja, gana dinero, se afeita y hasta tiene hijos. Ya no es más lo que era. Su madre tampoco. Pero tal vez había colocado en ese hijo el sentido de su vida y el perder control sobre él la enfrenta con la soledad y un desgarrador sinsentido. No se puede congelar el paso del tiempo y pretender mantener un lugar que ya no está. Una suegra desubicada, que no ve ni acepta el paso del tiempo y el crecimiento de su hijo, que no puede encontrar otro sentido para su vida y se aferra a él como una tabla de salvación, será seguramente una poderosa fuente de desdicha para su hijo y su familia y también para ella misma.

La nuera está en un lugar difícil. Lo mejor sería que pudiera tener una amable conversación con su marido, no reclamo ni reproche ni acusación. El objetivo no es descargar la irritación y la angustia sino lograr que él se ocupe de su madre para que no interfiera ni opine ni critique ni dé órdenes ni avasalle. No es la nuera quien lo tiene que hacer sino el hijo. No le será fácil, tal vez deberá pedir ayuda.

Mensajes personalizados

Marido e hijo: no te hagas a un lado, sos el único que puede hacer algo, cuidá a tu esposa y a tu nueva vida, limitá a tu madre y ayudala a encontrar un nuevo sentido en su vida. Comprendelas a ambas.

Esposa y nuera: no te enfrentes a tu suegra pero tampoco te guardes lo que pasa. Si ves que tu marido no puede con su madre, no te enojes con él ni le reclames, decíle cómo te sentís y ofrecele pensar juntos qué hacer y cómo. Acordate que algún día vos también serás suegra.

Mamá y suegra: ¿te acordás cuando fuiste nuera? Si tuviste una suegra metida, no repitas lo que te hizo a vos. Si tuviste una suegra amiga, poné en práctica lo que te enseñó e incluso mejoralo. Si amás a tu hijo como decís que lo amás, tocá siempre el timbre antes de entrar, pedí permiso, no arremetas ni ordenes ni critiques ni pongas mala cara, cuidalo, protegelo y mimalo dejándolo vivir con la mujer que eligió. Es una alegría ver que creció, armó su propia familia y pudo volar. Hiciste un buen trabajo. Ahora es tiempo de disfrutarlo.

https://goo.gl/tYoecH

 

Mi suegra, la negra (Canción anónima, folkore sefaradí)

Mi suegra, la negra ... / Kon mi se dakileya / Yo no puedo mas bivir kon eya / Eya´s muy fuerte, mas ke la muerte  / Un dia me veré sin eya.

Un dia sentada kon mi marido / Eya detrás komo enemigo / Me dió un pilisko i un modrisko / Mas presto me veré sin eya / Mi suegra, la negra ...

Yo elmuera de kinze anyos / Ven tu, marido, adova nido / Mas presto me veré sin eya / Mi suegra, la negra ...

En los diyas de la dulsura / Eya ensembra l´amargura / El Güerko venga por soltura / Mas presto me veré sin eya

Otra forma de vencer el maltrato en la oficina

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Inés, dedicada a su trabajo y al cuidado de su madre incapacitada, tenía el empleo ideal. Dominaba varios idiomas, especialmente inglés y francés, elegante, refinada y de una inteligencia aguda. En su cargo de secretaria de una importantísima multinacional estaba como pez en el agua.

Luego de veinte años de desempeño, su prestigio no paró de crecer y fue designada para asistir de manera personal al CEO de la empresa. Creyó tocar el cielo con las manos, era el lugar soñado de cualquier secretaria ejecutiva y además su nuevo sueldo la liberaba de preocupaciones respecto del cuidado de su madre.

Pero pronto el sueño se convirtió en pesadilla.

Su jefe, católicamente casado y con cinco hijos, era un misógino machista, dueño y señor en las alturas de la torre vidriada en Puerto Madero. Disfrutaba maltratando a Inés. Primero, miradas despectivas; luego, comentarios sarcásticos, ironías burlonas, y ya al cabo de un mes, agresiones directas. Inés bajaba la mirada, contenía el aliento y corría a desahogarse al baño.

Pero estalló el día en que la echó del despacho con gritos destemplados y mirada feroz: ese fue su límite. ¿Cómo terminar con esa tortura si necesitaba el dinero y no podía renunciar ni protestar? "Tiene que haber algún modo", pensó.

Conocedora del mundo corporativo y sus personajes masculinos y basándose en las características del jefe, diseñó y estructuró un plan que puso en acción el viernes siguiente a última hora.

Era el comienzo de la primavera, momento en que el atardecer tiñe de rosas y púrpuras el cielo porteño sobre el perfil de los edificios. Con el abrigo y la cartera en la mano fue al despacho del jefe. "Adelante", dijo este al oír el suave toc-toc. Abrió la puerta, pero no entró, apoyada en el vano, esperó a que la mirara y entonces, casi susurrando, pero con firmeza, dijo: "Señor, me retiro. Nos vemos el lunes. Pero antes de irme quiero decirle algo que ya no me puedo guardar, algo que usted debe saber. Su conducta hacia mí, sus ironías, gritos e insultos tienen un poderoso efecto en mí: me encienden sexualmente. Muchas veces debo correr al baño a desahogarme porque no me puedo aguantar y su recuerdo me quema en las entrañas. Es mi deber decírselo para agradecerle y que sepa cuánto bien me hace y cómo promueve mi placer más íntimo. Creo que me hace acordar a mi papá. Gracias y hasta el lunes". Cerró la puerta y se fue.

Y ganó. El maltrato no pudo continuar. Como una eximia maestra de aikido, Inés volvió la fuerza del jefe contra él mismo. A partir de sus palabras insólitas, el macho sometedor que inferiorizaba y sometía a su presa vio atadas sus manos. El "excitante" maltrato cotidiano que generaba ese escenario de erotismo y desenfreno no podía continuar. "¡Vade retro Satanás!", gritaba la conciencia de este devoto feligrés de misa, hostia y confesión que contuvo a partir de entonces sus impulsos hostiles para así no contaminarse con semejante pecado y desenfreno sexual y mantener vigente su visa de ingreso al paraíso.

 

Cómo dejar de ser una madre culposa

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Graciela culpaba a su mamá por haber sido demasiado estricta y poco cariñosa durante su infancia. Cuando sus tres hijos, Juan, Ramiro y Aldana, llegaron a la adolescencia, se descubrió repitiendo las conductas que tanto había reprobado en su madre, su severidad y poca expresión afectiva. Fue muy doloroso porque se había jurado cuando niña que, en caso de tener hijos, no sería con ellos como había sido su madre.

Pasaron unos años. Sus hijos se hicieron adultos. Juan, el mayor, doctor en bioquímica, era investigador en un importante laboratorio en Francia.

Una noche, hace pocos meses, Graciela despertó angustiada presa de una pesadilla. Veía a Juan como cuando era adolescente debatiéndose en medio de un mar embravecido, las olas lo cubrían, pedía auxilio, su cuerpo subía y bajaba mientras hacía señales desesperadas con sus brazos. Enloquecida ella corría hacia él y cuanto más corría más se alejaba sumida en la impotencia de salvarlo. La despertó su propio alarido. No podía quitar las imágenes de su cabeza.

Eran las 4 de la mañana, ya las 9 en Francia, y corrió a buscar el celular como tabla de salvación. Había sido tan vívida la pesadilla que debía cerciorarse de que Juan estaba bien. Atendió enseguida, calmo y amable porque sí, todo estaba bien, "ninguna novedad mami, te dejo porque estoy llegando al trabajo". Había sido solo un mal sueño, nada que temer.

Pero Graciela no lo dejó ahí. Ese sueño fue para ella la representación de todo lo que creía que había hecho mal y necesitaba terminar con el peso que sentía por no haber sido lo buena madre que debía haber sido. Había soñado con Juan, de modo que empezaría con él. Tomó un papel y comenzó a hacer una lista de todas las cosas de las que se acusaba, hechos, circunstancias, palabras, conductas. Cubrió cuatro páginas, con fechas y descripciones de las cosas que estaba segura que había hecho mal con Juan y de las que debía ser expiada y perdonada. Se sentó ante la computadora y le escribió un correo con el pedido de que viera la lista y le respondiera por favor cómo había sido vivido por él y si consideraba que habían tenido consecuencias en su vida.

Esa noche Juan la llamó alarmado: "¿Qué te pasa mamá? No entiendo nada, ¿estás psicótica?" "¿Por qué?" "Porque no sé de qué me estás hablando. Miré todas las cosas que decís y no me acuerdo de ninguna, nada". Graciela escuchó enmudecida. "Pero si querés, si eso alivia tu alma, te puedo escribir de lo que sí te acusé en su momento para que lo veas y me digas por qué o para qué lo hiciste. Pero dame unos días".

Y así fue. Una semana después entró un correo de Juan. Graciela dejó pasar unas horas. Al fin la curiosidad pudo más. Se dijo "¡ahora o nunca!" y abrió el mail. Estalló en una carcajada que le dibujó estrellitas de colores en el alma. Rió, sollozó, moqueó, siguió riendo y sonándose la nariz mientras leía la insólita respuesta de su hijo. La lista de Juan, tan larga como la suya, mostraba que se había tomado en serio el trabajo de rememorar momentos penosos, pero enumeraba cosas, situaciones y dichos de los que Graciela no tenía el menor recuerdo. Imprimió las dos listas, las enmarcó y las dejó a la vista. No le hizo falta hacer listas con sus otros hijos. Había entendido. No solo se alivió luego de tantos años de autoacusaciones, sino que también fue al cementerio y le pidió perdón a su mamá.

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