Shoa

Bernardo Kononovich sobre "Salvar al niño"

en la pag web del director Salvar al niño Entrevista hecha por Osvaldo Quiroga en su programa Otra Trama, en marzo 2014.

Crítica, Nueva Sion.

Publicado por Aurora, en Israel:

Un film de Bernardo Kononovich en Yom Hashoá. La TV israelí proyectó el documental argentino “Salvar al Niño”. Por Efraim Zadoff

En el reciente Yom Hashoá, se proyectó en el Canal 10 de la TV israelí, “Salvar al Niño”, un film deBernardo Kononovich.

Bernardo Kononovich nació en Buenos Aires. Psicoanalista y docente universitario, egresado de “Cinema”, escuela de cine y video de Buenos Aires, realizó desde 1991 hasta la fecha, cinco mediometrajes y dos largometrajes documentales: “Crónicas de Ciegos” 1991, “Atención (Achtung)!” 1992, “Lunes 9:53” 2000, “Aquellos Niños” 2002, “Me Queda la Palabra” 2004, “Kadish” 2009 y “Salvar al Niño” 2013. Dos de estas películas fueron emitidas por la TV abierta de Israel y en varios canales de cable como así también fueron elegidas para la programación del "Jerusalem Jewish" film Festival en varias de sus emisiones. Kononovich, desarrolla el género testimonial, explora la capacidad expresiva y narrativa de los protagonistas de sus películas: los testigos. Pone particular cuidado en facilitar la palabra con toda su carga subjetiva. El interés temático de su obra gira en torno a los derechos humanos: a la discapacidad y su superación, a la lucha ciudadana por la justicia en el caso AMIA, al genocidio perpetrado por los nazis, el Holocausto y a las consecuencias de la represión militar en la Argentina.*

¿Es posible identificar un hilo conductor que recorra tus documentales? Este film, “Salvar al Niño”, así como todos los demás, están vinculados a la defensa de los Derechos Humanos, al rescate de la palabra, del testimonio y al sostén de la memoria por sobre la crueldad y la destrucción de la dignidad humana. Estos serían los temas que se trabajan en mis documentales. Este film pivotea sobre el testimonio de tres mujeres radicadas en la Argentina, sobrevivientes del nazismo, cuyo pasado está atravesado por historias en las cuales hay un niño para ser buscado, para ser salvado, para ser rescatado.

La búsqueda de niños desaparecidos, perdidos, apropiados es un tema de actualidad en el mundo y en particular en América Latina. ¿Esta realidad jugó un papel inspirador en este documental?  Sí, en gran medida lo fue. Los niños son las víctimas privilegiadas de las máquinas genocidas y si no son eliminados, quedan expuestos a la apropiación, a la pérdida de su identidad y al despojo de sus raíces. Esta experiencia de horror fue habitual durante el nazismo y también en la Argentina en los años de terror de la última dictadura militar.

¿No plantea para el realizador un verdadero desafío transmitir vivencias tan extremas como las que padecieron las víctimas de un genocidio? Sí, absolutamente. A menudo suelo preguntarme: ¿Cómo

comunicar el horror sin provocar rechazo y repulsión? Las protagonistas de “Salvar al Niño”: Judit Horvat, Jacqueline Albzajt yDiana Wang hablan desde el corazón para establecer un puente, un espacio de identificación con el espectador. No hay en su decir ni exabruptos ni desmesuras. Por otra parte me interesa investigar acerca de la relación que establece el testigo con su propio relato, relato que construyó y que lo brinda cada vez que se le solicita. Me pregunto si la repetición del relato no establece un formato fijo que preserva al testigo de las emociones intensas cada vez que evoca esos recuerdos ominosos. También pienso si es legítimo alentar al entrevistado a que se abra a los requerimientos expresivos que le propone el entrevistador. Intento en esta película que el testimonio brindado sorprenda también al propio testimoniante, que le abra preguntas, que le devuelva algo más que un espejo conocido, que le permita explorar los alcances de su propia capacidad narrativa ampliando su repertorio expresivo.

En base a tu experiencia, ¿por qué habla el sobreviviente, qué lo lleva a relatar lo vivido una y otra vez? Hasta los primeros años de la década de los '90, eran muy pocas las producciones cinematográficas dedicadas a documentar el Holocausto. Durante largos años la mayoría de los sobrevivientes se llamaron a silencio. De hecho muy poca gente, incluso entre los más allegados, tenía alguna disposición a escucharlos. Se llegaba al extremo de considerar a los sobrevivientes como personas sospechadas, fabuladoras, desequilibradas o que trataban de obtener algún beneficio personal. Mis primeros videos sobre el tema datan de aquella época y a la distancia, los veo como un intento de abrir la circulación de la palabra, fomentar el relato de aquellas vivencias luctuosas, darles curso, sacarlas del secreto yla vergüenza. Al mismo tiempo traté de abrir un espacio de investigación para explorar de qué manera aquellos hechos traumáticos inciden sobre las otras generaciones, sobre sus hijos y sus nietos. Cuando, aproximadamente cincuenta años después, los sobrevivientes comenzaron a hablar, sentí la necesidad de recoger sus imágenes y sus palabras. En relación a los niños, más de un millón de niños judíos fueron exterminados, varios miles fueron salvados. Una de mis películas registra sus historias porque pienso que merecen ser conocidas y difundidas. En “Salvar al Niño” se investiga el lugar del testimonio como valor en sí. Me quedan muchas preguntas y esto constituye mi mayor estímulo para seguir trabajando e investigando. El que quiera ver el documental puede aún hacerlo en la siguiente dirección: http://docu.nana10.co.il/Article/ ?ArticleID=1053404&sid=186

* Ver filmografía completa en: http://bernardokononovich.com

The Holocaust and Jewish Identity. A Dilemma.

During the first 50 years of my life, I never thought that being Jewish differentiated me from others.

In order to be admitted as immigrants to Argentina in 1947, my family ominously arrived under the pretense of being Catholic. During those first years, we avoided speaking about Judaism or being Jewish in our daily interactions, both within and outside of our family. We did not belong to any Jewish organizations. We did not deny our identity, but we did not broadcast it either.

Forgive me,I heard my mother's trembling voice over the telephone that Monday morning.  Now decades later, it was the 18th of July, 1994.  “It’s happening again, forgive me for bringing you to this country–I did not know.” After catching her breath, she explained herself, referring to that day’s deadly terrorist attack on the building of the Argentine Israelite Mutual Association in Buenos Aires: “AMIA was bombed! They want to kill us! Again!

Us?Us? What did she mean by us? They wanted to kill me? Here, in Argentina? And what was her againfor? My mothers usand againwere the catalysts that thrust me suddenly, at age 50, into the roles of being both an heir to the legacy of the Holocaust and a Jew. Puzzled and surprised, I had to understand. In my quest for answers, I met children of survivors and we began to disclose to each other information about who we were. After so many years, I felt as though I had finally begun my journey home.

Our identity is not a static, monolithic conditionbestowed at birth, once and for all. It is an ongoing construct, forged from our gender, ethnicity, nationality, profession or vocation, ideology, age, hobbies, skills, and the myriad other aspects of our ever evolving lives. The Jewish identity I have cultivated for myself ever since that fateful Monday morning—is intertwined with the knowledge that I am a daughter of Holocaust survivors. This merger of my previously concealed identities brought to light some lost pieces of the puzzle of who I was – or who I thought I was – based on what had been meaningful to me earlier in life. But, to my surprise, this “new” Jewish identity had, in reality, always been there. Lying dormant, waiting patiently for me, it fit as snugly a second skin. Bewildered, I had discovered just how Jewish we were, despite the fact that we had never spoken of it growing up.

I live in Buenos Aires in a secular Jewish microcosm of people who do not base their identity upon religion. For most religious Jewsas for the Israelisthere is no need to contemplate their Jewish identity. But for the secular diaspora, the question of identity thirsts for answers. As the old joke goes, if you have two Jews, youll have three synagogues, and so arriving at a consensus regarding identity will always be an uphill battle. Now that the world is more welcoming to Jews than ever before, the temptations of assimilation, intermarriage, and secularism have put the feeling of a common Jewish identity at stake. If not religion, what binds us together to give us a sense of community within this heterogeneous, individualistic, and highly opinionated collective?

For many, the Holocaust seems to fill that void. The Nazis defined very specifically what it was to be a Jewproud or self-hating, converted or not, in acceptance or denial. For them a Jew was a Jew. There was no debate. And as every Jew was targeted for extermination, Judaism equaled victimhood. Jewish identity was unambiguously imposed not only by the Nuremberg Laws, but also by the common prospect of death.

With religion no longer a common denominator among secular Diaspora Jews, identifying ourselves as heirs to the Holocaust is a tempting alternative. It was our worst suffering ever, andin an absurd waythis low-hanging fruit is now subconsciously ready to be used to homogenize us into a common identity. But while being a victim then was not a choice, it is today.

After decades of silence, hundredsif not thousandsof papers, dissertations, books, museums, exhibitions, films, and survivorstestimonies have sprung to life and thrust the Holocaust onto the world stage. Society has finally opened its ears, shut for so many years. For us, the Holocaust family, justice has been accomplished and our painful past can now be re-contextualized in a meaningful way. 

Anti-Semitism still exists today and overlaps with anti-Zionism. Highlighting anti-Jewish attacks is important to keep us alert, our eyes open. But I sometimes find people deriving an almost perverse pleasure from hearing that there has “again” been an anti-Jewish attackthe Holocaust has become the lens, the central pillar of identity that beckons to be mentioned at every possible occasion.

This Holocaust identitydirectly links being Jewish with being a victim; so by definition there is an imperative need to be attacked regularly in order for this identity to be justified and validated. This attitude is, in my opinion, counterproductive. How can we free ourselves from the shackles of victimhood if we insist on using that very victimhood as the primary means by which we define ourselves?

I am Jewish, and I refuse to let myself be defined as a victim. As the daughter of survivors, I believe that we must place ourselves in the positive context of Jewish values and that we must continue teaching not only about not succumbing to being a perpetrator of evil, but also how to affirmatively choose not to become a victim. As historian Yehuda Bauer said in his January 27, 1998, address to the German Bundestag, we should add three new commandments to the original ten: not to be a perpetrator, not to be a bystander, and not to be a victim -- again.

Diana Wang

Published in "God, Faith and Identity in the Ashes. Reflections of Children and Grandchildren of Holocaust Survivors" (2014)  Menachem Rosensaft (editor). Jewish Lights Publishing.

El Holocausto y la identidad judía. Un dilema.

Traducción del original en inglés en: “The Holocaust and Jewish Identity. A dilemma”.
  • Publicado en "God, Faith and Identity in the Ashes. Reflections of Children and Grandchildren of Holocaust Survivors" (2014)  Menachem Rosensaft (editor). Jewish Lights Publishing.  
  • Publicado en Davar Nº 129, Revista Literaria de la Sociedad Hebraica Argentina. Junio 2015

Durante los primeros cincuenta años de mi vida nunca pensé que el ser judía era un tema que debía considerar particularmente. En mi infancia no se hablaba acerca de ello en casa; a diferencia de otras familias,  no pertenecíamos a ninguna organización judía. No era cuestión de negar nuestra identidad, simplemente no se hablaba sobre ello. Después de lo sufrido en Polonia durante la Shoá, el ingreso a la Argentina subrayó para mis padres la idea de que tal vez seguía habiendo algún riesgo si se era visto como judío: para ser admitidos como inmigrantes en 1947, debimos declararnos católicos, lo que fue reforzado años después por las clases de Religión -católica, por supuesto- que se impartían en la escuela primaria. Durante aquellos primeros años en nuestras interacciones cotidianas, tanto dentro como fuera de la familia, nuestra identidad judía no era un tema de conversación y no me percataba entonces cuán importante era en mi vida. Con el paso del tiempo mis padres se fueron tranquilizando y la vida judía ingresó en nuestra casa. Durante mi escuela secundaria y universitaria -a fines de la década del cincuenta y comienzos del sesenta- me sentía y me veía argentina, igual que todos los demás, una ciudadana del mundo, ni más, ni menos, ni diferente que los demás; era judía, lo sabía, no lo ocultaba pero no era un tema en el que me detenía a reflexionar ni creía que era importante o esencial.

“Perdoname,” escuché la voz temblorosa de mamá a través del teléfono ese lunes por la mañana. “Está pasando otra vez, perdoname por traerte a este país, no sabía”. No comprendía el exabrupto ni la angustia hasta que, después de recuperar el aire, entre sollozos desgarrados me murmuró “¡Bombardearon la AMIA! ¡Nos quieren matar!, ¡Otra vez!”. Era el 18 de julio de 1994.

¿Nos?… ¿a nosotros? ¿Qué quiso decir por nos? ¿A mí me quieren matar? ¿Acá, en Argentina? Y su otra vez ¿qué quería decir? ¿Se refería a allá, ¿eso me decía? ¿que era igual que allá? Estos “nos” y “otra vez” de mi mamá me cubrían de estupor y fueron los catalizadores que me arrojaban abruptamente, a la edad de 50 años, a asumirme como heredera del Holocausto y, junto con ello, como judía. De pronto, todas las prevenciones de mis padres parecieron haber desaparecido. El ataque a la AMIA tuvo para mi madre, un efecto sorprendente, fue como si se hubiera quitado todo aquello con lo que se había vestido para protegernos y me pedía perdón. Perdón por haberme protegido, perdón por haberme traído a la Argentina, perdón porque éramos judíos, perdón porque no me había instruido en ello. Aturdida y sorprendida, conmovida e interesada, me era imperioso saber y entender. 

Empecé por el otra vez, o sea, por la Shoá. Busqué y conocí a otros hijos de sobrevivientes y nos sumergimos, enredamos y acompañamos en conversaciones reveladoras y de una inimitable intimidad. Juntos fuimos reconstruyendo, con fragmentos propios y ajenos, quiénes éramos en un proceso, que fue para mi, de iluminación y honda resignificación de mi identidad judía. Después de tantos años sentía que estaba emprendiendo, finalmente, la vuelta a casa. 

Nuestra identidad no es una condición estática o monolítica instalada al nacer de manera inmutable. Es una construcción móvil y constante compuesta de género, etnicidad, nacionalidad, profesión o actividad, ideología, edad, hobbies, habilidades y una miríada de otros aspectos de nuestra vida. La identidad judía que regué yo misma a partir de esa desdichada mañana de julio de 1994, está entretejida con mi condición de ser hija de sobrevivientes de la Shoá. Esta asociación entre ser judía e hija de sobrevivientes reacomodó algunos rincones y piezas discordantes del rompecabezas de quién era, o mejor dicho, de quién creía que era basándome en lo que hasta ese momento había sido significativo para mí.  Pero, para mi sorpresa, junto con estas revelaciones, descubrí que esta “nueva” identidad judía no era tal, que había estaba siempre allí. Dormida, latente, esperándome pacientemente, se acomodó a mi piel como un traje a medida y descubrí maravillada cuán judíos éramos en casa aún cuando no habláramos de ello durante mi infancia y en mi temprana juventud.

Vivo en Buenos Aires en un microcosmos judío secular integrado por personas que no basan su identidad en la religión. Para la mayoría de los judíos religiosos así como para los judíos israelíes, la cuestión de la identidad judía ni siquiera se plantea.  Pero para los judíos seculares que vivimos fuera de Israel, la pregunta por la identidad, hecha por quienes nos rodean o por nosotros mismos, exige respuestas. Esta interpelación a una identidad común, consensuada y social que no implique la identidad religiosa, recibe múltiples respuestas, tantas como personas las emiten. Como dice el chiste “dos judíos construyen tres sinagogas”, y si la respuesta requiere un consenso identitario, pues la batalla es ardua. No solamente por el entusiasmo argumentador judío. Ahora que el mundo es más amistoso que nunca antes hacia nosotros, la tentación de la asimilación, el matrimonio mixto y el secularismo, colaboran en que una definición común, homogénea socialmente, no sea fácil. En consecuencia, ¿cómo conseguir una sensación de comunidad dentro de este colectivo heterogéneo, individualista y discutidor? ¿Si la religión no es la respuesta, entonces qué?

Para muchos pareciera que el Holocausto llena ese vacío. Los nazis definieron muy específicamente quién es judío: orgulloso o avergonzado, convertido o no, aceptándolo o negándolo, para ellos, un judío era judío y no dependía de él ni de su militancia religiosa. Sin lugar a discusión, naturalizado y legalizado. Adicionalmente, poco después todo judío fue señalado como blanco para el exterminio, luego, ser judío pasó a identificarse con ser víctima. En consecuencia, no solo la identidad judía impuesta era incuestionable sino que también lo era la prospectiva de muerte.

Si la religión no es más el común denominador entre los judíos seculares que vivimos fuera de Israel, identificarnos como herederos del Holocausto aparece como una respuesta tentadora. Fue nuestro peor sufrimiento pero, absurdamente, esta fruta madura parece estar lista para ser usada para homogeneizarnos en una identidad común. Sin embargo ser una víctima durante el nazismo no fue una elección, hoy lo es.

Después de décadas de silencio, cientos, si no miles de papers, tesis, libros, museos, muestras, películas, testimonios de sobrevivientes, han vuelto a la vida y han colocado al Holocausto en el escenario mundial. La sociedad ha abierto finalmente sus oídos cerrados durante tantos años. Para nosotros, la familia del Holocausto, la justicia ha llegado y nuestro doloroso pasado puede ser ahora re-contextualizado de una manera significativa.

El antisemitismo sigue existiendo y hoy se superpone al anti-sionismo. Iluminando los ataques anti judíos es importante para mantenernos alerta con los ojos bien abiertos. Pero encuentro a veces personas que se regodean en una especie de perverso placer luego de saber que ha habido un nuevo ataque anti judío, “otra vez”, con el Holocausto como lente y pilar central de una identidad que debe ser mencionado todas las veces que sea posible.

La “identidad del Holocausto” implica que ser judío es ser una víctima. Luego, esta misma definición se vuelve un imperativo que requiere de ataques regulares para que sea justificada y validada. Parece un camino sin salida y un riesgo peligroso. ¿Cómo podemos liberarnos de la victimización si insistimos en usarla como el elemento primordial que nos define?

Soy judía y no acepto ser definida como víctima. Como hija de sobrevivientes creo que es necesario que nos veamos bajo la luz positiva de los valores judíos y que es necesario que continuemos enseñando sobre los peligros no solo de ser un perpetrador del Mal sino también de la amenaza que represente elegir ser una víctima de ello. Siguiendo a Yehuda Bauer (discurso ante el Bundestag, Alemania, 27/1/98), deberíamos agregar tres nuevos mandamientos a los diez existentes: no seré un perpetrador, no seré un transeúnte (bystander), no seré una víctima “otra vez”.

Posters 1939-1945. Libro "Continuidad".

Capítulo del libro "Continuidad" publicado por CUJA.

1939-1945. La Shoa, concientizar al mundo. Diana Wang

1943 - Si pudieran verlo mis padres.

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Mis padres no habían conseguido hacer aliá antes de 1939 y sobrevivieron en Polonia el infierno nazi. ¿Cómo verían ellos estos posters? Aislados del mundo, solos, creyéndose abandonados, seguramente no imaginaban que en su amada Palestina sabían, que les importaba lo que pasaba, que había una campaña para conseguir fondos y emprender su rescate. Estas imágenes son de 1943, año en el que el asesinato del pueblo judío estaba en plena ejecución, año en el que los primeros campos de exterminio dieron paso al infausto complejo de Auschwitz-Birkenau-Monowicz, año de los levantamientos de los guetos (Varsovia en abril, Czestochowa, Bendzin y Bialystok en agosto, Vilna en septiembre y tantos otros), año de las liquidaciones de los guetos, de la huida a los bosques y a los escondites, del recurrir a falsas identidades, de luchar con las brigadas partisanas. Imagino las afiebradas discusiones entre los dirigentes del Yishuv que evidentemente sabían lo que pasaba aunque tal vez no en su cabal medida: ¿dedicar esfuerzos en enviar gente a Europa con el objetivo de salvar a los judíos o intensificar la construcción de un puerto seguro para los sobrevivientes y para todos los judíos? ¿Qué impacto podría haber en la lucha dados los esmirriados recursos bélicos disponibles frente al colosal enemigo? ¿Salvar unos pocos o preparar un sitio para todos? Éste ha sido uno de los dilemas éticos que debió enfrentar el pueblo judío durante la abyección nazi. La decisión del Yishuv fue dedicar la mayoría de los esfuerzos a hacer realidad el gran sueño sionista, el Estado de Israel. Así y todo, grupos de judíos provenientes de Palestina lucharon en Europa y algunos otros integraron la Brigada Judía en el Ejército Inglés.

Los judíos encerrados en Europa, los dirigentes empeñados en elegir el mejor camino, los sueños, los peligros, las utopías, todo esto está contado en estas imágenes de 1943. ¡Como me gustaría volver el tiempo atrás, entrar en el mísero altillo donde estuvieron escondidos mis padres desde fines de 1942 hasta mediados de 1944 y mostrarles estos posters! Les diría, “Aguanten, no se desanimen, no están solos, en Palestina están pensando en ustedes, Palestina los espera, tengan fe, aférrense a la vida que un día la noche terminará.”

1945 - El fin de la guerra y el 25º aniversario del Keren Hayesod: un sueño a punto de hacerse realidad.

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La guerra había terminado. La aparentemente invencible Alemania nazi había firmado la rendición incondicional. Un nuevo mundo estaba en gestación. La URSS y los EEUU, todavía aliados, hacían acuerdos, se repartían tierras y espacios de poder e influencia, luego del cataclismo totalitario y genocida del nazismo. Todavía no se lo nombraba como Shoá o como Holocausto. En 1945 era Eso, era Hurbn, era La Guerra, era Allá, era Los Nazis. Todo estaba muy cerca, el estupor de lo vivido y el de haber sobrevivido era sobrecogedor. Europa era un vasto cementerio con cuerpos sin sepultura y cenizas anónimas. En las fosas comunes de los Einsatzgruppen, en las de Treblinka, en los hornos de Majdanek y Auschwitz, había perecido, entre la noche y la niebla, un tercio del pueblo judío. El esfuerzo del Keren Hayesod debía multiplicarse, debía prepararse el terreno para el renacimiento y la reconstrucción. Los posters hablan de trabajo, de creación, de generación de bienes y alimentos, muestran la pujanza de un sueño, la realidad de una posibilidad que tan pocos años antes se veía tan remota, casi imposible. La chimenea de una fábrica, limpia, orgullosa, central, muestra que no todas las chimeneas su usan para lo mismo. Ésta, junto con la  pala y el campo de trigo, hablaba de futuro, hablaba de sol y calor, hablaba de la vida. Los sueños sionistas de mis padres, el entrenamiento agrícola-militar que habían tenido en Polonia, las conferencias motivadoras de los enviados del Yishuv, todo esto se refleja en estas imágenes de un sueño hecho realidad. En los años previos a la Shoá muchos jóvenes alentaban el sueño de alcanzar Palestina para rehacer allí una vida judía en libertad. En este1945, con el aliento de la muerte aún cubriéndolos con un manto pegajoso y maloliente, la idea de un futuro justificaba el haber sobrevivido. Muchos sobrevivientes se preguntaban por qué estaban vivos, era un misterio que no terminaban de comprender. ¿Por qué ellos y no algún otro? ¿Cómo fue que tal que era inteligente o tal otro que era fuerte o el de más allá que conocía a tanta gente no sobrevivió? ¿Por qué yo? En 1945 estas preguntas estaban a flor de piel pero muy pronto fueron desplazadas con la fuerza de la vida que arrollaba cualquier hesitación y mandaba seguir, buscar donde, encontrar cómo y con qué. El Keren Hayesod lo tenía todo dispuesto, había trabajado para ello durante los 25 años anteriores. Lo único que hacía falta era llegar a Palestina.

1945 - Para llegar a Palestina.

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“Hermano, ayudame a volver a casa”. Un pedi-do en forma de alarido, con las manos sobre el alambre de púas con este llamado a conseguir los fondos para el rescate de los que habían sobrevivido al exterminio en Europa.

Un cuerpo emaciado, blanco como un fantasma, está iluminado en medio de la oscuridad y su mirada se eleva al cielo. “Desde el fondo de las profundidades hacia Palestina”, las rayas del traje del campo de exterminio comienzan en los pies y terminan en las letras de la palabra PALESTINE.

Estos posters responden al “cómo llegar”, en una campaña del Yishuv y el Keren Hayesod para recaudar los fondos que lo harían posible. El Mandato Británico mantenía la prohibición del ingreso de judíos, las naves se lanzaban al Mediterráneo en una aventura arriesgada. Algunos llegaron, otros fueron detenidos antes y enviados a Chipre o devueltos a Europa. Esta fue una de las razones por las que no todos los sobrevivientes se atrevieron a emprender semejante aventura. Mis padres, por ejemplo, teniéndome a mi como recién nacida, temieron ponerme en riesgo en una barcaza descuajaringada o llegando a un sitio de desiertos, pantanos y malaria o cayendo en manos de los ingleses. Palestina había sido su sueño más preciado pero debían cuidar esta nueva vida que tenían en sus manos. Los se animaban, huérfanos, solos, perdidos, sin destino ni referentes, se sumaron a la Brijá ese portentoso éxodo hacia la libertad que llevó a los sobrevivientes judíos a Palestina, liderado, entre otros, por Abba Kovner, poeta y miembro de la resistencia del gueto de Vilna. No les importaba ni la ilegalidad del viaje ni las condiciones ni los peligros. No solo habían sobrevivido a los campos de concentración y exterminio sino que muchos de ellos habían seguido caóticas trayectorias pasado los últimos tiempos en los Campos de Desplazados donde se alojaron los cientos de miles de sobrevivientes que habían quedado sin familia, sin hogar, sin referencia alguna. Mal comidos, deteriorados, humillados, estas columnas de migrantes fueron llevadas a puertos, alojadas, alimentadas y por último subidas a los barcos que las llevarían a casa. Peones de las alternativas de la política internacional, fueron recobrando su mejor humanidad en las aguas turbulentas del mar. El Keren Hayesod apoyó esta epopeya migratoria que los llevó, como señala el poster, desde el fondo del pozo de la iniquidad hasta el horizonte de la recuperación de la vida y la dignidad. A poco de llegar, estos sobrevivientes integraron las fuerzas que lucharon contra el ocupante inglés y, luego de la partición votada por la UN en 1947 y del abandono de los británicos en 1948, participaron en la encarnizada lucha contra los árabes que no habían aceptado la partición y que estaban decididos a echarlos al mar. Estos judíos desharrapados, venidos de guetos, shtetls y jederim, de campos, campamentos partisanos, de la clandestinidad y el horror, pelearon con valentía en la defensa de la tierra reconquistada, hicieron valer cada una de las monedas recaudadas por el Keren Hayesod y le dieron al Estado de Israel la savia vital del futuro.

Por qué los textos y los posters.

Los textos prologan los afiches elegidos por la autora para la publicación "Continuidad" promovida por CUJA,  el primero de una serie de libros coleccionables siguiendo la solicitud que le ha sido enviada y que figura a continuación:

El eje se centrará en representar y narrar la historia del pueblo judío y el Estado de Israel, a través de los posters de época que forjaron la comunicación del Keren Hayesod en distintas etapas del último siglo.

El libro fue dividido en siete capítulos, y le hemos solicitado a distintos referentes del arte, la cultura, el periodismo y la filosofía argentina (Marcos Aguinis, Thomas Abraham, Gustavo Perednik, Marcelo Birmajer, entre otros.) que realicen un breve prólogo introductorio al desarrollo posterior de la información y estética de los diferentes posters.

En vuestro caso le proponemos: 1939-1945. La Shoa, concientizar al mundo

En los años de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), y después de esa conflagración, Keren Hayesod lanza una serie de campañas de urgencia, solo o junto con otras organizaciones, para cooperar con el esfuerzo bélico de las fuerzas aliadas contra la Alemania nazi y, al ser liberados los campos de concentración y exterminio, contribuye al transporte de miles de sobrevivientes de la “aliá ilegal” al país, a la sazón bajo Mandato Británico. Muchos de los dirigentes de KH perdieron la vida en la Shoá y la organización se ve en el brete de recomponer rápidamente sus filas y su labor dadas las necesidades imperiosas en aquellos años cruciales

 Elegir como eje uno o varios de los afiches de la época para editorializar el capítulo, relacionándolo con el contexto de la época, tanto en la diáspora como en el Estado de Israel. Buscamos una apreciación personal inspirada en los flyers, que introduzca al lector dentro de las imágenes que en las páginas subsiguientes narrarán cronológicamente esos años para el pueblo judío, sus necesidades, dificultades y aspiraciones. 

 

 

 

 

En busca de un hermano (nota clarin)

Publicado en Clarin 24 de enero 2014: http://goo.gl/sBDiLo

Perdimos a mi hermano en la Segunda Guerra: aún lo busco

POR DIANA WANG PSICÓLOGA, PRESIDENTA DE “GENERACIONES DE LA SHOÁ”. AUTORA DE “LOS NIÑOS ESCONDIDOS” Y DE “HIJOS DE LA GUERRA”.

Decisión terrible. Cuando los nazis entraron a Polonia, los padres de la autora, judíos, ya tenían un hijo de dos años. Lo entregaron a una familia católica a ver si lograban salvarlo. Al finalizar la guerra les anunciaron que había muerto pero no les supieron decir dónde estaba enterrado. Persiste la duda de si les dijeron la verdad.

Antes del Holocausto. Zenus, poco antes de la separación obligada de sus padres. Es la única imagen que guarda su hermana: sabe que si él sobrevivió seguramente le ocultaron su origen e identidad.

Por qué uno buscaría a alguien que no conoció? Yo vengo buscando desde siempre a mi hermanito Zenus perdido en Polonia durante la ocupación nazi. Su foto era el tesoro más grande que había en mi casa. Este niñito rubio comparte conmigo el ADN familiar. Pero no lo sabe. ¿Habrá sobrevivido?

¿También él me buscará?

¿Qué le contaron cuando comenzaron sus preguntas? ¿Hizo preguntas? ¿Sabía que había nacido judío? Cuando se veía circunciso, ¿cómo lo entendía y procesaba? Su ausencia ha llenado mi vida de preguntas.

De chica eran: ¿Se parecerá a mí? ¿Le gustará cantar tanto como me gusta a mí? ¿Por qué lo abandonaron? ¿No lo querían?

¿Se habrá portado mal? ¿Podrían mis padres dejarme a mí si no me porto bien?

Durante mi adolescencia lo veía en mis sueños y pesadillas. Era como un fantasma que siempre podía aparecer. Cuando llegaba un barco polaco me iba al puerto a hablar con los marineros.

Miraba cada cara, los colores, el pelo, los ojos, buscando parecidos, familiaridades. Tal vez, quién te dice, mirá si es alguno de ellos… y en mi trabajoso polaco les preguntaba de dónde eran, cómo se llamaban sus padres, cuándo habían nacido, si tenían hermanos… O buscaba en cada nueva película polaca a algún actor de la edad que tendría mi hermano para ver si se nos parecía.

Son otras las pregunta que me hago hoy.

¿Será posible tejer cercanía con alguien que no se conoce? ¿La sangre es suficiente?

La guerra es cruel. La II Guerra Mundial lo fue. La Shoá (el Holocausto que los judíos sufrimos bajo el nazismo) nos enfrentó con decisiones que desafiaban la naturaleza humana. Los padres desarrollaron una insólita creatividad para salvar a sus hijos. Cuando la única oportunidad era dejarlos con extraños ejercitaron una nueva virtud: el desprendimiento. Mis padres creían que no sobrevivirían, pero estaban decididos a que su hijo sí, por eso lo entregaron a una familia cristiana.

Los polacos que protegían a judíos eran asesinados, cualquiera los podía denunciar y cobrar su recompensa. No era fácil encontrar familias que se atrevieran. Un varoncito circuncidado que no era rubio- ario , hacía la gesta casi imposible. Zenus fue aceptado a cambio de dinero, un dinero vital para esa familia que, sin trabajo estable, pudiera proveerse de alimentos y tuviera carbón para caldear los ambientes en el duro invierno. Si la salvación tuvo un precio, si intervino el dinero, tal vez “valga” menos para algunos. Pero es preciso reconocer el valor de estos salvadores que se arriesgaron a tan dura represalia.

En mi adolescencia juzgaba duramente a mis padres; leía su desprendimiento como abandono, egoísmo, incapacidad. Solo más tarde comprendí que fue altura moral y amor en su máxima expresión porque renunciaban a la posesión por el bienestar del ser amado.

Mis padres fueron los primeros sorprendidos al encontrarse vivos al final de la guerra. Solos, sin trabajo ni recursos, sin vivienda ni elemento alguno, no llamaron “liberación” a ese momento. Aunque libres, la libertad venía con confusión, amargura y desolación. Lo único que querían era encontrar a Zenus entregado casi dos años antes.

Llegaron donde lo habían dejado y les dijeron: “ Se enfermó y teníamos miedo de llamar al médico y que descubriera que era judío. No pudimos hacer nada por él.” –¿Dónde está su cuerpo?, fue la pregunta obligada.

–Bueno, ustedes saben…, la guerra fue terrible, no sabemos donde está, lo enterramos por aquí, no nos acordamos justo dónde… ¿Cómo no iban a recordar en qué sitio habían enterrado al niño que estaba a su cuidado? Mis padres pensaron que no lo querían entregar. Lo buscaron durante meses en hospitales, orfanatos, escuelas, seguían pistas tortuosas que los llevaban a casas de familia, en la misma ciudad, más lejos, preguntaban. Lo buscaron pero nunca lo pudieron encontrar.

Fui concebida en el transcurso de esos meses, cuando ya Zenus parecía estar perdido y comenzaron desgarradoras discusiones entre mis padres acerca de si continuar o no con el embarazo. Papá no podía superar el dolor; se acusaba de no haber podido cuidar a su hijo adecuadamente. “No quiero traer más hijos a este mundo”, decía en un alarido contenido y furioso. Mamá quería continuar, volver a generar una familia. Ganó mi mamá y yo nací. Resignados a la dura evidencia de haber perdido a su hijo, mis padres debieron tomar otra difícil decisión. Al antisemitismo polaco ahora se sumaba el comunismo.

No eran tierras amigables.

La única razón para seguir allí era la esperanza de recuperar a Zenus, que ya habían perdido. Sabían que emigrar era despedirse definitivamente de ello.

Polonia bajo dominio soviético era dura. Papá siempre recordaba el día en que la policía secreta, la NKVD, irrumpió en el departamento que les había sido otorgado después de la guerra y encontraron en la biblioteca libros anticomunistas. Lo llevaron a la sede del servicio secreto, lo interrogaron. ¡Imagínense el terror de estar en sus manos sin saber qué estaba pasando con mi mamá embarazadísima! El departamento había pertenecido supuestamente a un nacionalista polaco que dejó todos sus libros y mis padres no se deben haber detenido a revisar uno por uno.

Papá había sido designado director de una fábrica, creo que de escobas, y era tanta la corrupción reinante que alguien debió haberlo delatado. Esto fue el colmo. Había una bebita de meses, yo, que exigía un sitio seguro para vivir. Y en lugar de seguir hundiendo sus pies en el lodazal de lo imposible, decidieron seguir adelante y así llegamos a acá.

Otro mundo. Diana, junto a un libro de canciones en yiddish -la lengua de los judíos de Europa del Este- que su padre trajo de Polonia./RUBEN DIGILIO

Años después, ya en la Argentina, nació mi hermanito Alberto. Era varón, había que decidir sobre su circuncisión. Los gritos, l os llantos, el abatimiento, la tragedia cubrieron mi casa. “Somos judíos –decía mamá–, lo queramos o no y si no lo quisiéramos siempre alguien nos lo recordará, y él es nuestro hijo, carne de nuestra carne, judío como nosotros, no podemos hacer como si no lo fuera”.

Sus argumentos chocaban siempre con las mismas espinosas respuestas: “Nunca, jamás, no lo voy a marcar, si Zenus no hubiera estado circuncidado estaría vivo, habrían llamado al médico y se habría salvado. No quiero que mi hijo viva el terror y la humillación de que alguien alguna vez lo fuerce a bajarse los pantalones”. La pérdida de Zenus era su horizonte final, el borde de la cordura, la frontera del perdón, la palabra sepultada por una muerte sin tumba. Agotado, descorazonado, sin poder disfrutar el nacimiento de su hijo varón, papá se hizo a un lado, empañados sus ojos con el desánimo y la culpa, y se rindió. ¿De qué se acusaba tanto papá? ¿Qué no se perdonaba?

Cuando los nazis ocuparon Stryj, mis padres, que no habían sido arreados en la primera redada, debieron buscar cómo salvarse.

Zenus tenía 2 años, era parlanchín, alegre y travieso, la idea de huir con él era casi imposible, serían blanco fácil para la denuncia, la deportación y la muerte. La alternativa era esconderse. ¿Cómo, dónde, por cuánto tiempo? Habían caído en un bache oscuro y sin fondo, en la negrura. Día tras día. Hora tras hora. Sin saber cuándo terminaría.

¿Quién se arriesgaría a esconderlos?

Encontraron a una familia que aceptó hacerlo a cambio de dinero sabiendo que si eran denunciados los matarían. Los escondidos debían estar en completo silencio. ¿Cómo asegurar que un chico de 2 años no emitiera sonido alguno? Cualquier llanto, estornudo, quejido, los delataría y sería la muerte de todos, incluso la suya.

–Con el chiquito no, tienen que encontrar donde dejarlo.

Ese fue el gran dilema que debieron resolver. Como todo dilema ninguna solución es buena. Quedarse con Zenus implicaba el riesgo de sentenciarlo a muerte y junto con la suya, la de todos. Dejarlo en manos extrañas podía significar su salvación, pero,¿cómo separarse de él?

Muchos padres tuvieron dilemas similares impuestos por el nazismo, disyuntivas crueles e inhumanas que debían responder en pocos instantes. Cuando fui madre me pregunté qué habría hecho yo. Era una pregunta retórica porque afortunadamente tuve el privilegio de que la vida no me enfrentara con ello. Mis padres no tuvieron esa suerte. Se acusaban de haberlo abandonado y no se lo perdonaban.

Nada alivió su culpa, nunca olvidaron a Zenus, ese primer hijo perdido para ellos y que tal vez seguía vivo en algún lugar de Polonia o, cuando cambiaron las fronteras, Ucrania.

¡Cómo me gustaría decirles hoy que cumplieron la promesa que le hacemos a un hijo cuando nace, que haremos lo que sea por él! Y ellos lo hicieron: lo entregaron a otros para asegurar su vida. Pero el calor de su piel, la ternura de su abrazo, la caricia de su mirada, verlo crecer, todo esto les había sido robado para siempre.

Estos sentimientos vivieron agazapados en los intersticios de los silencios familiares. La culpa de mis padres, callada, mordida, torturante, enturbiaba su vida y teñía de gris el milagro de su supervivencia y reconstrucción. ¿Hicimos bien?, se preguntaban de día y de noche. ¿Y si nos hubiéramos quedado con él?

Lo comencé a buscar a mis 50 años. Ya papá había muerto y mamá estaba grande. No le dije nada, no podía encarar el tema con ella. Hacíamos como que todo estaba bien, como si hubiera habido una vez un niño que tuvo la desgracia de ¿morir? Cosas que pasan.

Pero si no hay un cuerpo, no hay evidencia de muerte. Igual que con los desaparecidos de la dictadura argentina, el muerto sin sepultura es un fantasma. No está pero está. O puede estar. O puede aparecer. Uno no puede más que esperarlo.

Sigo buscando a mi hermano. Lo busqué por varios medios, sin suerte hasta hoy. No sé su nombre ni donde vive, no tengo datos, sólo esta foto de un niño de 2 años que no alcanza para individualizar al adulto de más de 70. Publicado en cuanta página web encontré, mi último intento fue enviar mi ADN al Banco de Datos del DNA Shoah Project , con la esperanza de que si Zenus sobrevivió en la Polonia católica profunda, tal vez al estar circuncidado, se pregunte quién es y empiece a buscar.

En Polonia hay mucho interés en estas historias. De hecho desde hace unos 15 o 20 años es común que gente en su lecho de muerte confiese a algún hijo que en realidad no era hijo suyo o que lo averigüen por una cuestión de parecidos físicos. En Polonia hay gente que no sabe claramente quiénes fueron sus antepasados, pero la mayoría prefiere no preguntar. A pesar de que hay archivos y se emprenden búsquedas, investigaciones. No me sirven a mi porque no tengo ningún dato para empezar a buscar: nombre, fecha, lugar, nada.

Pero lo más curioso es que temo encontrarlo.

Si sobrevivió, su crianza, su historia, su cultura tendrá pocos puntos en contacto con la mía. Nuestra hermandad no es la amasada en encuentros cotidianos, con los mismos padres y la misma historia, solo nos une el ADN. Mis padres se preguntaban si habían hecho bien en dejarlo, yo me pregunto si hago bien en buscarlo. Es uno de los ejes de mi vida. Aunque la esperanza de encontrarlo sea casi nula y encontrarlo me enfrente con nuevas preguntas y oscuridades, no puedo dejar de hacerlo.

Hay alguien por ahí a quien le robaron su historia y su identidad y yo poseo parte de la información. Es raro que añore conocer a quien nunca vi y que es tan parte de mí. Pero aún sabiendo que, como dice el tango, ahora que estoy frente a ti, parecemos, ya ves, dos extraños… , el impulso es más fuerte, sigo buscando y sigo esperando. Busco a mi hermano para que cierre la historia, para que esta hilacha que quedó suelta se entreteja finalmente en el tramado familiar, para que esta presencia fantasmagórica y las preguntas que me acosan, reciban su debido punto final.

La complicidad de los famosos en la Alemania nazi.

La Folha de Sao Paulo, un importante periódico de Brasil, publicitó su diario con un video clip inquietante. Mientras se ve una imagen de puntos aislados se escucha la voz del locutor que dice: “Este hombre tomó una nación destruida, recuperó su economía y devolvió el orgullo a su pueblo. En sus cuatro primeros años de gobierno el número de desempleados cayó de 6 millones a 900 mil personas. Este hombre hizo crecer el Producto Bruto Interno un 102% y duplicó el ingreso per cápita, aumentó el lucro empresario desde 175 millones a 5.000 millones de marcos y redujo la hiper inflación a un máximo de 25% anual. Este hombre adoraba la música y la pintura e imaginaba, cuando joven, que seguiría la carrera artística”. En ese momento, la cámara se aleja velozmente y lo que parecían puntos aislados se revelan como la cara de Hitler. Sobre esta imagen el locutor dice: “Es posible contar muchas mentiras diciendo solo la verdad”. Este clip permite mostrar de qué forma la propaganda puede manipular la opinión pública y de cuán importante es la visión crítica en todo momento. Pero no es solo mediante la propaganda que algunas ideologías o estados de situación son aceptados de manera masiva. En este sentido, como en tantos otros, la Shoá es un laboratorio impiadoso para los sociedades humanas cuyas lecciones son siempre fértiles y potentes.

Joseph Goebbels comprendió rápidamente que para conseguir el apoyo de las masas, se requería un trabajo descomunal. Desde el Ministerio de Propaganda del III Reich, arbitró todos los medios a su alcance, no solo para que la política nazi fuera apoyada, en especial respecto a los judíos, sino para que las familias alemanas enviaran con gusto sus hijos a la guerra.

La radio tuvo un protagonismo central. También el cine, las publicaciones, los afiches en la calle, los chistes que circulaban, los rumores, todo estaba orquestado para conducir al mismo fin. Pero Goebbels comprendió que no era suficiente. Convencer a las masas requería algo más contundente. El sustento legal proporcionado por el reconocido jurista Carl Schmitt fue solo el comienzo. Para que la credibilidad fuera incuestionable, fue indispensable el apoyo intelectual de artistas, profesores, académicos, deportistas, periodistas; personalidades famosas, gente admirada y reconocida de la vida alemana como el gran profesor y filósofo Martin Heidegger, un artista reverenciado como el director de orquesta Wilhelm Furtwängler, el Ministro de Justicia Franz Gürtner, el campeón de box Max Schmeling, la directora de cine Leni Riefenstahl y tantos otros. Estas personas prestigiosas fueron esenciales para que el nazismo haya sido apoyado del modo en que lo fue. Si gente de este calibre se pronunciaba como nazi, si ofrecía su experiencia, sus habilidades y conocimientos, así como sus voces para difundirlo. El ciudadano común, a duras penas había terminado la primaria, aferrado a su trabajo para el sustento familiar, sin tiempo ni ganas de leer los diarios a fondo y sin posibilidad de conocer los entretelones de las decisiones políticas, recibía estas voces autorizadas com subrayados incuestionables ante los cuales ninguna duda era admisible, ¿quién era él, a fin de cuentas, para pensar de otra manera? El apoyo de estas personalidades era el punto final para conseguir el encolumnamiento mudo y obediente.

Algunos, más de los que uno podría imaginarse, eran nazis declarados y antisemitas fervorosos; para ellos el quiebre del Estado de Derecho y las medidas totalitarias no eran un conflicto moral porque creían que el fin justificaba los medios. Pero para no todos fue igual. Muchas de las personalidades que se prestaron al juego político de Hitler no lo hicieron por convicción sino por temor o por conveniencia poniendo sus principios entre paréntesis. El temor a las represalias fue un estímulo eficaz. Por otra parte, no estar afiliado al partido nazi implicaba una auto exclusión de la vida pública y laboral. No todos los afiliados, en consecuencia, lo eran por identidad ideológica sino porque era una condición imprescindible para seguir ocupando el sitio que ocupaban en la sociedad, en la academia, en las letras, en las artes. Pero también tuvo importancia el cálculo y la auto complacencia, la oportunidad que se les abría a estos personajes respetados para  continuar con sus actividades y para encarar nuevos caminos y desarrollos. El dinero y el apoyo eran un hecho. La tentación era muy grande. El precio era ponerse anteojeras y caminar derechito haciendo lo suyo, no mirar a los costados, tomar por cierto lo que el régimen difundía y quedarse tranquilos, profundizando en su actividad, recibiendo recursos, aplausos y honores a granel. ¿De qué servía mirar los detalles y oponerse al estado totalitario? Cárceles, campos de concentración, torturas, vejaciones, todo caía tal vez en una bolsa rotulada “por algo será” justificadora que no les quitaba el sueño.

¿No veían? ¿No sabían? ¿No les importaba? ¿Cómo podían seguir viviendo como si tal cosa sabiendo que muchas de las ideas que siempre habían sostenido estaban siendo devastadas? ¿Hasta dónde llega una persona, hasta qué grados de egoísmo, ceguera, comodidad en su vanidad desnuda, para permitir lo que siempre había creído que jamás permitiría?

Los seres humanos, a pesar de lo que nos gusta creer sobre nosotros mismos, no somos perfectos a la hora de tomar decisiones. Creemos que analizamos la información de manera objetiva para luego sacar conclusiones pero, lamentablemente y sin que nos demos cuenta, nuestro pensamiento es influenciado por varias alteraciones perceptivas, como por ejemplo el “sesgo de confirmación” (confirmation bias). Merced a este mecanismo, se toma una decisión o se forma una creencia en forma rápida y, a partir de ahí y de manera casi automática, se pone en acción: sólo se ven, registran y procesan las evidencias que confirman la decisión ya tomada. No es que se ignora lo que la contradice, simplemente no se lo ve. Se lo considera una limitación de los procesos cognitivos humanos aprovechada por los ideólogos de los estados totalitarios en sus campañas de propaganda y construcción de consensos.

Como en el video clip de La Folha de Sao Paulo, estos personajes notables puestos al servicio del régimen veían tal vez lo que tenían solo a 2 centímetros de su nariz y habían decidido no ver más allá. Si ellos estaban bien, si ellos podían desarrollar su quehacer que a la larga sería útil a la sociedad, su trabajo era seguir haciéndolo sin oponer esos principios que nadie parecía necesitar o respetar ya. Seguramente justificaban su accionar para que sus principios puestos en el freezer no se lastimaran demasiado y quedaran listos para ser usados, como nuevos, cuando el estado de cosas lo hiciera posible otra vez.  Imagino que se decían que es imposible hacer una tortilla sin romper algunos huevos, que en los avances sociales hay daños colaterales esperables, que para llegar a la sociedad ideal es imprescindible dejar afuera a los que insisten en principios morales inútiles que solo obstaculizan el camino a la felicidad, que es preciso ser duro y paciente porque la retribución será el soñado futuro de la perfección.

El sueño de aquel futuro es hoy una pesadilla que acosa a la Humanidad. La vulnerabilidad de la condición humana que se hizo evidente durante el nazismo no ha cambiado. Cualquiera de nosotros, dadas la condiciones, puede terminar siendo cómplice de algo que denosta sea por interés, temor, comodidad, cobardía o por vanidad. ¿Quién puede tirar la primera piedra? ¡Qué frágiles somos! ¡Con qué poco pueden fragmentarse o perderse nuestras convicciones y principios! Con qué poco.

Lic. Diana Wang

 

Nadie quiere enterrar a Priebke

Carta de Lectores (publicada en La Nación, oct 24, 2013 http://www.lanacion.com.ar/1631829-cartas-de-los-lectores)Nadie quiere enterrar a Priebke. Ningún país lo quiere en su suelo. Como si sus restos humanos fueran tóxicos y amenazaran contaminar la tierra. Los despojos de su cuerpo centenario errarán en consecuencia buscando una hoguera benevolente que deshaga sus acciones y borre todo rastro de su paso por este mundo. Priebke fue un criminal, pero también es el símbolo del perpetrador, el que ejecuta y mata en nombre del Estado. Es contra este mal político, fruto del totalitarismo y de las dictaduras, que se enuncia el "nunca más". Ensañarse con el cadáver de un viejo sería sólo venganza. No permitir que sus despojos sean enterrados en ninguno de los países que podrían acogerlo es, sin embargo, una declaración política. Como el "nunca más"

El perpetrador cree, en el momento de la perpetración, que será impune, que obedecer lo salvará de la responsabilidad y la culpa. El perpetrador no sabe que sus actos seguirán vivos en la sociedad que los ha generado y serán sus hijos y nietos y la sociedad que lo cobijó los que deberán responder, una y otra vez, por sus acciones deleznables y su crimen contra la humanidad.