- Publicado en "God, Faith and Identity in the Ashes. Reflections of Children and Grandchildren of Holocaust Survivors" (2014) Menachem Rosensaft (editor). Jewish Lights Publishing.
- Publicado en Davar Nº 129, Revista Literaria de la Sociedad Hebraica Argentina. Junio 2015
Durante los primeros cincuenta años de mi vida nunca pensé que el ser judía era un tema que debía considerar particularmente. En mi infancia no se hablaba acerca de ello en casa; a diferencia de otras familias, no pertenecíamos a ninguna organización judía. No era cuestión de negar nuestra identidad, simplemente no se hablaba sobre ello. Después de lo sufrido en Polonia durante la Shoá, el ingreso a la Argentina subrayó para mis padres la idea de que tal vez seguía habiendo algún riesgo si se era visto como judío: para ser admitidos como inmigrantes en 1947, debimos declararnos católicos, lo que fue reforzado años después por las clases de Religión -católica, por supuesto- que se impartían en la escuela primaria. Durante aquellos primeros años en nuestras interacciones cotidianas, tanto dentro como fuera de la familia, nuestra identidad judía no era un tema de conversación y no me percataba entonces cuán importante era en mi vida. Con el paso del tiempo mis padres se fueron tranquilizando y la vida judía ingresó en nuestra casa. Durante mi escuela secundaria y universitaria -a fines de la década del cincuenta y comienzos del sesenta- me sentía y me veía argentina, igual que todos los demás, una ciudadana del mundo, ni más, ni menos, ni diferente que los demás; era judía, lo sabía, no lo ocultaba pero no era un tema en el que me detenía a reflexionar ni creía que era importante o esencial.
“Perdoname,” escuché la voz temblorosa de mamá a través del teléfono ese lunes por la mañana. “Está pasando otra vez, perdoname por traerte a este país, no sabía”. No comprendía el exabrupto ni la angustia hasta que, después de recuperar el aire, entre sollozos desgarrados me murmuró “¡Bombardearon la AMIA! ¡Nos quieren matar!, ¡Otra vez!”. Era el 18 de julio de 1994.
¿Nos?… ¿a nosotros? ¿Qué quiso decir por nos? ¿A mí me quieren matar? ¿Acá, en Argentina? Y su otra vez ¿qué quería decir? ¿Se refería a allá, ¿eso me decía? ¿que era igual que allá? Estos “nos” y “otra vez” de mi mamá me cubrían de estupor y fueron los catalizadores que me arrojaban abruptamente, a la edad de 50 años, a asumirme como heredera del Holocausto y, junto con ello, como judía. De pronto, todas las prevenciones de mis padres parecieron haber desaparecido. El ataque a la AMIA tuvo para mi madre, un efecto sorprendente, fue como si se hubiera quitado todo aquello con lo que se había vestido para protegernos y me pedía perdón. Perdón por haberme protegido, perdón por haberme traído a la Argentina, perdón porque éramos judíos, perdón porque no me había instruido en ello. Aturdida y sorprendida, conmovida e interesada, me era imperioso saber y entender.
Empecé por el otra vez, o sea, por la Shoá. Busqué y conocí a otros hijos de sobrevivientes y nos sumergimos, enredamos y acompañamos en conversaciones reveladoras y de una inimitable intimidad. Juntos fuimos reconstruyendo, con fragmentos propios y ajenos, quiénes éramos en un proceso, que fue para mi, de iluminación y honda resignificación de mi identidad judía. Después de tantos años sentía que estaba emprendiendo, finalmente, la vuelta a casa.
Nuestra identidad no es una condición estática o monolítica instalada al nacer de manera inmutable. Es una construcción móvil y constante compuesta de género, etnicidad, nacionalidad, profesión o actividad, ideología, edad, hobbies, habilidades y una miríada de otros aspectos de nuestra vida. La identidad judía que regué yo misma a partir de esa desdichada mañana de julio de 1994, está entretejida con mi condición de ser hija de sobrevivientes de la Shoá. Esta asociación entre ser judía e hija de sobrevivientes reacomodó algunos rincones y piezas discordantes del rompecabezas de quién era, o mejor dicho, de quién creía que era basándome en lo que hasta ese momento había sido significativo para mí. Pero, para mi sorpresa, junto con estas revelaciones, descubrí que esta “nueva” identidad judía no era tal, que había estaba siempre allí. Dormida, latente, esperándome pacientemente, se acomodó a mi piel como un traje a medida y descubrí maravillada cuán judíos éramos en casa aún cuando no habláramos de ello durante mi infancia y en mi temprana juventud.
Vivo en Buenos Aires en un microcosmos judío secular integrado por personas que no basan su identidad en la religión. Para la mayoría de los judíos religiosos así como para los judíos israelíes, la cuestión de la identidad judía ni siquiera se plantea. Pero para los judíos seculares que vivimos fuera de Israel, la pregunta por la identidad, hecha por quienes nos rodean o por nosotros mismos, exige respuestas. Esta interpelación a una identidad común, consensuada y social que no implique la identidad religiosa, recibe múltiples respuestas, tantas como personas las emiten. Como dice el chiste “dos judíos construyen tres sinagogas”, y si la respuesta requiere un consenso identitario, pues la batalla es ardua. No solamente por el entusiasmo argumentador judío. Ahora que el mundo es más amistoso que nunca antes hacia nosotros, la tentación de la asimilación, el matrimonio mixto y el secularismo, colaboran en que una definición común, homogénea socialmente, no sea fácil. En consecuencia, ¿cómo conseguir una sensación de comunidad dentro de este colectivo heterogéneo, individualista y discutidor? ¿Si la religión no es la respuesta, entonces qué?
Para muchos pareciera que el Holocausto llena ese vacío. Los nazis definieron muy específicamente quién es judío: orgulloso o avergonzado, convertido o no, aceptándolo o negándolo, para ellos, un judío era judío y no dependía de él ni de su militancia religiosa. Sin lugar a discusión, naturalizado y legalizado. Adicionalmente, poco después todo judío fue señalado como blanco para el exterminio, luego, ser judío pasó a identificarse con ser víctima. En consecuencia, no solo la identidad judía impuesta era incuestionable sino que también lo era la prospectiva de muerte.
Si la religión no es más el común denominador entre los judíos seculares que vivimos fuera de Israel, identificarnos como herederos del Holocausto aparece como una respuesta tentadora. Fue nuestro peor sufrimiento pero, absurdamente, esta fruta madura parece estar lista para ser usada para homogeneizarnos en una identidad común. Sin embargo ser una víctima durante el nazismo no fue una elección, hoy lo es.
Después de décadas de silencio, cientos, si no miles de papers, tesis, libros, museos, muestras, películas, testimonios de sobrevivientes, han vuelto a la vida y han colocado al Holocausto en el escenario mundial. La sociedad ha abierto finalmente sus oídos cerrados durante tantos años. Para nosotros, la familia del Holocausto, la justicia ha llegado y nuestro doloroso pasado puede ser ahora re-contextualizado de una manera significativa.
El antisemitismo sigue existiendo y hoy se superpone al anti-sionismo. Iluminando los ataques anti judíos es importante para mantenernos alerta con los ojos bien abiertos. Pero encuentro a veces personas que se regodean en una especie de perverso placer luego de saber que ha habido un nuevo ataque anti judío, “otra vez”, con el Holocausto como lente y pilar central de una identidad que debe ser mencionado todas las veces que sea posible.
La “identidad del Holocausto” implica que ser judío es ser una víctima. Luego, esta misma definición se vuelve un imperativo que requiere de ataques regulares para que sea justificada y validada. Parece un camino sin salida y un riesgo peligroso. ¿Cómo podemos liberarnos de la victimización si insistimos en usarla como el elemento primordial que nos define?
Soy judía y no acepto ser definida como víctima. Como hija de sobrevivientes creo que es necesario que nos veamos bajo la luz positiva de los valores judíos y que es necesario que continuemos enseñando sobre los peligros no solo de ser un perpetrador del Mal sino también de la amenaza que represente elegir ser una víctima de ello. Siguiendo a Yehuda Bauer (discurso ante el Bundestag, Alemania, 27/1/98), deberíamos agregar tres nuevos mandamientos a los diez existentes: no seré un perpetrador, no seré un transeúnte (bystander), no seré una víctima “otra vez”.