Pareja y vinculos

Cambiar al otro: siempre una misión imposible

Que hable más. Que hable menos. Que se levante más temprano. Que no lea hasta tan tarde. Que conteste cuando le hablo. Que no discuta todo. Que quiera salir más con amigos. Que no insista tanto para salir con amigos. Que no meta en todo a su madre. Que tome alguna decisión. Que no tome todas las decisiones. Que deje de controlar todo. Que odie el teatro. Que ame el teatro. Que coma en la cama. Que duerma con la ventana abierta. Que duerma con la ventana cerrada. Que controle los gastos. Que se enoje tan fácil. Y esta lista de reclamos y quejas, que es infinita, puede resumirse en: el otro tiene la culpa, el otro tiene que cambiar.

Es hora de decirlo claro: es una misión imposible, la gente no cambia.

Raro si viene de una terapeuta de parejas. ¿Para qué sirve entonces una terapia? Y si la gente no cambia ¿qué tenemos que hacer, resignarnos y seguir sufriendo?

Pues no, de ninguna manera. Podemos desear y esperar que algunas cosas cambien, pero solo las que dependen de nosotros. No podemos cambiar ni la personalidad ni la historia del otro, tampoco sus gustos y zonas de comodidad o incomodidad. No nos es fácil tampoco con las nuestras pero no nos parece un problema porque para nosotros, lo "normal" es ser como somos y nos ponemos como standard de la normalidad y lo que está bien. Y desde ahí arremetemos, exigimos, acorralamos al otro que debe ser tan "normal" como nosotros, querer, pensar, sentir y reaccionar igual.

Cuando era chica teníamos un perro. Tom era un ovejero alemán bueno como el pan, pero tenía un ligero defecto que irritaba a mi papá: una de sus orejas no se mantenía erguida, mientras que la otra estaba enhiesta y firme, como debe ser. Papá, amante de la simetría, exigente y perfeccionista, no lo podía soportar. Pensó y pensó cómo solucionarlo y decidió que un tutor como el que se le pone a una planta para que crezca hacia el lado que uno quiere, pondría en vereda a la oreja desobediente. Tomó un cartón y lo recortó con la forma de la oreja y se lo ató a la misma con varias vueltas de piolín. Al pobre Tom le tomaba pocos minutos quitarse con su pata ese aditamento incómodo y cuando papá se enojaba y lo retaba se iba contrito a su escondite de cuando se había portado mal. Ni bien salía, vuelta papá a atarle el cartón y vuelta Tom a quitárselo con la rapidez del rayo. La gesta de papá parece ridícula pero no lo era para él, creía que era una cuestión de capricho y que con el entrenamiento y refuerzo adecuado Tom lo modificaría. Nadie le había explicado que las orejas eran parte de una red neuromuscular que no dependía de la voluntad del perro. En la pelea, ganó la oreja de Tom y papá tuvo que darse por vencido, pero siguió convencido de que debía haber alguna manera y que él había fracasado en no haberla encontrado.

Cuando queremos que el otro cambie en aquello que no puede cambiar nos comportamos como mi papá, queremos doblegar a la biología, a lo inmodificable, con un cartón atado con piolines.

No hay cartones mágicos para levantar las orejas caídas que nos molestan del otro. Por más que se insista, se argumente, se reclame, se queje o enoje, todo conducirá a una honda sensación de frustración y fracaso, porque el otro, como la oreja desobediente, no hace lo que uno quiere que haga. Entonces, igual que mi papá, se puede creer que el fracaso se debe a que no se encontró el modo, porque "debe haber alguno y hay que insistir". Y cuando, como último y desesperado recurso, se busca una terapia de pareja, el pedido, casi un grito desgarrado es "venimos a cambiar al otro".

¡Qué desilusión cuando digo que la gente no cambia, que cada uno es como es, que le gustaba y le gusta lo que le gusta y no le gustaba y no le gusta lo que no le gusta.

Pero hay un cambio que es posible. Es lo que uno espera. Sabiendo y aceptando la individualidad de cada uno y las diferencias, podemos reajustar lo que esperamos, pedimos o exigimos, eso que nunca sucederá. Está en nuestras manos. Es nuestra decisión. Cuando dejamos de pedirle peras al olmo, dejamos de depender del otro y redirigimos nuestra atención sobre nosotros mismos. Desde ahí habrá que evaluar y decidir si queremos, si vale la pena y si podemos seguir conviviendo con alguien que tiene esas cosas que no nos vienen bien. Y si decidimos que queremos, porque lo que está bien supera lo que está mal, viene la hora de negociar cómo seguirá la cosa. Ya, dejar de esperar ese cambio imposible recalibra todo y nos da un nuevo instrumento interpersonal. Si dependemos del cambio en el otro, estamos sometidos a ello, sin control ni posibilidad de decisión porque el otro, como el perro de mi infancia, no solo no aceptará la imposición del cartón-tutor que lo "enderece", sino que muy probablemente no pueda.

Si movemos el switch fuera de nuestro rango habitual y vamos de "me lo hace a mí" hacia "no me lo hace a mí, simplemente es así" nos liberamos de esa tortuosa dependencia del otro que nos debilita y fragmenta para ser más dueños de nuestra vida y decidir qué hacemos, cómo lo hacemos y cuándo.

Discusiones cotidianas: ¿te animás a una solución a medida?

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Mabel y Ricardo, casados hacía 23 años, coincidían en muchas cosas, se complementaban y enriquecían personal y profesionalmente. Decidieron no tener hijos, solos estaban bien. Bueno, casi todo el tiempo, salvo cuando se trincaban en esas peleas que terminaban en batallas campales agotadoras y desgastantes.

Hicieron todo tipo de terapias y nada impedía los estallidos, esas explosiones dañinas que los herían muchísimo a los dos.

Pero un día descubrieron el punto de quiebre, el momento cuando empezaban. Se trataba siempre de algún gasto de alguno. Desde una compra nimia, hasta la reserva de un hotel en un sitio de vacaciones, eran disparadores de una escalada de violencia:

 ¿Papa blanca compraste?

 Sí, ¿por?

 No es la temporada, hay que comprar la negra que, además, está mucho más barata

 Mejor la blanca aunque sea más cara porque ...

...y ahí comenzaban las argumentaciones. Se ponían en guardia, iban subiendo de tono mientras cada uno extremaba su posición y trataba de destruir al otro, primero con argumentos, después con descalificaciones y por último con ataques directos que los dejaban exhaustos, doloridos y descorazonados.

Fue una revelación el día que se percataron de que las peleas comenzaban por cómo se había decidido algún gasto. Estallaron en una carcajada y ahí mismo diseñaron la solución: partición total de las economías, cada uno tomaría sus propias decisiones sin que el otro tuviera derecho alguno a opinar.

Las consecuencias fueron que separaron las cuentas de banco, los ahorros y todas y cada una de las decisiones. Las vacaciones, las compras cotidianas y las fuera de programa, los objetos de la casa, las salidas, los regalos, todo, absolutamente todo quedaría partido para evitar opiniones, discusiones y argumentaciones. El baño no fue problema, sí lo fue la cocina. ¿Cómo resolverlo? Mabel y Ricardo, eran muy inteligentes y estaban entrenados en pensar afuera de los esquemas habituales. Eran honestos consigo mismos, se querían y elegían como pareja y, sobretodo, eran valientes.

La solución fue insólita y simple: comprar otra heladera. A partir de entonces, y de esto ya hace más de 15 años, desaparecieron las peleas porque su fuente se había anulado. No se trataba solo de dinero, se trataba de quien evaluaba y tomaba las decisiones respecto del dinero. Si se quiere un tema de poder o de rivalidad o como se lo quiera llamar, pero el hecho es que la solución encontrada les permitió recuperar la paz.

Era raro y divertido cómo vivían. Cada uno hacía sus compras de alimentos. Cada uno organizaba y planificaba su menú. Cada uno cocinaba lo que le apetecía del modo en que le gustaba, con el aceite que quería y en la cantidad que se le cantara. Ninguno le imponía al otro tal o cual decisión, en ningún orden. Si Ricardo tenía pensado comer una tarta de zapallitos esa noche podía invitar a Mabel, si es que ella quería, a compartirlo. Aunque comían en la misma mesa, lo hacían de modo independiente. Y el juego de invitarse les resultaba estimulante y fresco, cada uno sentía que no debía someterse al otro y que era libre de aceptarlo o no, que no había conflicto ni ofensa si no lo hacía.

Igual con todo lo demás. Si Mabel quería comprar un abono de ópera en el Colón le preguntaba a Ricardo si él también querría; podía decirle que sí o que no, dependiendo de su estado de cuentas y de sus ganas. En todos los órdenes de la vida, esta estructura fue para ellos la salvación de su vida juntos.

Este es solo un ejemplo de una solución a medida que satisface perfectamente las necesidades y requerimientos de estas dos personas. Coincido en que es algo extremo, tanto que a mi no me funcionaría porque no soy Mabel ni mi marido es Ricardo.

No conté el ejemplo para que fuera imitado. Cada pareja está compuesta por diferentes personas y desarrolla situaciones particulares, no se puede generalizar. Pero la idea es animarse a buscar esa solución a medida, con la misma libertad, honestidad y valentía de Mabel y Ricardo con su admirable grado de aceptación de sí mismos y del otro y su consecuente renuncia creativa a querer cambiarlo.

¿Cómo empiezan nuestras discusiones? ¿Cuál es el pretexto que dispara todo? Si lo encontramos y si lo miramos con atención y respeto, si no nos enroscamos en pretender cambiar al que "hace todo mal" -nunca nosotros, por supuesto-, si nos vemos como somos de verdad y si queremos seguir conviviendo, la solución está ahí, incluso puede ser tan obvia o ridícula como lo de comprar una segunda heladera.

La medida de la felicidad.

 

 

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La felicidad es una emoción subjetiva y cada uno tiene su propia definición y expectativa; Y ahí está la clave, en el realismo de lo que se espera, cuanto más lejos de la realidad o de lo posible, más garantía de fracaso y desdicha

Recuerdo mi expectativa desmedida cuando iba a la peluquería en mi adolescencia. No era ni alta ni espigada, más bien petisa y, sin exagerar, con las cosas en su lugar. Mi pelo tenía una tendencia perversa a ondularse, especialmente bajo la sórdida influencia de la humedad de Buenos Aires. Llevaba recortes de revistas con fotografías de peinados que usaban las mujeres que entonces me parecían el non plus ultra de la belleza, la seducción y la elegancia.

Audrey Hepburn, Brigitte Bardot, Kim Novak, por mencionar solo a tres y que solo podrán visualizar los mayores de 60, eran mis modelos preferidas. "Así quiero el peinado" le decía con firmeza a la peluquera. Pero no le decía que una vez que me hiciera el mismo, exactamente el mismo peinado, lo que yo esperaba era que con él cambiaran mi cara y mi cuerpo y emerger de esa sesión de magia convertida en alguna de esas beldades maravillosas.Imposible reproducir en palabras la frustración, el enojo y la indignación que tenía cuando el trabajo de la peluquera estaba terminado y me ponía el spray y me acercaba el espejo para que viera lo bien que había quedado el peinado y cuánto se parecía a la foto. ¿Parecido? ¡Ni ahí! Era un horror.

Ese peinado era un pegote ridículo que, encima, no había cambiado nada de quien era yo. Yo seguía siendo yo, con mis ojos hundidos, mi piel blanco palmito, mi talle y piernas cortas y mis caderas generosas. Volvía llorando a mi casa y me encerraba a oscuras con ganas de desaparecer del mundo y odiando con todas mis fuerzas la idea de ir a ese asalto que había a la noche con ese vestido espantoso que me había hecho mi mamá y que tampoco lucía en mí como en las actrices de las revistas. Me veía fea y sufría porque nadie me querría, ya no mirar, ni siquiera dirigir la palabra.

Miro mis fotos de entonces y veo a una chiquilina deliciosa, con una mirada límpida y traviesa y siempre sonriendo. En los asaltos nunca planchaba, me lo pasaba bailando toda la noche y a veces con el chico más lindo. Años más tarde mis amigas de entonces me dijeron cuánto envidiaban mi alegría y que los chicos siempre me buscaran. Pero yo no lo veía.

Así, como mis expectativas adolescentes en la peluquería, son nuestras ilusiones desmedidas, cuando nos hundimos en sueños irreales e imposibles y luego medimos nuestra vida con esos patrones y nos inunda la frustración, la indignación y la ira.

Cuando lo que vivimos no satisface lo que esperábamos, viene la tentación de imaginar que con otra persona estaríamos mejor, que seríamos por fin felices. No siempre esa nueva relación nos garantiza el edén esperado. Es que seguimos siendo los mismos, y nuestra vara sigue estando muy alta, tal vez inalcanzable, y el encantamiento del comienzo se va opacando con la convivencia para terminar descubriendo, a veces, que es más lo que se perdió que lo que se ganó con el cambio.

La felicidad no es un estado constante. Transita por destellos de bienestar, alegría y paz en medio de rutinas, obligaciones y las pocas sorpresas de la convivencia continuada. Miramos con envidia a esa pareja que pasa a nuestro lado y que nos muestra su felicidad. El pasto del vecino es siempre más verde que el nuestro dice un refrán en inglés. Todo parece estar mejor en la casa de al lado. Y esa pareja que vemos y con la que nos comparamos ¿será tan feliz como parece o necesita mostrarlo para ver la envidia en nuestra mirada? Aunque quizás sea de verdad más feliz que nosotros, porque su idea de la felicidad y de lo que la vida en pareja puede dar es más realista y posible que la nuestra. Como dice el viejo refrán "no es rico el que tiene mucho sino al que le falta poco".

Como arruinar tu pareja

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Cinco grandes pecados

Pecado 1: Querer cambiar al otro. Tal vez lo mismo que te enamoró al principio, luego de años de convivencia te resulte irritante. O quizás hayas visto desde el principio que eso no te gustaba pero hayas pensado que a tu lado y por influjo de tu amor iba a cambiarlo. Y si no lo cambia, es que no te quiere, que no le importás, que no te valora ni considera.

Pecado 2: Me lo hace a mí. Cuando tenés la convicción de que todo lo que hace lo hace a propósito y te está dirigido a vos, que sos el centro y el objetivo de su conducta y su inconducta, que es egoísta y no te quiere, no le importás, no te valora ni considera como persona.

Pecado 3: Deshojar la margarita. Es una consecuencia del pecado anterior que te hace evaluar y medir cada paso y cada conducta del otro como prueba de su amor o desamor. Este pecado tiene la virtud de hacer desaparecer al otro en su individualidad, deja de ser una persona, un otro, y pasa a ser solo un espejo de tu propia valoración o de la medida de su amor por vos.

Pecado 4: Tiene que saber. A estas alturas, ¿cómo no sabe lo que quiero o lo que no quiero? No hace falta decirlo, lo tiene que saber. Y si no lo hace es porque no se le da la gana, porque no te quiere, no le importás, no te valora ni considera como persona.

Pecado 5: Monovisión o mirada tuerta. Ver solo lo que falta, lo que no está bien, señalar y hacer crecer las hilachas de frustración hasta que cubren y oscurecen todo y ya no ves lo que hay. Y viendo solo lo que no hay te asegurás que no te quiere, no le importás, no te valora ni considera como persona.

Tres grandes esperanzas:

Esperanza 1: que puedan hablar. No conversar es facilísimo, he aquí algunas maneras que garantizan un éxito seguro:

1.- Hablar en un idioma estéril: el de la crítica, el reclamo y la acusación.

2.- Atribuirle al otro toda la culpa de lo que está mal.

3.- Descargar rabia y frustración creyendo que es una oferta de conversación.

4.- Golpear con la palabra, con el tono, el modo o el momento,

5.- Arrinconar, sorprender y herir.

6.- Derramar ofensas de manera reactiva y ofensiva

7.- Enunciar con énfasis lo que se DEBE hacer, lo que es NORMAL, en lugar de decir claramente y de buena manera cuáles son tus necesidades, qué esperas o te hace falta.

Consecuencia: Si no se puede hablar es que no te quiere, que no le importás, que no te valora ni considera como persona.

Cualquiera de estas tácticas asegura que lo que decís no será escuchado ni atendido, con el logro adicional de que será vivido como un ataque, la conversación será imposible porque tus declaraciones de guerra forzarán al otro a defenderse, contra atacar o huir, te asegurás que la tentación de hablar ni se le cruce.

Esperanza 2: que haya el mismo romanticismo o erotismo de los comienzos. Si se fue opacando, si no te busca del mismo modo, si no te mira como antes, es que no te quiere, que no le importás, que no te valora ni considera. O pero aún, que hay otra persona.

Esperanza 3: que te confirme que sos persona valiosa, con lo cual el otro le da sentido a tu vida, un sentido que no parecés poder encontrar por tus propios medios. Obviamente, si no te confirma es que no te quiere, que no le importás, que no te valora ni te considera como persona.

Cualquiera de estas instrucciones te llenarán de tanta frustración, rabia y resentimiento que encararás al otro con tan mala onda y rencor que el desastre está ahí nomás y será insalvable.

http://www.lanacion.com.ar/2060602-como-arruinar-tu-pareja

¿Separación o terapia de pareja?

Cuando la situación se vuelve insoportable por el monto del sufrimiento de las peleas, los desencuentros y las frustraciones, además de salidas drásticas que mejor no invocar, quedan dos: la separación y la terapia de pareja.

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La separación es una alternativa que podría terminar con el sufrimiento de una vez y para siempre. Si la analogía fuera tener un clavo clavado en el dedo gordo del pie que te duele a cada paso, la separación sería como que te lo saquen con la esperanza de que, con el tiempo, el dedo vaya sanando y recuperes el paso ligero y normal otra vez.

Como parece ser la opción más efectiva, se deciden separaciones sin pensarlo mucho, como reacción al dolor y a la angustia, viendo solo el alivio momentáneo sin pensar en todo lo que se quiebra, todo lo que se rompe, la fractura que se abre tanto para cada miembro de la pareja como para quienes conviven con ellos y también sus familiares y amigos.

Una pareja que se separa, separa a mucha más gente de lo que al principio creían. Amigos compañeros de salidas, cuñados, conocidos, toda una red se agujerea por todas partes. Hay separaciones amigables y otras tortuosas. En ambas, la gente que los rodea siente que debe elegir a uno, aunque esto es mucho más evidente en las separaciones peleadas. Se rompen muchos lazos y cada uno debe aprender a reconstruirse con lo que queda. Recién después del alivio del principio todas estas cosas se ponen en evidencia. Por supuesto, no siempre es así. A veces una buena separación es el mejor recurso para seguir viviendo en paz, pero habría que decidirlo luego de probar si la pareja tiene arreglo, no antes.

La terapia de pareja es un recurso, a veces el último antes del cataclismo de la separación. Y aquí entramos nosotros, los terapeutas. Creo que es una de las áreas más complicadas en nuestra profesión. No se trata de hacer terapia, de "curar", porque no suele haber nadie con alguna patología que deba ser atendida. Se trata de mediar para que estas dos personas aprendan a convivir, es una especie de escuela o entrenamiento que normalmente no se tiene porque el imperativo social y cultural es que "el amor basta". Y resulta que no, no solo no basta, porque como comenté en una columna anterior, vaya uno a saber qué es esto del amor.

Y el desafío, la dificultad mayúscula que tenemos que enfrentar los terapeutas es que el pedido con el que viene cada uno es que cambiemos al otro. Ningún trabajo es posible, ninguna reflexión, ninguna comprensión será efectiva si no se trabaja antes este presupuesto catastrófico que nos ata las manos.

Y ni bien tengo la oportunidad, enuncio con títulos grandes y en negrita que LA GENTE NO CAMBIA. Claro que hay cambios que suceden pero hay aspectos personales, caracterológicos, familiares y genéticos que permanecen igual a lo largo de la vida. Lo que sí se puede cambiar es el aprendizaje de convivir con un otro que tiene otra CUIT, viene de otra cultura, de otro mundo, que es como es y que tampoco cambiará.

La única persona que puede cambiar en lo que el cambio es posible es uno mismo, uno es su propia posesión, uno es dueño de uno mismo, no así el otro.

Decían los mitos romanos que Júpiter nos impuso dos alforjas, una ante el pecho y la otra tras la espalda; la primera lleva los vicios ajenos y la segunda los propios, por eso nos es tan difícil ver los propios y tan fácil ver los ajenos. Por otra parte, uno vive como natural y universal como es uno y no advierte cuánto de uno irrita, hiere o incomoda al otro. Un otro que también cree que es natural y universal ser como es y que tampoco advierte cuánto irrita, hiere o nos incomoda.

Y, aunque la gente no cambia, hay un cambio que es posible pero exige el trabajo mayúsculo de mirar la alforja que cargamos tras la espalda y desnaturalizar nuestra conducta y ver cuánto de ella afecta y hiere las necesidades, las carencias y las expectativas del otro. En eso consiste la terapia de pareja. Lo dicho: no es fácil, pero muchas veces hace el milagro de que esa pareja de gladiadores se convierta en compinches que conviven en paz.

¡Tenemos que hablar!

¿Escuchaste alguna frase peor que ésta en tu vida de pareja?

Cuando te la dicen siempre te agarra desprevenido y mal parado. Y si sos de esas personas a las que no les resulta fácil hablar de sus emociones o confrontarse en una relación, la frase abre un foso bajo tus pies y cerrás los ojos para no caer en ese pozo sin fondo que te conducirá, seguro, a los peores infiernos.

En toda pareja hay uno que es más hábil, que está más entrenado en la verbalización que el otro, y es ése el que SIEMPRE quiere hablar.

En general los hombres tienen más floja la habilidad de la palabra, aunque no siempre es así. Si sos de esas personas el "¡tenemos que hablar!" es como un arma que te apunta a la cabeza. ¿Y quién lo dice? Obvio, tu pareja, esa persona que está muy pero muy entrenada en los laberínticos e interminables "¿y a vos qué te parece?" o "pensémoslo de otra manera" o "¿qué quisiste decir ayer?" y ese tipo de conversaciones y disquisiciones enredadas que abren ese foso sin fondo bajo tus pies.

Y ante el foso o ante el arma, ¿qué te queda por hacer, pobre víctima inocente de la horrenda furia asesina que esconde esa indecente propuesta de hablar?

Huir, salir corriendo y con un portazo firme y contundente.

Y si no se puede, hacer como que no oiste.

Y si no se puede, patearlo para más adelante.

Y si no se puede, el supremo recurso es contraatacar, mandarte un mordido y encendido "no tenemos nada que hablar nosotros" o un "¡hablar, hablar, hablar, lo único que hacés es hablar!" o estocadas similares para evitar hablar y dejar al otro pataleando impotente como cucaracha panza arriba.

Y ya la guerra está declarada, no hay escapatoria, cubiertos los dos por nubes negrísimas. Ahora o más tarde, rayos y centellas cubrirán todo de barro pegajoso y electricidad mortífera.

Gritos, peleas, violencia generados por la "inocente" propuesta de hablar porque si no estás entrenado en hablar, pelear puede ser más fácil, algo que te ubica en un territorio en el que pisás más firme. En la pelea pareciera que sos más dueño de la situación, mientras que en la conversación el dueño es el otro, el más hábil. A nadie le gusta sentirse en inferioridad de condiciones por ello y, como estrategia de preservación, elegimos el territorio en el que nos movemos mejor para salir lo menos heridos posible.

¿Una solución?

Si llegaste hasta acá esperarás que te de la mágica solución, que te de esa receta milagrosa que de una vez y para siempre termine con esta tortura. Cliqueá "salir" porque no la tengo.

El camino es cada paso y cada paso tiene peso. Te puedo ir dando algunos tips que a mí y a otros como yo nos resultaron de utilidad.

Lo primero es que decidas qué querés hacer: ¿la propuesta de hablar ante cada dificultad es más de lo que podés aguantar y preferís apartarte aunque ello resienta la relación? o ¿la relación te importa tanto que harías algo para que continúe? O sea, ¿te separás o seguís?. Si elegís seguir, tendrás que aprender a entrenarte en el arte de la conversación con tu pareja sobre situaciones de la pareja, entrenarte como para cualquier deporte que quieras aprender a jugar.

Hay algunos trucos para ir empezando. Uno, te parecerá nimio, pero es crucial: hablar en primera persona, hablar de vos y no del otro (es un excelente consejo también para tu pareja, la que "quiere hablar" seguro para acusarte de algo, pero será para otra columna). Hablar de vos en tu respuesta. Podría ser: "Cuando me decís "tenemos que hablar" se me pone todo negro y dejo de pensar, casi me paralizo y la angustia que eso me provoca hace que haga o diga cosas que no son de verdad lo que siento o pienso, lo único que quiero es huir. ¿Por qué no buscamos juntos alguna manera?". Es decir, en lugar de contraatacar, no salteás tu malestar y la amenaza explicando lo que te pasa. De esta manera te evitás señalar con un dedo al otro y sus imperfecciones, armar teorías sobre ello, que en ello consiste el contraataque. Es un terreno resbaladizo y peligroso. Toda teoría que hagas sobre la conducta del otro es ofensiva, así como toda teoría que haga el otro sobre tu conducta es ofensiva. El otro no sabe de uno. Uno no sabe del otro. La respuesta atacante no es una conversación, es una guerra.

Otro tip muy útil es convenir de antemano algunas reglas, por ejemplo acordar que no haya réplicas inmediatas y reactivas, acordar no interrumpirse, dejar que el otro hable hasta que termine, esforzarse en escuchar. Si uno siente que no puede callar ante lo que oye, tomar una hoja de papel e ir escribiendo las réplicas a cada cosa que hiera, pero no decirlo en ese momento.

No siempre cuando te dicen "tenemos que hablar" es una oferta de conversación. Vos podés transformarlo en eso. Si la cosa viene de ataque y descarga, no te sometas a la propuesta bélica, hablá de vos y de lo que pasa y de lo difícil o imposible que es hablar frente a un paredón de fusilamiento. Y nunca olvides que lo importante no es lo que te pasa sino lo que vos hacés con lo que te pasa.

Fijate si podés probar algo de esto. Date una oportunidad para la paz.

En la ilustración de Macanudo del diario LA NACION del 7 de agosto, Liniers también tocaba el tema con humor

En la ilustración de Macanudo del diario LA NACION del 7 de agosto, Liniers también tocaba el tema con humor. Foto: Liniers

http://www.lanacion.com.ar/2050831-tenemos-que-hablar

Cuando tus palabras no te pertenecen

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Esos gritos que me contás, esas palabras que dijiste, no pueden volverse atrás. Hablar en medio de un enojo, no solo no comunica, no solo es un ataque, sino que es probable que quede guardado en la memoria del otro.

Si creés que los mensajes del celular, Whatsapp y Facebook se borran al cerrar la aplicación estás en un error que puede serte fatal. Pedile a alguno de tus hijos, sobrinos o nietos que te instruya cómo hacer desaparecer del todo y para siempre lo que querés que nunca sea encontrado por nadie, especialmente ya sabés por quién.

Pero, ¿cómo hacer para que se borre de la memoria de quien te oyó algo que dijiste en un momento de enojo, ese puñal que clavaste con la palabra, esa acusación ofensiva, esa andanada filosa y envenenada?

En el momento de la ira, en medio de una discusión o pelea, cuando te sentís en un rincón y en el enredo de la furia, lo único que querés es contra atacar, herir, lastimar, derrotar y pisotear al caído, que calle para siempre. Y ahí se te escapan esos estiletes hirientes que, una vez pasada la explosión y vuelta la calma, esperás que se olviden porque fueron, para vos, como alfileres que escupías para hacer doler, muchas veces lejos de lo que sentís o pensás. Pero resulta que al otro le siguen clavados, no se los puede arrancar. Guarda tus palabras en el archivo más negro, se transforman en arañas pollito malolientes, venenosas y tóxicas que amenazan con escaparse en cualquier momento y exigir venganza y destrucción.

Hay quien vomita y escupe explosivamente salpicando todo y desparramando detritus a diestra y siniestra. Y cuando la erupción del volcán se detiene, se le pasó y olvida todo. Hay quien recibe este baño tóxico y tiene un piloto incorporado sobre el que resbalan las balas y cuando el ataque termina, se sacude lo que pudo haberle quedado adherido y santas pascuas. Pero hay quien no puede hacerlo, no tiene ese filtro protector, recibe todas las estocadas en la piel, queda abierta la herida, sangrando y, lo peor de todo, no se olvida.

Si tenés la mala suerte de explotar fácilmente, de creerte incapaz de pesar y medir tus palabras cuando la furia te posee y si tenés la super mala suerte complementaria de que tu pareja tenga la piel tan expuesta que recibe e incorpora todo y lo guarda en su memoria, estamos mal. Estamos muy mal. El escenario pinta para guerra sin cuartel, desdicha, penuria y sufrimiento. Ganas de huir, de matar, de suicidarse, de romper cosas como descarga de la impotencia ante esa tormenta emocional que parece imparable.

Si algo de esto te pasa, tengo un pequeño tip que puede ayudarte a comenzar a frenar esta avalancha tóxica que, una vez desatada, no parece poder ser detenida. Se llama "abandono del campo". Se trata de dejar el lugar en el que se desarrolla la acción y de poner un obstáculo visual entre los dos -una puerta por ejemplo-. La presencia, la mirada y la energía del otro, en estas situaciones, es altamente perturbadora, chupa toda la energía y obnubila tu capacidad de reacción. Salí del lugar, fuera de su mirada, de su presencia y de su influencia. Recuperá tu aire. Respirá hondo, inspirá por la nariz y sacá el aire lentamente por la boca, tres veces. Y recién entonces volvé. Es imprescindible que vuelvas porque si no el otro se queda rabioso y el frente queda abierto en la guerra declarada.

Pero antes de abandonar el campo es preciso que aprendas a darte cuenta cuándo se te está por soltar la chaveta. Tenés que poner atención a tu registro corporal que te avisa que estás por perder el control y ahí, justo en ese momento, es que tenés que tomar un respiro y salir. Buscalo a ese registro corporal: ¿la boca seca? ¿taquicardia? ¿manos húmedas? ¿contracción muscular? ¿opresión en medio del pecho? ¿dónde lo sentís? ¿cómo lo sentís? Y ése será tu alerta, la luz amarilla que te indica lo que se viene.

Cuidado con lo que decís cuando tus palabras no te pertenecen.

Cupido: el que une corazones, no personas.

Cupido

El amor ¡ah! el amor... ¡"No me ama! ¡yo lo amo pero él a mi no!". Y estalla la tragedia. "Mal de amores" le llaman, "amores contrariados", "desencuentros amorosos", "amores en cadena" (ella lo ama pero él ama a otra que a su vez ama a otro y así sucesivamente).

El amor tiene entidad propia, es algo concreto, casi un objeto que está o no está, y que no depende de uno. A uno se le instala de manera misteriosa justo acá, en el costado izquierdo del tronco, donde está el corazón. Se ubica en una diminuta cajita que a su vez contiene otras cajitas, cada una conteniendo el amor hacia cada una de las personas que amo. Pero ¿cómo llegó ese amor a la cajita?, ese sentimiento, ese intenso compromiso emocional que nos habitó sin que lo hubiéramos advertido o decidido. Es una especie de alien, un okupa que exige alimento y reciprocidad. Porque pareciera que de cada cajita emana una especie de tentáculo invisible dirigido hacia cada uno de los nombres de cada una de las cajitas que están en el corazón con el deseo de que tengan, dentro de sí, en su corazón, una cajita similar con nuestro nombre y que venga a nuestro encuentro.

Cada cajita parece tener vida propia, una vida misteriosa y cuando el tentáculo de alguna de las cajitas no se encuentra con el tentáculo del otro a mitad de camino, nos decimos que nuestro amor no es correspondido, es decir, esa persona que amamos no nos ama. Y claro, ¿dónde duele?... acá, en el pecho.

El amor tiene en nuestra cultura una existencia potente, implacable y predeterminada. "Está escrito", "la media naranja", "el zapato justo", "el otro que nos completa". El angelito ciego y travieso que imaginaron los griegos, Eros (Cupido para los romanos), con su arco y su flecha une dos corazones -no dos personas- sin importarle aparentemente quiénes son, de qué la van, si tendrán algo que ver y de ahí proviene la convicción que reina sobre todas de que "el amor es ciego". Los griegos explicaban los misterios del mundo con escenas, personajes e historias mitológicas, es decir, inventos, metáforas. Eros les explicaba de manera poética esa atracción apasionada entre dos personas, ese deseo sexual arrollador y ese ansia de estar juntos.

Después del romanticismo literario en el siglo XIX, nos tomamos en serio la metáfora y nos creímos que Cupido era de verdad, como lo del flechazo, el amor verdadero y eterno y otras construcciones culturales afines que traduje en la analogía del comienzo, lo de las cajitas.

Esta idea del amor, que casi siempre se refiere al amor de pareja y deja de lado todos los otros amores que intervienen en nuestras vidas, es una construcción social que no tiene más que dos siglos. La influencia del romanticismo literario es tan potente que una relación amorosa es un romance y un clima amoroso es romántico. Y todo esto es una novedad en la historia de la Humanidad. Dos siglos son fracciones de segundos en la evolución humana.

Un poco atrás, la unión conyugal era una consecuencia de la necesidad de generar descendencia, guiada por conveniencias económicas o de linaje familiar; también intervenía la atracción sexual pero no venía "mejorada" con lo que hoy llamamos romance. La decisión de unirse en pareja e iniciar una familia no seguía los lineamientos actuales.

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¿Y para qué toda esta disquisición? Pues para responder a tu dolor, a tu penuria cuando a quién creés que amás no te ama. (De paso, ¿cómo fue que cambiamos nuestro histórico y delicioso "te quiero" por este cursi, edulcorado y engolado "te amo" que a los más viejos nos sigue sonando a falso o a novela barata?).

Es que el amor no existe. No hay una cajita cerca del corazón, no es una pertenencia que uno posee dentro de sí y que ojalá que el otro también la tenga. El amor es una consecuencia del "entre". Eso que llamamos amor, es un registro que hacemos de lo que sucede cuando estamos con el otro, de cuánto nos gusta vernos en su mirada, del placer y el gusto al estar juntos. ¿Y cómo es que no siempre las dos personas registran lo mismo? Es que estamos tan impregnados del pegote social romántico que muchas veces registramos mal lo que pasa, desoímos lo que nos dice la piel, disfrazamos el disgusto, la incomodidad, la molestia, lo que sea que suceda cuando estamos con el otro. Si al estar juntos nos sentimos bien, si nos gusta, si nos vemos confirmados en quienes somos y cómo nos gusta que nos vean, esas sensaciones son construcciones hechas de a dos y para el otro será igual. El amor está en el "entre", en la interacción, en cada momento, en las miradas y en los silencios, en las esperas y en los encuentros. No solo el amor, también cualquier otro sentimiento: la alegría, el aburrimiento, el disgusto, la diversión, la ternura, la desconfianza. todo esto y mucho más, sucede en el "entre" y si los dos tienen bien calibrado el registro, "sentirán" lo mismo.

Para el amor de pareja, para el amor de cualquier orden y para cualquier otro sentimiento, está en el "entre" y es siempre recíproco.

El amor ¡ah! el amor

¡”No me ama! ¡yo lo amo pero él a mi no!”. Y estalla la tragedia. “Mal de amores” le llaman, “amores contrariados”, “desencuentros amorosos”, “amores en cadena” (ella lo ama pero él ama a otra que a su vez ama a otro y así sucesivamente). El amor tiene entidad propia, es algo concreto, casi un objeto que está o no está, y que no depende de uno. A uno se le instala de manera misteriosa justo acá, en el costado izquierdo del tronco, donde está el corazón. Se ubica en una diminuta cajita que a su vez contiene otras cajitas, cada una conteniendo el amor hacia cada una de las personas que amo. Pero ¿cómo llegó ese amor a la cajita?, ese sentimiento, ese intenso compromiso emocional que nos habitó sin que lo hubiéramos advertido o decidido. Es una especie de alien, un okupa que exige alimento y reciprocidad. Porque pareciera que de cada cajita emana una especie de tentáculo invisible dirigido hacia cada uno de los nombres de cada una de las cajitas que están en el corazón con el deseo de que tengan, dentro de sí, en su corazón, una cajita similar con nuestro nombre y que venga a nuestro encuentro.

Cada cajita parece tener vida propia, una vida misteriosa y cuando el tentáculo de alguna de las cajitas no se encuentra con el tentáculo del otro a mitad de camino, nos decimos que nuestro amor no es correspondido, es decir, esa persona que amamos no nos ama. Y claro, ¿dónde duele?... acá, en el pecho.

El amor tiene en nuestra cultura una existencia potente, implacable y predeterminada. “Está escrito”, “la media naranja”, “el zapato justo”, “el otro que nos completa”. El angelito ciego y travieso que imaginaron los griegos, Eros (Cupido para los romanos), con su arco y su flecha une dos corazones -no dos personas- sin importarle aparentemente quiénes son, de qué la van, si tendrán algo que ver y de ahí proviene la convicción que reina sobre todas de que “el amor es ciego”. Los griegos explicaban los misterios del mundo con escenas, personajes e historias mitológicas, es decir, inventos, metáforas. Eros les explicaba de manera poética esa atracción apasionada entre dos personas, ese deseo sexual arrollador y ese ansia de estar juntos.

Después del romanticismo literario en el siglo XIX, nos tomamos en serio la metáfora y nos creímos que Cupido era de verdad, como lo del flechazo, el amor verdadero y eterno y otras construcciones culturales afines que traduje en la analogía del comienzo, lo de las cajitas.

Esta idea del amor, que casi siempre se refiere al amor de pareja y deja de lado todos los otros amores que intervienen en nuestras vidas, es una construcción social que no tiene más que dos siglos. La influencia del romanticismo literario es tan potente que una relación amorosa es un romance y un clima amoroso es romántico. Y todo esto es una novedad en la historia de la Humanidad. Dos siglos son fracciones de segundos en la evolución humana.

Un poco atrás, la unión conyugal era una consecuencia de la necesidad de generar descendencia, guiada por conveniencias económicas o de linaje familiar; también intervenía la atracción sexual pero no venía “mejorada” con lo que hoy llamamos romance. La decisión de unirse en pareja e iniciar una familia no seguía los lineamientos actuales.

¿Y para qué toda esta disquisición? Pues para responder a tu dolor, a tu penuria cuando a quién creés que amás no te ama. (De paso, ¿cómo fue que cambiamos nuestro histórico y delicioso “te quiero” por este cursi, edulcorado y engolado “te amo” que a los más viejos nos sigue sonando a falso o a novela barata?).

Es que el amor no existe. No hay una cajita cerca del corazón, no es una pertenencia que uno posee dentro de sí y que ojalá que el otro también la tenga. El amor es una consecuencia del “entre”. Eso que llamamos amor, es un registro que hacemos de lo que sucede cuando estamos con el otro, de cuánto nos gusta vernos en su mirada, del placer y el gusto al estar juntos. ¿Y cómo es que no siempre las dos personas registran lo mismo? Es que estamos tan impregnados del pegote social romántico que muchas veces registramos mal lo que pasa, desoimos lo que nos dice la piel, disfrazamos el disgusto, la incomodidad, la molestia, lo que sea que suceda cuando estamos con el otro. Si al estar juntos nos sentimos bien, si nos gusta, si nos vemos confirmados en quienes somos y cómo nos gusta que nos vean, esas sensaciones son construcciones hechas de a dos y para el otro será igual. El amor está en el “entre”, en la interacción, en cada momento, en las miradas y en los silencios, en las esperas y en los encuentros. No solo el amor, también cualquier otro sentimiento: la alegría, el aburrimiento, el disgusto, la diversión, la ternura, la desconfianza… todo esto y mucho más, sucede en el “entre” y si los dos tienen bien calibrado el registro, “sentirán” lo mismo.

Para el amor de pareja, para el amor de cualquier orden y para cualquier otro sentimiento, está en el “entre” y es siempre recíproco.



 

 

 

Descartar la primera orina de la mañana

Foto: Pixabay

Sí, es cierto, son terribles y desgastantes esas discusiones que se disparan por una estupidez y van creciendo como una bola imparable y de pronto te ves cubierto por una furia enceguecedora y, al menos en la mirada y en la voz, asesina. 

Sí, ya sé que tu mujer te provoca, que te irrita, que no entendés qué le pasa ni qué quiere de vos y que te pone del tomate su reclamo, su exigencia, su desconsideración. O lo que ves de esa manera. No estamos para discutir si es así o no. No importa. Porque lo que tu mujer hace o deja de hacer es cuestión de ella. No es tu decisión ni responsabilidad. Y entonces te podrás preguntar: "cómo salgo de esto, ¿es que no hay nada que se pueda hacer? ¿tengo que dejar que diga lo que se le ocurra y callarme la boca? ¿tengo que seguir viviendo con ella y aguantar día a día esta catarata insoportable? Quiero tomármelas, quiero estar tranquilo y que no me rompa más la paciencia. Pero. ¡ay! no sé. los chicos, la casa, los amigos, las comidas juntos, los cumpleaños, no me quiero perder todo eso, ¿por qué dejarlo?"

La convivencia matrimonial no es elegida día a día, se da por hecho y es parte del contrato de quienes han decidido vivir juntos. Pero sostenerlo cotidianamente, no siempre es fácil. Recuerdo una escena de "El huevo de la serpiente" la película de Ingmar Bergman en la que encierran a una pareja y les hacen inhalar un gas que inhibe los frenos morales y estimula la violencia. Pasan de ser amables y educados a atacarse en una escalada de furia que parece irrefrenable. La convivencia forzada y forzosa, a veces puede tener un efecto tan tóxico como ese gas inodoro y puede transformarse en un pequeño infierno. ¿Se puede parar? Yo que vos lo intentaría y depende de cómo elijas reaccionar frente a la conducta de tu mujer.

Lo que sea que haga o diga tu mujer que vivas como ataque te dispara esa reacción. Y ¿qué hacemos los mamíferos ante un ataque? Tenemos tres respuestas posibles: contraataque, sometimiento o abandono del campo.

Elegiste contraatacar, evacuar tu ira o tu desesperación con hostilidad. El grito, la reacción verbal agresiva, es una descarga motriz que te proporciona el aparente alivio de no someterte. Pero es una descarga ineficaz puesto que te deja más cargado que antes. Además de los síntomas y las alteraciones físicas inmediatas, tu contra ataque provoca una escalada de violencia que, una vez desatada, no es fácil de frenar. Y terminan diciéndose cualquier cosa, ataques desnudos y descarnados destinados a destruir al adversario como fieras destrozándose dentro de una jaula.

Es un poco como cuando te indican un análisis de orina de 24 hs, llamás al laboratorio y te dicen: descarte la primera orina de la mañana, colecte la de todo el día y la primera del día siguiente. Y es una excelente analogía de lo que podés hacer cuando te sentís atacado y el cuerpo te dice que la violencia está por salir como un vómito imparable. Esa primera reaccción: descartala. Pegá media vuelta, abandoná el campo como haría todo buen mamífero que no quiere enroscarse en una pelea, andá al baño y cerrá la puerta o a la cocina y servite un vaso de agua o al dormitorio y cambiate las medias, salí del lugar en donde pasó lo que viviste como un ataque. Descartá la primera orina de la mañana. Es tóxica, no es buena, no sirve. Todo lo que digas y lo que tu mujer te responda si no lo hacés no tiene valor comunicacional, es puro ataque, las palabras son armas que pueden ser letales porque después no se olvidan, son corrosivas, oxidan lo que tocan y es difícil volver de ahí.

Haceme caso. Es menos difícil de lo que parece. Salís del lugar de víctima y elegís el lugar de quien decide sobre su conducta y no se deja avasallar. Cuando contraatacás te estás sometiendo al ataque, aceptás el escenario bélico y pierden los dos.

Si elegís descartar la primera orina de la mañana elegís el escenario en el que querés vivir.

Diana Wang

JUEVES 29 DE JUNIO DE 2017 •

00:42

http://www.lanacion.com.ar/2037274-no-me-sirve-de-nada-pelear-con-mi-pareja-pero-no-lo-puedo-evitar