Quedaron marcas.
Marcas de números. Pestilencia y vacío. Humillación
y vergüenza.
Hambre. Frío. Hambre. Dolor. Hambre. Tifus.
Hambre.
Balas. Fosas. Gas. Fuego. Humo.
Trenes. Silbatos. Rieles. Puertas. Gritos. Empujones.
¡Juden Rauss!
¡Derecha! ¡Izquierda! ¡Rechts! ¡Links!
Perros. Látigos. Duchas. Chimeneas.
Cuerpos manipulados, intervenidos, violados, arrasados.
Solos. Aislados. Marcados. Sentenciados.
Asustados. Denigrados. Impotentes. Asesinados.
Decenas. Cientos. Miles. Millones.
¿Millones? ¡MILLONES!
Niños, también ellos. Rubios. Morenos. También ellos.
Todos.
Quedaron otras marcas
en la mano obediente que tomó una aguja entintada y
tatuó la mano de un niño
en la piel del puño ciego que empuñó la palanca que
abrió el tubo para que saliera el gas
en la retina del ojo de quien vio toda esa vergüenza
amontonada en cadáveres
en el alma envilecida de aquel país culto y arrogante
que fue nido de semejante espanto
en la memoria travestida de inocencia de los testigos
que no supieron ni vieron, que no pudieron o, Dios los
perdone, no quisieron,
en la memoria de los herederos de esas marcas y de los
herederos de quienes las hicieron.
Las marcas no se borran.
Ni las unas -dolientes-, ni las otras -asesinas-.
No se borran. Se ahondan. Siguen vivas.
Marcas instaladas en la memoria de la humanidad
como la irrevocable, imperecedera e incobrable deuda
moral que ha dejado esta evidencia de lo que humanos
pueden hacerle a sus hermanos, los humanos.
¡Oid mortales!
Las marcas no se borran.
Autoras Aida Ender y Diana Wang
Publicado en el Cuaderno de la Shoá 4 sobre “Deshumanización”.