Tenemos hoy la posibilidad de intervenir nuestros cuerpos de un modo que hace pocos años sonaría a ciencia ficción. Las posibilidades técnicas, los avances de la cirugía y los nuevos hallazgos ofrecen una sorprendente bandeja de alternativas tanto estéticas como terapéuticas.
- Lo que era una muerte segura hoy se resuelve muchas veces en un quirófano.
- El género sexual puede hacerse realidad en un nuevo cuerpo para que se corresponda con el vivido.
- La edición de porciones de ADN para corregir o evitar enfermedades ya es una realidad casi al alcance de la mano.
- Nos podemos arreglar narices, mentones, cinturas, pechos y asentaderas.
- También nos podemos adornar con dibujos y colores, piercings y tatuajes.
El cuerpo humano puede ser una página en blanco a ser llenada y transformarse así en una vidriera personalizada con mensajes, promesas, amores, honores. Hoy nuestro cuerpo puede ser un lugar en el que instalamos una nueva y exclusiva marca de identidad. Otro triunfo del homo sapiens sobre la naturaleza.
Pero para los que estamos atravesados por el Holocausto, la idea de elegir voluntariamente ser tatuado toca un nervio y chirría un poco. El tatuaje, el tatuaje del número, es para nosotros sinónimo de sometimiento, la marca de haber sido objeto de un otro, de haber perdido la capacidad de decidir sobre uno mismo.
Los sobrevivientes tatuados lo han vivido de diferentes maneras.
Para algunos fue y es un testimonio, un documento que pueden exhibir abiertamente o guardar pudorosamente para sí.
Para otros fue y es una incomodidad, algo que exige explicaciones que no tienen deseos de dar, especialmente a extraños.
Y por último hay otros que lo han vivido como la huella del horror y decidieron quitárselo.
Dice el nieto de Judith “Recuerdo su cicatriz en la muñeca. Ella se quitó el tatuaje que le hicieron los alemanes cuando ingresó al campo. Para quitarse un tatuaje se utiliza un láser que quema la piel. Reemplaza la tinta por una quemadura. La cicatriz significa que ahí hubo algo y que ahora, hay otra cosa. Nadie en la familia recuerda el número que llevaba tatuado. Una capa arrugada de piel se interponía entre el pasado y el presente, entre el número y su verdadera identidad. Esos centímetros de piel rugosa, marcaron el final de una etapa y el comienzo de otra. No significaba olvidar sino avanzar”.
Csanád Szegedi, miembro fundador del partido Jobbik, el de los nacionalistas húngaros antisemitas, descubrió en 2012 que su abuela era judía y que lo había ocultado, junto con su número tatuado en el brazo siempre cubierto con mangas largas para que nadie lo viera.
Elie Buzyn, un sobreviviente francés, harto de que le preguntaran qué era ese tatuaje, se lo quitó. Pero conservó la piel con el número, la procesó a modo de pergamino para que ese documento con su propia piel no desapareciera tras su muerte. Iba con ese pergamino toda vez que daba un testimonio, exhibido como prueba suprema del horror vivido. Pero sufrió un asalto, y entre las posesiones que le robaron estaba el sobre con el precioso pergamino. Tenía 80 años y sentía que había perdido su posesión más valiosa, lo que pensaba dejar como herencia y testimonio. Desesperado, quiso volverse a tatuar, extraer su piel y hacer otro pergamino igual al perdido. Pero aunque el tatuaje fuera igual al original, aunque fuera en el mismo brazo, aunque fuera en su misma piel y aunque con ello hiciera el mismo pergamino que antes, no era igual. No era igual porque esta segunda vez el tatuaje era voluntario, era su decisión personal, lejos de la víctima pasiva que no podía decidir sobre su propio cuerpo. Y esto cambiaba radicalmente el sentido y el producto del acto.
Sara Rus, contó que había sido deportada a Auschwitz-Birkenau en los últimos años de funcionamiento del campo de exterminio cuando habían dejado de tatuar a los prisioneros. Su brazo no lleva la infausta marca. Curiosamente, esto le ha generado dos incomodidades. Una en el campo mismo puesto que al no estar tatuada se sentía diferente a sus compañeras. La otra fue cuando comenzó a dar testimonio y le pedían que exhibiera su número/documento y ella debía explicar que no lo tenía y por qué. Lo hacía casi como pidiendo disculpas, como si la audiencia pudiera desilusionarse y su testimonio perdiera valor.
Hay desde hace algunos años un movimiento de jóvenes, nietos de sobrevivientes, que se tatúan el número de sus abuelos. Lo hacen como una provocación en un mundo que sigue indiferente y para rendir tributo a su memoria ante la evidencia de que cuando mueran desaparecerá ese documento acuñado en tu propia piel. Durante décadas, muchos de los ahora abuelos de Auschwitz trataron de cubrir e incluso retirar quirúrgicamente sus números tatuados mientras que sus nietos lo asumen como parte de su herencia y lo exhiben orgullosos, como documento y reivindicación.
Estos jóvenes se enfrentan con dos oposiciones. Por un lado la prohibición judía de modificar el cuerpo por cuestiones estéticas o voluntarias. Solo son admitidas la circuncisión y las intervenciones quirúrgicas destinadas a salvar la vida. El cuerpo es considerado una creación divina, por ello, inmodificable, para los más observantes hacerlo es un pecado.
La segunda oposición es la acusación de que el gesto de tatuarse voluntariamente es una afrenta y una banalización de la Shoá y que es una moda que perpetúa uno de los símbolos de humillación contra el pueblo judío.
Lo cierto es que, igual que en el caso de Elie que se quiso volver a tatuar el número, se trata de un gesto individual, elegido y decidido voluntariamente, lejos del contexto de sometimiento y victimización original, con lo que, en su esencia, está en las antípodas de lo que pretende memorializar y simbolizar.