Comentario sobre la película de Bernardo Kononovich. Tener que comentar este documental me ha hecho mirarlo de otra manera e ir atendiendo a cuestiones que, como simple espectadora, tal vez no me habrían estimulado a pensar, a entender, a ver las entrelíneas y a adivinar intenciones, objetivos o propuestas. Ya había visto el film en ocasión de su estreno, hace diez años, pero esta nueva mirada me trajo otras reflexiones. Tal vez debidas al paso mismo del tiempo, tal vez a mi propio camino en mi contacto habitual con sobrevivientes, tal vez al gran cambio sucedido en el abordaje de la Shoá desde 2004 hasta hoy.
El título.
El título mismo del film es un resumen que, lejos de ser explícito y unívoco, es polisémico y atractivo. Tiene dos términos que me llaman a la reflexión y me abren preguntas: el “me” que refiere a la primera persona y “la palabra” que puede ser la voz, plural o individual, o simplemente el discurso de alguien, una palabra de alguien que le ha quedado a alguien.
De quién es la palabra. Según el título: ¿de quién es la palabra que le ha quedado a alguien? ¿Es del director? ¿es del sobreviviente? ¿es el relato de la escena de horror e inhumanidad? ¿en su enunciado universal es una forma de sugerir que cualquiera de nosotros podría estar en ese lugar? y, si fuera así, ¿cuál sería ese lugar en el que cualquiera de nosotros podría estar? ¿el del testimoniante, del que toma el testimonio o el del receptor? Y la palabra, ¿es una palabra o es la voz? Y si fuera la voz, ¿la voz de quién? ¿La del testimoniante? ¿la del tomador del testimonio? ¿la del realizador del film? ¿la de aquellos a los que está destinada, los espectadores? ¿al futuro?
A quién es dicha la palabra. No se trata de una confidencia a un familiar o amigo, tampoco es una crónica histórica ni social ni política ni antropológica dicha en un contexto académico. No es una declaración en un juicio en cuyo caso estaría dirigida a un jurado. Esta palabra, la palabra del testimonio de hechos de lesa humanidad, está emitida en este caso ante alguien interesado en escuchar la dimensión humana y personal de quien habla. También es alguien, Kononovich, que lo registra en un film, es decir, que lo hace para que llegue, a su vez, a otra gente. El director no es invisible, se involucra concretamente en los momentos del testimonio y se lo ve ante la pantalla en el momento de la reflexión y edición. Esta exposición habla de la complejidad del hecho en el que está envuelto y de los distintos niveles involucrados.
La danza de la palabra.
Es un triángulo coreográfico en el que esta palabra baila entre uno que dice, otro que oye y registra y otro que oirá más tarde, uno que pregunta, otro que reacciona y más tarde revisa, elige, edita y hace el documental, uno que se conmueve y llora, otro que se conmueve y respeta el llanto pero al mismo tiempo va computando lo que recibe para ver cómo transformarlo en una película que diga eso que quiere decir. La palabra sube y baja, grita y murmura, y en ese juego tiene ecos y resonancias que nos llegan a nosotros, ese tercero anónimo durante la conversación pero para quien estaba dirigido el encuentro, somos el sentido de esa conversación, es para nosotros, para cada uno de nosotros, un nosotros diferente cada vez que se proyecta. Y cuando nos llega, la palabra nos toca y nos invita a bailar también. Eso es lo que me resulta más rico del documental y lo que me deja con tantos interrogantes, a cual más interesante.
La pregunta del director acerca del hecho de testimoniar puede ser leída tanto desde el punto de vista del testimonio propiamente dicho como desde el punto de vista del hecho de la toma del testimonio y también desde el punto de vista del efecto del testimonio en quien lo toma y en quien después lo recibe. Palabra del sobreviviente. Palabra del entrevistador- transmisor. Palabra del receptor. Palabra triangulada que es dada y recibida de diferentes maneras en los sucesivos momentos relativos al film.
El testimoniante y el hablar o el callar.
En los testimonios mismos se plantea el tema del silencio en varios momentos, la necesidad de tomar distancia (Leonie Gabriel), el no querer dar lástima (Ela Bernath), las cosas que no se cuentan a nadie (Judith Rieger) y la reflexión de Abraham Huberman acerca de la revivencia del hecho de que quien testimonia. Pero también la necesidad de llevar la palabra para afuera (Mario Villani), el alivio al aligerarse de los fantasmas. Callar o hablar se presenta en este film como un tema a resolver. Hoy, diez años después, los testimonios se derraman sin dique alguno. Los oídos parecen haberse abierto y las pieles se muestran más porosas a la escucha de estos viejos que dan cuenta de aquellos horrores que han pasado. Pero en las primeras décadas el silencio fue casi una constante y se debió a múltiples razones, no solo a que no había aún oídos, sino también a otros aspectos en los que no me detendré ahora. Pero, entre ellos, quiero mencionar uno, los contenidos que suelen impedir el relato no son los relativos al horror, al dolor o al sufrimiento; lo que no se puede contar es lo relativo a la vergüenza, a la humillación y a la culpa, territorios del cuerpo, donde viven las emociones pero donde se revela de manera sórdida la apropiación del otro. En contextos de sometimiento y crueldad, se produce una insólita modificación del self y las personas se descubren en conductas, sentimientos y pensamientos que desconocían, un nuevo self los habita para que les sea posible vivir en la nueva realidad. Al salir de ella -lo que llamo el “bache”, ese accidente sorpresivo en el que se cae, pozo negro y oscuro, pura caída, sin fondo ni temporalidad, ni final anunciado- y recuperar la vida “normal”, al volver a caminar por los lugares de antes dejando el “bache” atrás, se recupera el viejo self, el de antes, y queda una especie de extrañamiento acerca de quien se fue cuando se estaba dentro del “bache”, un otro self con otras leyes y capacidades, un self que ahora se ve como ajeno, que no se adapta a la vida “normal”. De ese extrañamiento no se puede hablar, de cuando el hambre tergiversaba las percepciones de lo que estaba bien o estaba mal, cuando la exhibición de la desnudez o el ejercicio de alguna sexualidad era parte de la supervivencia, cuando aceptar la humillación era mejor que ser asesinado. De todo eso no se puede hablar porque se trata de una especie de alien que habitó ese cuerpo durante su derrumbe en caída libreo dentro del “bache”, un alien con quien es difícil convivir en el mundo recuperado.
Leonie plantea un tema ríspido, digno de reflexión: la pregunta de si siempre es bueno hablar. Después que lo hizo la primera vez tuvo un infarto, situación que no es común en los sobrevivientes que, en general, se alivian al poner en palabras lo que siempre guardaron en rincones oscuros y malolientes. Pero para algunos no solo no es un alivio sino que abre una especie de caja de Pandora que libera arañas pollito tóxicas y las consecuencias se ven en síntomas físicos, a veces graves. Tampoco me puedo extender acá sobre este tema pero menciono que considero que hay dos silencios diferentes como consecuencia de hechos traumáticos diferentes (el texto completo se puede ver acá). Que cuando el ataque es entre dos personas, cuando intervienen los sentimientos (odio, resentimiento, venganza, codicia, deseo sexual, de posesión, ejercicio del poder, etc) es un hecho entre dos, del orden de los mamíferos, y es beneficioso ponerle palabras lo más rápidamente posible y así volverlo operable. Cuando el ataque es de un colectivo sobre otro, cuando el individuo que ataca no lo hace por algún sentimiento personal sino por ser miembro de un estamento que se lo ordena y cuando quien lo recibe no lo recibe de manera personal sino en tanto miembro del otro colectivo a ser atacado, la cosa es de otro nivel, de un orden solo humano, el ataque es racional -ideología o política- subvierte valores fundantes de la convivencia civilizada. En este caso, el observable en distintos hechos genocidas es que hay un silencio de décadas en las cuales se recompone la confianza en la estructura social y, cuando ello ha sucedido, recién entonces se puede hablar en condiciones saludables. Para estos sobrevivientes haber callado es lo que permitió su salud física y mental y la reconstitución de sus mundos quebrantados. Los que hablaron asincrónicamente enloquecieron a sus familias según testimonian sus hijos.
Es potente la analogía que hace Judith, cuando dice que ha guardado sus memoria en un placard con distintos cajones y que en su testimonio “se abrieron todos juntos”. Cajón habla de muertos, de lugares en donde se entierra lo que se quiere guardar y hablar, para ella, este testimonio corresponde a un literal y metafórico desentierro.
Por último, respecto del testimonio mismo, menciono que su valor como documento histórico es relativo. El testimonio no es una foto fija, es móvil y refleja tanto el hecho sucedido como las circunstancias en la que es relatado. Cambia, crece, hay partes que se olvidan o dejan de lado, otras que se privilegian e iluminan, se agregan elementos que aparecen de pronto y que no habían estado antes, nunca es igual, aún en aquellos relatos que parecen estructurados y rígidos. Sin embargo, cuando varios testimonios de personas que no se conocen entre sí coinciden en algunos elementos relatados, eso se transforma en un documento con validez histórica, algo del orden de la verdad. Por eso este film como los otros realizados por Kononovich son de un gran valor documental.
Las películas de Kononovich
Bernardo Kononovich tiene un estilo particular de entrevistar y filmar. Lo sé porque he participado en dos de sus films. Es un hurgador del testimonio y de la persona del testimoniante. Te quiere sorprender, escudriña tu reacción, la espera, la provoca, quiere mostrar ese fragmento de verdad que escondés detrás de tu versión estructurada de tu historia, esa versión que construiste y te permite seguir viviendo. Con el cuidado de su larga experiencia como psicoanalista y mano suave, se acerca, te pide permiso y te pone un poquito en ese lugar incómodo que permite que produzcas algo nuevo, algo que te sorprende a vos mismo porque no lo habías pensado antes así. Investiga tanto en quien da el testimonio como en sí mismo, en como preguntarlo y producir ese momento que quedará registrado y que llegará al tercero de esa danza, al espectador, de modo que lo involucre, lo comprometa, le haga pensar y sentir que eso que pasa ahí es humano, que podría pasarle a cualquiera. En cada film, en cada testimonio, Kononovich apela a lo universal y cuanto más se acerca su cámara a la lágrima que se desliza por una mejilla ajada, cuanto más sigue la crispación de unos dedos que son todo un discurso cuando la palabra se ha silenciado, ahí estamos todos en nuestras vulnerabilidades y penas, en nuestras fortalezas y descubrimientos.
La eternidad.
Un último comentario acerca que representa la fijación en un film.
“Me queda la palabra” fue filmada hace 10 años. Leonie y Abraham hoy ya no están. Impresiona la fuerza de la imagen y la voz, la manera en que nos eterniza. El cine cumple finalmente la promesa de la eternidad, no hace falta ya imaginar que seguiremos vivos en infiernos ni paraísos o reencarnaciones como premio o castigo, allí estaremos todos los que alguna vez hemos sido capturados por una cámara, vivos para siempre de manera inédita en la historia de la humanidad. Antes quedábamos tan solo en la memoria de los nuestros, memoria que se desleía con el paso del tiempo hasta quedar en fragmentos de anécdotas o frases sueltas. Ahora en un vuelco un tanto siniestro, hasta esa memoria está siendo subvertida y reconfigurada. Veo a Abraham y a Leonie como los recuerdo vivos, hasta casi puedo evocar sus energías y sus olores y me extraña mirar a mi alrededor y no verlos y saber que ya no están. Pero están allí y, curiosa y misteriosamente, estarán siempre, aún cuando nos hayamos muerto los que los hemos conocido. Es raro. En el film estás detenido en un momento de tu vida, en una edad que contraría el paso del tiempo y la experiencia humana. En el film Me queda la palabra, quedan muchas otras cosas. Además de todas las preguntas que he planteado, quedan estas personas vivas para siempre contando ad eternum su mismo relato que será resignificado una y otra vez por los nuevos públicos que encontrarán en sus palabras otras coreografías y, esperemos, mejores horizontes.
Diana Wang en la Sociedad Hebraica Argentina, 16 de julio 2014