Cada año la conmemoración de la Kristallnacht, nos obliga a revisar sus enseñanzas. Una de ellas es su denominación. Los nazis la llamaron Kristallnacht, encubriendo de este modo el ataque planificado en contra de los judíos con una imagen de vidrios rotos. En la Alemania de hoy se ha cambiado la denominación y se la llama Reichspogromnacht –la Noche del Pogrom del Reich-. Es habitual que los estados totalitarios denominen con eufemismos sus actos vandálicos y de lesa humanidad. No les hagamos el regalo de llamarlo como ellos eligieron hacerlo.
Pero no es éste el eje del texto que sigue. Trataré acerca de una de las consecuencias de esta Noche del Pogrom del Reich: el silencio. Hace no muchos años que esta fecha se recuerda y conmemora. Los sobrevivientes que aún viven, pueden hoy, recién hoy, dar su testimonio sobre la penuria que representó el tener que abandonar sus casas, idiomas, culturas y el silencio que los acompañó durante largos decenios. Un grupo de ciudadanos austríacos está llevando adelante un proyecto que llaman “Los vecinos perdidos” por el que muestran al mundo la consecuencia de haber echado a sus vecinos de sus casas y de sus países en aquel infausto 1938.[1]
Un silencio criticado. Es un hecho observable que después de genocidios o traumas colectivos los sobrevivientes y los directamente implicados se ven envueltos en un hondo silencio. Pensado como un silencio común y ante la idea de que superarlo sería beneficioso, como suele suceder en la esfera individual, se juzgó negativamente a este silencio. Estamos aprendiendo a pensar que los sucesos de la esfera colectiva parecieran ser de otro orden, con otras leyes y afectando cosas diferentes. En un principio se tomó el silencio de los sobrevivientes de hechos colectivos como una conducta patológica asimilándolo a la esfera de lo individual, atribuyéndole las características de negación, represión y ocultamiento. Lejos de ello, el silencio mantenido no sólo los primeros meses, o siquiera los primeros años, sino durante décadas se ha observado en los sobrevivientes sudafricanos, los de la masacre de Ruanda, los de la guerra de Argelia, los de las limpiezas étnicas en los Balcanes, los de Malvinas y los de la dictadura argentina y la chilena, la uruguaya, la brasilera, los sobrevivientes del genocidio armenio, los sobrevivientes de la Shoá, todos han mantenido un silencio parecido. Es preciso diferenciar para ello el trauma o ataque individual del trauma o ataque colectivo.
Ataque individual. El ataque o trauma individual (por ejemplo ser víctima de violación, secuestro, robo) debe ser puesto rápidamente en palabras para permitir su operabilidad y reducir su efecto tóxico. Cuanto más tiempo se calle, más hondo quedará anclado en la subjetividad con un peso aplastante y menos permitirá su des-traumatización. Exige toda una técnica de abordaje en la que la palabra es central: nombrar permite conceptualizar, reconocer, distinguir, pensar y, finalmente, reacomodar. El ataque individual sucede en la esfera de la interacción personal, el perpetrador tiene un objetivo personal –odio, venganza, robo- y genera en la víctima sentimientos que deben ser comprendidos, aceptados y resignificados en el contexto de la relación. Mantener todo eso en silencio amenaza con comprometer la subjetividad toda con el peligro de hundir a la persona en la victimización sin permitirle emerger de allí y seguir su camino. Encararlo es crucial y cuanto más pronto se haga mejor el pronóstico y la recuperación.
Ataque colectivo. Pasa algo diferente con el ataque o trauma colectivo. No se trata de una situación de a dos sino que está definida de manera colectiva: un grupo que es tomado como blanco por un Estado. No se trata de dos personas individuales sino miembros de un colectivo social: la víctima es un miembro del grupo designado y los perpetradores son miembros del Estado. La víctima sabe que es parte de un grupo victimizado y sus atacantes no son personas que actúan por odio u objetivos personales sino obedeciendo órdenes gubernamentales. Lo que le sucede no es fruto de alguna situación interpersonal que puede ser incluida en el contexto del odio o el robo sino que sume al individuo en el desarme de sus estructuras lógicas porque proviene de una orden del Estado. Callar asume acá otro énfasis. La socióloga Dominique Frischer lo llama silencio estructurante[2] porque, dice ella, es el que ha permitido la continuación de la vida. Recién cuando el sobreviviente siente que el pasado ha quedado atrás, cuando los pasos dados a posteriori lo tranquilizan porque todo ha seguido bien es cuando, paradójicamente, puede ponerse en contacto con lo vivido, mirar hacia atrás y comenzar a hablar. Callar le ha permitido vivir[3].
Victimización y hablar. No todos permanecen en silencio. Es curioso que aquellos que han hablado enseguida – al revés que las víctimas de ataques individuales- se han instalado muchas veces en su lugar de victimización del que no ha podido salir. Pensemos en los suicidios de algunos sobrevivientes a poco de haber terminado la situación de ataque. Hablar pronto impide que las víctimas de ataques individuales se hundan en la victimización pero las víctimas de ataques colectivos se hunden en la victimización si hablan enseguida. En sus casas, el tema recurrente y agobiante cubrió a sus hijos con mensajes de resentimiento y las relaciones intrafamiliares se han visto usualmente teñidas de culpa, ira e irritación. Los que hablaron demasiado pronto lo hicieron desde la definición de víctimas, subrayándola, buscando un reconocimiento que aún la sociedad no estaba en condiciones de dar, no tenía los dispositivos receptivos y resignificadores necesarios. El hablar acerca de ello no solo no produjo alivio ni posibilidad de operar con el trauma ni resignificación alguna como pasa con el sobreviviente de un ataque individual, sino que los hundió más en la victimización. Muchas veces esa victimización se volvió un eje de identidad y los sumió en cierto grado de penuria pegajosa y constante que entorpeció sus vidas a cada paso.
No siempre es malo callar. Pero la gran mayoría permaneció en silencio. Aunque emergieron del horror sedientos de necesidad de contar lo sucedido, muy rápidamente advirtieron que no eran escuchados como correspondía y eligieron callar. Siendo como soy hija de sobrevivientes de la Shoá, lo primero que me pregunté era por las razones del silencio. Hace más de diez años, en la primera edición de “El silencio de los aparecidos”[4] sorprendida, confusa y dolorida por el silencio en el que había crecido, me planteé seis razones para el mismo[5]. Consideraba, como todos, al silencio como una condición negativa y por ello me era esencial comprenderlo y de-construirlo. En mi último libro, en “Hijos de la Guerra”[6] me atreví a hacer la pregunta de si el silencio era forzosamente una condición negativa, si siempre era conveniente hablar, si el abrir la caja de pandora no hacía peligrar alguna condición de vida, si no exponía algunos fantasmas que era preferible seguir manteniendo en la oscuridad. En una sociedad como la nuestra, tan psicoanalizada, tan colonizada por la idea de que hablar es siempre bueno, fue ésta una proposición ligeramente subversiva a la que me atreví tan solo un poco. Y ahora la propuesta de Frischer redobla la apuesta y plantea, no sólo que se trata de un silencio diferente, que no necesariamente debe ser franqueado sino que ese silencio es condición de vida, estructura la posibilidad de seguir viviendo.
Vivimos en una cultura que estimula el hablar. Nos circunda la idea de que hablar es siempre sanador y que aquél que no lo hace está en riesgo de alguna severa patología mortal e incurable. Es por cierto saludable, repito, intentar poner orden y otorgarle operabilidad a nuestro mundo interno y a nuestras relaciones y penas. Pero de ahí a enunciar una ley general para todos los silencios de todas las personas en todas las situaciones hay un trecho que requiere de alguna reflexión. Una de esas situaciones es la de haber sido miembro de un grupo considerado como enemigo interno y victimizado en manos de un aparato estatal.
Las situaciones de violencia o trauma colectivo producen tal impacto social y personal, socavan tan hondamente las bases sobre las que nos constituimos como individuos que es preciso un largo tiempo de recomposición para poder ponerse en contacto con lo sucedido. La reconstrucción de ese piso no es un fenómeno individual sino una labor colectiva que tiene su proceso específico y requiere tiempo. Mientras la sociedad no brinde los dispositivos adecuados cada sobreviviente sigue viviendo y necesita reconstruirse a sí mismo como individuo luego de la ordalía vivida. El silencio pareciera ser la condición sine qua no. Un silencio que no es olvido, ni represión ni negación, es una decisión, un silencio activo y expectante, agazapado a la espera de que la sociedad pueda confrontarse con las consecuencias de revisar lo sucedido.
Un trauma individual no corroe las bases sociales, es un hecho entre una persona y otra. Puede ser un delincuente, un enfermo, un enemigo, su conducta no afecta la estructura social y cultural en la que uno vive, es algo que alguien –enfermo o malo- le ha hecho a alguien, está en la esfera de lo operable de las relaciones interpersonales. El sufrimiento, el agravio y sus consecuencias dependen por un lado del grado del ataque y por otro de que se le puedan poner las palabras lo más pronto posible.
El trauma colectivo implica un tal compromiso de la sociedad toda que fragmenta las bases de lo que uno creía que estaba bien, cambia las expectativas, las leyes y reglas de la vida. Los parámetros de la educación se vuelven otros. Se subvierte lo que cualquier religión predica- hacer el Bien- y se inviste al Mal de una cualidad deseada y premiada. Los que eran amigos se vuelven enemigos, lo que estaba bien está mal, lo que estaba mal está bien. Si alguien ayudaba a un judío en Polonia durante la ocupación nazi, si alguien le daba refugio, le proporcionaba un salvoconducto, le daba tan solo una papa que le permitiera vivir un día más y era descubierto, se mataba a toda su familia y luego se mataba al ayudador. Hacer el bien, ser solidario estaba mal, estaba prohibido por la ley. Los cristianos convencidos debieron guardarse su “ama a tu prójimo como a ti mismo” y convivir con este nuevo estado de cosas. Lo mismo sucede en todos los estados totalitarios: la denuncia, la delación, la tortura, el engaño promovidos, alentados y premiados por el Estado y la prisión sin causa, el asesinato programado y realizado por el aparato gubernamental le quita a uno el piso sobre el que está parado, la confianza básica sobre la que se sustenta la vida en sociedad. Hace falta tiempo para que desde lo colectivo se asuma este quiebre en su base.
La lesión individual es una herida a la subjetividad, a la propia capacidad de defensa y apela a un enorme esfuerzo para la recuperación. Pero la lesión de un trauma colectivo en manos de un gobierno es de otro orden porque corroe la legalidad sobre la que se sustenta la convivencia, ataca al espíritu de comunalidad, a la vida gregaria, al contexto vital imprescindible en el que construimos nuestra subjetividad. Si la policía que se supone que es la instancia estatal que me protege es la que pone en riesgo mi vida y la de mi familia, si debo ocultarme de quien me protege, ¿cuáles son los parámetros a los que puedo ajustarme? Pensemos en lo sucedido tempranamente en Alemania y Austria durante 1938. El mapa pre-existente deja de ser válido, ninguna cartografía es válida, se pierden los puntos de referencia. Ya no sé dónde estoy parado, a qué atenerme, en quien confiar, dónde ir, cómo comportarme. En los genocidios o situaciones similares se construye un “enemigo interno”, necesario para lograr la cohesión social que legitime el poder dictatorial e impida la crítica u oposición. Toda dictadura precisa del apoyo de la sociedad civil. El enemigo interno permitirá el encuadramiento de las masas detrás de los objetivos estatales. Es “uno más entre nosotros”, al que hay que extirpar, perseguir, acosar, detener y erradicar. Los que tienen la mala suerte de ser parte de ese enemigo común fabricado, ven caer sobre sí de pronto el mismo aparato estatal bajo el cual vivían confiadamente, el Estado los ha designado como enemigos. La gente se reparte entre los que son parte del enemigo interno y los que están afuera. El clima se vuelve tóxico porque nada es como era. La confianza queda herida de muerte. El que vive todo esto en carne propia y lo reconoce es la víctima. Pero el resto de la sociedad necesita mucho tiempo para reconocer que también ha sido vulnerada su confianza, que sus bases y leyes de la convivencia se han visto corroídas y fragmentadas.
La vida debe seguir. Cuando todo termina, cuando se sale del “bache” oscuro y arbitrario, cuando se recupera la vida “normal”, hay que hacer un esfuerzo supremo para reinsertarse en la vida haciendo como si se volviera a confiar. Las ganas de vivir son incontenibles. Son como ese hilito de agua que siempre encuentra un cauce y en su camino arrasa con todo porque tiene que seguir. Hay que trabajar, construir proyectos, demostrar y demostrarse que lo vivido fue un accidente de la sociedad, pensarlo como ese rayo fatídico que cayó un día y quemó la casa, un error, que las cosas volvieron a sus cauces, que volvió el imperio de la ley y que todo va a estar bien, que ya ha pasado el peligro. Volver la vista atrás amenaza con despertar los fantasmas, con perder pie y resbalar en excrecencias y restos sociales pringosos. Y hay una enorme sabiduría en ello porque se pone toda la energía en la reconstrucción. En la reconstrucción de la confianza perdida. Son los sobrevivientes los que apuestan a esta sociedad que hace un instante los había traicionado. Si no confían no pueden seguir viviendo. ¿Cómo confiar y hablar públicamente de la traición? Era preciso, era vital buscar los indicadores de que el mundo había recuperado su cordura, que a partir de ahora todo volvía a seguir reglas previsibles, que solo había que trabajar, hacer las cosas bien y uno estaría a salvo. Lo que pasó, pasó. Hablar de lo que pasó es enfrentar a toda la sociedad con su propia ignominia. Nadie quiere oír. El sobreviviente es invisibilizado porque es un testigo incómodo y su testimonio no se quiere oír. La sociedad todavía no puede. Y hay que seguir viviendo.
El silencio no es olvido. Lo sobrevivientes de la Shoá captaron claramente los indicadores y permanecieron en silencio. Al principio costó pero pronto fue casi un alivio. Callaron pero no olvidaron. Ni negaron. Ni reprimieron. Callar fue una decisión. Se trataba del silencio público porque entre ellos hablaban. Tenían sus momentos de recorrer viejas fotos cuando las había o de añorar las fotos que ya nunca podrían ver. Había situaciones particulares en las que las ausencias tenían un peso agobiante como las celebraciones, los aniversarios. Pero tomaron la decisión de mirar hacia adelante, como el hilito de agua. No querían mirar hacia atrás. Dejaron esa revisión para cuando pudieran. Para cuando la sociedad estuviera lista. Y pudieron, la sociedad recién pudo, cincuenta o sesenta años después. Y la prueba de que no olvidaron es que recuerdan todo, que en el momento en el que vieron que sus vidas estaban hechas, que el pasado había quedado bien atrás, que la sociedad empezaba a estar en condiciones de revisarse y de mirarse en ese espejo deformante de su esmirriada humanidad, recién entonces tomaron el pasado traumático entre las manos y comenzaron a dialogar públicamente con él. Ya no hay peligro de que la victimización los hunda en la paranoia o en los mecanismos defensivos. Ya no hay peligro de sumirse en una situación personal sin salida o de aplastar a sus hijos con el peso de un pasado de horror. Ahora se puede. Con hijos, nietos y bisnietos vivos y saludables, el futuro está asegurado. Con una sociedad que ha abierto las orejas y tímidamente se propone este ejercicio de revisión de algunos de sus supuestos, hay un nuevo contexto de recepción. Ahora se puede hablar.
[2] FRISCHER Dominique “Les enfants du silence et de la réconstruction. La Shoah en partage. Trois génerations, trois pays: France, États Unis, Israel” Ed. Grasset, Paris 2008.