Dilemas de la memoria. Un libro de Jack Fuchs

Ya desde el título comienza el cuestionamiento e invita a la reflexión. ¿Por qué dilemas y memoria en una misma frase? ¿Qué implica esta proposición? ¿De qué memoria habla? ¿A qué se refiere?Con esas preguntas tomé el libro y con esas preguntas in mente me dirijo a ustedes en este momento. Los textos publicados me eran conocidos porque son los que se publican habitualmente en la contratapa de Página 12 y que en cuanto son publicados circulan por Internet y son enviados y re-enviados muchas veces y suelen dar varias vueltas al mundo. Pero leídos todos juntos, organizados en una secuencia determinada, agregan a su contenido, algunas cosas que quiero compartir con ustedes. Dice Jack, varias veces, que la Shoá no tiene fecha de comienzo ni fecha de terminación. En suma, que no tiene fechas y sin fechas faltaría el soporte temporal que señale algún momento preciso. ¿Como recordar algo si no hay fechas para recordar? Para eso están los rituales, los hitos, como estacas clavadas en la tierra indicando que acá pasó algo, que fue aquél día, a aquella hora, y que fue así, que esto fue lo que pasó. No se puede recordar todo el tiempo, hacen falta las fechas precisas, los momentos significativos. Por ejemplo uno recorre el álbum de fotos familiares y lo más probable es que encuentre fotos de los cumpleaños, de los aniversarios, de alguna celebración, de las vacaciones, de los momentos en que solemos sacarnos fotos. Y después empiezan a pasar cosas curiosas porque nuestra memoria se vuelve la memoria de esas fotos que recorremos una y otra vez buscando en ellas la recuperación de ese momento del pasado que, como dice muy bien la palabra, ya pasó. Sin las fotos, los recuerdos van perdiendo nitidez, las caras se van esfumando, las palabras dichas, las palabras oídas se van alejando, se oyen más y más apagadas y hasta puede uno llegar a preguntarse si lo que recuerda fue así, si no habrá algo que uno se ha olvidado, si con el paso del tiempo no le habrá agregado cosas para rellenar aquellas porciones que fueron perdiendo contornos claros. Con el grabador ya pudimos guardar las voces, esos instantes evanescentes en los que un sonido, un tono, nos hablaba directamente al corazón. Las voces de los chicos, las de nuestros padres, la de los abuelos si hemos tenido la suerte de grabarlos, los latidos del corazón en algún embarazo, todo eso pudo ser registrado, guardado, conservado. Y otra vez, al escucharlo sucede algo diferente porque ahí está el momento pero al mismo tiempo ya no, esas voces ya no están, los chicos crecieron, algunos grandes se fueron y uno está en una tierra de nadie entre la emoción del recuerdo y la evidencia de lo que ya no es. Más tarde, la filmadora nos abrió la posibilidad de documentar en imagen, sonido, color y movimiento, cualquier cosa que quisiéramos, con la ilusión de que de esa manera, el pasado ahora sí quedaría cristalizado, conservado, preservado por siempre jamás. Y esto, nuevamente, es y no es así. Es así porque cuando vemos las fotos, cuando oímos los casettes o cuando vemos los videos, nos reencontramos con aquellos momentos y los evocamos; tal vez, con suerte, nos lleve a la misma situación en un regreso acompañado de sensaciones táctiles, hasta olores y por un instante se tiene la sensación de la recuperación de lo que ya pasó. Pero también este ejercicio de memoria tiene algo de siniestro, algo de incómodo, algo de inquietante porque esas fotos, esos sonidos, esas imágenes, esos movimientos, guardados, intactos, nos son un tanto ajenos porque la vida continuó, nosotros ya no somos los mismos, muchos de los que vemos ya no están y descubrimos que su recuerdo, ése que tenemos en nuestro interior, también ha ido cambiando junto con nosotros y que esa foto, esa evidencia que habíamos guardado es diferente del recuerdo que fuimos construyendo. Aunque Jack no lo dice así, hay algo de todo esto que vuelve dilemática a la memoria, que el soporte técnico no resuelve. Además sobre la Shoá, sobre nuestra Shoá, la personal, la de cada uno, no hay ni fotos, ni sonidos ni filmaciones. Algunos pocos documentos escritos, algunos poquísimos objetos y básicamente nuestro recuerdo, nuestra palabra, nuestro testimonio del que no siempre nos podemos fiar. Pero, aún sí, no puede hacerse en el vacío, debe encontrarse una estructura también para recordar, para que ese recuerdo no se vuelva un sentimiento tóxico que cubra todos los días y no permita vivir.

En la necesidad de recordar, de sentarse cada tanto y honrar algunos dolores, algunas pérdidas, rememorar momentos gratos, hacen falta hitos, espacios, fechas, ritualizaciones. La ritualización socializa el recuerdo individual, lo vuelve colectivo. Jack tiene un despertador interno, una alarma aguda que suena en cada 19 de abril, en cada 8 de mayo, en cada Pésaj, en cada Iom Kipur y lo arranca de la cotidianeidad, lo sacude de la modorra y le grita al oído: “ ¡Llegó la hora Yankele ! ¡Despertate! ¡Hacé algo! ¡No te quedes inmóvil! Hoy podés recordar, hoy debés recordar, andá que te están esperando” y ahí va, urgido por la convicción de que él mismo es un documento, de que no puede ni quiere ni debe sustraerse a hacerlo público, de que le debe ese eterno kadish a todos sus muertos sin tumba. Y sale, puntual, su página en Pagina 12. Con las mismas dudas, con las mismas preguntas, con el mismo escepticismo pero al mismo tiempo, a pesar de las dudas, a pesar de las preguntas, a pesar del escepticismo, sigue honrando al llamado de su compromiso. Esta presencia en cada efeméride revela la discusión interna que lo acosa entre su propia decepción y su necesidad de abrir la frágil puerta de la esperanza.

Jack cultiva la memoria pero sabe, y lo digo con sus palabras, que “la memoria no garantiza nada”. Pero a él no le importa. O sí, complejo y contradictorio como tantos de nosotros, hace como si no le importara y se planta e insiste y habla.

Habla de la guerra, del absurdo, de la condición humana, de la fatalidad. Habla de sus seres queridos, de su padre, de su madre, de sus hermanos. Habla de su ciudad, de la vida judía que se ha perdido, de las comunidades perdidas, del idish, de la militancia política, de los sueños de un mundo mejor. Habla de la necesidad humana de dibujar con mejores colores el pasado y recuerda que la supuesta liberación de los campos no fue tal aunque al principio él mismo lo llamaba así, que nadie lo liberó porque nadie lo fue a buscar, que simplemente fue encontrado porque los ejércitos aliados se toparon con el horror de los campos, fueron sorprendidos con esas visiones que no figuraban ni en sus mapas ni en sus planes. Habla de los héroes que se resistieron de forma armada y señala la injusticia que ha caído sobre los que no han podido pelear con las armas y que no sólo han sido asesinados sino que también se les exige retrospectivamente haber muerto de otra manera, como si hubiera alguna forma buena o mejor de morir, de tronchar una vida.

Menciona su edad a cada paso, y junto con su edad, levanta la contabilidad de los años que median entre ese día y el fin de la guerra. Construye cada nota como una efeméride, una marca en el paso del tiempo, y la angustia por el paso del tiempo, por la incertidumbre de lo que pasará una vez que no queden más testigos, una vez que la efeméride sea eso, tan solo una efeméride, un espacio en el calendario, una alusión vacía de contenido encarnado.

Y en su hablar, en su letanía, en su hagadá personal, los temas vuelven, se repiten año tras año sin pudor ni explicaciones innecesarias, como los martillazos que daba su padre sobre las suelas de los zapatos, rítmicos, persistentes, secos, contundentes, previsibles. Pero cada golpe que contiene la misma pregunta, el mismo dolor, la misma ilusión, la misma desilusión, se oye diferente porque viene con otro ejemplo, con otra reflexión, con otra metáfora que permite la recuperación de su vigencia.

Jack se crió, como casi todos nosotros, en la creencia de que la cultura, la ciencia, el arte, la elevación espiritual del hombre, conduciría a un mundo mejor, más justo. En sus notas está el dolor de advertir que el origen de la Shoá tuvo lugar en el pueblo alemán que alcanzó altísimos niveles culturales. Fue ese pueblo el que sumió al mundo en un horror inimaginado antes. Y no sólo eso, no olvida que el sueño comunista se hizo añicos en la Unión Soviética por el ataque a los valores más elementales, por los asesinatos cometidos en su nombre, y menciona todo lo demás que siguió pasando en otras latitudes, en épocas más próximas y que revela que el mundo parece no haber aprendido nada, que la cosa sigue y se reproduce y no tenemos respuestas ni propuestas eficaces, solo preguntas más y más desesperadas.

Testigo de su tiempo y sabe que aunque lo respetan, aunque lo escuchan con consideración, difícilmente lo oigan, difícilmente entiendan de qué está hablando.

Varias veces me ha dicho que duda del sentido de hablar, que duda de que a los demás les interese, que duda de que lo entiendan y que se siente bien a veces hablando conmigo, es por eso que me ha pedido que esté hoy en esta presentación. Me pregunté cuál sería la razón de que se sintiera bien, de que pudiéramos hablar. ¿Será porque soy hija de sobrevivientes de la Shoá? ¿Será porque tomé el tema de la Shoá como uno de los ejes de mi vida? ¿Será porque no me tranquilizo con los habituales lugares comunes y aprecio su mirada cuestionadora y provocadora? No lo sé. Lo que sí sé es que cuando lo escucho, cuando de verdad lo escucho, cuando no mejoro ni traduzco lo que me dice, tengo claro que no sé de qué me habla. Sé que no sé. Creo que ésa es toda la diferencia. Tengo claro que no sé y es desde ahí que tenemos este espacio común. Cuando uno se adentra en el tema de la Shoá, cuando uno de verdad se mete en sus oscuridades, pestilencias y terrores, a uno lo acosa un vaho insoportable y junto con él la evidencia de la imposibilidad de saber. Las preguntas que surgen inmediatamente y de las que Jack da cuenta a cada paso, chocan con el límite de lo que estamos preparados para comprender y aceptar. El Bien y el Mal, el asesinato y la muerte, las justificaciones, la técnica aplicada a la destrucción. Es tan difícil de soportar que rápidamente se siente la tentación de transformarlo en conceptos conocidos, en volverlo familiar, en traducirlo a experiencias con las que uno se puede identificar y ahí es donde perdemos, porque nada hay más lejos de la experiencia común que la de los que pasaron la Shoá, los que fueron testigos del extremo de todos los extremos. Sentimos tantas veces que la gente se sacude estas cosas con las frases hechas habituales, con las referencias acostumbradas, palabras como horror, Auschwitz, hornos, nunca más, son esgrimidas en un simulacro de compromiso que se disuelve rápidamente, que se guarda hasta el próximo Iom Hashoá en el que se volverán a desempolvar y a exhibir como fantasmas mudos. Y todos en paz, a dormir con la conciencia tranquila de haber dicho lo que había que decir. Jack y todos los sobrevivientes, lo llevan puesto todo el año, todos los días, todas las horas. Lo llevan como esa piedra en el zapato a la que uno se ha acostumbrado, tanto que a veces ya no la siente, pero que sigue ahí y que vuelve a doler cuando uno se apoya mal, o hace algún movimiento diferente. Y vuelve el dolor con toda su intensidad, a veces como dedo acusador, otras como testimonio de la fragilidad de lo humano. Esto es lo que denuncia Jack y lo expresa en sus preguntas de siempre, en su incredulidad sobre la fatalidad del Mal, en la dificultad de aceptar que la cosa no tiene remedio, en el consejo que nos da y que se da a sí mismo de que mejor aceptemos que somos así, que es parte de nuestra humanidad, como lo dice él mismo, que “la guerra es una circunstancia humana, como el dolor, la memoria, la risa”.

Sólo quiero mencionar dos cosas de las que aparecen publicadas en este libro. Una, su propuesta de dejar una de cada tres sillas vacías en cada conmemoración de la Shoá para mostrar de manera dramática y concreta que ha sido asesinado un tercio de los judíos del mundo. Me parece una cosa sencilla, potente y hondamente significativa, algo que habla por sí mismo y compromete corporalmente a los presentes. La otra cosa que quiero señalar es algo que dice en la página 116 cuando habla de que de las víctimas no puede aprenderse casi nada. Lo cito: “solo la triste lección de lo que el hombre es capaz de soportar para sobrevivir. Los verdugos en cambio tienen un saber articulado en la preparación metódica de las tareas, en la organización, en la anticipación y en el rasgo estratégico de sus objetivos. Desde el ascenso del nazismo en 1933 hasta su caída en 1945, los nazis trabajaron infatigablemente en la organización y ejecución de sus fábricas y laboratorios de muerte, con la colaboración y asesoramiento de científicos, médicos, ingenieros, antropólogos y técnicos. Para saber qué ocurrió, sería de enorme utilidad tener los testimonios personales, el relato confesional de las experiencias, de los planes, tanto de los ejecutores, como de los científicos e intelectuales comprometidos con la matanza”. Es también una propuesta potente que habría que realizar. Los sobrevivientes hablan y han hablado. Testigos, testimonios y documentos encarnados, pero son tan solo un extremo de este sube y baja de la humanidad. Sólo Abel. Nos falta conocer al otro, a Caín, a los caínes de la humanidad, a los caínes políticos, sociales y económicos pero también a los caínes que todos creemos que tiene el otro, a los caínes que tenemos adentro cada uno de nosotros.

La sabiduría de Jack se expresa de manera prístina en la siguiente anécdota que no está en el libro y con la cual termino la parte que me toca en esta presentación. Un día me dijo: “Mirá cómo son las cosas. El otro día iba con el coche y un tipo hizo una mala maniobra y me lo rayó. Me puse como loco, me bajé del coche, me enojé, me puse mal y de pronto me detuve y me dije ´Yankele, ¿qué estás haciendo?, ¿qué importancia tiene? Es sólo un coche, después de todo lo que te pasó ¿un rayón en el coche te parece que merece que te angusties?´ y me pareció que estaba bien, que esa voz interna mía ponía las cosas en su lugar, que estaba exagerando, que un rayón en el coche era una tontería. Pero pasó un momento y pensé que no podía vivir toda mi vida midiendo las cosas así, que la vida normal no era Auschwitz, que estaba en Buenos Aires, que la vida normal ahora era cuidar el auto y ponerse mal cuando a uno se lo rayaban, que yo era igual a cualquiera y que estaba bien bajarme del coche y decirle al que me lo había rayado ¡Hey! ¡Mirá lo que hacés! ¡No podés andar por el mundo rayándole el coche a la gente!”.

A veces los dilemas se resuelven así, apelando a lo concreto y más vivo de la vida, porque como Jack mismo lo dice en la página 180 “es mucho más fácil recordar el pasado que combatir la indiferencia presente”. Muchas gracias.

Diana Wang.

Librería El Ateneo, 5/10/06