Primero un flash de abril 1995: veníamos cansados después de un largo vuelo. Buenos Aires-Río, Río–Roma, Roma–Varsovia. Las bocas secas, los ojos enrojecidos, las piernas encogidas, el aliento contenido. Mirábamos hacia abajo, apretándonos ante las ventanas amarretas que tienen los aviones. Buscábamos los bosques, esos bosques de los que tanto habíamos escuchado hablar, esos bosques polacos con hongos, humedad, frambuesas, silencio, protección, escondites. Doce argentinos. Doce argentinos volvíamos a Polonia. En realidad sólo una de nosotros volvía verdaderamente, la querida Tauba que ya no está entre nosotros. Llevaba una placa de mármol para dejar en Auschwitz, último lugar donde había visto a su hermana. El resto de nosotros iba con un volver ancestral, íntimo y reivindicatorio. Cuando oímos el consabido “Levanten las mesitas, vuelvan los asientos a posición vertical, ajusten los cinturones que estamos descendiendo sobre el aeropuerto en Varsovia”, Miguel dijo con voz ronca: “cantemos el himno de los partisanos” y de las doce gargantas brotó incontenible el “zug nisht keinmol az du gueist dem letstn veg” y, no sé qué les pasó a los demás, pero yo no pude contener las lágrimas. El 23 de Octubre 2003 se le otorgó a Irena Sendler el premio Jan Kasrki en Varsovia. La Embajada de Polonia en Buenos Aires, como eco del premio, hacía un homenaje a su compatriota. Había mucha gente en la residencia de Palermo Chico, mucho calor. Judíos y católicos, casi todos polacos, sobrevivientes de la Shoá con números tatuados, hijos de sobrevivientes, miembros de la comunidad polaca, representantes del mundo de la cultura, mucha gente, mucho calor.
Para los que no lo saben, Jan Karski es otro Justo entre las Naciones, un hombre que llevó la información al mundo de lo que pasaba en Polonia pero no fue escuchado. Irena Sendler, la homenajeada, es una polaca católica que sacó a 2.500 niños del gueto de Varsovia y los salvó de los nazis. Su historia no sólo merece conocerse, sino que debiera ser el eje de lo que Marcos Aguinis llamó, cuando hizo uso de la palabra, “la pedagogía positiva”. Irena Sendler es un ejemplo de la Bondad absoluta que fue ejercida por algunos durante la Shoá. Me dirán que fueron pocos. Lo concedo. Pero dadas las condiciones, veámoslos como modelos alrededor de los cuales enseñar a nuestros hijos y nietos la diferencia entre legalidad y legitimidad y su afirmación ética preñada de potencialidad pedagógica. Es esencial para nuestra persistencia como humanidad humana.
Hubo varios discursos en la embajada la noche del 23 de octubre. Escuchar las palabras del embajador Ratajski loando la conducta de Irena, estableciéndola como modelo de dignidad para todo el pueblo polaco nos sumía en una irrealidad onírica. Se superponía con las imágenes y relatos de tantos polacos antisemitas, usurpadores, entregadores, en un mosaico que pinta con color esperanza, como canta Diego Torres, al género humano. Pero no quiero hablar de los discursos, ni las menciones, ni las personalidades presentes. Quiero hablar de una canción. Se cantaron cuatro. Dos de la resistencia polaca, en polaco, dos bellas canciones que fueron seguidas por algunas personas, incluso algunos sobrevivientes que las reconocían y recordaban. Y también se cantaron dos canciones en idish (sí, en la embajada de Polonia se habló idish): “Ij benk aheim” de Leib Rosenthal, el lamento desgarrado de haber perdido la casa, la calle, los horizontes cotidianos, las pertenencias, los olores, canción que se cantaba en todos los guetos y que expresa hoy el horror de las cinco mil comunidades judías perdidas. Y también se cantó El himno partisano, el himno judío de Hirsh Glick, la otra cara del Hatikva, la de la fuerza y la persistencia de la vida. Cuando lo anunciaron, algunos decidimos cantarlo junto con la cantante. Me ví otra vez en aquel avión, en aquel viaje llegando a Polonia. Y lo que entonces fue chutzpá, atrevimiento, rabia, dolor, en la embajada fue dignidad, honor, humanidad. Nuestras voces judías diciendo las palabras que todos conocemos tan bien: “mir zainen do!” mirando al frente, con los ojos bien abiertos, la frente alta, el pecho erguido, y prometer “vi a parol zol guein dos lid fun dor tsu dor”. Veía a nuestro alrededor a los polacos no judíos ser testigos de este acto de derecho recuperado, con cierta sorpresa, y nos veía a nosotros mismos animándonos a pisar firme, tal vez por primera vez, en territorio polaco. Mil años de vida judía en Polonia no son un mero tránsito. El 90% exterminados en la shoá no es un dato estadístico. Éramos parte del 10% que había sobrevivido, éramos su savia y su energía, estábamos ahí y éramos escuchados con respeto, consideración y emoción.
Es verdad: nunca se puede decir que uno pasa por última vez por un camino. La vida es impredecible. Y como decía Tevie “cuando Dios cierra una puerta, en algún lado se abre una ventana”.
Dos cosas que lamento. Una, que mis padres hayan muerto sin haber vivido lo que yo he tenido la fortuna de vivir el 23 de octubre en la embajada de Polonia. Y la otra, es el dolor de pensar que si Irena Sendler hubiera sido la encargada de salvar a mi hermanito yo no estaría buscándolo como lo sigo haciendo. Porque Irena Sendler, no sólo salvó 2.500 chicos sino que registró sus nombres y los nombres de las familias que los adoptaron, guardó la lista y la enterró, de modo que cuando la shoá terminó, los chicos pudieron recuperar, cuando no a sus familias, por lo menos su identidad.
Biografía de Irena Sendler en: http://www.irwf.org.ar/Isendler/indexsp.htm. Ruego leerla con detenimiento, difundirla y honrar su ejemplo dando una mano a quien lo necesita sin preguntarse si es igual que uno, y decir, como ella “podía haber hecho más”.