Shoa

Documentos, fronteras y mentiras. 

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Escena I: check in en un aeropuerto, cualquiera. Llega mi turno. Entrego mi documento y escudriño la cara del funcionario. Retengo el aire. Mira la computadora. Escribe algo. Largo el aire e inspiro hondo. Vuelve a mirar. Revisa el documento. Me aclaro la garganta. Mira la computadora. Escribe otra cosa. Se me secaron las manos. Me mira y sonríe. ¿Habrá encontrado algo que está mal y me consuela? Pasa alguien y aprovecha para preguntarle algo que no alcanzo a oír. El corazón me late fuerte y por momentos se me nubla la vista. Cambio el apoyo de una pierna a la otra como si el piso estuviera hirviendo y las plantas de los pies ardieran. Me mira. Me entrega el documento con el ticket de embarque y me dice “buen viaje”. Me vuelve el alma al cuerpo. Me alejo agotada como si hubiera regresado del frente de batalla.

Escena II: migraciones, sea en un aeropuerto o en un paso fronterizo. Miro al funcionario y pongo cara de abuelita buena e inofensiva. Entrego pasaporte. Mira computadora. Teclea no sé qué. Suspira. ¿Qué vió? ¿habrá algún problema? “Ponga el pulgar acá” dice con indiferencia (¿real o aparente?). “Mire a la cámara”. Vuelve a mirar a la computadora. Espero que mi temblor sea imperceptible. Me aguanto para no hiperventilar. Me aguanto. Me entrega el documento. “Pase” dice. Mis piernas pareciera que ya no me sostienen pero de alguna manera junto fuerzas y me voy hasta llegar al primer asiento que encuentro donde me desplomo.

No a todo el mundo le pasa lo mismo. Si bien para todos es un momento de detención del tiempo cuando el próximo paso depende de la aprobación de una autoridad y genera una ligera incertidumbre, para mi asume un mayor grado de angustia. Cualquier trámite, gestión de documento, reclamo, cualquier conducta en la que dependa de la aprobación de un funcionario, me sume en un estado casi inmanejable de ansiedad y temor.

A esto se suma mi absurdo miedo de que no me crean, que sea lo fuere lo que diga, sea tomado como mentira. Eso me pasa en todos los órdenes de la vida cotidiana. Cuando asevero algo, cuando digo “esto fue así” o “lo que pasó fue esto”, me empieza a cubrir una nube tóxica de “no te cree”, y siempre me sorprende que me crean, que no tenga que recurrir a algún argumento probatorio, como si estuviera siempre bajo sospecha. 

¿De dónde sale mi terror con los documentos y pasos y mi sospecha de que no me creen?

Miro hacia atrás y no encuentro en mi historia personal nada que sustente ambas emociones. Nunca tuve problemas en ninguno de los dos órdenes. Es tanto mi apego a la sinceridad que nunca recibí acusación alguna de mentira. Tampoco nunca tuve problemas en la gestión de documentos ni en un paso fronterizo. 

Esas cosas no me pasaron a mí. Pero les pasaron a mis padres. 

Desde chica supe que sobrevivieron al nazismo debiendo mentir muchas veces y pasando controles de documentos y fronteras en manos de funcionarios que podían detenerlos y deportarlos ante la menor sospecha de que eran judíos. Fueron también historias que llenaron mi infancia de relatos fantásticos en donde la inventiva, la creatividad, el coraje, determinó que los sobrevivientes hubieran salvado las vallas del nazismo que parecían infranqueables. Escuchaba fascinada esas historias en las que una se hizo pasar por católica trabajando como sirvienta en la casa de un jerarca nazi, otro que ocultó ser judío y se unió a los partisanos soviéticos, la chiquita que sabía cómo se llamaba pero aprendió a responder a otro nombre de manera automática para no despertar ninguna sospecha. Y así. 

Mis padres habían ido a visitar a su familia y quedaron varados cuando se cerró el gueto sin poder volver a su casa que estaba a unos pocos kilómetros. La única forma de salvarse que encontraron fue siendo escondidos por una familia cristiana que al hacerlo ponía en riesgo a todos sus miembros. Pero hacía falta dinero. El hombre estaba sin trabajo, no tenía cómo alimentar a sus hijos ni comprar carbón para el invierno, menos que menos tenía cómo sostener a gente escondida. Mis padres tenían un pequeño ahorro que había quedado en su casa. No era mucho lo que un carpintero podía ahorrar pero era algo que ayudaría a todos al menos por un tiempo. ¿Cómo buscar ese dinero sin levantar sospechas? ¿Cómo salir de la ciudad y no ser detenidos? Papá no podía hacerlo. Ante la menor sospecha, como contaba él, le harían “bajar los pantalones” y se descubriría que era judío. Tenía que ir mamá. Consiguió un campesino con un carro que se avino a llevarla. Se disfrazó de ucraniana y sentada a su lado como si fuera su esposa llegaron al otro pueblo, recogió los valores y se volvieron. Un poco antes de terminar el trayecto los detuvo una patrulla de ucranianos comandada por un soldado alemán. El conductor del carro mantuvo la conversación, respondió las preguntas y mostró sus documentos. Mamá miraba al piso, temía que la delatara su mirada, decía que creía que los judíos se denunciaban a sí mismos por la mirada triste. Entendía todo lo que decía el alemán pero no tenía que mover ningún músculo, no ponerse en evidencia, una campesina ucraniana no entendía alemán, tenía que ser de piedra y mirar al piso con actitud de pasividad. Todo lo contrario de lo que era mamá. Cada palabra que decía el alemán y que replicaban los ucranianos, tensaba su columna y la aterrorizaba. El conductor bromeó con ellos, los hizo reír, el alemán pidió que le tradujeran y mamá se dio cuenta de que le decían cualquier cosa, que el ucraniano que traducía no sabía bien alemán. Pero la cosa funcionó y los dejaron pasar. El carro siguió su camino y en un recodo que hubo a unos cientos de metros mamá le pidió al conductor que se detuviera y se bajó porque sintió algo mojado entre las piernas en medio de las tres polleras ucranianas floreadas que se había puesto. Creía que se había hecho pis pero descubrió que tenía una feroz hemorragia que cubrió quitándose una de las polleras y colocándola como contención.

El relato siempre fue vívido y potente para mi. Lo escuchaba conteniendo el aire imaginando el terror de mamá, la fuerza de su deseo de supervivencia y la respuesta desgarrada de su cuerpo ante la feroz tensión sostenida.

No sé si mi angustia ante los pasos fronterizos y la entrega de documentos tiene que ver con esto. No sé si mi temor de que crean que miento cuando digo algo tiene que ver con esto. No lo sé. Pero probablemente sí. 

¿El fin justifica los medios?

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Amazon está proyectando su serie Hunters traducida como La Cacería. Aunque solo vi los dos primeros episodios, está la idea de cómo es la propuesta.

Se trata de una mezcla, no bien armonizada para mi gusto, de un cómic de superhéroes, una sátira y una exposición sobre la crueldad de los perpetradores durante la Shoá.

Está claro desde el comienzo que es una ficción, que no se intenta contar la Shoá y que lo que se muestra no sucedió. Desde ese punto de vista no ha lugar al reclamo de que “esto no fue así” o “es una banalización”. Su creador y guionista, David Weil, rinde tributo a su abuela Sara -Ruth en la serie-, sobreviviente de la Shoá y que nunca tuvo la satisfacción de ver castigados a sus torturadores. El guión es la compensación personal de su autor y una declaración de amor a su abuela. 

El Brooklyn de los 70, las locaciones en otros lugares, están pintadas en colores vivos y con la estética del cómic de esos años. El superhéroe es un joven de 20 años que presencia impotente el asesinato de su abuela y quiere averiguar quién lo hizo y por qué. Se topa entonces con la organización de los cazadores liderada por un millonario también sobreviviente encarnado por el siempre genial Al Pacino. La pantalla se ilumina en cada escena en la que él aparece. Los demás, el grupo de marginados, cada uno con una habilidad específica, se desempeñan correctamente, nada más. 

No importa si lo que se muestra es creíble. No importa si algo así sucedió o pudo haber sucedido. No importa si de verdad se denuncia la existencia de nazis integrados a la sociedad norteamericana. De lo que se trata es sobre la venganza. Tema sobre el que siempre nos preguntan cuando exponemos lo sucedido durante la Shoá. Dice Meyer (el líder del grupo): la mejor venganza es vivir bien. Pero ésa es su cara visible. Tiene otra que se revela muy poco después cuando lo reformula diciendo: la mejor venganza, es la venganza.

Curiosamente fueron contadas las venganzas encaradas por los sobrevivientes. Algunos linchamientos de colaboradores en la inmediata posguerra y el poco conocido plan Nakam (venganza en hebreo). La idea era envenenar el sistema de agua de varias ciudades alemanas que finalmente no pudo ser realizado porque fue descubierto. Entre sus organizadores había divergencias porque el plan asesinaría inocentes. Le siguió el plan B dirigido exclusivamente a los perpetradores. Esta vez, infiltrados en la panadería de un campo de prisioneros de guerra y miembros de las SS, los vengadores mezclaron arsénico en la masa de 3.000 barras de pan. Parece que murieron unos 2.000 soldados.

Preguntados los sobrevivientes acerca de su deseo de venganza, casi todos dicen que lo han tenido durante la Shoá, muchos soñaban con la forma de devolver lo se les había hecho, pero una vez terminada, la urgencia de seguir viviendo, de recomponer una familia, de volver a sentirse humanos fue cambiando aquel propósito. Dicen, como el personaje de la serie, que la mejor venganza es vivir bien, tener hijos y nietos, que de esa manera triunfan sobre el nazismo y su plan asesino.

La serie habla de los nazis invisibilizados en la sociedad norteamericana. Ya Costa Gavras lo había planteado en su película de 1989 Music Box (Mucho más que un crimen se tituló en Argentina). Queda sobre nuestro país la mancha y la sospecha de haber albergado a los criminales nazis, lo que es cierto, pero no ha sido el único país. Al terminar la guerra Estados Unidos y Rusia se disputaron los “mejores” nazis, los científicos, para que nutrieran la carrera armamentista y espacial en la guerra fría. A la Argentina, a Brasil, a Bolivia, a Chile y a varios otros países, llegaron los sobrantes, los menos “útiles”.

En resumen, la serie es un entretenimiento medianamente logrado que no aspira a reflejar la realidad histórica. Si algo podría dejarnos pensando es acerca de la finalidad y sentido de la venganza, si el fin justifica los medios.

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El adoctrinamiento nazi contado por un niño de 10 años.

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El Holocausto, como experiencia social y humana, sigue siendo irrepresentable. Nada de lo que se haga o muestre será lo que fue. Por otra parte, ¿acaso hay alguna experiencia humana que puede ser representada o replicada fuera de la experiencia en sí? ¿Cómo representar un estornudo y transmitir exactamente lo que es? Ante esta imposibilidad no es de extrañar que los protagonistas, los que han vivido la Shoá, puedan sentirse subvertidos frente a una de sus representaciones. Los films y testimonios audiovisuales que pretenden “ser”, hacen agua. De la única manera en que la experiencia puede ser transmitida sin perder su esencia es cuando es transformada de manera artística de modo que nos toque emocionalmente.

Taika Waititi (né Cohen) creó un guión de un film que dirigió, a partir de una novela de Christine Leunens, Caging Skies (Cielos enjaulados). 

Johan - Jojo- tiene 10 años y está muy excitado porque comenzará su entrenamiento en el campamento de verano de la Juventud Hitlerista. Ensaya frente al espejo su postura y su “heil Hitler” intentando darle el aire apropiado de firmeza y fuerza para que su uniforme caqui y sus atributos sean enaltecidos. Viene en su ayuda un Hitler de pacotilla, un adulto con un uniforme similar y sus bigotes característicos pero que se comporta como si tuviera 10 años, igual que Jojo. Es que es un amigo invisible con quien dialoga y se motiva. ¿Cómo imaginar que este planteo pueda ser un film que conmueva, que informe y que transmita algo de lo que sucedió? y sin embargo lo logra y con creces.

La mirada de Jojo ha permanecido aparentemente incontaminada gracias al esfuerzo de su madre por mantenerlo lejos, -una Scarlet Johanson soberbia-. Esa inocencia  nos permite adentrarnos en el universo del adoctrinamiento nazi que hizo posible que el pueblo alemán, un poco como Jojo, se entregara a la ordalía de sangre y fuego que terminó con su propia destrucción. 

Jack Fuchs se preguntaba cómo había sido posible que las madres alemanas entregaran con felicidad a sus hijos a la guerra, cómo había sido posible que los enviaran a la muerte con alegría y orgullo. La tan poderosa maquinaria propagandística desplegada lavó el cerebro a la mayoría del pueblo alemán, como a Jojo que cree lo que le han enseñado en la escuela. ¿Por qué no creerlo? ¿Acaso los adultos no saben más que los chicos? ¿No es la educación impartida por padres y maestros el camino para crecer y hacerse grandes? 

La credulidad de Jojo no es solo la esperable en la infancia sino también, y ésa es la parte más terrible, la de la masa que confía en sus gobernantes y toma por cierto lo que provenga de ellos porque el contrato social está basado en la confianza en nuestros gobernantes en quienes hemos delegado nuestra representación. 

Taika Waititi (né Cohen) construye a partir de esta confianza y credulidad, un relato en el que el horror del Holocausto nos es ahorrado igual como le fue ahorrado a la gente común. Nos muestra nazis que son una parodia de sí mismos, así como podrían ser vistos por un chico de 10 años que no alcanza a darse cuenta de lo que de verdad está pasando. Cuando descubre a Elsa, la jovencita judía que su madre oculta en el desván al estilo de Ana Frank, se pega un susto mayúsculo. Los judios eran para él la malevolencia en persona y debe revisar, con resistencia al principio, todo lo que hasta ese momento daba por cierto. Elsa no tiene cuernos ni es monstruosa ni se desayuna con la sangre de niñitos cristianos. Jojo decide investigar cómo son los judíos porque parecen no ser como le habían contado que eran.

El film comienza en tono de parodia pero va cambiando de registro aunque no de frescura a medida que la derrota del nazismo derrumba todas las convicciones que Jojo - los alemanes- tenía sobre la pretendida superioridad “aria”, la inevitabilidad del triunfo de Alemania y el Reich de los mil años prometido por Hitler. 

Aunque en tono de parodia, todo lo que muestra de un modo que parece ligero, sucedió. Los campamentos de adoctrinamiento con las pruebas de crueldad a las que se sometía a los chicos que debían matar con sus manos a un pequeño animalito. Los contenidos impartidos en la escuela sobre la condición judía y sobre las características de los judíos. El lugar de las niñas entrenadas como procreadoras seriales de niñitos “arios”. La utilización de los niños como último y desesperado recurso en las últimas horas de la guerra enviados al suicidio en la lucha contra los “terribles” rusos y norteamericanos. La resistencia de los alemanes que se atrevieron a oponerse con sabotajes y proclamas y el castigo que recibían en el ajusticiamiento público tendiente a desmoralizar a sus posibles imitadores. Todo eso sucedió.

La película está bordada con comentarios irónicos. Por ejemplo, caminando por el idílico pueblo en el que viven, ya destruido al final de la guerra, Jojo y su amigo Yorki comentan que están todos en contra, los ingleses, norteamericanos, rusos, franceses, y que solo los japoneses están a favor, “y ni siquiera parecen arios” dice Yorki.

No sabemos mucho de la historia de Jojo, solo que había una hermana que murió y un papá que tal vez esté luchando en alguna resistencia o que tal vez ya murió. Tampoco sabemos de Elsa pero se supone que solo ella quedó de su familia. Al final Jojo y Elsa, huérfanos y solos nos dejan con la pregunta de cómo seguirán, de qué vivirán, dónde. Como ha quedado la Humanidad toda preguntándose cómo fue posible y cómo seguir.

Scarlet Johanson seduce con esa mamá que se opone al nazismo pero lo oculta ante su hijo para no ponerlo en peligro. Taika Waititi (né Cohen) dirige el film y protagoniza al Hitler amigo imaginario con frescura y desenfado. Todos los actores colaboran en dar la imagen de parodia sazonada con el sobreentendido de que “hacemos como que no es pero fue así”. 

No hay ninguna imagen morbosa, nada del horror que podría haberse desplegado y sin embargo es todo claro y obvio y agradecemos que nos lo cuenten confiando en nuestra capacidad de comprensión y conocimiento.

Un último comentario sobre la identidad Taika Waititi (né ) hijo de padre judío y madre neozelandesa que tomó los personajes de la novela de Leunens y los recreó. Parece que la novela tiene un tono trágico centrado en la relación entre Jojo y Elsa, el niño nazi fanático y la jovencita judía escondida y los sigue a lo largo de los años. La película toma a los personajes pero se ubica en los últimos momentos del nazismo, cuando todas las supuestas verdades se derrumban y Jojo y el pueblo alemán deben confrontarse con las mentiras.

Waititi creó un film en el que algunas de las verdades más duras del nazismo se dicen con amabilidad y frescura y, básicamente, con la confianza de que los espectadores entenderán perfectamente de qué se trata.

Publicado en Infobae