Shoa

Odio a los judíos: virus mutante - Edward Rothstein

Traducción libre: Diana Wang En el congreso sobre antisemitismo que tuvo lugar esta semana en el Center for Jewish History (Centro de Historia Judía), un panelista contó este chiste judío clásico: Un judío se ofreció como anunciador en una radio y fue rechazado. Un amigo le preguntó por qué. “Es sencillo” y agregó con un agónico tartamudeo: “anti-s-s-s-semitismo”. El chiste se burla de la idea misma del antisemitismo y también de la excesiva sensibilidad judía sobre las frustraciones.

Lejos de una idea burlona sobre el antisemitismo, el congreso -organizado por Leon Wieseltier y Martin Peretz del New Republic y Leon Botstein, presidente del Bard Collage-, encontró el viejo virus colándose vital y fresco por el tejido de la cultura occidental, tomando nuevos senderos, buscando nuevos huéspedes y proponiendo nuevas amenazas.

Auspiciado por el IWO, Instituto de Investigación Judío, el congreso de cuatro días incluyó una lista impresionante de historiadores y académicos de las ciencias sociales, estudiosos del antisemitismo, periodistas y dirigentes de organizaciones judías. El tema del resurgimiento del antisemitismo también inspiró otro congreso esta semana, en París, organizado por el Centro Simon Wiesenthal y la UNESCO. Y el mes pasado, un simposio de un día sobre el mismo tema fue llevado a cabo en Ámsterdam en la casa de Anna Frank.

Esta confluencia de preocupaciones es también evidente en las siguientes publicaciones: "The Anti-Semitic Moment: A Tour of France in 1898" (El momento antisemita: una gira por Francia en 1898) por Pierre Birnbaum (Hill & Wang) y el que está a punto de aparecer, "The New Anti-Semitism: The Current Crisis and What We Must Do About It" (Jossey-Bass) (El nuevo antisemitismo: la crisis actual y lo que debemos hacer sobre ello) por Phyllis Chesler.

Tanto interés expresa preocupaciones que no son infundadas. En Francia, durante los últimos dos años, sucedieron cientos de incidentes antisemitas con sinagogas quemadas y ataques físicos a personas entre otros. En el congreso del IWO, el escritor judío, Konstanty Gebert, que usa solideo, dijo haber soportado más insultos durante unos meses en Paris que los recibidos en toda su vida en Polonia. El historiador Simon Schama contó que cientos de tumbas judías, entre las que estaban las de su familia, habían sido profanadas en el cementerio judío de Inglaterra dos semanas antes. Los ejemplos más paradigmáticos, sin embargo, vienen del mundo árabe donde florecen por doquier tiras cómicas al estilo de Der Stürmer y de los libelos sangrientos de la Edad Media.

Muchos de los incidentes de Europa occidental son ejecutados por jóvenes criados en comunidades musulmanas que convirtieron a los judíos en su principal objetivo de ataque. Pero los incidentes y las reacciones oficiales han generado una mayor amplificación del fenómeno del antisemitismo. Durante un cierto tiempo, el gobierno francés fue renuente a encararlos como actos antisemitas. En algunos casos los ha justificado o explicado como reacciones contra la política de Ariel Sharon en Israel o por la guerra contra el terror del presidente Bush. No sólo el gobierno, sino también la condena de estas políticas desde la izquierda europea han producido una benevolencia contagiosa.

Una cierta forma intelectual del antisemitismo asociada con la aguda crítica a Israel se hizo más frecuente. Por supuesto, la crítica a Israel no es forzosamente antisemita, y no es válido acusar de antisemitismo a toda crítica a Israel. Pero la crítica es antisemita cuando demoniza al sionismo, lo iguala al nazismo o justifica a organizaciones como Hamás y Hezbolá uno de cuyos propósitos constituyentes es la destrucción de Israel. Si la analogía nazi se aplica tan ávidamente a Israel podríamos pensar que es porque parece aliviar y absolver al acusador mientras que condena al estado de Israel al nivel más profundo del infierno. Pronto, la acusación se hace extensiva a los otros judíos.

En esta transformación del antisemitismo, los viejos mitos y nociones del pueblo paria reaparecen a menudo con nuevos disfraces. Por ejemplo, la idea de que los judíos se sacian con la sangre de los gentiles para objetivos rituales, se ha reencarnado en el chiste gráfico del diario The Independent de Londres el pasado enero que generó una firme protesta del gobierno israelí. Mostraba en una caricatura goyesca a un Ariel Sharon dibujado con rasgos étnicos propios de las imágenes antisemitas, engulliéndose la cabeza de un niño palestino mientras helicópteros israelíes tiraban bombas a su alrededor. "¿Cuál es el problema?" gruñe Sharon. "¿No vieron nunca antes a un político besando a un niño?"

¿Por qué estas nuevas formas de antisemitismo se volvieron familiares en Europa? ¿Por qué prosperan aún cuando el antisemitismo tradicional es abiertamente condenado?

En el congreso del IWO, Mark Lilla, que enseña Historia Intelectual Europea en la Universidad de Chicago, argumentó que los brotes antisemitas estuvieron asociados en la historia de la humanidad con crisis políticas. Con el conflicto entre la Iglesia y el estado en la Edad Media, con el Iluminismo en el siglo 18, con la crisis del totalitarismo en el siglo 20. Ahora, continuó, está sucediendo otra transformación, Europa se rebela contra la idea misma del estado-nación.

En la conciencia europea, el estado-nación está asociado a la fuerzas diabólicas del nacionalismo, la xenofobia y el fascismo. Luego de la Segunda Guerra Mundial, dijo el Sr Lilla, Europa pudo dejar de pensar en el tema de la soberanía; los EEUU y la NATO se hicieron cargo del paquete. Una de las consecuencias, agregó el Sr Lilla, es que las organizaciones no gubernamentales son vistas como un ideal político en contra de los estados-nación soberanos. En este escenario, Israel aparece como una anomalía, una nación-estado joven que insiste en su status, fuerza y soberanía, violando esa visión internacional contemporánea. Tal vez sea una de las razones para que Israel fuera tratado como paria en las Naciones Unidas, imposibilitado incluso de pertenecer a la Comisión de Derechos Humanos (su lugar lo ocupa Libia) y que sea sujeto de resoluciones que confirman la legitimidad de la lucha armada en su contra.

El Sr Lilla desarrolla argumentos propuestos por Robert Kagan sobre las diferencias entre los EEUU y Europa. Dice que tanto al anti-norteamericanismo como al anti-sionismo son la expresión de la oposición a la noción moderna de nación-estado que insiste en viejas ideas de poder. Europa no niega de plano los temas de soberanía. Por ejemplo apoya la inviolabilidad de las fronteras o la necesidad de un estado palestino. Pero son excepciones examinadas raramente con seriedad. En palabras del Sr Lilla: “Incluso el apoyo a los palestinos tiene una extraña cualidad apolítica en Europa”.

Pero no es sólo cuestión de ideología política. Alain Finkielkraut, el intelectual francés, sugirió que luego de la Segunda Guerra Mundial, Europa quedó obsesionada con el “nunca más”: “Nunca más políticas de poder. Nunca más nacionalismo. Nunca más Auschwitz”. Mientras los Estados Unidos podían celebrarse a sí mismos abiertamente, para Europa el recuerdo de la Segunda Guerra abría “un abismo”. Entonces, Europa se reivindicó a sí misma imaginando un mundo nuevo “un mundo tan humano, tan desprejuiciado, tan libre-pensador” en el cual la idea misma de un pueblo enemigo no era tomada con seriedad.

Pero entonces, en medio de este sueño ideal, aparecen los judíos. Sólo que esta vez “no son acusados de persistir tenazmente en su judaísmo sino de traicionarlo”. El nacionalismo israelí, su ejército y obstinación ofenden al universalismo de la izquierda europea y las simpatías antiglobalizadoras y evocan el pasado catastrófico.

Un antisemitismo de derechas sigue siendo injustificable, pero pasa a ser virtuoso cuando se sostiene en este pretendido universalismo antiglobalizante. Dice el Sr .Finkielkraut que son acusaciones que invocan las viejas tradiciones antisemitas: “Ven a los judíos como ese pueblo tan creído e intoxicado con su condición de elegido que rehúsa la idea de la humanidad universal”. En este pretendido rechazo, el judío, en su caricatura, termina siendo el racista arquetípico, o sea, el enemigo, el nazi.

Mientras que el judío fue otrora atacado por su asociación con la modernidad y el internacionalismo, ahora lo es por no aceptar el post-modernismo y el internacionalismo. Estos ataques, se sobreimprimen al antisemitismo más tradicional de radicales islámicos y nacionalistas palestinos que, paradójicamente, desconfían de la modernidad liberal universalista, cantan “muerte a los judíos” y proponen su propia imaginería sobre el nazismo.

Pero a pesar de todo esto, observamos también signos de cambios positivos a la luz de los eventos recientes. En el ultimo año, bajo la presión norteamericana algunas características concretas del gobierno palestino fueron revisadas. El mes pasado, Yigal Carmon, cuyo Instituto para la Investigación de los Medios en el Cercano Oriente ha traducido regularmente material del mundo árabe relacionado con los conflictos con EEUU e Israel, argumentó que hay ahora “significativos precursores de cambio en el discurso antisemita en el mundo árabe” (www.memri.org), con una disminución notoria de expresiones de extremo antisemitismo.

Algún día, tal vez, el viejo chiste judío sobre el locutor tartamudo podría tener menos niveles de lectura y ser expresión de que el antisemitismo se ha vuelto, tan sólo, motivo de broma.

Texto original en inglés: http://www.nytimes.com/2003/05/17/arts/17CONN.html?ex=1054183828&ei=1&en=23f285696d65b00c

El pianista (2002)

Yo, que soy una llorona, no lloré. Como el protagonista de “La naranja mecánica” en su proceso de rehabilitación cuando lo obligaban a mirar escenas de violencia, tenía los ojos bien abiertos frente al deslizamiento progresivo del Mal. No lloré. Tampoco escuché llorar a mi alrededor en el cine. Es que “El Pianista” no es una de llorar. “El Pianista” es una de pensar, de sentir, de dejarse penetrar por esa historia, nuestra historia. Polanski toma el relato de Szpilman y lo mezcla con sus propios ecos y le habla a los míos. No nos quiere contar la shoá, no se propone como historiador ni transmisor de mensajes. Tampoco hace un documental supuestamente objetivo, aunque hay un ahorro de comentarios y golpes bajos que uno agradece a cada paso. Nos cuenta la historia de la supervivencia de un judío durante la shoá, uno solo, con su pequeño universo de complejidades, sus cobardías y sus grandezas. Nos dice: “miren lo que nos fue pasando, miren quiénes éramos y cómo nos fueron haciendo deslizar en lo que nos era imposible anticipar” y nos muestra los seis años de reinado del Mal.

Cuenta la historia de Władek Szpilman un judío que se salvó. Como mis padres. Su historia, como todas las historias de sobrevivientes, se parece y no se parece, es siempre la misma y siempre es algo diferente. Vemos su camino particular y concreto que nos permite acompañarlo paso a paso, ser testigos del progreso en el plan de destrucción de la vida judía y observar, mudos y agradecidos, al azar que le permitió seguir viviendo contra toda expectativa.

La historia de la supervivencia de Władek Szpilman transcurre desde septiembre de 1939, en la Varsovia floreciente, hasta 1945, entre lo que quedó, las ruinas y su desgarradora soledad. La vida de los judíos en la Varsovia de fines del treinta, cosmopolita, urbana, sofisticada, nos es devuelta en imágenes y sonidos. La cotidianeidad, la ropa, los muebles, los adornos, los carteles, los pequeños detalles son lenguajes sensibles que evocan sabores, olores, aquello más primario del recuerdo. Vemos los nombres de las tiendas, los carteles, los afiches, los anuncios, en polaco y algunos también en idish con tal sensación de realidad que uno espera oír polaco, oír idish. Y muestra cómo esa vida va siendo atacada y se desliza en una caída fatal hacia la abyección y la muerte. El traslado forzado hacia el gueto, las restricciones progresivas, las humillaciones, las deportaciones, el “paso” al lado ario, los caminos tortuosos de la supervivencia y, para algunos pocos, la salvación.

Una vida puede ser relatada en pequeños detalles, detalles que nos permiten atisbar algo de ese mundo del gueto, de la persecución, de la impotencia, del miedo que nos es tan desconocido, del que la mayoría sólo tenemos un registro intelectual. ¿Cómo comprender desde nuestra “seguridad” cotidiana la progresión del hambre, del frío, el desamparo, la sed, de las pérdidas de personas, objetos, refugios, “seguridades”, “certezas”? En “El Pianista” están esos detalles que atraviesan las palabras y le hablan directamente a nuestra piel.

Temas caros a los sobrevivientes como las vergüenzas y los actos de arrojo –tanto de judíos, polacos, nazis-, las inconciencias y el puro azar, el horrible, maravilloso, injusto y arbitrario puro azar. Sin baraturas ni simplificaciones, no se nos ahorran las miserias ni las grandezas humanas. Se ve el sufrimiento judío pero también se ve su aprovechamiento por otros judíos. Se ve el judío que actúa como corrupto y en otro momento como salvador. Se ve la complicidad de la población polaca pero también se ve la ayuda que algunos proporcionaron. Se ve la crueldad de los nazis pero también la conducta de alguno que lo contradice. Polanski se atreve con la vida y con las cosas como de verdad son: grises mayores, grises menores, grises grises.

Los sobrevivientes se preguntan si “El Pianista” servirá para algo, si conseguirá acercar la experiencia a los afortunados que la desconocen. Difícil responderlo. Tal vez para muchos, incluso para muchos judíos, esta película será la primera aproximación a una de las irreparables pérdidas de la shoá: la vida judía polaca en su riqueza y complejidad. Lejos del habitante del shtetl, (esa imagen algo romántica del judío ingenuo, bonachón, crédulo y religioso de comienzos de siglo), en los varsovianos judíos de los años treinta vemos a los citadinos, a los profesionales, a los estudiantes, a las amas de casa, a los comerciantes, a los militantes, a los subversivos, y también a los criminales, los mafiosos, los aprovechadores. Los judíos, igual que cualquier otro grupo humano, se ven como fueron, en su diversidad real, dolorosa, compleja.

Se puede tener una idea de las dimensiones y alcances del monumental, abigarrado y superpoblado gueto de Varsovia, de las diversidades que anudaba, los interiores de las casas, las actividades, las ambigüedades y contradicciones, la confrontación de la opulencia de algunos frente a la total desesperación de otros... una pintura sin pretensiones de moralejas ni estridencias. El famoso muro, frontera de la vida y la muerte, escenario del heroico accionar de los pequeños contrabandistas que se jugaban la vida cotidianamente entrando comida primero y armas después, es un protagonista mudo y elocuente. Se ve también el puente que unía el gueto grande con el gueto chico y no puedo resistirme contar una anécdota que refleja el modo en que uno se va integrando a lo que le toca vivir, aún a lo más terrible: una sobreviviente que tenía diez años cuando se cerró el gueto, me contó que cuando cruzaba ese puente con sus amiguitas, jugaban a correr y no ser alcanzadas por las balas que disparaba algún nazi “divertido” desde abajo y cuando llegaban al otro lado lanzaban un triunfal “no me dio!”.

La película no es de llorar. No vi gente llorando en el cine. No tiene golpes bajos, es despojada, cruda, sin comentarios ni explicaciones. El protagonista parece transitar por su historia con cierto desapego, como si no creyera que eso le está pasando realmente. Muchos sobrevivientes cuentan la historia de la misma manera, sin dramatismos ni sobreactuaciones, ni iluminados protagonismos, como pidiendo perdón por el atrevimiento de contar.

Se les pregunta a los sobrevivientes cómo es posible que hayan continuado sus vidas casi normalmente, cómo es posible que la shoá no los haya convertido en monstruos o en psicóticos irrecuperables. Władek solo, escondido, desgarrado, digita en el aire escalas mudas, practica pianos ausentes, mantiene su cordura, arroja anclas que lo conservan humano, con obstinación, con sencillez. Lo hace sin heroísmos, sólo acunado por la fuerza de la vida. Y no se vuelve loco, no se vuelve un monstruo.

Suelo describir al período vivido por los sobrevivientes en la shoá como “el bache”. “El bache” es ese accidente que sobrevino de pronto, sin esperarlo, sin estar preparados, que los arrancó de sus vidas normales hacia esa otra legalidad desconocida y arbitraria, un pozo negro en el que fueron cayendo sin saber cuándo terminaría la caída o si alguna vez tendría fin. Al cabo de un tiempo infinito, un día tan misterioso y sorpresivo como el primero, salieron de “el bache” y fueron relanzados a la normalidad que ya creían haber perdido para siempre. Lo que habían sido y vivido en “El bache” quedaría sin procesar, sin poder ser integrado entre los normales pues debían reintegrarse a la vida, olvidar. Władek toca un concierto en la radio antes de entrar en “el bache” y lo vemos en el mismo lugar una vez afuera. “El bache” quedó en su corazón, encapsulado, guardado, esperando que el milagro de la música, de nuestra oreja, de nuestra compasión, preste algún sentido a lo que parece haberse perdido para siempre.

Un comentario final sobre la vida, su fuerza e irracionalidad sublime. Me refiero a la escena en la que nuestro protagonista toca el piano ante el oficial nazi: él no sabe, como no solían saberlo los judíos, qué haría el oficial con él, tal vez matarlo, tal vez burlarse. “Toque el piano” le había ordenado A uno se le detiene el aliento: ¿cómo hará para tocar? ¿cómo conseguirá volver del infierno y saltar en una vuelta carnero imposible de vuelta a la “civilización”? ¿recordará las armonías, volverán los acordes? ¿le responderán los dedos? ¿el hambre, el frío, el deterioro, la falta de práctica no le impedirán hacer lo que tiene que hacer? Las manos bajan lentamente sobre el teclado, dudando de sí mismas, se apoyan en algunas notas tímidas y pudorosas, y se dejan llevar por la misma música que sucede casi por propia voluntad en la voluntad de imponerse por sobre el horror, y se despliega y asciende y nos dice que sí, que milagrosamente la vida continúa, que la pérdida de lo humano es transitoria, que será olvidada y superada. La vida seguirá viviendo con la inconciencia de lo primitivo, de lo que no tiene razón.

EEUU y la Shoá. Ayudamemoria

Un esquema para conocer la cronología de una indiferencia criminal

1935

Leyes Raciales de Nürenberg

1938

Anschluss de Austria-Kristallnacht

1939

Pacto Alem-URSS – Invas. Polonia

1941

Ruptura pacto Alemania-URSS – Invasión de territorios del Este. Comienzo del exterminio

Asesinato de un millón y medio de judíos por los Einzatsgruppen

Enero 42

Conferencia de Wansee: Solución final (industria de la muerte)

Julio 42

Comienzo de deportaciones de Varsovia a Treblinka – construcción de Auschwitz

Agosto 42

Cable secreto al Depto de Estado y al rabino Wise

Enviado por el Dr Gerhardt Riegner (representante del World Jewish Congress en Berna) en donde le informaba de lo que estaba sucediendo y de los planes de exterminio de judíos a tres semanas del comienzo de las deportaciones. El Depto de Estado lo mantuvo en secreto e impidió que le llegara al rabino Wise. Éste finalmente supo de su existencia por fuentes británicas y exigió conocerlo, pero le pidieron que no lo hiciera público.

Octubre 42

Jan Karki con líderes judíos en Varsovia

Supo entonces del alcance de las acciones. Fue aleccionado para difundir por el mundo el estado de cosas y conseguir socorro. Llevó la información a Londres.

Febrero 43

Telegrama # 354 a los consulados

Clave de toda la denuncia de la inacción fue este memo que se enviara a todos los consulados norteamericanos ordenando reservar las informaciones relativas al destino de los judíos.

Julio 43

Jan Karski con Roosevelt

Transmite la información de las masacres al presidente, otros miembros del gobierno y de la comunidad Judía. Dio más de 200 conferencias con cobertura de la prensa y publicó un libro en enero del 44, “Story of a Secret State”, que fue el Libro del Mes.

Enero 44

Roosevelt se entera oficialmente

18 meses después del telegrama de Riegner, el 13 de enero, Henry Morgenthau (Secretario del Tesoro) entrega el “Personal Report to the President”. Se reveló el ocultamiento de la información y la falsedad de las explicaciones oficiales de la criminal inacción norteamericana. Basado en una tarea de investigación de un abogado del Depart. del Tesoro, Josiah DuBois, el memo fue firmado por su superior, Randolph Paul, el Consejero General del Tesoro. Junto con esta denuncia, Morgenthau presenta una propuesta para el rescate de judíos y se constituye el War Refugee Board financiado por fuentes privadas, no con dinero estatal.

Hipótesis de la inacción norteamericana y el ocultamiento deliberado de la información:

- antisemitismo del miembros del Departamento de Estado

- relativa impotencia y desunión de los judíos norteamericanos

- decisión de priorizar los esfuerzos bélicos basado en la idea de que la única forma de salvar a los refugiados era ganar la guerra.

Los chicos de Hitler. William E. Grim

Traducción: Diana Wang[1]

No soy judío. Ningún miembro de mi familia murió en el Holocausto. El antisemitismo ha sido siempre para mí uno de aquellos fenómenos que mi radar no registra, como los asesinatos tribales en Ruanda, esas cosas terribles que le pasan a los demás.

Pero vivo en una pequeña ciudad en las afueras de Munich en una calle que hasta mayo de 1945 se llamaba Adolf-Hitler-Strasse. Trabajo en Munich, una agradable ciudad metropolitana de algo más de un millón de habitantes cuyo encanto bávaro tiende a oscurecer el hecho de que fue la cuna y capital del movimiento Nazi. Cada día, cuando voy a trabajar, paso por los lugares donde vivió Hitler, edificios que aún existen, donde fueron tomadas las decisiones de matar a millones de personas inocentes, plazas y espacios en donde se quemaron libros, desfilaban las tropas de los SS y gente fue ejecutada. La proximidad del mal concentra y focaliza la atención porque antepone la realidad física a las narrativas escritas de los horrores perpetrados por los alemanes.

Luego suceden las pequeñas cosas que se suman y en la suma, se convierten en algo siniestro. Estoy en un ómnibus y un adolescente le pasa a un compañero un ejemplar de “Mi Lucha” que pertenecía a su abuelo, encuadernado en cuero rojo; el receptor dice “genial!” y saca de su mochila un video producido en Suiza de “Los Grandes Discursos de Joseph Goebbels." Pocas semanas después, estoy en una reunión de trabajo con cuatro alemanes jóvenes y sofisticados, que se conducen de manera amable y educada. Cuando el tema de conversación pasa a ser un convenio comercial con un hombre de Nueva York llamado Rubinstein, sus narices se distienden, sus modos adquieren un aire amenazador y uno de ellos dice, y lo cito textualmente, “El problema con los Estados Unidos es que los judíos tienen todo el dinero." Todos ríen y otro dice, "sí, a los judíos les importa mucho el dinero."

Encuentro que este tipo de referencia antisemita en mis tratos profesionales con alemanes se vuelven pronto un leitmotif (tomando prestado el término que hizo famoso Richard Wagner, otro notorio alemán antisemita). En mis encuentros privados con alemanes, sucede con frecuencia que se aflojan después de un tiempo y revelan opiniones personales y tendencias políticas que se suponía que habían dejado de existir en aquel bunker en Berlín un 30 de abril de 1945.

Tal vez se deba a que soy rubio y a que mi apellido suena alemán, el que los alemanes sientan que soy “uno de ellos”. También muestra cuánto comprenden de lo que significa ser un norteamericano.

Cualquiera sea la razón, las conversaciones tienen generalmente uno o más de los siguientes componentes:

(1) Fue desafortunado que los Estados Unidos y Alemania lucharan como enemigos durante la Segunda Guerra, dado que el enemigo real era Rusia.

(2) Sí, los Nazis cometieron excesos, pero en las guerras suceden cosas terribles. Al mismo tiempo, el panorama del Holocausto ha sido muy exagerado por los medios norteamericanos que están dominados por judíos.

(3) La CNN está controlada por judíos norteamericanos y es anti palestina. (Sí, ya sé que suena increíble, pero incluso entre los alemanes más inteligentes, aún aquéllos con clara influencia sajona, hay una creencia extendida de que la red de noticias fundada por el mejor amigo de Fidel Castro, Ted Turner, quien hasta hace poco estaba casado con la hanoísta Jane Fonda, es un enclave de la propaganda pro israelí )

(4) Casi todos los alemanes se opusieron al Tercer Reich y nadie en Alemania sabía nada sobre el asesinato de los judíos; los judíos mismos fueron los responsables del Holocausto.

(5) Ariel Sharon es peor que Hitler y los israelíes son Nazis. Los EEUU apoyan a Israel sólo porque los judíos controlan al gobierno norteamericano y a los medios.

Por primera vez en mi vida, fui conciente del antisemitismo. Por cierto que el antisemitismo existe y ha existido en otras partes pero en ninguna sus consecuencias han sido tan devastadoras como en Alemania.

Mirándolo de la manera más objetiva posible, 2002 ha sido un año ejemplar para el antisemitismo en Alemania. Ataques a sinagogas; profanaciones en cementerios judíos; el gran best seller alemán fue la novela de Martin Walser “Muerte de un crítico”, un texto ligeramente velado que contiene claves maliciosas y ataques antisemitas sobre el conocido crítico literario Marcel Reich-Ranicki (sobreviviente tanto del gueto de Varsovia como de Auschwitz); el partido Democrático Libre ha adoptado extraoficialmente el antisemitismo como campaña táctica para atraer a la minoría musulmana; y los historiadores revisionistas alemanes están empezando ahora a definir a la perpetración alemana en la Segunda Guerra y al Holocausto no como Crímenes Contra la Humanidad sino como tempranas batallas (con lamentables pero comprensibles excesos) en la guerra fría contra el comunismo.

La situación es tan mala que a los judíos alemanes se les sugiere no usar en público nada que los pueda identificar como judíos porque su seguridad no puede ser garantizada.

¿Cómo puede ser posible? ¿No es ésta la “Nueva Alemania” que durante 57 años no tuvo Holocaustos ni pogroms, en donde la verdad, la justicia y el estilo alemán prevalecen por sobre el bienestar económico, el alto standard de vida que es la envidia de los vecinos europeos y una constitución que garantiza la libertad para todos sea cuál sea su raza, credo u origen nacional? ¿Qué cambió? La respuesta es: absolutamente nada.

My hipótesis es muy simple. Mientras Alemania no tiene ya el poder militar para avalar la ideología racista Nazi y mientras las manifestaciones extremas del Nazismo son oficialmente ilegales, las condiciones internas –esto es, las actitudes, la cosmovisión y las presunciones culturales- que llevaron al surgimiento del partido Nazi en Alemania están todavía presentes porque constituyen componentes básicos de la identidad alemana. El Nazismo no era una aberración; era la destilación de la psique alemana en sus elementos esenciales. El Nazismo externo puede haber sido derrotado en mayo de 1945; el interno, sin embargo, permanece, y siempre permanecerá, una amenaza potencial siempre que exista una entidad política y/o cultural conocida como Alemania.

Esperen un poco, escucho mucha gente decir “no podés sostener que los alemanes son tan antisemitas hoy como lo fueron durante los años 1933-1945”. Es verdad que la Alemania de hoy es muy diferente que la del Tercer Reich. Lo que cambió es que debido a su total derrota ante los aliados, Alemania hoy es un estado cliente de los Estados Unidos y debe hacer bien los deberes. Esto significa la represión del antisemitismo abierto. Es malo para los negocios.

La otra cosa que ha cambiado es que, aunque Hitler perdió la Segunda Guerra, tuvo un éxito fenomenal en el terreno ideológico. Alemania, y por cierto Europa entera, está esencialmente Judenfrei (libre de judíos) hoy debido a la eficacia y celo de los alemanes mientras perpetraron el Holocausto durante el Tercer Reich. Se podría, de hecho, plantear de manera muy convincente que el Nazismo es uno de los programas políticos más exitosos de nuestro tiempo. Cumplió más objetivos en corto tiempo que cualquier otro movimiento político comparable y cambió de manera permanente la apariencia y estructura política de varios continentes. Alemania es rica, estable, inexorablemente burguesa y para todo propósito e intención, libre de judíos.

Sí, hay una pequeña minoría de judíos, ubicados en su mayoría en Berlín, y sí, ha habido un número de judíos procedentes de la ex Unión Soviética que han emigrado a Alemania, pero la mayoría de los inmigrantes de Rusia no son judíos practicantes y hacen poco o nada para promover una identidad judeo-alemana. El resultado de todo es que Alemania hoy puede cosechar los beneficios de las políticas antisemitas de Hitler mientras paga el precio verbal y declarativo de la “necesidad de recordar”.

El joven Fritz no precisa ser abiertamente antisemita hoy gracias a que la generación de su abuelo hizo un trabajo tan exhaustivo durante el Holocausto. No hay ya tantos judíos para odiar, y además, los alemanes tienen a sus viejos camaradas, los árabes, para que actúen de odiadores en su lugar. El gran apoyo que los palestinos reciben de los alemanes podría ser entendido como una forma de antisemitismo por delegación.

El gobierno alemán ha hecho pagos en efectivo al Estado de Israel así como a judíos individuales, para compensar por asesinatos, tortura, prisión, trabajo esclavo y genocidio. Hablen con la mayoría de los alemanes y verán pronto que creen que la cuenta entre Alemania y los judíos ya está saldada, que de alguna manera, la recuperación de una parte de lo que los alemanes le robaron a los judíos es una recompensa adecuada por el asesinato deliberado de millones de personas. Si piensan que los alemanes lamentan sinceramente por lo que le hicieron a los judíos, piensen otra vez. No hubo nunca un oficial "tut mir leid" (me apena, lo lamento) ofrecido por los alemanes a las víctimas del Holocausto y sus descendientes porque ello implicaría la admisión de la culpabilidad. Alemania ha pagado los reclamos sin expresar responsabilidad, de la misma manera que la Ford Motor Company acepta el reemplazo o la indemnización por partes dañadas de sus automóviles. Se hace para evitar la responsabilidad civil.

He mencionado antes que los alemanes apoyan de manera abrumadora a los palestinos como opuestos a los israelíes, y que este apoyo abrumador representa una forma de antisemitismo por delegación. Los alemanes pueden argumentar que apoyan a los palestinos porque creen que son un “pueblo oprimido”, pero seamos honestos, apoyan a los palestinos y a sus dirigentes árabes porque comparten los mismos ideales que los Nazis.

Hay una larga historia de la cooperación alemana con los árabes. En 1942, Hitler personalmente aseguró al Mufti de Jerusalém que tan pronto como Alemania conquistara Gran Bretaña, los judíos de Palestina (que estaba entonces bajo control del Mandato Británico) serían exterminados.

Debemos recordar también que los terroristas árabes que perpetraron las atrocidades del 9 de septiembre, planificaron sus acciones en Alemania. Hay varias razones para ello. La primera es el caos desmañado y descentralizado de la burocracia federal alemana donde, literalmente, la mano “izquierda” no sabe lo que hace la “derecha”. La segunda es que los terroristas árabes pueden contar con un número sustancial de alemanes que comparten sus creencias anti norteamericanas y antisemitas. Los ex miembros de las SS y los guardias pretorianos de Hitler, junto con los simpatizantes neo-Nazis que se reúnen semanalmente en cervecerías de Munich, hicieron a Osama ben Laden “ario honorario” después del ataque del 9 de septiembre.

Mein Kampf (Mi lucha) es también un best seller en el mundo árabe, especialmente en Arabia Saudita, el “amigo” putativo de los Estados Unidos. Efectivamente, hay pocas diferencias entre la cháchara antisemita de Hitler y la de los así llamados “líderes espirituales” de al-Qaeda, Hamas, y Fatah. Los árabes le deben mucho a Hitler y a los alemanes. Hitler eliminó a los judíos y Konrad Adenauer y sus descendientes “democráticos" los reemplazaron con turcos. Sí, los turcos no son árabes, pero son musulmanes y aunque Turquía sea miembro de la NATO y tenga relaciones con Israel, muchos turcos se identifican con sus correligionarios radicales árabes y los apoyan. Turquía es una democracia frágil como lo fue la República de Weimar durante los veintes. No sería muy difícil para los turcos deslizarse hacia el lado oscuro del extremismo musulmán.

El resultado final de la inmigración turca a Alemania tiene dos caras: (1) permite a Alemania fingir liberalismo y apertura a la libertad y a la diversidad y (2) al reemplazar a los judíos que asesinaron con musulmanes que, en su mayor parte son tan perversamente antisemitas como lo fueron los Nazis, los alemanes han asegurado cínicamente que los pocos judíos que viven en Alemania estén imposibilitados de reconquistar el poder político aún en un rol minoritario.

Un argumento final que me gustaría hacer en relación al resurgimiento del antisemitismo en Alemania es uno que podría tomarse como dispar con la evidencia prima-facie o incluso aparecer como estirando los límites del sentido común. Aún así, pido consideración cuidadosa a mi línea de razonamiento.

En muchos sentidos Alemania se salió con las suyas sin pagar demasiado. Sí, muchos alemanes murieron como resultado de la perpetración alemana en la Segunda Guerra y el Holocausto, y sí, hubo mucha destrucción física en el país, pero la situación se parece a la del chico que roba una galletita de la bandeja en la que se enfría sobre la mesada de la cocina. Por su acto podría recibir de su madre una palmada en la mano pero la galletita robada ya fue comida.

Después de haber cometido el peor crimen en la historia de la humanidad, los alemanes obtuvieron el permiso de recuperar su soberanía después de tan sólo diez años; su infraestructura fue completamente reconstruida gracias a la generosidad del pueblo norteamericano; y relativamente pocos alemanes fueron llevados a juicio por sus crímenes monstruosos. Aún aquéllos que fueron juzgados y sentenciados recibieron penas relativamente breves o las redujeron o conmutaron en amnistías generales. Por ejemplo, algunos miembros de los Einsatzkommandos (fuerzas especiales), los alemanes que, antes de la construcción de los campos de exterminio, cazaron y asesinaron a cientos de miles de judíos, recibieron penas tan breves como cinco años de prisión.

Si hubiera verdadera justicia en el mundo, Alemania no debería existir como país independiente y tendría hace bastante su territorio dividido y dispersado entre los aliados. Fue una coincidencia histórica infortunada que la Guerra Fría comenzara justo cuando Alemania estaba por ser llevada a los estrados por sus muchos delitos, crímenes y atrocidades desde la Primera Guerra Mundial. La nueva amenaza de la Unión Soviética tuvo preeminencia sobre un arreglo justo de las cuentas con Alemania. El resultado trágico es que muchos de los países violados y expoliados por Alemania, tales como la República Checa y Polonia, están recién ahora emergiendo de décadas de declinación económica, mientras Alemania –gorda, saciada, arrogante, autosatisfecha y esencialmente Judenfrei (libre de judíos)- ha disfrutado cuatro décadas de prosperidad económica inmerecida.

No podemos volver atrás el reloj para rediseñar los errores históricos que han sido cometidos por los alemanes, pero hay una cantidad de cosas que pueden ser hechas para asegurar que Alemania no pueda estar otra vez en la posición de amenazar al resto del mundo civilizado.

Primero y principal es la hecho de que, mientras no todos los alemanes son antisemitas, hay una tendencia antisemita en la cultura alemana que se extiende en el pasado hasta los tiempos de Martín Lutero. Los alemanes son instintivamente antisemitas del mismo modo en que los norteamericanos son instintivamente amantes de la libertad. El antisemitismo ha sido y, desafortunadamente sigue siendo, la ideología por default –natural- del pueblo alemán. Si todo siguiera igual, los alemanes apoyarían instintivamente a los enemigos del Estado de Israel. Por ello, los Estados Unidos necesitarán monitorear cuidadosamente y estar listos y decididos políticamente para intervenir con rapidez en los asuntos alemanes cuando se vea que Alemania se desliza hacia el antisemitismo.

Adicionalmente, debiera ser un objetivo de la política exterior norteamericana, la oposición y aceleración del desmembramiento de la Unión Europea. No debemos permitir la dominación alemana sobre la UE para conseguir, por medio de maniobras parlamentarias y arreglos privados lo que Hitler y los alemanes no pudieron en el Tercer Reich. Dado el resurgimiento del antisemitismo alemán (y el de Francia también) una Unión Europea fuertemente dominada por Alemania que tolera e incluso estimula aún tibiamente el antisemitismo, y es un aliado diplomático del mundo árabe, es la mayor amenaza potencial al judaísmo desde la Alemania Nazi y la mayor amenaza para los Estados Unidos también.

Los enemigos de Israel son los enemigos de los Estados Unidos. Que todos los judíos y todos los norteamericanos estemos unidos al proclamar “nunca más” tanto al Holocausto como al 9 de septiembre.

William E. Grim es un escritor que vive en Alemania y es nativo de Columbus, Ohio. Puede ser contactado en wgrim@myrealbox.comand.

Más sobre Willian Grin en The Official William E. Grim Website (www.williamegrim.tripod.com).

[1] A pesar de no coincidir con la totalidad de los planteos de su autor, en especial en relación al lugar que asigna a los Estados Unidos, consideré que sus reflexiones y aportes provocadores y valientes son merecedores de una traducción para que pudieran ser conocidos por quienes no leen en inglés. En la vieja polémica sobre la culpabilización del pueblo alemán, es éste un texto disparador de debate que agrega puntualizaciones de actualidad al complejo universo de lo judío en el mundo con sus ingredientes económicos y geopolíticos. Diana Wang

Limpieza étnica - Moacyr Scliar

publicado en Folha de São Paulo, 29 de abril de 2002 - Traducción: Diana Wang -

Al final, después de mucho tiempo, sucedió: accedieron al gobierno. Y, de inmediato, resolvieron implementar lo que consideraban su sagrada misión: limpiar el país de todo elemento extranjero, un elemento extraño, sospechoso, que sólo traía violencia y dificultades.

Primero echaron a los africanos. Cosa relativamente fácil: se los identificaba por el color. Además, como eran recién llegados, no podían protestar. De modo que fueron embarcados, por millares, y despachados a sus lugares de origen.

Después fueron los musulmanes. También muchos y también relativamente fáciles de identificar. Igual procedimiento: fletaron grandes naves a bordo de las que los llamados indeseables iniciaron su viaje de regreso.

Después de los musulmanes, los judíos. Elección obvia, incluso para que no se dijera que el gobierno mostraba alguna parcialidad en el conflicto de Medio Oriente. Surgieron algunos problemas: muchos judíos eran recién llegados –estaban en el país desde hacía medio siglo apenas- pero otros podía mostrar árboles genealógicos que se remontaban a la Edad Media. No sirvió de nada sin embargo tal argumentación. La comisión que investigaba sumariamente los antecedentes étnicos de los ciudadanos declaró que aquello no confería a la nacionalidad ningún grado de pureza. De modo que esos judíos arcaicos –un término usado por la comisión- fueron colocados también en naves (o en trenes: una excepción exclusiva creada para ellos) y fueron echados del país.

Consultando los manuales de historia, la comisión constató la presencia en la antigüedad de otros intrusos: los romanos. Era, naturalmente, todo un problema. Pero fue establecido un llamado perfil latino, con parámetros tales como altura, color de ojos y de pelo, apellido, que permitían descubrir, con razonable grado de seguridad, a los descendientes de los antiguos invasores. Que fueron, igual que los otros (si bien con un poco más de respeto) expulsados.

Pero, antes de los romanos, ya existían los galos. Como los otros grupos, habían venido de afuera; también ellos podrían ser considerados forasteros. Claro que la tradición gala era muy sólida, expresada en simpáticos personajes como el de Asterix, pero la comisión decidió que un principio era un principio, y de este modo todos los que podrían tener cualquier residuo de sangre galesa en las venas fueron expulsados.

Ya entonces no sobraba nadie en el país. Ni siquiera la comisión, cuyos miembros se habían declarado alienígenas y se habían echado. Y la cuestión era: ¿quién, al final, podría denominarse auténtico habitante del país?

Es un problema. Se sabe que, en una caverna de heladas montañas, existe el cadáver bien preservado de un hombre que estuvo allí durante millones de años. Con células de ese nativo podrían fabricarse clones que, estos sí, constituirían el embrión de una nacionalidad auténtica.

Un procedimiento relativamente simple.

Pero no queda nadie para llevarlo a cabo.

http://www.uol.com.br/fsp/cotidian/ff2904200207.htm

El héroe deconstruido

Andrea: “Qué desdichada es la tierra que no tiene Héroes”

Galileo: “No. Desdichada es la tierra que necesita Héroes”. Bertold Brecht (Galileo Galilei)

La construcción y erección del Héroe, ese personaje público que hablará con palabras universales y eternas, que actuará con conciencia de su trascendencia histórica y morirá proverbialmente joven, es una estrategia manipuladora conocida y profusamente abordada tanto por los fascismos como por los diferentes sistemas políticos autoritarios y dictatoriales. Corporizado en estatuas gigantescas que lo muestran con gesto emprendedor, la mirada fija en un punto del futuro venturoso, el pecho pleno del aliento contenido presto a estallar en alguna acción dirigida al inequívoco bien común, el Héroe es el supremo ejemplo, la figura a imitar, “pedagógicamente” simplificada, maniquea y rectora indudable de los destinos de la comunidad.

ORIGEN DEL CONCEPTO El teatro era uno de los pilares en la constitución de la subjetividad del ciudadano griego. Aristóteles nos ilustra acerca de sus contenidos y características. Distingue a la tragedia de la comedia. La tragedia se ocupa de temas trascendentales, la vida y la muerte, el odio y el amor, la lealtad y la traición. La comedia se ocupa de situaciones particulares y cotidianas, de las debilidades y vulnerabilidades, de las dudas e inseguridades del diario vivir. Mientras la tragedia trata sobre el destino del hombre, la comedia trata sobre la falible condición humana. La tragedia cumple la función de enseñanza, la comedia la de la identificación, ambas condiciones necesarias para la constitución del ciudadano de la polis griega. La tragedia está protagonizada por dioses y héroes –semidioses-. La comedia, por el contrario, está habitada por gente común.

Pensando en el concepto de Héroe propiamente dicho, Tzvetan Todorov (“Frente al límite” 1993) agrega otros dos elementos, la necesidad del relato y el tema de la muerte. Respecto del primero dice que el héroe se manifiesta en el mundo exterior a sus actos en forma de relatos que expresan su gloria; sin relato que lo glorifique, el héroe no es héroe. En relación a la muerte, señala que en la elección entre una vida sin gloria y la muerte en la gloria, el héroe optará siempre por la muerte; la muerte está inscripta en el destino del héroe.

HÉROES DEL GUETO DE VARSOVIA. Es en este contexto de ideas en el que pretendo re-pensar la noción de héroes del gueto de Varsovia. Sin poner en duda la valentía y ejemplaridad de la conducta de Mordejai Anilevich y el resto de los combatientes, me propongo reflexionar sobre el concepto de héroe propiamente dicho y la necesidad de su construcción e implementación. Los combatientes del gueto de Varsovia, los otros de otros guetos, los partisanos así como los que protagonizaron rebeliones o atentados en los campos, lucharon como expresión de convicciones y militancia y en un contexto profundamente desalentador y de total desesperación. Sabían que su único camino era la muerte. No quisieron dejarla en manos de sus victimarios. En un supremo acto de libertad, decidieron por sí mismos cuándo y cómo morir. Así fue que lucharon, sabiendo que no cambiarían el curso de las circunstancias. No se llamaron a sí mismos “héroes”. Fue ésta una denominación surgida a posteriori y profusamente utilizada. Me preguntó por qué. Me pregunto para qué.

Desdichados los pueblos que necesitan héroes, decía Galileo en la obra de Brecht.

Desdichados los judíos si necesitamos de héroes para convalidar nuestra identidad.

LAS OVEJAS Y EL MATADERO. Abba Kovner en su célebre llamamiento a la lucha conminó a los judíos del gueto de Vilna a no dejarse llevar a la muerte como ovejas al matadero. Frase encendida y provocativa, dictada por la desesperación y la impotencia del que sabe y no consigue que los demás, más temerosos, le crean. No sé cuánto éxito tuvo en esta convocatoria. La desdichada frase tuvo, sin habérselo propuesto, un éxito contundente luego de terminada la Shoá y la Segunda Guerra Mundial, una vez conocidos el grado de las atrocidades y el número de los asesinados.

El mundo, y en especial el mundo judío, no salía de su asombro y estupor. Los relatos de los “aparecidos” y los primeros documentales que mostraban filas y filas de gente que iba, inexplicablemente si oponer resistencia, mansamente, a su propia muerte, no dejaban de atormentar a los que habían estado lejos de la ocupación nazi en Europa. Siglos de acusaciones antisemitas que los describían como cobardes y pasivos se abatieron sobre los judíos de la posguerra. Duramente cuestionados en la dignidad y el orgullo ¿cómo convivir con la identidad judía ante tamaña evidencia? ¿La cobardía proverbial del judío, tan propagada por las arengas antijudías, se mostraba al mundo entero de manera incontrovertible? ¿Por qué se dejaron matar? ¿Por qué no lucharon? ¿Por qué esa insolente pasividad que salpicaba a todos los demás?

LA VERGÜENZA. Para muchos judíos del mundo, después del horror y el dolor, lo que sobrevino fue la vergüenza. Esos judíos que “se dejaron llevar como ovejas al matadero”, esos judíos impotentes, inoperantes, individualistas, inermes e inútiles, amenazaban con representar para todo el mundo a todos los judíos, amenazaban cubrir con vergüenza a toda la condición judía. Eran los años de la efervescencia con el regreso a Israel cuando en el seno de los movimientos sionistas, se intentaba refundar al nuevo judío que levantaría su dignidad y honra ante todos los pueblos del mundo. Esta nueva imagen fue lacerada con las que llegaban desde el hondo horror de la Industria de la muerte. Las voces de los constructores de la nueva identidad se levantaron enfáticas: ése era el judío que había que erradicar, el judío “guético”, el sometido, el pasivo, el humillado. Hay testimonios de la vergüenza y el desprecio por este tipo de judío –curiosa y dolorosamente muy parecido al judío pintado por el imaginario nazi- en diarios israelíes de 1945 y 1946 que me eximen de todo comentario, muchos de los cuales fueron expresados por Ben Gurion mismo. Fue ésta una de las razones por las cuales, luego de los primero momentos catárticos, los sobrevivientes decidieron callar.

EL LAVADOR DE LA VERGÜENZA. El “Héroe de la Resistencia” surge entonces como el contrapeso que permite mantener el equilibrio, será quien demostrará con énfasis que hay otro judío posible. Se trata del combatiente del gueto y de los bosques, el partisano, alguien cuyo valor no puede ser puesto en duda, cuyo compromiso y claridad ideológica, cuya involucración social y comunitaria y cuya decisión de cobrarse cara la vida dejaba un mensaje inequívoco de coraje y determinación al mundo entero. Era el nuevo faro en la trágica y vergonzosa oscuridad dejada por quienes, supuestamente, se habían dejado matar.

No voy a detenerme acá en lo inapropiado, ofensivo e impertinente de la frase “se dejaron llevar como ovejas al matadero” ni en el exiguo sustento fáctico de la vergüenza ni en las preguntas clásicas de por qué no se defendieron porque excedería el propósito de estas líneas. Tan sólo menciono a Raquel Hodara quien dijo que el que se hace estas preguntas o propone tales conceptos revela su total desconocimiento de cómo fue la Shoá.

HÉROES Y RESISTENCIA ARMADA El concepto de héroe está directamente relacionado al de resistencia armada. Tan fuerte fue esa proposición que dejó en las sombras a todas las otras Resistencias, en especial, las que se ha dado en llamar actos de rescate.

Hay una línea en la historiografía actual liderada por mujeres que plantea la necesidad de revisar hechos del pasado a la luz de una mirada no sólo masculina. Aunque etimológicamente no corresponda, proponen que la his-tory –la historia- también sea una her-story para poder construir una our-story que refleje más acabadamente otros aspectos de la realidad usualmente pobremente considerados.[1]

Desde este punto de vista, si abordamos el concepto de resistencia armada, veremos que sigue los parámetros de cierta subjetividad “tradicional” masculina: la conducta beligerante, el uso de armas, la acción en la esfera pública. En la his-story, o sea, el punto de vista masculino de la historia, se han glorificado aquellos actos que responden a los parámetros mencionados, tomando como paradigmático, a la “Heroica Sublevación del Gueto de Varsovia”.

Desde el punto de vista tradicional –hegemónico y masculino- de resistencia hubo muchas otras sublevaciones en distintos guetos (Bialistok, Lodz, Vilna, etc), en varios campos (Treblinka, Sobibor, etc), incluso la dinamitación y destrucción de uno de los crematorios de Birkenau (Auschwitz II). Hubo muchas rebeliones individuales que permanecen desconocidas porque sus protagonistas fueron muertos en el acto. Pero también hubo otras resistencias, menos espectaculares, menos públicas, más silenciosas, más “femeninas” (otra vez, en el sentido más “tradicional” de su concepción genérica). En los guetos, en todos y de manera constante y cotidiana, se trató por todos los medios de que la vida continuara. La escuela, la salud, la organización del abastecimiento mediante el contrabando, tanto de comida como de armas y documentos, negociaciones con autoridades, hasta la recreación, la cultura y la celebración de las fiestas judías, fueron organizadas y llevadas a cabo por muchos resistentes anónimos, callados, que no han sido glorificados en los relatos oficiales. Hombres, mujeres, niños, en silencio, permitieron, no sólo mantener alta la moral de la población, sino que proporcionaron alguna esperanza y fundamentalmente posibilitaron que el plan de deshumanización nazi no pudiera tener todo el éxito que sus ideólogos habían planificado y que los judíos se mantuvieran humanos a pesar de todo.

ACTOS DE RESISTENCIA Y RESCATE. Pero los actos de resistencia más profusos y los que lograron más éxito en números concretos, fueron los actos de rescate. Es difícil encontrar un solo sobreviviente de la Shoá que no deba su supervivencia, en algún momento, a alguien, judío o no judío, que lo escondió, que lo alertó, que lo protegió, que lo alimentó, que le consiguió documentos falsos, que le dio dinero o datos vitales, que lo salvó. Se estima que por cada judío escondido se precisaba de una red de sostén y mantenimiento de otras diez personas. ¿Quién se ocupó de que ese ejército en las sombras funcionara? Los movimientos de resistencia franceses, belgas, holandeses así como los polacos que se ocuparon de salvar judíos, contaron con gente en la población que asumió el riesgo de proteger judíos pero fueron casi invariablemente los mismos judíos los gestores de cada uno de los salvamentos y muchas veces sus planificadores y estrategas. Hubo redes judías de escape y organización para conseguir documentos y refugios. Hubo incluso grupos judíos que se ocuparon de rescatar gente de los aparentemente inviolables campos de concentración. Lejos, muy lejos del judío vergonzante, estos judíos se mantuvieron alertas siempre. Actuaron en secreto de manera efectiva tejiendo redes eficaces e imaginativas de salvación. Claro que sus actos no podían ser dados a conocer, eran por definición secretos y, lamentablemente permanecieron así. Los gestores del concepto de héroe parecen no haber comprendido el valor de los actos de resistencia y rescate, por ello sólo glorifican la resistencia armada.

En números concretos de vidas salvadas, (se estima que han sobrevivido algo menos de un millón de judíos) han sido las resistencias menos espectaculares y en especial los actos de rescate, los que hicieron posible la supervivencia de la mayoría de los sobrevivieron.

Al concepto de “héroe” le debemos el relato glorificado que permite construir monumentos ejemplarizadores. A la existencia de los actos de resistencia y rescate les debemos la vida de los sobrevivientes.

OTRA CARA DEL MANIQUEÍSMO: HÉROES VERSUS JUDENRAT. La construcción del Héroe precisa del antiHéroe, del traidor. El antiHéroe proporciona la contracara que destaca aún más el protagonismo del héroe. De entre los antihéroes de la Shoá, los supremos e imbatibles son los miembros de los Judenräte. Los miembros de las dirigencias comunitarias en Europa, forzados y en las peores condiciones imaginables, trataron en su abrumadora mayoría de salvar la mayor cantidad de vidas posibles; sufrieron más tarde una campaña de desprestigio y abominación tan profunda y exitosa que en Argentina, en ciertos círculos supuestamente esclarecidos, decir “Judenrat” es sinónimo de traidor.

Otra vez, como en el tema de las resistencias, se distorsiona, se ideologiza la historia, no se quiere saber. Conocer los hechos y las circunstancias, ponderar cada suceso según el contexto no permitiría la simplificación que cualquier polarización facilita en su intento de manipulación social: buenos y malos, ángeles y diablos, todo está claro, la línea divide claramente el Bien del Mal. Se pretende mantener la experiencia lejos de la posibilidad de identificación porque la verdadera reflexión lo hace insoportable. Sigamos con héroes, antihéroes y tragedias, no pensemos en personas comunes, en las debilidades e incertidumbres que determinan que hagamos sólo lo posible en cada circunstancia. Para los urgidos en borrar la vergüenza, el escenario de la tragedia es proverbial porque presenta una realidad simplificada, sencilla, que se entiende de un golpe de vista, sin complejidades confusas. Sobretodo evita ponernos frente a las angustiantes opciones, a los dilemas éticos, las choiceless choices[2], de las que estuvo llena la Shoá y en especial las atormentadoras decisiones de los dirigentes comunitarios miembros de los Judenräte. Los críticos, los puros, los enjuiciadores, los opinadores blanco-negro, los linchadores, los que nunca tuvieron que tomar decisiones que implicaran las vidas de otra gente –y que ojalá no se vean en la obligación de tomarlas nunca-, no tienen problemas, les basta ver la realidad en las dos dimensiones que necesitan y emiten sentencias sumarias como si la Shoá –o cualquier experiencia humana- respondiera a una ecuación matemática con una fórmula sencilla y aplicable a todos los casos en todas las circunstancias.

LA COMPLEJIDAD DE LA SHOÁ Lamento desilusionarlos. La conducta de los judíos en la Shoá no es un teorema lógico que se pueda resolver con la fórmula adecuada ni con estructuras de razonamiento exteriores a ella. Ha sido un fenómeno móvil, cambiante, con sus particularidades específicas según el momento, el lugar, los participantes y las circunstancias. Se habla de LA SHOÁ como si se trata de un hecho unívoco, como si en su transcurso las condiciones y leyes hubieran sido uniformes, como si se las podría medir con los parámetros de la vida normal. Se habla de LA SHOÁ y sólo se conoce, y superficialmente, lo que se ha constituido en monumentos congelados que la han vaciado de sentido: Auschwitz, hornos crematorios, seis millones, levantamiento del gueto de Varsovia, Hitler. Se habla de LA SHOÁ como si hubiera sido igual en Polonia o en Hungría, en Holanda o en Francia o en Transnistria. Se habla de LA SHOÁ como si hubieran sido iguales las circunstancias en 1939, en 1941 o en 1944. Se habla mucho de LA SHOÁ, se la usa profusamente, especialmente en discursos llenos de buenas intenciones en los que la voluntarista frase “nunca más” es cita obligada. Para el mundo entero, LA SHOÁ es hoy el representante inequívoco del Mal Absoluto, de lo que sin lugar a dudas, nadie quiere que vuelva a suceder. El contenido efectivo de lo que sucedió, los grados de complejidad y de los dilemas éticos que tuvieron que sobrellevar sus protagonistas permanece sin embargo en las sombras tal vez porque todavía sea insoportable sumergirse en el desgarro para la condición humana que representaría conocerlo.

SABER PARA OPINAR Adentrarse en ello precisa dedicación, paciencia, conocimiento, y especialmente, capacidad de ponerse en el lugar del otro. Son condiciones de una gran exigencia que requieren de un interés particular que el común de la gente no tiene y no tiene por qué tener. Con la Shoá sucede como con muchos otros temas de la vida: no podemos ser expertos en todo. Se habla de economía pero son muy pocos los que saben efectivamente de qué se trata, cómo funcionan, entre otras cosas, las redes financieras y bancarias, ¿cómo pretender, similarmente, que se sepa a fondo cómo fue la Shoá? A poca gente le interesa de verdad saberlo. Y no está ni bien ni mal que así suceda. Es un hecho y debemos tomarlo de ese modo. El problema es que, igual que con la economía, el tema de la Shoá, nos afecta de tal modo, especialmente a los judíos, que nos sentimos con derecho a opinar, a juzgar y a criticar, porque hemos sido sus víctimas y porque nos involucra en nuestra propia definición. Y la mayor parte de nosotros, lo que sabe y frente a lo que reacciona es ante la indignación del sufrimiento de lo que ha escuchado por sus familiares, opina según las visiones parciales de quienes han sido sus testigos, o por libros y por películas y no pondera que eso debiera ser comprendido en un contexto más amplio, para lo cual se requiere información precisa y acudir a la extensa bibliografía existente y que se incrementa día a día. La Shoá es unos de los hechos de la historia mejor documentados. No sólo los hoy más de cincuenta mil testimonios videograbados de la Fundación Spielberg, ni los miles de libros escritos por los sobrevivientes, sino cientos de trabajos de tesis doctorales de historiadores, filósofos, antropólogos, sociólogos hasta las investigaciones específicas de académicos de la Shoá. También hay una profusa cantidad de films documentales rodados in situ especialmente por los nazis y una extensa cantidad de documentación diversa como cartas, diarios, archivos de periódicos y textos de resoluciones gubernamentales por no mencionar los testimonios en los diferentes juicios desde el célebre de Nüremberg hasta el reciente de Priebke. Para comprender, para opinar, para tener una cabal idea de lo sucedido, es preciso abrevar en esas fuentes. Los testimonios de algunas víctimas, aún siendo ciertos, no alcanzan a cubrir el complejo espectro de la Shoá, no alcanzan para comprender las diferentes facetas que implicó

Honremos a los jóvenes que mostraron a los nazis y al mundo que la condición humana tiene recursos infinitos pero devolvámosles su humanidad y rescatemos a su lado, a los miles de luchadores anónimos y silenciosos –judíos y no judíos- que colaboraron en la salvación casi imposible de la mayoría de nuestros hermanos. La gesta de la dignidad y la salvación no precisa de héroes ni de antihéroes: han sido personas comunes, como usted, como yo.

[1] Juego de palabras en inglés, his es adjetivo posesivo masculino (su), her es femenino (su) y our es el plural (nuestro) [2] “Las elecciones que no se pueden elegir” como caracteriza Lawrence Langer a lo dilemas éticos que debían enfrentar los judíos durante la Shoá

HAGADÁ DE LA SHOÁ - Papiernik y Wang

hagadá.jpg

(para ser leído en Pesaj luego de la lectura de la hagadá tradicional)

Recordamos hoy también lo que nos sucedió en la Shoá. La Shoá fue el asesinato planificado y organizado de 6 millones de judíos en el seno de casi 50 millones de muertos ocurrida durante la segunda guerra mundial en Europa entre septiembre de 1939 y mayo de 1945. Un tercio de los judíos vivos en el mundo fuimos masacrados, un millón y medio de nuestros niños, nuestras madres, nuestros padres, nuestros hermanos. En Polonia, Hungría, Rumania, Francia, Bélgica, Checoslovaquia, Austria, Alemania, Holanda, Grecia, Italia, Lituania, Bielorrusia, en ciudades, en pueblos, en aldeas, fuimos arreados, engañados, torturados, hambreados, humillados, avergonzados y sometidos a cuanta indignidad fuera posible. Sea que viviéramos como judíos o no, sea que fuéramos religiosos o no, fuimos los objetivos privilegiados de la máquina de destrucción emprendida por los nazis en una guerra contra nosotros, liderados por Hitler con la complicidad abierta o inconsciente de gente común de todo el mundo que no levantó su voz en oposición y que muchas veces intervino activamente en nuestro asesinato. Se implementó contra nosotros un plan de exterminio con el propósito de crear lo que llamaban la raza superior. Fuimos el primer grupo étnico designado, después seguirían, en su plan maestro, lo que llamaban las razas inferiores, las siguientes víctimas (gitanos, negros, amarillos, marrones). Erigidos en dioses, pretendían crear un ser humano y una sociedad perfectos, como creían que eran los que llamaban arios. Ideas falsas, mentiras y prejuicios disfrazados de verdades científicas fueron la fuerza ideológica que llevó a cientos de miles de personas a ser sus cómplices en este delirio asesino. Recordemos sus instrumentos: el hacinamiento en guetos, el hambre, la insalubridad, los fusilamientos en masa, los crueles experimentos médicos, las humillaciones y el control de nuestras necesidades corporales, la industrialización de nuestra muerte en las cámaras de gas y nuestra posterior cremación en los hornos. La creación de los campos de exterminio, esa industria cuyo producto era la muerte, es una de sus obras supremas: en Treblinka solamente, cada día, recibían a 3.000 de nosotros, nos mataban, clasificaban nuestras pertenencias, nos sacaban los dientes de oro y otros valores que podían haber quedado en nuestros cuerpos, nos quemaban y dejaban el campo ordenado para recibir a los nuevos tres mil del día siguiente. Recordemos los guetos como el de Varsovia, de Łódź, de Vilna, de Cracovia entre otros cientos, y los Campos de Exterminio de Auschwitz-Birkenau, Majdanek, Treblinka, Chelmno, Bergen Belsen y tantos otros Campos de Concentración y Trabajo y Mixtos. Los Mengele, los Eichmann y otros asesinos se convirtieron en dueños de nuestras vidas y de nuestras muertes ante el silencio de los líderes internacionales, especialmente los de las grandes religiones. Sin posibilidad de anticipar lo que nos sucedía, sin entrenamiento ni ideología militar, pobres, pacíficos, trabajadores, no teníamos ninguna posibilidad de defendernos. Cada uno de nosotros luchó como pudo. Hubo levantamientos armados en Auschwitz, en Treblinka, en Sobibór, en los guetos de Vilna, de Bialystok, de Varsovia. En este último durante casi tres semanas, luchamos contra el ejército alemán con el mismo heroísmo de nuestros hermanos Macabeos, con la misma fuerza, con la misma desesperación. Empezamos el primer día de Pésaj y sin armas, sin alimentos, sin esperanzas, cobramos caras nuestras muertes. Aún cuando la lucha era imposible, luchamos. Hicimos lo que pudimos, resistimos con todas nuestras fuerzas y de todas las formas posibles: en los guetos manteníamos escuelas clandestinas, conferencias, conciertos, debates, coros, decenas de publicaciones, un sistema de ayuda social y comunitaria, comedores populares, enfermería y medicina social, grupos de trabajo y de cuidado de niños; en los campos tratábamos de mantener alta la moral y fuimos capaces de conductas de solidaridad que siguen siendo ejemplares dado el grado de inhumanidad al que nos pretendían someter. Los judíos nos hemos comportado con dignidad a pesar de la aceitada maquinaria nazi que nos pretendía deshumanizar para hacer más fácil para ellos nuestro asesinato: casi no hubo suicidios entre nosotros y emprendimos las luchas que fueron posibles, salvando gente, escondiendo, alimentando, curando, consolando, desde la clandestinidad, actuamos con heroísmos cotidianos sosteniendo la vida y resistiendo a las fuerzas de la muerte, huimos cuando pudimos a Rusia y nos escondimos en bosques, casas, graneros, cambiamos de identidad, fuimos ayudados algunas veces por personas no judías, pocas es cierto, pero debemos recordarlas por su valentía, intervinimos en actos de sabotaje y debemos rendir un homenaje especial a nuestros niños, los pequeños contrabandistas que sostenían la vida en los guetos entrando alimentos primero y armas después. Morir no enorgullece a nadie, pero sostener la vida cuando todo a nuestro alrededor nos muestra su inutilidad, es un acto de heroísmo y eticidad. Recordemos esta noche los nombres de quienes lucharon, de quienes dejaron sus testimonios, de quienes mantuvieron en alto nuestra dignidad contra los intentos de demolerla así como los nombres de cada uno de los familiares y familiares de familiares que hemos perdido.

Los nazis fueron vencidos, en 1945. Sobrevino así nuestra “liberación” después de un tiempo de infierno infinito. Una vez libres aprendimos que nunca nos libraremos del dolor de lo perdido y del recuerdo del horror. Con cada uno de nuestros seis millones de muertos se ha ido una parte nuestra. La Europa judía ya no existe, la cultura generada en su seno fue destruida junto con las cinco mil pequeñas y grandes comunidades judías. El alto valor que le adjudicamos a la vida humana impidió que recurriéramos a actos de venganza colectiva. Los que quedamos vivos, tuvimos la suerte de ver el nacimiento del Estado de Israel, un lugar en el que nuestro derecho a vivir no precisa ser declarado pero que debe ser defendido. Recordemos hoy tanto a los asesinados como a los que sobrevivieron, a sus hijos y nietos, porque todos somos descendientes de la Shoá. Nos comprometemos a mantener viva su memoria para las futuras generaciones.

SHOAH HAGGADAH - Papiernik and Wang

(To be read during Passover after the reading of the traditional Haggadah) Today we also remember the tragedy that befell us during the Shoah.

The Shoah was the planned and organized murder of 6 million Jews out of nearly 50 million people who perished in WWII in Europe between September 1939 and May 1945. Our mothers, our fathers, our brothers, a million and a half of our children, a third of all the world’s Jews were killed. In Poland, Hungary, Romania, France, Belgium, Czechoslovakia, Austria, Germany, Holland, Greece, Italy, Lithuania, Belarus, in entire cities, towns, villages we were herded together, tortured, hungered, humiliated and subjected to every conceivable indignity. It did not matter whether we were observant. It did not even matter whether or not we identified as Jews. We became the preferred targets of the Nazi machinery of destruction, which they created in the war they waged against us. They were following Hitler, and they did this with the open or tacit complicity of the common people of many countries who not only did not raise their voices against it, but too often took an active role in murdering us.

The purpose of their plan to exterminate us was to perpetuate what they imagined as “the superior race”. We were the first ethnic group designated victims, and in their master plan, after us, they would target what they referred to as “the inferior races” (Gypsies, blacks, yellows, browns). Believing that they were gods, they pretended to build a “perfect” human being, living in a “perfect” society; that is - Aryan. False ideas – prejudices – disguised as scientific truths were the ideological force that drew in hundreds of thousands of people as accomplices in this murderous delusion.

Let us remember the tools they used against us: overcrowded ghettos, hunger, massive killings, cruel medical experiments, humiliation, and control over our bodily functions.

Let us remember the cruel industrialization of death, our death in the gas chambers and our final cremation in the ovens. The extermination camps, the industry whose only product was death, was their supreme masterpiece. In Treblinka alone, 3,000 of us were taken in daily. They killed us, classified our belongings, took out our teeth and any other valuables that could have remained on our bodies, burned us, and left the camp neat and ready for the new group of 3,000 of us arriving the next day.

Let us remember the ghettos of Warsaw, Lodz, Vilna, and Krakow, among hundreds, and the extermination camps of Auschwitz-Birkenau, Majdanek, Treblinka, Chelmno, Bergen-Belsen, and so many other concentration and labor camps.

Let us also remember the Mengeles, the Eichmanns, and the other murderers that owned our lives and decreed our deaths in plain view of political and religious leaders around the world, who remained silent.

We were unable to conceive of what was going to happen; we did not have any military training or fighting ideology; we were poor, peaceful, working people, and we had no chance to defend ourselves. Each one of us fought back within the limits of what was possible, even when it was impossible. There was armed resistance in Auschwitz, Treblinka, Sobibor, in the Vilna Ghetto, and in other ghettos such as Bialystok and Warsaw. In Warsaw, we fought for nearly three weeks against the German Army with the same heroism our Maccabbean brothers and with the same strength and desperation. We began on the first day of Passover, without guns, without food, without hope. We made them pay for our deaths. Even though victory was impossible, we fought. We did the best we could. We resisted will all our strength in all possible ways. In the ghettos, we kept underground schools, we organized lectures, concerts, debates, choirs, dozens of publications, community and social systems of assistance, food shelters, infirmaries and free clinics, community working groups and childcare. In the camps, we tried to keep up our morale, and we had exemplary behaviorial solidarity, given the inhuman conditions in which we were kept.

We behaved with dignity even though the well-oiled Nazi system was geared to dehumanize us in order to make it easier for them to murder us. There were very few suicide attempts among us, and we did what we could to save people by hiding, feeding, healing, and comforting them. From the underground, we acted with daily heroism, preserving life and resisting the forces of death. We ran to Russia when we could, and we hid in forests, houses, and barns. We changed our identities. Some Gentiles helped us, very few, but we must remember them for their courage. We took part in sabotage and armed resistance. Our children in the ghettos deserve special honour. The little smugglers kept us alive inside the ghettos by bringing in food and then guns. No one feels proud for being killed, but we felt proud fighting for our lives in the face of hopelessness. Clinging to life is a heroic and ethical act.

Let us remember tonight the names of our fighters, of those who left testimonies, of those who maintained our dignity in the face of outrage.

Let us remember the names of all our relatives and our relatives´ relatives that we lost.

The Nazis were defeated in 1945. Our “liberation” came after a period of infinite evil. When we freed ourselves from the Nazi yoke, we learned that we would never be able to free ourselves from the horror and the pain they inflicted upon us. We shall always treasure the memory of our lost people. With each of our six million murdered, each of us lost something of our own. Jewish Europe no longer exists. The culture we built there was destroyed together with the 6,500 small and large Jewish communities of Europe. We seek no manner of collective revenge because we value human life very highly. Those who remained alive had the good fortune to witness the birth of the state of Israel, a place where our right to live does not need any further justification, but must be sustained.

Let us remember tonight the murdered and the living, their children and grandchildren, because we are all descendants of the Shoah. We hereby make a pledge to keep their memory alive for future generations.

El Mal y su legitimación social

Ponencia presentada en las jornadas “Frente al Límite. Reflexiones en torno al Holocausto y las experiencias dictatoriales en Argentina y América Latina” realizadas en la Universidad Nacional de Rosario, organizadas por la Secretaría de Cultura el 31 de octubre y 1 de noviembre de 2001.Publicado en “Historiografía y Memoria colectiva. Tiempos y Territorios”, Ed. Miño y Dávila, Madrid, 2002, Cristina Godoy, compiladora). El Mal absoluto y la Shoá[1].

El complejo fenómeno de la Shoá está siendo cada vez más estudiado y expuesto. En un mundo vaciado de esperanzas e ilusiones, en donde impera la duda y la incertidumbre, el escepticismo y la desmoralización, hay pocas cosas que concitan la casi unanimidad de la opinión. Una de ellas, es la Shoá como testimonio inequívoco y ejemplo máximo del Mal absoluto. Cuando el mundo conoció el alcance y el grado de la maquinaria de exterminio se acuñó la frase esperanzada “nunca más”. Hoy se ha hecho extensiva a otras latitudes y otras realidades y expresa el paradigma indudable de lo que nadie desea. ”Nunca más”, sea en el idioma que sea, sea en el país que sea, sea adjudicado a la circunstancia que sea, quiere decir siempre lo mismo: que no se repita; que no se repita el Mal, el Mal absoluto.

Son cientos los historiadores, académicos, testigos, sociólogos e interesados en general, que investigan e iluminan facetas otrora escondidas. La Shoá[2], documentada, difundida, con un manantial aparentemente inagotable de testimonios a cuál más intenso, revelador y desgarrador, nos permite preguntarnos como sociedad por la maldad y su ejercicio, dado que preguntarnos por la propia no nos es fácil.

La banalidad del mal.

El ya clásico texto de Hannah Arendt, “Eichmann en Jerusalem”[3] publicado en 1963, ha propuesto de una vez y para siempre, el concepto de “banalidad del mal”. Cronista del célebre juicio, sufrió el hondo impacto de no poder unir los horrores relatados por tantos testigos con la figura de ese burócrata gris, seco, no demasiado inteligente, que insistía en decir que no había actuado por odio, que no odiaba a los judíos, que simplemente había obedecido órdenes y que lo había hecho de la mejor y más eficiente manera que pudo. Pensó entonces que Eichmann era el representante de una manera diferente de ejercitar el mal. El Mal puesto en acto de manera banal, no del modo trascendente en el que lo podríamos hacer cualquiera de nosotros, es decir, con la culpa consiguiente. El Mal ejercitado con banalidad no genera culpa ni ninguna reflexión moral sobre la propia conducta ni sobre sus consecuencias.

Lo que Arendt señaló en su estupefacción, hoy puede hacerse extensivo a otros perpetradores nazis y a sus miles de discípulos posteriores en todo el mundo.

La mirada individual tradicional, intrapsíquica, proponía hipótesis genéticas o de otro tipo para comprender cómo algunas personas ejercitaban el Mal con banalidad y otras con trascendencia moral. Se nacía malo o loco o se iba enloqueciendo o “enmalando” por diversas circunstancias siempre en el orden de lo personal, como si se tratara de elecciones o posibilidades individuales. La solución era, consecuentemente, también individual: el castigo y la reclusión en forma de cárcel o de internación psiquiátrica. Hoy, y gracias a otras investigaciones e hipótesis, podemos ir más allá y nos preguntamos por los contextos, el familiar y social y, principalmente, el político. El abordaje previo dejaba sin explicar el mecanismo y la estructura implícita que hacía posible que la conducta Mala fuera llevada a cabo por grandes cantidades de personas, contenidas, avaladas, estimuladas y premiadas por un orden institucional legal. Eichmann, como tantos “malos banales”, era un burócrata, no odiaba, no se definía a sí mismo como “malo”, sino como un buen ciudadano, alguien que hacía lo que se esperaba de él.

El mal común.

Cuando se piensa en la maldad, se piensa siempre en la del otro. La idea de la propia maldad nos es difícil de asumir. Tendemos a justificar y definir a nuestra propia conducta como originada por una finalidad noble, un propósito básicamente bueno. “Es por tu bien” suele ser el contexto de muchas conductas sádicas perpetradas sobre los niños en una supuesta actitud educativa. Nunca el castigo, a veces feroz, se debe a “porque soy malo”, “porque estoy lleno de odio”, “porque hago lo que quiero”, “porque tengo derecho”. El ejercicio del poder de unos sobre otros es siempre ejercido, desde el perpetrador, con el mejor de los conceptos de sí mismo y las circunstancias del momento son justificaciones que le eximen de toda culpa. “Me provocó”, “estaba cansado”, son pretextos, en el orden de lo cotidiano, que aquietan una posible conciencia sucia.

El mal, definido siempre por otro –a veces la víctima, otras un observador- es siempre definido como “bien” por el perpetrador. Un mal de otro orden

Los estados, los sistemas políticos en general, siguen la misma pauta: definen sus políticas, siempre, desde el bien.

Los crímenes nazis nos proponen interrogantes frente a los cuales, la mirada individual, es simplista y restringida. Desde la nueva perspectiva vemos a los individuos inmersos en sistemas políticos que modelan sus acciones así como las teorías que las sostienen. Las complejas relaciones entre los individuos y los estados pueden generar conflictos entre las acciones legales y las legítimas, entre la propia conciencia y la noción fuertemente aplaudida de obediencia. Es en este contexto que debemos mirar los fenómenos de la complicidad abierta o encubierta así como de la indiferencia de la gran mayoría frente a crímenes flagrantes. Los individuos que llevaron a cabo las órdenes nazis, lo hicieron convencidos de que era lo mejor, de que el fin justificaba los medios, de que quienes habían tomado las decisiones sabían por qué y para qué lo hacían, creían que se trataba de actos beneficiosos para el estado. Individuos convencidos de la bondad de sus acciones y de la bondad de las órdenes recibidas son capaces de cometer actos de una incontrovertible Maldad.

Arendt nos ha enfrentado con un dilema que aún permanece sin respuesta: personas comunes, sanas mentalmente, no particularmente crueles, parecen ser capaces de ordenar y cometer los crímenes más horrendos sin preguntarse por su legitimidad. La aterradora consecuencia de su proposición es que cualquiera de nosotros, dadas las circunstancias, podría ser capaz de ejercitar el Mal.

El Mal y el mal.

La guerra de Vietnam produjo un nuevo revuelo en las ciencias sociales, al conocerse los actos protagonizados por muchos soldados norteamericanos. En especial, el juicio a la masacre de la aldea Mai Lai re-editó el estupor de Arendt: muchachos comunes habían cometido actos de una inusitada crueldad sobre la población de la aldea, conductas que reabrían la pregunta sobre lo hecho por los nazis y sus cómplices. Esta vez no eran alemanes con una cierta mentalidad propensa a la obediencia ciega[4] o campesinos ignorantes y sedientos de sangre. Se trataba de miembros de la clase media norteamericana, muchachos como cualquiera, hijos de familias de honestas y trabajadoras, no fanáticos, ni perturbados, ni diferentes a la población media. El juicio exponía con impúdica desnudez la brutalidad de las conductas de estos muchachos ante víctimas indefensas. ¿Cómo era posible, se preguntaban, que hijos de un país que levantaba bien alto – al menos internamente- la bandera de la igualdad ante la ley, del derecho a la diferencia, de las libertades individuales, se hubieran transformado en monstruos de esa calaña? ¿Qué había pasado con estos muchachos? ¿Habían cambiado por estar en un contexto de guerra? ¿Traían dentro suyo, sin que lo supieran, la posibilidad larvada de la crueldad? ¿Los seres humanos somos malos por naturaleza? Estudiosos y académicos se abocaron a tratar de comprender el fenómeno y encontrarle explicaciones que rediman, primero a sus compatriotas pero también a la naturaleza humana. Su empeño, infortunadamente, aún no se ha visto satisfecho sin que ello confirme o niegue la maldad humana como condición innata. Lo que se ha puesto en la picota es el papel de ciertos sistemas políticos.

Tanto la investigación de Stanley Milgram[5] como la de Zimbardo[6] han probado con aterradora conclusión, que la capacidad del Mal nos es inherente y podrá emerger siempre y cuando no lo visualicemos como Mal y haya algún superior jerárquico que se haga cargo de la responsabilidad. Repito: si alguien –un estado, una autoridad, una ideología, una religión, una condición- nos convence de que lo que hacemos no está mal, que tiene algún propósito superior bueno, que el sufrimiento que infringimos tiene un sentido y que no somos responsables de ello, pareciera que cualquiera de nosotros es capaz de ejercitar el Mal.

Tzvetan Todorov[7] ha estudiado la conducta de los perpetradores nazis en los campos de exterminio y la de los soviéticos en los gulags. Desconfía, como señalé antes, de las explicaciones tradicionales como patología o regresión. Los sádicos, dice, eran los menos, estimados entre un 5 y un 10%. Hablar de regresión a instintos primitivos es también impropio. Por un lado, en el mundo animal no existe la tortura o el exterminio y por el otro, no se rompía el contrato social puesto que los perpetradores se atenían a leyes, obedecían órdenes. Dado que la mayoría estaba conformada por burócratas, conformistas, obedientes, interesados en su bienestar personal, tampoco podemos explicarlo por el fanatismo ideológico. Cree Todorov que debemos buscar las respuestas en el nivel político y social, en cuáles son las condiciones sociales que permiten que tales crímenes sean posibles. Concluye que tales condiciones sólo existen en una sociedad totalitaria, como era la sociedad nazi por ejemplo. Ejerce una poderosa acción sobre la conducta moral de los individuos particulares y está caracterizada por

- la designación de un enemigo claro, un agente interno, un “uno entre nosotros” que se opone a los designios estatales –al bien- y que debe ser eliminado;

- la renuncia a la universalidad de los conceptos del bien y del mal que pasan a ser posesión y definición exclusiva del estado;

- el estado pretende controlar la totalidad de la vida social del individuo, a quien se le exige la total sumisión puesto que no hay lugar donde escapar ni refugiarse.

Estas condiciones, que convierten a una sociedad en totalitaria, tienen poderosas consecuencias en la conducta. Una vez definido el enemigo, la hostilidad hacia él es loable, hacerle Mal está Bien. La responsabilidad se alivia y hasta se anula debido a que es patrimonio del estado; así, las personas pueden y deben concentrarse en los procedimientos que le corresponden sin ocuparse de mirar más allá. El comportamiento se vuelve dócil, maleable y hay una pasiva sumisión a las órdenes.

El estado totalitario influencia tanto a los perpetradores como a las víctimas que se visualizan a sí mismos como los “enemigos internos”. Su posición es de soledad e impotencia frente a una fuerza superior y se corroe y diluye la posibilidad de una rebelión en masa porque un régimen totalitario desarticula toda forma de resistencia concertada.

Señala Todorov que una vez instalado el sistema totalitario, se produce un deslizamiento sutil y un cambio progresivo de los umbrales de lo tolerable en toda la población. Ello va convirtiendo a la mayoría en cómplice gradual de los crímenes. Se va cayendo lentamente en el ejercicio del “mal fácil”.

Los motivos de la gente común.

Dice el profesor Yehuda Bauer[8] :

“Para trabajar con las implicaciones universales, debemos tomar la historia particular del Holocausto. No vivimos en abstracciones. Todo hecho histórico es concreto, específico y particular. Es precisamente el hecho de que le sucedió a un grupo particular de gente lo que le confiere su importancia universal, porque todo odio grupal está siempre dirigido a grupos específicos, por razones específicas en circunstancias específicas. De nada sirve elevar banderas contra el mal en abstracto, el mal es siempre concreto, específico.”

Tomemos entonces, a modo de ejemplo, un área concreta de la tarea cotidiana de la gente común y veamos a los empleados en el sistema de ferrocarriles del Tercer Reich, esencial para el desarrollo de las dos guerras emprendidas (la guerra contra los ejércitos aliados y la guerra contra los judíos). Para dichos empleados, transportar judíos era un trabajo como cualquier otro. Raoul Hillberg[9] asegura que no se puede entender el fenómeno de la Shoá sin conocer acabadamente el rol de los ferrocarriles. El sistema de trenes de Alemania era una de sus organizaciones más complejas y extendidas. En 1942 empleaba aproximadamente 1.4 millón de personas más los 400 mil que trabajaban en los territorios ocupados de Polonia y Rusia. Transportaron millones de judíos y de otras víctimas a la muerte sin que se sepa de ninguno que haya renunciado a su trabajo, que haya protestado y que haya pedido un traslado.

Gerald Markle[10] dice que el Holocausto fue un asesinato en masa, pero fue un asesinado planificado, organizado y exhaustivo. Para llevarlo a cabo y para que la gente común colaborara

“la burocracia debía reemplazar a la turba violenta, la conducta rutinaria debía reemplazar a la rabia, el antisemitismo emocional debía volverse antisemitismo racional”.

Pensando tan sólo en el sistema ferroviario, las personas involucradas en la gigantesca planificación y concreción de la matanza masiva de judíos, suma casi dos millones de personas. Y, repito, sólo en el sistema de transporte. No contamos a los millones que formaron parte de los engranajes que mantenían aceitada y en funcionamiento la maquinaria de la muerte, los cientos de miles de empleados de oficina, de organizadores y ejecutores, los millones de personas anónimas que hacían a la eficacia industrial del sistema. Preguntados a posteriori, justificaban su conducta de variadas maneras, pero raramente indicaban al odio, deseo de venganza, o cualquier otro sentimiento asociado. “Era lo que me habían ordenado hacer”, “No sabía lo que estaba pasando, yo hacía mi trabajo” y otras respuestas similares. El Mal es ejercido sin consecuencias morales en los sistemas autoritarios y burocráticos. La responsabilidad está salvada gracias a un fuerte contexto ideológico y a las técnicas burocráticas de la fragmentación y el aislamiento que no permiten la confrontación con el cuadro total.

El miedo, la inercia y la comodidad.

Al mismo tiempo la gente debe seguir viviendo. Durante las guerras, durante las tiranías, durante los estados totalitarios, la gente sigue viviendo. Sigue trabajando, se sigue enfermando, sigue amando, sigue soñando. La gente tiene miedo de perder lo que tiene, aunque sea poco, aunque se haya ido acostumbrando a menos y menos, se aferra a lo que tiene. La gente, nosotros, tendemos a ser conservadores, a acomodarnos en nuestros refugios conocidos y somos renuentes a exponernos, a ponernos en peligro. Son todas conductas que desalientan la rebelión o la asunción de comportamientos arriesgados. Conservar el trabajo, el sueldo, la obra social, la jubilación para los que sólo tienen eso, puede ser un fundamento válido para aceptar gradualmente ciertos estados de cosas, para mirar a un costado, para negar. Esto no nos convierte en cómplices, simplemente explica nuestra inacción. Órdenes y obediencias, secuencias de conductas, jerarquías, son temas cruciales en la búsqueda de comprensión del ejercicio del Mal. También lo es el tema de la responsabilidad, como lo probaron algunos académicos de las ciencias sociales, la responsabilidad reemplazada, en los sistemas burocráticos, por la disciplina. La conciencia cívica reemplazada por la comodidad, por el miedo, paralizante, a ser la próxima víctima.

La maldad de todos los días.

Pero la maldad en sí misma, esta vez con minúsculas, es una vieja compañía y actúa desde las sombras, pero con energía, en nuestra vida cotidiana.

Cuando se piensa en la maldad, se piensa siempre en la del otro. La idea de la propia maldad nos es difícil de asumir. Tendemos a justificar y definir a nuestro propio comportamiento como originado por una finalidad, una proposición básicamente buenas. “Es por tu bien” suele ser el contexto de muchas conductas perpetradas sobre los niños en una supuesta actitud educativa. Nunca el castigo, a veces feroz, se debe a “porque soy malo”, “porque estoy lleno de odio”, “porque hago lo que quiero”, “porque tengo derecho”. El ejercicio del poder de unos sobre otros es siempre ejercido, desde el perpetrador, con el mejor de los conceptos de sí mismo y las circunstancias del momento. “Me provocó”, “me descontrolé por el cansancio”, son pretextos que aquietan una posible conciencia sucia. Sabemos lo difícil que es la aceptación de algún acto propio como dañino, la resistencia que tiene cada uno de nosotros a mirarse y leerse como malo en algún momento. Pero, el ejercicio de nuestra maldad individual, éste que es tan difícil de reconocer, siempre es una resultante de algún conflicto, transcurre en el reino de las emociones, a veces de las más primitivas. Como tal es comprensible, entra dentro de la expectativa de lo humano. Es el Mal banal, el que nos deja sin argumentos, el que desafía nuestra concepción y dignidad humanas.

Un paradigma del Mal: la tortura.

El estado totalitario tiene la capacidad de introducirse en nuestra subjetividad y modelarla con los poderosos medios de la manipulación de masas, la propaganda, la formación de corrientes de opinión, la generación de enemigos contra los cuales aglutinarse, la creación de banderas de lucha, hipótesis de conflicto, guerras. Y produce cambios profundos en todos los habitantes que requieren de una poderosa capacidad crítica y de reflexión para evitar el sometimiento ideológico, la re-estructuración de su subjetividad en una nueva que incluye la aceptación de los argumentos manipuladores. Esta aceptación es la que diluye toda resistencia y permite la ejecución de los actos demandados con convicción cívica, a veces hasta con el orgullo de enfrentar la dura tarea requerida con entereza y dedicación. Muchos de los soldados de la tortura de América Latina carecieron del necesario grado de crítica y reflexión y aceptaron de buen grado los lavados de cerebro que la CIA instruía en las bases de Panamá. Se abocaron a la limpieza de indeseables, convencidos de que lo que hacían estaba bien, de que su tarea era patriótica, de que su conducta era similar a la de un dentista que debe limpiar el diente cariado quitando parte del tejido sano para impedir que la enfermedad prospere, de que, aunque sucio, su trabajo estaba destinado a mejorar las condiciones de vida de todos los habitantes del país (al menos, de los que quedaran vivos). Han torturado con nulo sentimiento de culpa, muchas veces sin sentirse personalmente comprometidos. El gran triunfo de estas técnicas de manipulación es la disociación que se produce en el perpetrador que no ve a su torturando como un ser humano, ve sólo a un enemigo por cuya tortura y destrucción será premiado.

Contrariamente a lo que se supone, la práctica de la tortura no nació recientemente, es tan antigua como la historia de nuestra civilización.

En su libro sobre la tortura, dice John Conroy[11];

“La tortura ha sido utilizada desde siempre por gente bien intencionada, incluso razonable, armada con la sincera creencia de que estaban preservando a su civilización. Aristóteles favoreció el uso de la tortura para la obtención de evidencia y San Agustín también defendió la práctica. La tortura era una rutina en la antigua Grecia y Roma y aunque los métodos han cambiado en los siguientes siglos, los objetivos del torturador –obtener información, castigar, forzar a un individuo a cambiar sus creencias o lealtades, intimidar a una comunidad- han permanecido inalterables.”

Considera Conroy que la práctica de la tortura admite cuatro principios que propone como universales:

- Una vez aceptada la tortura como método, la categoría de “torturable” tiende a expandirse y a abarcar a más y más gente. Los romanos empezaron admitiendo la tortura a los esclavos, luego la hicieron extensiva a los hombres libres que habían cometido traición, y al poco tiempo cualquier ciudadano podía ser torturado aún en situaciones menores.

- La tortura parece perfectamente justificable cuando es percibida alguna amenaza al bienestar propio; es fácil de condenar cuando se la ha perpetrado sobre quienes no son enemigos, no así al revés. Hasta la aparición de los herejes, la Iglesia Católica se había opuesto a la práctica de la tortura ejercida por los romanos. En el siglo XIII, el Papa Inocencio IV designó a los herejes como merecedores de tortura, la que debía ser cumplimentada por las autoridades civiles.

- En lugares en donde la tortura es común, las simpatías judiciales se inclinan más hacia los perpetradores que hacia las víctimas. La presunción de culpabilidad sobre la víctima es casi siempre a priori. Hasta el siglo XII, la determinación judicial de la culpabilidad dependía del designio divino: se sometía a los sospechosos a ordalías, pruebas imposibles de ser superadas.[12] En el siglo doce se comenzó a aplicar el viejo código romano que decía que una sentencia de culpabilidad podía ser obtenida sólo con el testimonio de dos testigos o con la confesión del acusado. Extraer la confesión implicaba una sentencia de culpabilidad encubierta y dependía de la habilidad del torturador –empleado del sistema judicial-, el conseguirla con rapidez y a satisfacción.

- Si la definición de clase “torturable” está confinada a las clases sociales inferiores o a círculos alejados, promueve pocas protestas, cuanto más se acerca a la propia puerta, más objetable se vuelve. En Europa, recién a mediados del siglo XVIII la tortura empezó a dejar de ser una forma aceptable de investigación legal y se levantaron voces de protesta en círculos intelectuales que se oponían a los apremios sobre los oponentes religiosos, muchas veces miembros de los mismos círculos. La oposición no fue igual cuando se trataba de supuestos asesinos comunes, traidores o revoltosos en general, en general miembros de estratos sociales inferiores.

Un ejemplo de Francia y la guerra de Argelia.

Estas cuatro reglas siguen siendo vigentes y han sostenido el accionar de todas las fuerzas de represión. Tomamos –en tanto sociedad- a la tortura como parte de nuestros horizontes posibles, casi normalizados, por no decir aceptados y estimulados en nuestro mundo. Los gobiernos y sistemas judiciales parecen actuar con el doble standard de declararlo indebido en la letra de la ley pero contar con ello en la concreción de sus políticas.

Paul Aussaressses[13], general francés que actuó en la guerra de Argelia, autor del libro “Servicios Especiales, Argelia 1955-1957”. dice:

“Me llaman asesino, sí, pero yo sólo cumplí con mi deber con Francia, no se puede vencer al enemigo sin recurrir a la tortura y a las ejecuciones. Lo hacemos para obtener información, para remontar la cadena que permita descubrir a la organización... La acción terrorista implica a mucha gente: una bomba la pone un hombre, pero otros la han transportado, han señalado los objetivos, la han fabricado... Llegamos a identificar a 19 terroristas que habían participado en un solo atentado. ¿Qué hay que hacer con el detenido? ¿Nada? ¡Entonces los otros 18 seguirán poniendo bombas y matando inocentes!”.

A la pregunta: ¿Y no cree que un país democrático debe combatir el terrorismo sin recurrir a la tortura?, responde: “Eso es posible sólo si se dispone de mucho tiempo. Pero la presión es terrible. .... Si hubiera mucho tiempo se podría hacer de otro modo, pero cuando la organización terrorista está ahí y sigue presionando, hay que explotar inmediatamente la información que se consiga sacar del detenido, no queda otro camino para ahorrar vidas y sufrimientos”

¿Quién es este general?[14]

“El General Aussaresses, que tiene ahora 83 años y el pecho constelado de medallas, no es un torturador cualquiera. De no mediar el obstáculo de la Segunda Guerra Mundial que hizo de él un resistente contra los nazis y un militar bajo las órdenes del general Charles de Gaulle, hubiera sido tal vez un pacífico profesor de letras clásicas, pues se había licenciado en filología griega y latina y escrito una tesis titulada La expresión de lo maravilloso en Virgilio. Pero la guerra orientó su destino en la dirección castrense e hizo de él un agente secreto y un especialista en “operaciones especiales” de las Fuerzas Armadas, púdico eufemismo que recubre tareas clandestinas de sabotaje, secuestro, asesinato y otras brutalidades contra el enemigo en territorio extranjero”.

El general Aussaresses no tiene el menor cargo de conciencia por la sangre que hizo correr ni por haber actuado de una manera que violaba las leyes imperantes. Su tesis es que, cuando se está inmerso en una guerra, la obligación suprema –para un combatiente, para un país- es ganarla, y que esto es imposible si se respetan las leyes y los principios morales que rigen la vida de una sociedad democrática en tiempos de paz. Las autoridades políticas, judiciales y militares lo saben muy bien, aunque no puedan decirlo, y por eso se desdoblan en figuras públicas que aseguran estar empeñadas en mantener las acciones bélicas dentro de la legalidad y la limpieza étnica, y en otras, más pragmáticas, que en sordina, sin dejar huellas, e incluso simulando no enterarse, exigen de sus subordinados en uniforme las iniciativas más crueles e inhumanas en nombre de la eficacia, es decir, de la victoria. Para eso están los ejecutantes, los que se manchan las manos, a los que a veces, incluso después de emplearlos en esas sucias tareas de catacumba, el poder recrimina o castiga para guardar las apariencias y mantener vivo el mito de un gobierno que, aún en el apocalipsis bélico, acata la ley”.

Como bien dice una de las reglas enunciadas por Conroy, el horror ante tales declaraciones es proporcional a la distancia, cuanto más lejos de uno, más adverso el juicio. Todo puede cambiar si el dilema se nos acerca. Mucha de la gente que clama venganza por lo sucedido en el ataque terrorista a Nueva York del 11 de septiembre de 2001, acaba de descubrir que sus convicciones trastabillan cuando el peligro toca a sus puertas. Y su preocupación y cambio de actitud no nos deberían ser ajenos. Cualquiera de nosotros desconoce cómo reaccionaría en la triste situación de ser puestos a prueba y cómo justificaría su reacción y cómo conviviría con el descubrimiento de su nueva mirada. Nada nuevo, ningún cambio podrá producirse si no asumimos nuestra propia capacidad de ejercitar el Mal, si miramos al Mal como algo que hacen siempre los demás.

Maldad y razón.

Dice Humberto Maturana[15]:

La maldad es un fenómeno cultural que surge, no porque el ser humano sea en sí malo, sino porque se constituye cuando se tiene una teoría política, religiosa o filosófica, que justifica la negación y sometimiento del otro. El daño que hacemos a otro en el enojo, no constituye un acto de maldad. En ese acto el daño puede ser violento o fatal, pero en sí no es malvado, sólo si recurrimos a la razón para justificar ante nosotros y ante otros la legitimidad de ese daño apagando nuestra sensibilidad, ese dañar se constituye en un acto de maldad. El Holocausto es un acto de maldad. Su magnitud es impresionante, incomprensible y destructora, pero como acto de maldad es un acto de maldad como muchos otros que se han cometido en la historia de la humanidad y que continuamos cometiendo en la vida cotidiana cuando creamos justificaciones racionales para nuestra negación del otro. ... Pienso que holocaustos han ocurrido muchas veces en la historia de la humanidad desde el surgimiento de la apropiación material o espiritual en el patriarcado. El Holocausto del pueblo judío es el más gigantesco y más conmovedor para nosotros por ser el más cercano y el que nos toca más porque podemos vernos en él como objeto y como actores. ¿No fue acaso un Holocausto la muerte de tres o más millones de mujeres en manos de la Inquisición bajo la acusación de brujería? La apropiación de las cosas, la verdad, las ideas, es ciega ante el otro y ante sí mismo. Mientras tengamos teorías filosóficas que justifican racionalmente la apropiación de la verdad y no reflexionemos sobre sus principios y fundamentos admitiendo que son creaciones nuestras y no visiones de la realidad, mientras tengamos religiones y no reflexiones sobre ellas admitiendo que surgen de nuestra experiencia espiritual y no como revelaciones de una verdad trascendente, habrá holocaustos, grandes o pequeños, porque nos aferraremos a la defensa de nuestras verdades ocultando nuestros deseos y por lo tanto, nuestra responsabilidad en nuestro hacer.

Cada vez que, de una manera u otra, nos apropiamos de una verdad y buscamos una justificación racional para nuestros actos desde esa verdad, abrimos un camino hacia el holocausto. Al ser nosotros dueños de la verdad, el que no está con nosotros está equivocado de una manera trascendental y su error justifica ante nosotros su destrucción sin que nos hagamos responsables de ella. Mejor aún, es el que el otro no esté conmigo lo que justifica su negación y destrucción y la justificación racional de la negación del otro exime de responsabilidad al que lo destruye. Cuando esto pasa no cabe la reflexión y el otro simplemente desaparece del ámbito humano, su negación no nos toca y el holocausto, en la negación total del otro, está en camino. .... El Mal y el Bien.

Esta confrontación con el Mal banal, el Mal institucionalizado y legal que lo eleva al absoluto, amenaza con sumirnos en la más negra desesperanza. Hasta acá, es como si la hipótesis de la innata maldad de los humanos estuviera comprobada y nuestra dignidad, maltrecha y en harapos. Pero hay también en la Shoá otro espejo en el que, de vernos, podremos recuperar algo de tanta dignidad perdida: el trabajo de los rescatadores. Silenciosa, invisible, de bajo perfil, pero persistente y obstinada, la tarea cotidiana de miles de ciudadanos europeos, permitió la supervivencia de la gran mayoría de los que han conseguido seguir viviendo. Contrariando no sólo a las leyes, sino muchas veces a sus propias familias, a su educación, los anónimos y desconocidos que se rebelaron frente a leyes que consideraron inhumanas, a riesgo de sus propias vidas y las de sus familiares, son un ejemplo que aún espera ser develado y transmitido, como una de las lecciones más poderosas de la naturaleza humana. Se ha hablado mucho de la resistencia armada y muy poco de los actos de rescate en donde el heroísmo no buscaba el reconocimiento social, el monumento ni la gloria eterna. Es en los actos de rescate que tenemos una herramienta pedagógica de primera magnitud porque permite trabajar temas tales como la diferencia entre lo legal y lo legítimo, la responsabilidad individual por la vida del prójimo, las relaciones entre el individuo y el estado totalitario y la necesidad de juicios críticos y reflexiones éticas.

En palabras del profesor Bauer[16]:

“En los márgenes del horror, estaban los rescatadores: demasiado pocos, demasiado aislados, pero el mero hecho de su existencia nos justifica ampliamente en nuestra enseñanza sobre el Holocausto. Mostraron que la gente tenía opciones, que se podía actuar de manera diferente a la multitud. En el contexto de desesperanza, ellos constituyen el ejército de la esperanza. En algunos casos, comunidades enteras actuaron como rescatadores, poblados, áreas, naciones enteras como los daneses y también los italianos en muchos casos”.

El Mal absoluto tuvo su pico ejemplar en la Shoá. También lo tuvo el Bien.

La Shoá me enseñó que siempre hay caminos posibles, que así como hay enfermos desahuciados que milagrosamente se curan, se puede salir de las situaciones más desesperadas, no transitando por supuesto los viejos caminos –que son, por otra parte los únicos que conocemos- ni estudiando sólo la maldad de los demás. Está en juego nuestra propia concepción sobre nosotros mismos, los nuevos aprendizajes que aún nos esperan. Estamos formados en una educación hipócrita, con un doble standard, sobre nuestra condición misma que niega la existencia del Mal, por ende, no estamos entrenados en descubrirlo ni en combatirlo en nosotros mismos. Pareciera que nacemos tanto con la potencialidad del Bien como con la del Mal y que son las circunstancias lo que gatilla nuestro “mejor” o nuestro “peor”. Si no reconocemos los riesgos y tentaciones de nuestra propia Maldad y nuestra vulnerabilidad en los sistemas totalitarios, no podremos luchar contra ello, seguiremos estando en sus manos.

El prójimo nos es querido y necesario. La tarea incesante en la construcción de estados lo más alejados del totalitarismo que sea posible, el trabajo sobre la responsabilidad cívica, sobre la reflexión ética, sobre la libertad y sus límites, es hoy, más que nunca, imprescindible para la continuación digna de la vida.

Referencias y notas: [1] Shoá: (hebreo), devastación. Designa la guerra emprendida por los nazis específicamente contra los judíos en el contexto de la Segunda Guerra Mundial, en el cual también fueron discriminados y muertos otros grupos (gitanos, homosexuales, opositores políticos, masones, testigos de Jehová, discapacitados). La palabra Holocausto, difundida universalmente por los medios masivos especialmente norteamericanos, es impropia dado que alude a un rito religioso, la ofrenda de un animal al sacrificio del fuego, para la purificación de los pecados. El concepto comporta la idea inaceptable de la culpabilidad de las víctimas y de su inmolación por voluntad divina.

[2] La Shoá no es el único exponente del Mal en el siglo XX. Ha sido el más estudiado pero está acompañado por los millones de muertos que le debemos a la “limpieza étnica” de Bosnia-Herzegovina, al asesinato de los Tutsis por el gobierno de Ruanda, a los asesinatos en masa de Burundi, a los camboyanos aniquilados por el Khmer Rojo, a los masacrados en Timor Oriental por los indoneses, a los genocidios sobre poblaciones indígenas, a la privación de los derechos humanos para gran parte de la población mundial y al progresivo deterioro del nivel y expectativa de vida para la gran mayoría de los humanos.

[3] Hannah Arendt: “Eichmann in Jerusalem. A report on the Banality of Evil”, The Viking press, 1963.

[4] Hipótesis que, de manera más florida, desarrolló Daniel Goldhaggen en su publicitado, y extenso libro “Los verdugos voluntarios de Hitler. Los alemanes corrientes y el Holocausto”, Santillana, 1997. La hipótesis de que el pueblo alemán sea Malo de manera innata, probablemente tranquilice a muchos, -a condición de que no sean alemanes-, pero no contribuye a esclarecer la comprensión del fenómeno del Mal.

[5] Stanley Milgram: “Obediencia a la autoridad”. Ed. Besclée de Brouwer, Bilbao, 1980. Se trata de la experiencia de laboratorio realizada en la Universidad de Yale, que pretendía medir el grado de aceptación a las órdenes de tortura de personas comunes. Ha demostrado que la gran mayoría de los sujetos obedecían la orden bajo dos condiciones: que el daño se justificara por algún fin superior y que la responsabilidad estuviera cubierta por alguna autoridad.

[6] P. G. Zimbardo, C. Haney, W. C. Banks, D. M. Jaffe: “The psychology of Imprisonment: Privation, Power and Pathology”, publicado en Rubin Zelig ed: Doing onto Others, Prentice Hall, 1974. En esta experiencia de laboratorio realizada en la Universidad de Stanford, un grupo homogéneo de estudiantes es dividido arbitrariamente y unos serán los prisioneros y otros los guardianes. Los cambios en las conductas de estos últimos, el progresivo incremento de sus conductas sádicas, así como los cambios de quienes hacían de prisioneros, su sometimiento y humillación, prueban que el contexto estimula nuevas conductas en las personas capaces de conducirse de modos novedosos y sorprendentes incluso para sí mismos.

[7] Tzvetan Todorov: Frente al límite. Siglo veintiuno editores, 1993.

[8] De su conferencia pronunciada en enero 2000 en el Foro Internacional sobre el Holocausto”, Estocolomo, Suecia.

[9] Raoul Hillberg, German Railroads, Jewish Souls. April 1986.

[10] Gerald Markle: Meditations of a Holocaust Traveler. State University of New York Press, 1995.

[11] John Conroy: Unspeakable Acts, Ordinary People. The Dynamics of Torture. Alfred A Knopf, 2000.

[12] Ordalía: prueba judicial mágica o religiosa. Había cuatro: por el fuego, por el agua, por el veneno y por el combate. Un ejemplo de ordalía por el agua, era la perpetrada sobre las acusadas de brujería; se las maniataba de pies y manos, se les ataba una pesada piedra y se las arrojaba al agua. Si se hundían y se ahogaban, eran culpables; en el imposible caso de sobrevivir, lo habrían hecho sólo con la ayuda de Dios, lo que probaría su inocencia.

[13] Página 12, 20-5-01, tomado de El País de Madrid.

[14] Mario Vargas Llosa (La Nación, 20-5-01 tomado de El país.):

[15] Humberto Maturana: “El sentido de lo humano”. Dolmen Ediciones, Santiago de Chile, 1995.

[16] Op.cit.

Evil and its Social Legitimization

This talk was originally presented in Spanish in the symposium “Frente al Límite. Reflexiones en torno al Holocausto y las experiencias dictatoriales en Argentina y América Latina” (Facing the Limit. Reflections about the Holocaust and the experience of Dictatorships in Argentina and Latin America). Universidad Nacional de Rosario, organized by the Secretaría de Cultura, October 2001. It was published in “Historiografía y Memoria colectiva. Tiempos y Territorios”, Ed. Miño y Dávila, Madrid, 2002, Cristina Godoy, Editor.[1] Absolute Evil and the Shoah[2]

In a world devoid of hope, in which doubts and skepticism prevail, the Shoah is one of the few issues that generates a universal consensus. It has become an unequivocal example of Absolute Evil. When the world realized the extent and the systematization of the industry of death, the hopeful phrase “Never Again” was coined. These days, the phrase has spread to other places and other realities: “Never Again”, uttered in any language, in any country, invariably has come to mean: may Absolute Evil never be repeated again.

Hundreds of historians, academics, witnesses, sociologists and others are continuously researching and enlightening aspects of the Shoah that were previously obscure. The Shoah[3] has been documented with a seemingly endless source of testimonies – each one more devastating and intense. It allows us to ask ourselves as a society about Evil and its practice, at a time when confronting Evil has become difficult and uncomfortable.

The Banality of Evil

Hanna Arendt’s classic text, “Eichmann in Jerusalem”[4] , published in 1963, established the concept of the “banality of evil.” As a chronicler of the famous trial, she suffered the profound impact of not being able to put together the horrors described by so many witnesses with the face and figure of a gray bureaucrat: a dull, not too intelligent man who insisted that he had not acted out of hatred but was just following orders in the best and most efficient manner he could. She then concluded that Eichmann represented a different way to practice Evil: Evil that’s put into action in a banal manner, without feeling any responsibility for what he had done, thus, not feeling any guilt. When evil becomes banal, when it becomes trivial, it does not generate guilt or any sort of moral reflection.

What Arendt described, in her astonishment, can nowadays be applied to other Nazi perpetrators as well as to their thousands of disciples around the world.

Why do some people commit acts of Evil in a banal manner, while others are aware of their social responsibilities and the moral transcendence of their actions? The traditional view used to propose hypotheses based on genetics, suggesting that you were born “crazy” or “bad”, or gradually became more evil due to circumstances – always within the realm of the individual and family, as if it was about personal choices. Therefore, the solution was also applied to the individual: punishment, seclusion in prisons or mental institutions. Today, thanks to much research and new hypotheses, we can delve further into other contexts, namely, the society and the political sphere. The previous approach could not explain the mechanisms and implicit structures that fostered and enabled evil behavior among large numbers of people – supported, stimulated, and even rewarded by an institutional and legal regime. Eichmann, like many other “banal evil-doers” was a bureaucrat. He did not hate and did not define himself as evil or a bad person but as a good citizen, someone who did what was expected of him. Everyday evil

When we think about evil, we invariably think about another’s – not our own. The mere notion of our own evil is hard to accept. We tend to justify and define our own conduct as a result of noble goals, a nature that’s basically good. “It’s for your own good” is a justification often used by parents and teachers, to hide the sometimes sadistic nature of their conduct even from themselves. Punishment, many times harsh, is never justified “because I’m evil”, “because I’m full of hate”, “because I do what I want”, “because I have the right”. In the exercise of power, the perpetrator always has a positive concept of self. He justifies his actions with the circumstances of the moment, which he uses to exempt himself of any guilt. “I was provoked” or “I was tired” are everyday excuses that quiet a possibly guilty conscience.

The perpetrator always defines himself as “good” – indeed, does not even see himself as a perpetrator. One’s own evil can only be pointed out by someone else, sometimes the victim, other times an observer.

Evil of a different order Nations and political systems in general follow the same pattern: they define their policies invariably as “good”. The scale of the Nazis’ crimes raised new questions. A focus on the individual was inadequate to analyze and understand the complicity of millions of Germans in the Nazis’ crimes. Individuals do not exist alone, but are immersed in political and social systems which affect their actions and their sense of moral implications. Totalitarian states generate complex relationships between individual and states, between our own consciences and required obedience, between what is legal but may not be ethical or legitimate. It is in this context that we should examine the phenomena of open or hidden complicity and the indifference of the majority to flagrant crimes. The individuals that implemented the Nazi orders did it convinced that it was the best course of action, that the ends justified the means, that the decision makers knew the purpose and reasons behind their decisions, and that they had to be obedient – something we have been taught and that is respected in society. They believed that their actions were beneficial to the state, and did not even consider questioning the orders they received. It is in this way that people were able to commit acts of incontrovertible evil, all the while convinced of the goodness of their actions.

Arendt presents a dilemma, still unanswered: how common people, who are psychologically stable, who are not particularly cruel, are able to just follow orders and commit the most horrible crimes without questioning their legitimacy. Does this mean that any of us, under the right circumstances, would be able to carry out Evil?

Evil and evil

When the actions of many American soldiers in the Vietnam War came to light, it produced an uproar in the social sciences. The Mai Lai Massacre, and its ensuing trial in particular, rekindled Arendt’s issue: common men had committed acts of astonishing cruelty, acts that again raised the questions about the actions of the Nazis and their accomplices. This time the perpetrators were not Germans “predisposed” to blind obedience[5], nor were they ignorant, bloodthirsty peasants. This time, they were the children of the American middle class, ordinary people, raised in honest, hard-working families; not fanatics, perturbed, or different in any way from the mainstream of the population. The trial exposed with obscene nakedness the brutality of the actions of these young men against defenseless victims. How could it be possible, they asked, that sons of a country espousing principles like the right to self expression and individual freedoms, had become monsters of such caliber? What had happened to these kids? Had they changed because they were at war? Did they carry within them, without their knowledge, the possibility of cruelty in latent form? Are human beings evil by nature? Scholars and academics concentrated on trying to understand the phenomenon, and also to find explanations which could redeem their fellow citizens as well as human nature itself. Unfortunately their dedication has not yet led to a decisive answer either confirming or denying evil as an innate human condition. On the other hand, it was able to demonstrate the power of certain political systems to affect peoples’ conduct.

The independent research of Stanley Milgram[6] and Zimbardo[7] has established, with horrifying conclusions, that we all have the capacity for evil. In order for us to commit an evil act, two conditions must be met: (1) we do not see it as evil; and, (2) we unload our responsibility on someone else. I repeat: if someone -a state, an authority figure, an ideology, a religion, some condition- convinces us that what we are doing is not wrong, that it has a superior purpose, that the suffering we are inflicting has a reason and we are not ultimately responsible, it seems that any one of us is capable of Evil.

Tzvetan Todorov[8] has studied the behavior of the Nazi perpetrators in the death camps, and the behavior of the Soviet perpetrators in the gulags. As I pointed out before, he does not trust the traditional justifications based on pathology or regression to more primitive states. The sadists, he claims, were a small minority, estimated between 5 and 10 percent. Talking about regression to more primitive instincts is also inappropriate. On the one hand, in the animal world there’s no such thing as torture or extermination, furthermore, there was no breaking of the social contract since the perpetrators acted within the law and obeyed orders. Since most of them were bureaucrats, conforming, obedient, mainly interested in their personal welfare, we can’t explain it through ideological fanaticism either. Todorov believes we should look for the answer in the socio-political context, in the social conditions that make such crimes possible. He concludes that these conditions only exist in totalitarian societies, as was Nazi Germany, for example. These states exert a powerful force on the moral conduct of individuals and are characterized by:

- the designation of a clear enemy, an internal agent, a “stranger among us,” who opposes the intentions of the state, who opposes what is “good” for all of us, and who must be eliminated;

- the concepts of evil and good cease to be universal, and have become owned and defined exclusively by the State;

- the State controls the totality of the individual’s social life. The individual must submit completely since no place exists outside of the reach of the State

These conditions, which turn a society into a totalitarian state, have powerful consequences on behavior. Once the enemy is defined, hostility towards them is commendable – now, doing Evil is doing Good. The issue of responsibility is diminished and even done away with completely, since the State is in charge. In this way, people can and should concentrate on only what they’re told to do, without needing to look any further or beyond their own small part in a larger picture they are instructed to ignore. Behavior becomes docile, submissive, and malleable to orders.

The totalitarian state influences both the perpetrators and the victims. The victims come to see themselves as the “internal enemy”. Their position is one of loneliness and impotence against a superior force which undermines the possibility of a mass rebellion because the totalitarian regime dismantles every form of concerted resistance.

Todorov points out that once the totalitarian regime is in place, the limits of what’s tolerable slowly and continuously begin to slide in the population. This turns many into gradual accomplices of the crimes. Little by little the society falls into the practice of an evil which is “trivial” or “banal.” The Motives of Ordinary People

Professor Yehuda Bauer[9] says:

“To work with universal implications, we have to take the particular history of the Holocaust. We do not live in abstractions. All historical events are concrete, specific, and particular. It is precisely the fact that it happened to a particular group of people that confers a universal significance to it, because all group hatred is always directed at specific groups, for specific reasons under specific circumstances. There’s no use in fighting against evil in the abstract – evil is always concrete, specific.”

As an example, let’s look at a concrete area of everyday life for ordinary people: the employees of the rail system of the Third Reich, critical for the two wars undertaken by Germany: the war against the Allies and the war against the Jews. For these employees, transporting the Jews was a job like any other. Raul Hilberg[10] assures us that it’s impossible to understand the phenomenon of the Shoah without understanding the role of the rail system. The German rail system was one of the most complex and extensive organizations in the country. In 1942, it employed approximately 1.4 million people and another four hundred thousand that worked in the occupied territories in Russia and Poland. They transported millions of Jews and other victims to their deaths without any known instance of an employee that resigned their post, protested or asked for a transfer.

If we consider the rail system alone, the number of people involved in the enormous planning and execution of the mass murder of Jews approaches 2 million. And I repeat, only the transportation system is being counted. We are not counting the millions that kept the death machine well-oiled and running efficiently, the thousands of office workers, organizers and executors, the millions that created the industrial efficiency of the system. When asked after the war, they justified their conduct in various ways, but rarely talked about hatred, a desire for revenge, or any other related feelings. “It was what they had ordered me to do”. “I was not aware of what was happening, I was just doing my job” and other similar responses. In totalitarian and bureaucratic systems, Evil is exercised without moral consequences. Responsibility is waived because of a strong ideological context and the bureaucratic techniques of fragmentation and isolation prevent individuals from seeing the whole picture. Fear, Inertia and Well-being.

But at the same time, people must go on living. During wars, during tyrannies, during totalitarian regimes, people must go on with their lives. People continue working, continue getting sick, continue loving, continue dreaming. People are afraid of losing what they have, even if there’s very little to lose, even if they have been getting used to having less and less, they will fiercely hold on to whatever’s left. People, all of us, tend to be conservative, to find refuge in well-known places and to avoid exposure and risk. These are all conducts that undermine rebellious and risky actions. Keeping one’s job, salary, health insurance, retirement program, can be valid reasons for gradually accepting slight degradations, to look aside, to deny. This does not automatically turn us into accomplices -- it merely explains our inaction. Orders and obedience, sequences of actions, hierarchies, are all crucial aspects in the search for understanding the exercise of Evil. And also, responsibility, as demonstrated by researchers in the social sciences, responsibility that in bureaucratic systems can be replaced by discipline. Civic consciousness replaced by well-being, by the paralyzing fear to not become the next victim.

Everyday evil

Evil in and of itself, lowercase evil, is an old friend, not necessarily visible, but a vital part of our everyday lives. When we think about evil, we invariably think about someone else’s. The notion of our own evil is hard to digest. We tend to justify and define our own behavior as originating in goals that are intrinsically good. We know how hard it is to accept our own acts as harmful, how much we resist any possibility of seeing ourselves as bad people. The practice of our own evil, so hard to accept and resulting from some sort of conflict, takes place within the realm of emotions, sometimes of the most primitive kind. As such, it’s understandable and fits within our normal expectations of what’s human. The banal kind of evil, on the other hand, leaves us without arguments, defying our conception and dignity as human beings.

A Paradigm of Evil: Torture

Totalitarian states have the capacity to enter our subjectivity and reshape it using the powerful machine of mass media and propaganda -- they create currents of opinion, they generate common enemies to focus against, they create combative slogans, hypotheses of conflict, wars. They produce profound changes that require a superior critical capacity and much reflection to avoid ideological submission into accepting a new world view. This acceptance dilutes all resistance and allows the execution of any acts that serve the national interest. Sometimes, these acts are even carried out with the great pride of facing such hard challenges with dedication and integrity. For instance, many of the Latin American soldiers of torture lacked sufficient critical abilities to reflect on what they were doing, and instead, gladly accepted the brain-washing of the CIA on their bases in Panama. They dedicated themselves to the cleansing of “undesirables”, convinced of the righteousness of the task. They saw themselves as dentists that must save a cavity-riddled tooth by extracting the surrounding healthy tissue: dirty work ultimately destined to improve conditions for all citizens (at least for the ones that survived). They tortured without any feelings of guilt, many times without even feeling personally involved. The great “achievement” of these manipulation techniques is the dissociation that takes place in the perpetrator, who no longer sees the victim as a human being. Instead, the victim is seen as an enemy, whose torture and destruction is to be rewarded.

Contrary to common beliefs, the practice of torture is not a recent development: it’s as old as the history of civilization. In his book on torture, John Conroy[11] says:

Torture has long been employed by well-meaning, even reasonable people armed with the sincere belief that they are preserving civilization as they know it. Aristotle favored the use of torture in extracting evidence, speaking of its absolute credibility, and Sr. Augustine also defended the practice. Torture was routine in ancient Greece and Rome, and although methods have changed in the intervening centuries, the goals of the torturer –to gain information, to punish, to force an individual to change his beliefs or loyalties, to intimidate a community- have not changed at all.

Conroy states that the practice of torture encompasses four basic universal principles:

- The class of people whom society accepts as torturable has a tendency to expand. In the Roman Empire, the rules changed so that slaves were eligible to be tortured not just as defendants, but also as witnesses to crimes committed by others. Then freemen lost their exemption in cases involving treason. By the fourth century, freemn were regularly being subjected to the same excruciating machines, devices, and weapons previously reserved for slaves, and the crimes they were tortured for, as either witnesses or as the accused, had become less and less serious.

- Torture becomes perfectly justifiable as long as a threat to our own welfare is perceived. It’s easy to condemn it when perpetrated against non enemies, but the reverse does not hold. Until the appearance of heretics the Catholic Church had opposed the Roman’s practice of torture. In the XIII century, Pope Inocencio IV identified heretics as worthy of torture, which was to be implemented by the civilian authorities. (…) It is easy to condemn the torment when it is done to someone who is not your enemy, but it seems perfectly justificable when you perceive a threat to your own well-being.

- In places where torture is common, the judiciary´s sympathies are usually with the perpetrators, not with the victims. The victim is assumed guilty a priori. For centuries, the prevailing system of determining guilt or innocence in capital crimes had depended upon signs from God. A person suspected of a serious offense would be put through some ordeal[12]. In the twelfth century, that method of determining guilt came to be recognized as unsatisfactory. A new system of justice evolved, based on old Roman law, in which a conviction could be obtained only with the testimony of two eyewitnesses or a confession from the accused.(….) The extraction of the confession implied a tacit guilty sentence and depended on the abilities of the torturer - an employee of the judicial system - to obtain it quickly and satisfactorily.

- It arouses little protest as long as the definition of the torturable class is confined to the lower orders; the closer it gets to one´s own door, the more objectionable it becomes. In Europe, the enshrinement of torture as an acceptable form of legal investigation came to an end in a hundred-year period starting in the mid-eighteenth century. (….) Adding impetus to the desire to explore alternatives were the sentiments of influential eighteenth-century philosophers who rejected torture as something that belonged to a dark and superstitious age. (…) there had not been much objection from intellectuals to the torture of people accused of murder, sedition, and betraying their country, but the subjection of magicians, witches, and religious dissenters to hideous pain provoked protest that “was listened to and circulated outside professional or limitedly moralizing circles”.

An Example from France and the War in Algeria

These four principles continue to sustain the action of all forces of repression. As a society, we accept torture as within the realm of the possible, as almost normal, and even accepted and encouraged in our world. Governments and judicial systems seem to behave under a double standard: on the one hand, torture is declared unacceptable under the law, but on the other, it’s counted as a possible method in the implementation of their policies.

Paul Aussaresses[13] , a French General that served in the Algerian war, author of the book “Special Services, Algeria 1955-1957” states:

“They call me a murderer, yes, but I just did my duty for France, you can’t defeat the enemy without using torture and executions. We do it to get information, to follow the chain that reveals the organization... Terrorist actions involve many people: a bomb is placed by one man, but others have transported it, have chosen the targets, have put it together... We managed to identify 19 terrorists that had participated in a single incident. What should we do with the detained person? Nothing? Then the other 18 will continue carrying out terrorist attacks and killing the innocent!”

When asked whether a democratic country should combat terrorism without using torture, he responds:

“Only if there’s lots of time available. But the pressure is terrible... With lots of time you could do things differently, but when the terrorist organization is there, and threatens further attacks, we have to make use of any information we can extract from the prisoner immediately. There’s no other way to save lives and prevent suffering.”

Who is this General?[14]

General Aussaresses is now 83 years old and is decorated with a constellation of medals. He is not a common torturer. If it hadn’t been for World War II, which turned him into a member of the resistance against the Nazis and subsequently a soldier under General De Gaulle, he might have been a peaceful professor of Classical literature. He received a college education in Greek and Latin literature and had written a thesis entitled “The Expression of the Marvelous in Virgil”. The war led him into the military and turned him into a secret agent, a specialist in “special operations” of the Armed Forces, nothing more than a chaste euphemism for clandestine, sabotage operations, murder and other brutalities directed against the enemy in foreign territories.”

General Aussaresses does not feel any guilt or remorse for all the blood spilled nor for having acted outside the realm of the law. He contends that when a country is at war, the supreme duty for a soldier and a country is to win it and that this is impossible if the laws and moral principles that underline life in a peacetime democratic society are observed. Political, judicial and military authorities are well aware of this, although they cannot utter it. Therefore, they dedicate a lot of effort to statements indicating that war operations will be conducted under the observance of the law. At the same time that they implement ethnic cleansing, they simulate lack of knowledge about what subordinates are doing and they order the most cruel and inhuman actions in the name of efficiency, that is to say, in the name of victory. And that’s what the perpetrators are there for, to get their hands dirty. And after they’ve carried out these dirty deeds, Power censures or punishes them to keep face and sustain the myth of a government that acts within the law even during the apocalypse of war.”

As Conroy points out in one of his rules, the degree of horror evoked by these statements is proportional to distance: the further away they are from us, the more scathing will be our condemnation. Everything can change if the dilemma gets closer. Many people who demanded revenge for the deplorable events of September 11, 2001 have recently discovered that their deepest convictions stumble when danger knocks at their door. Their preoccupation and change in attitude should not surprise us. None of us knows how we would react in the unfortunate situation of being put to the test and how we would justify our reactions, and how we would cope with our new view of the world. Nothing new, no positive change can result if we fail to assume our own capacity to practice Evil, if we continue to see Evil as something that’s always done by somebody else.

Evil and Reason

Gerald Markle[15] describes the Holocaust as a mass murder, but one which was planned, organized and exhaustive. To carry it out to fruition and to make ordinary people cooperate, “bureaucracy had to replace the angry mass of demonstrators, routine conduct had to replace rage, emotional anti-Semitism had to turn into rational anti-Semitism.”

Humberto Maturana says[16]:

Evil is a cultural phenomenon that emerges, not because human beings are innately evil, but because it takes form whenever there is a political, religious or philosophical theory that justifies the negation and submission of the other. The damage we inflict on another in anger does not constitute an act of evil. In such an act, the injury might be violent or fatal, but it is not innately evil; only if we appeal to reason in order to justify the legitimacy of the injury, before ourselves and others, while shutting off our human sensitivity, does this injury become an act of evil. The Holocaust is an act of evil. Its magnitude is overwhelming, incomprehensible and devastating, but as an act of evil it is an act of evil like many others that have been committed in the history of humanity and that we continue to commit daily as we create rational justifications for our negation of the other. (Page 302)

... I think Holocausts have occurred many times in the history of humanity since the emergence of material and spiritual appropriation in the patriarchy. The Holocaust of the Jewish people is the most immense and moving for us due to its being so recent and it touches us more because we can see ourselves in it as object and as actors. Was it not perhaps a Holocaust when three million or more women were murdered as witches at the hands of the Inquisition? The appropriation of things, the truth, ideas, is blind before the other and before oneself. So long as we have philosophical theories that rationally justify the appropriation of truth, without reflecting upon its principles and foundations, without admitting that they are our creations and not visions of reality, so long as we have religions without reflecting upon them and admitting that they emerge from our spiritual experience and not as revelations of a transcendent truth, there will be Holocausts, large and small, because we cling to the defense of our truths, hiding our desires and, therefore, our responsibility for what we do.

Every time that, one way or another, we appropriate a truth and seek a rational justification for our actions on the basis of that truth, we open an avenue toward the Holocaust. If we become lords over the truth, he who is not with us is mistaken in a transcendental way and his error, for us, justifies his destruction without our having to take responsibility for it. Even better, if the other is not with me, his negation and destruction is justified, and the rational justification of the negation of the other exempts the destroyer from responsibility. When this happens there is no place for reflection and the other simply disappears from the human environment, his negation does not touch us and the Holocaust, the absolute negation of the other, is underway.

...The only possible way not to fall into this trap of rational negation of the other is through reflection. Reflection enables us to question the possession of truth and leads to the reappearance of the other as a human being just as legitimate as oneself. The fundamental emotion that constitutes what is human throughout our evolutionary history is love; acceptance of the other as a legitimate other with whom to coexist. When we have achieved a capacity for reflection that permits our questioning the idea that we possess the truth, the other appears as human, and love, the most fundamental human emotion, manifests its presence and a possibility opens up for responsible conduct before him or her. We cannot, nor should we, deny our desires, but we can take responsibility for them and thus act responsibly. When this occurs, human harmony is not necessarily achieved in any immediate sense, but it becomes possible, and the way toward the Holocaust closes because a way is opening toward the biology of love. Is it possible that we haven’t yet realized that love is the only emotion that enables us to recuperate the harmony, the comfort and the spiritual aesthetic of coexistence?

Evil and Good

Coming to terms with Evil that is banal, Evil that is lawful and institutionalized, Evil that becomes absolute – threatens to plunge us into the most abject despair. We feel that the hypothesis that human beings are innately evil is proven and our dignity is in tatters. But we can also find in the Shoah another mirror in which we can see ourselves and recover some of the dignity lost: the work of the rescuers. The work of thousands of European citizens: tireless, under the radar, with a low profile, with persistence and dedication, who were responsible for the survival of the vast majority of people that managed to survive the Shoah. Acting against the law, many times against their own families and their education, these anonymous and unknown people that rebelled against laws they considered inhuman, risking their lives and those of their families, constitute an example that still awaits to be unveiled and transmitted as one of the most powerful lessons of human nature. While there’s been much mention of acts of armed resistance, very little has been said about rescue acts in which heroism did not seek social acknowledgment, monuments or eternal glory. Rescue acts provide a unique pedagogical tool allowing us to address such issues as the difference between what’s legal and what’s legitimate, the individual’s responsibility for the life of other people, the relationship between the individual and the totalitarian state and the necessity for critical judgment and ethical reflection.

In the words of Professor Bauer[17]:

“At the margins of horror, there were the rescuers: too few, too isolated, but their mere existence justifies our teaching of the Holocaust. They showed that people had options, that people could act differently from the masses. In the context of desperation, they constitute the army of hope. In some cases, entire communities acted as rescuers, villages, areas, entire nations like the Danish and also the Italian, in many cases.”

Absolute Evil reached its climax in the Shoah.

So did Absolute Good.

The Shoah taught me that there’s always a way. Just like there are terminal patients who find miraculous cures, it is possible to find ways out of the most desperate situations without repeating the old ways - the only ones we already know - and without assuming the evil nature of others. What’s at risk is our own conception of ourselves, the new learning opportunities that are still to come. We are raised in a hypocritical educational system with a double standard regarding our very own condition which denies the existence of Evil. In consequence, we are not trained to discover or resist Evil in ourselves. It seems that we are born with the potential for both Evil and Good and that circumstances trigger our “best” or “worst” aspects. If we do not recognize and accept the risks and temptations of our own Evil and our vulnerability to totalitarian systems, we will not be able to fight against it and we will continue to succumb to their power.

Our fellow human being is dear to us and necessary. The enduring task is to build states as far removed from totalitarianism as possible. The focus on civic responsibility and the emphasis on ethical reflection about freedom and its limits is today, more than ever, essential to the dignified continuation of life.

[1] This talk was originally presented in Spanish in the symposium “Frente al Límite. Reflexiones en torno al Holocausto y las experiencias dictatoriales en Argentina y América Latina” (Facing the Limit. Reflections about the Holocaust and the experience of Dictatorships in Argentina and Latin America). Universidad Nacional de Rosario, organized by the Secretaría de Cultura, October 2001. It was published in “Historiografía y Memoria colectiva. Tiempos y Territorios”, Ed. Miño y Dávila, Madrid, 2002, Cristina Godoy, Editor. English translation by Natasha Zaretski and Hernán Epelman-Wang.

[2] Shoah (Hebrew): devastation. Denotes the Nazi war specifically against the Jews in the context of the Second World War. In this conflict there was also discrimination and large numbers of dead in other groups (Roma, homosexuals, political dissidents, Freemasons, Jehovah’s Witnesses, disabled people). The word “Holocaust”, popularized universally by the media, is not accurate because it alludes to a religious ritual where an animal is offered voluntarily for sacrifice as a means to purify sins. The concept suggests the unacceptable implications that the victims in some way voluntarily elected what happened to them and that their immolation was divine in nature.

[3] The Shoah is not the only example of Evil in the twentieth century. Although it is probably the most documented and studied, it is in the company of the millions of dead in Bosnia’s ethnic cleansing, the Armenian genocide, the murder of the Tutsis by the Rwandan government, mass murders in Burundi, Cambodians assassinated by the Khmer Rouge, those massacred in East Timor by the Indonesians, countless genocides of native indigenous populations, the deprivation of basic human rights and the ongoing deterioration of the quality of life and life expectancy for the great majority of people.

[4] Hannah Arendt: “Eichmann in Jerusalem. A report on the Banality of Evil”, The Viking press, 1963

[5] This hypothesis was developed by Daniel Goldhaggen in his voluminous and well publicized book: “Hitler’s Willing Executioners: Ordinary Germans and the Holocaust”. The hypothesis that the German people are innately evil might calm some people down, as long as they are not German, but does not contribute to our understanding of the phenomenon of Evil.

[6] Stanley Milgram: “Obedience to Authority”. About a laboratory experiment carried out at Yale University. It measured the degree to which ordinary people were willing to accept orders to inflict torture. It demonstrated that most subjects obeyed the order under two conditions: that the damage be justified for a worthwhile goal and that responsibility fell on some other authority figure.

[7] P. G. Zimbardo, C. Haney, W. C. Banks, D. M. Jaffe: “The Psychology of Imprisonment: Privation, Power and Pathology”, published in Rubin Zelig ed.: Doing onto Others, Prentice Hall, 1974. In this experiment, carried out at Stanford University, a homogeneous group of students is arbitrarily divided into two groups: the guardians and the prisoners. The change in behavior of the latter, the progressive increase in their sadistic acts as well as the changes in the prisoners, their submission and humiliation prove that the context stimulates new behaviors in people. People are able to behave in new and surprising manners, that they did not even expect in themselves.

[8] Tzvetan Todorov: Frente al límite. Siglo veintiuno editores, 1993.

[9] From his conference, presented in January 2000 in the International Forum on the Holocaust, Stockholm, Sweden.

[10] Raul Hilberg, German Railroads, Jewish Souls. April 1986.

[11] John Conroy: Unspeakable Acts, Ordinary People. The Dynamics of Torture. Alfred A Knopf, 2000.

[12] Hands would be plunged into flames, hot water, or heated metal, feet would trod upon heated plowshares, and if God regarded the suspect as innocent, he or she would emerge without injury, or at least with injuries so minor that a judge examining the suspect several days after the ordeal would regard them as insignificant

[13] Página 12, 20-5-01, from El País, Madrid. General Aussaresses was fined on January 25, 2002 for having justified war crimes in his book; his publishers were also fined. (Judicial Diplomacy website: http://www.diplomatiejudiciaire.com/UK/Aussaresses4.html)

[14] Mario Vargas Llosa (La Nación, 20-5-01 from El país, Madrid):

[15] Gerald Markle: Meditations of a Holocaust Traveler. State University of New York Press, 1995.

[16] Humberto Maturana: “El sentido de lo humano”. Dolmen Ediciones, Santiago de Chile, 1995.

[17] Op.cit.