En estas fechas mamá mandaba imprimir shonetoives. No sabía entonces que shone toive era como se decía en idish shaná tová. Para mí shoinetoive era una sola palabra que quería decir “tarjetas que se mandan una vez por año”. Eran blancas, con un ligero borde dorado igual que el maguen David puesto arriba a la derecha, en el medio una frase en letras hebreas y abajo en negro y en relieve, “desean Mesio y Cesia Wang”. Cada tarjeta venía con su sobrecito igualmente blanco y del mismo tamaño en cuyo frente mamá escribía prolijamente nombres y direcciones que consultaba en una libreta con una tapa roja. Mi tarea era pasar la lengua por el pegamento de la solapa, apretar para que se pegue y encimar cada sobre al montoncito que se iba levantando a mi lado. La ceremonia terminaba con las estampillas que mamá había comprado en una plancha y que yo recortaba una por una y las pegaba en el costado superior derecho de cada sobre. Con los sobres en una bolsita, caminábamos tres cuadras hasta la esquina de la librería donde estaba el buzón rojo del barrio. La boca estaba tan alta que mamá me alzaba y yo empujaba con la mano izquierda una especie de tapa interior que tenía la boca y con la derecha iba metiendo todos los sobres en grupos de cuatro o cinco.
Unos días después empezaban a llegar los shonetoives que nos enviaban a nosotros. Eran sobres de distintos tamaños y tarjetas con variados diseños, dorados y plateados, coloridos o blanco y negro, con frases en castellano o en idish (¿o era hebreo?) y abajo los apellidos de los amigos conocidos. “¿Qué dice?” preguntaba yo con cada shonetoive que llegaba. “A guit iur” (un buen año) me decía mamá, en estos días todos nos deseamos un buen año. El que más me intrigaba era el de un pariente que vivía en Israel. Era una carta en papel finito, celeste, que tenía las palabras escritas del lado de adentro, había que despegar la solapa con cuidado para que no se rompiera el papel y se pudiera leer todo.
Mamá paraba encima del aparador los shonetoives. Hasta que llegaba el día en el que mamá no comía, encendía una vela que ardía 24 horas, a la tarde se vestía muy elegante y desaparecía con un “me voy al shil”. Mamá había aceptado a pesar suyo la oposición de papá a todo ritual religioso. Pero no ese día. “Es para mis muertos”, decía. Y papá callaba y escondía los ojos.
Se viene otro nuevo año. Los shonetoives, luego cartis brajá (tarjetas con bendiciones) ahora son videos y buenos deseos que nos mandamos por internet. No es igual porque falta la emoción de ver llegar los sobres y tenerlos abiertos alegrando nuestra vista. Pero al mismo tiempo es lo mismo, porque seguimos deseando y compartiendo la esperanza de un nuevo comienzo y una nueva oportunidad. Cuando era chica no sabía bien de qué se trataba, acompañaba a mamá en un ritual que era obviamente importante para ella, me dejaba participar y aprendí haciendo cuál era mi lugar y a qué me comprometía. Hoy sé que se trata de convivencia y responsabilidad en este horizonte judío en el que palabras y conductas se entretejen porque son lo mismo. Nos recuerda que no estamos solos, que somos del otro y para el otro, necesitamos y esperamos su presencia y compañía, y su perdón si en algo le hemos faltado, porque el otro es nuestro garante, al mismo tiempo nido y juez.
Extraño aquel despliegue colorido que había sobre el aparador de mi casa de la infancia y así como hacía mamá, iré al shil el día de la vela de 24 horas, no solo porque es el día para los muertos como decía ella, sino porque es también, y esencialmente, el día para los vivos, los que nos juntamos en este ritual milenario, interior y silencioso que nos alimenta, nos da identidad y sentido.
¡Shaná Tová Umetuká!
link de Clarin 6 de septiembre 2021