La historia se repetía año tras año antes de una prueba. La noche anterior gemía atormentada “¡no puedo!” y recibía siempre la misma respuesta de mamá,“nunca digas ‘no puedo’, podés mucho más de lo que creés, ojalá la vida no te desafíe” frase que no sabía de dónde venía y que por cierto no me consolaba.
Convencida de que me iba a ir mal hacía unos machetes diminutos que cabían en la palma de mi mano con gráficos -hoy se llaman mapas mentales- abreviaturas, fechas y fórmulas con diferentes colores. Pero cuando llegaba el momento y los tenía que usar, las palmas húmedas habían borroneado la tinta y no podía leerlo bien. Conteniendo el aliento y con los ojos cerrados, el terror abría un abismo sin fin bajo mis pies cuando el profe indicaba “tema 1, tema 2”, pero al ver las preguntas escritas en el pizarrón descubría maravillada, que me las sabía todas. Mis elaborados machetes habían sido mi manera de estudiar. Nunca me bocharon ni me llevé materia alguna a examen.
Cada prueba era un desafío para el que llegaba bien preparada. Temía a la suerte y hacía lo posible por tenerla de mi lado. Lo había aprendido de mamá que había sobrevivido al Holocausto, había perdido a su primer hijo y a casi toda su familia, había sufrido crueldades y humillaciones y finalmente había emigrado a un país con idioma y costumbres desconocidas, para reinventarse y empezar de nuevo. Fue víctima del nazismo pero, como Jorge Semprún dice en “La escritura o la vida”, eligió no quedarse en aquel lugar. No se lamentaba por el pasado, no lo traía una y otra vez a las conversaciones ni lo usaba como justificación de frustraciones o imposibilidades. La suerte, buena o mala, no la definía. Aprendió a cuidarse, prepararse cuando la suerte le era esquiva y estar alerta para tomarla cuando pasaba a su lado. Fue víctima pero eligió sobrevivir a lo que el nazismo le había hecho.
Una cosa es lo que a uno le pasa y otra cosa es lo que uno hace con lo que a uno le pasa. Si hubiera elegido la victimización como eje de su identidad, habría tenido la necesidad de confirmarlo día a día, sumida en la queja, el reclamo y el sufrimiento. Elegir dejar de serlo le permitió adueñarse de su camino y dejar atrás cuando, sujeta de otros, sus pasos no le habían pertenecido. La vida es un constante desafío. Aprendí con su ejemplo a hacer esos machetes para controlar mis miedos y ser dueña de mis respuestas.
Elegir la victimización puede tener como objeto recibir empatía y consuelo, pero es una trampa sin salida, el pasado un eterno presente de lamento y desesperación. El intento es fallido porque quien se construye como víctima no se consuela con la empatía, necesita confirmar su condición una y otra vez y dejar crecer a su alrededor solo la mala suerte.
Mis machetes me aseguraban, sin que tuviera conciencia, de que no caería en victimización alguna. La frase de mamá hablaba no solo de fortaleza, también de la suerte, porque si lo que nos pasa es fruto del azar, siempre tendremos la posibilidad de elegir el próximo paso, decidir qué hacemos con lo que nos pasó y hacerle una zancadilla a la suerte. Quien elige ser víctima se aferra a lo que le pasó y no la puede ver.
La suerte es voluble, atolondrada y misteriosa, pasa rápido y sin avisar. Una diosa calva para los griegos. Exige tener bien abiertos los ojos y la atención despierta para verla venir, estirar las manos y tomarla bien fuerte justo cuando pasa porque, como no tiene pelo, una vez que pasó ya no hay por dónde agarrarla.
Publicado en Clarin