El día que ví la luz

Fue en el transcurso de una visita a Bogotá para dar unas disertaciones en diversos lugares de la comunidad judía en ocasión de Iom Hashoá, cuando me sucedió lo que sigue:

Era de noche, no demasiado tarde, pero las calles de Bogotá eran un memorable trancón que hacía difícil la circulación. Nos esperaban a las 7 y como acertamos a ir por los caminos menos obstruidos no temíamos llegar demasiado tarde.

El destino al que nos dirigíamos hacía que nos alejáramos de los sitios habituales en los que me había movido en los últimos días e íbamos entrando en barrios más planos, alejados de las estribaciones montañosas que hacen tan bello el paisaje bogotano. Las casas eran bajas, las veredas sucias y las gentes con miradas tristes volvían a sus casas al cabo de un día de trabajo.

Los bellos edificios revestidos de color ladrillo junto a la frondosa vegetación de calles y carreras de los barrios ricos habían quedado atrás. Creyendo que nos habíamos perdido, nos encontramos de sopetón con la dirección de nuestro destino. Nos había convocado la Confederación de Asociaciones Evangélicas de Colombia a un encuentro, supuestamente, con todos sus pastores para que me dirigiera a ellos en conmemoración de Iom Hashoá. Consideré que era una oportunidad importante para entregar no solo un mensaje de fraternidad, sino la noción de que la Shoá era una cuestión de la Humanidad, no solo un tema judío. Había preparado a ese efecto un texto relativo al mal y al MAL y al bien y al BIEN, que me parecía un mensaje universal apropiado para tan digna audiencia.

Era mi tercer día en Bogotá. Había llegado dos días antes y la misma tarde de mi arribo me llevaron a la “Marcha de la Vida” organizada por cristianos mesiánicos (1). Era en la plaza Bolívar, en el casco antiguo de la ciudad, en un día soleado, y llegué cansada luego de un largo viaje en el que no había podido descansar, con el compromiso de decir algunas palabras. No tenía idea de dónde estaba ni para qué era todo eso. Sentí una cierta molestia por el nombre de la convocatoria puesto que parafraseaba nuestra Marcha por la Vida, me sonó provocativa y ofensiva. Recordaba la Marcha de las Antorchas que hace algunos años se viene haciendo en Buenos Aires convocada y solventada por un grupo también cristiano que se llama Embajadores de la Paz (2), aquellas caminatas insólitas en Buenos Aires por la Avenida del Libertador hacia la plaza de la Shoá y la tarima cubierta de funcionarios del gobierno, miembros del cuerpo diplomático y dirigentes de la comunidad judía junto a algún sobreviviente que, con su palabra, le daría algún sentido al insólito desfile con banderas de Israel llevadas por alumnos traídos del interior de la Argentina. Es domingo en Bogotá, fuimos recibidos en la plaza por los organizadores con estentóreos y entusiastas “shalom”, “los amamos hermanos judíos” y “am Israel jai” entre decenas de banderas de Israel, abrazos, sonrisas y miradas de adoración. Bajo un sol rajante los altoparlantes vociferaban estruendosamente un ava naguila que la multitud agolpada festejaba cantando, aplaudiendo y bailando. Me llevaron a mi asiento y me rodearon con atenciones solícitas, ofertas de agua, sombrilla, gorro o lo que necesitara siempre con sonrisas edulcoradamente embelesadas y frases de honra sobre los judíos e Israel. Cuando vi que varios de los atentos colaboradores llevaban un gorro que decía “Ejército de Israel” comencé a dudar de mi cordura. ¿Será que el vuelo y el cansancio había nublado tanto mi entendimiento que estaba viendo visiones? (3)

Acompañada por algunas personas de la comunidad judía colombiana, se nos acercaban decenas de personas con honras, agradecimientos, bendiciones y miradas de delectación y embobamiento por nuestra presencia, como si no dieran crédito de que por fin tenían ante sí a un judío de verdad, tan cerca que hasta lo podían tocar. Rodeada de irrealidad e insensatez me vi inmersa en un completo delirio. Recordé la película “Un judío común y corriente” cuando el protagonista dice que le hace daño tanto el antisemita que lo odia como el filosemita que lo asfixia, esa adoración sin sentido -o, como estaba por saber, con un sentido equivocado (4)- me inquietaba, incomodaba y molestaba.

El acto fue una sucesión de discursos de pastores, del gran rabino (¿?), de una representante de la embajada de Israel (¿?), y fuimos invitadas a dirigir la palabra dos hijas de sobrevivientes de la Shoá. Presa de la más total confusión no recuerdo qué dije pero imagino que algo relativo a la universalidad de las lecciones de la Shoá. Luego de que entregaran unas estatuillas a algunos sobrevivientes, la cosa terminó con un video de un alemán que contaba que la Marcha de la Vida (5) había comenzado en Tübingen, Alemania, que se estaba haciendo en varias partes del mundo y que se proponían hacerla el año próximo en Israel para lo cual solicitaba se inscribieran en un sitio web y si lo hacían antes de una determinada fecha recibirían un importante descuento, (¡!) ¡sic!, tras lo cual el grupo musical dizque klezmer que animaba comenzó a tocar “mazltov, zimantov…” como en los casamientos y los cientos de personas que cubrían la plaza aplaudían y a bailaban y nos rodeaban invitándonos a sumarnos al festejo.

Dos días después, bajando del coche en aquel barrio pobre y desangelado, volvieron a mi aquellas imágenes y vivencias insólitas y delirantes. Busqué la iglesia evangélica pero solo vi un portal con luz en medio de una cuadra oscura y algunas personas en actitud de espera y recepción. Era allí. Nos dirigimos con cierta cautela porque no parecía ser un templo con altos dignatarios como nos habían dicho que sería. Ni bien advirtieron nuestra presencia nos abrieron la puerta y nos abrazaron con los mismos “shaloms” y “amamos a los judíos” que había oído dos días antes en la plaza Bolívar. Entramos al garage de una casa donde fuimos recibidos, abrazados y bendecidos por varias personas vestidas con un uniforme y una plaqueta que decía “Ujier” y solícitamente nos preguntaron si queríamos un vaso de agua o un tintito (como se le dice al café en Colombia). Pedí el agua y me entregaron un vaso de plástico sobre un plato descartable grande, el vaso se deslizaba hacia un lado y hacia el otro y yo no conseguía mantenerlo erguido y temía volcar el agua…. fue un anticipo de lo que estaba por vivir. Nos invitaron a entrar en el recinto, o sea, el garage, que se ensanchaba un poco luego de un largo pasillo que desembocaba en un espacio de unos 10 metros de ancho por 6 de largo, cubierto con sillas de plástico azules en las que había sentadas unas 8 ó 10 personas. Me indicaron que ocupara mi lugar en el centro de la primer fila y había en frente de mi una tarima de madera con un atril y un trípode con un micrófono. Se sentó a mi lado una mujer de unos 50 años, de buen ver, vestida sencillamente, que acercó su cara a la mía y me clavó la mirada como no dando crédito al milagro de tenerme cerca. Así me miraba. Sin parpadear. Los labios ligeramente entreabiertos en mudo y total embelesamiento. Murmuraba cosas, como si rezara, sin que yo alcanzara a oírlas; no sé si me estaban destinadas, eran como una letanía susurrada que iba dejando salir entre labios que palpitaban como un corazón defibrilado. Mi incomodidad crecía a pasos agigantados, no sabía cómo sentarme ni hacia dónde mirar con esta mujer en estado de adoración. Vino a mi rescate un hombre delgado y enjuto que me invitó a subir a la tarima para “decir mi mensaje a los feligreses”. Recorrí con mi mirada el lugar y al ver que se habían sumado algunas personas pero que no había más que unos quince le dije lo más amablemente que pude que había tanto trancón en las calles que seguro estaban retrasados y que mejor esperábamos a que llegaran algunas personas más.

Encontré en la segunda fila a dos mujeres que me habían oído en una conferencia ese mismo día al mediodía en la Wizo  sobre la mujer en la Shoá y que me habían seguido hasta allí interesadas en lo que iría a decir. Fue un alivio verlas y nos cruzamos las miradas con la muda pregunta de qué era eso y qué estábamos haciendo allí. La persona de la comunidad que me había traído se paseaba en el fondo como león enjaulado sin desprenderse de su teléfono celular. Luego supe que estaba hablando con quienes habían organizado el evento furioso porque no tenía nada que ver con lo que nos habían anticipado. La diferencia era tal que no solo parecía que nos habíamos equivocado de dirección sino que habíamos aterrizado, literalmente, en otro planeta.

La gente fue llegando y al cabo de unos 15 minutos había unas 30 personas y ya era hora de dar por comenzada la actividad y conseguir que terminara lo más pronto posible.

Otro pastor tomó el micrófono, derramó un rosario de bendiciones sobre nosotros y me presentó como “miembro del pueblo hermano originario, del gran Israel del que todos venimos y como experta en yomjashóa (pronúnciese tal cual por favor) el martirio del pueblo judío”.

Me puse de pie para subir a la tarima aferrada a las hojas que traía escritas resistiéndome a la tentación de dar la vuelta y salir corriendo. En los 5 ó 6 pasos discutí conmigo misma y venció mi compromiso con la congregación judía que había considerado que mi presencia en ese lugar tenía sentido por alguna razón que me era desconocida, recién después supe que habían sido engañados en su buena fe. De pie ante el micrófono paseé mi mirada por la mísera asistencia que cubría una pequeña porción de las sillas. Las dos mujeres que me habían oído unas horas antes me alentaba en silencio con una semi sonrisa amistosa y cálida. Fueron mi bálsamo, mi ancla.

La audiencia estaba constituida por personas de diferentes edades, la mayoría entre 40 y 50 pertenecientes a un estrato social de recursos limitados. Todos, absolutamente todos, me miraban con devoción. Antes de empezar a hablar era sostenida casi en el aire por sus miradas expectantes, sus ojos abiertos y anhelantes, su respiración casi en suspenso esperando recibir mi voz y mi palabra como maná del cielo. Ante lo desmedido de semejante expectativa, estuve a punto, otra vez, de dar media vuelta y escapar. No lo hice. Abrí las hojas y comencé a leer. No se oía ni el “volido de una mosca”. Era un silencio de iglesia, parecían beber de mis labios y, encima, cuando llegaba a un punto final y cambiaba de párrafo decían “amén”. El primer amén me sacudió como un latigazo. Siempre soñé, y nunca lo pude cumplir, con trabajar en el teatro, actuar, cantar, hacer reír o llorar, el placer de llegar y conmover a un público con mi voz o con algo mío, pero nunca soñé con ser pastor evangelista. Venían a mí imágenes de tantas películas, algunas serias, otras paródicas, sobre el fenómeno evangélico en los Estados Unidos y su gran capacidad de lavar cerebros y de recaudar dineros de los que buscan milagros. Y allí estaba, en ese pobre garage que llamaban iglesia, con esos pastores del subdesarrollo y esos feligreses igualmente esperanzados con la llegada de Jesús y la salvación divina. Pero esta vez la palabra de Dios era yo. ¡Mamita querida! Y ¿qué me quedaba por hacer?, pues, como dice el famoso apotegma, relajarme y disfrutar. Y es lo que traté de hacer. Terminaba entonces algunos párrafos levantando un poco la melodía de mi voz para incitar al “amén” y ¡lo conseguía!, mi voz era como la batuta de un director de orquesta que conseguía subir o bajar el volumen de los instrumentos. Entregada a este happening o, si se quiere, a esta experiencia antropológica, casi me divertí e incluso llegué al final de mi texto cuyo contenido debe haber sobrevolado como si hubiera estado dicho en alguna lengua extranjera. Me aplaudieron, agradecí y fui de la tarima hacia mi silla de plástico azul dispuesta a recoger mis pertenencias y huir. La mujer seguía sentada en el mismo lugar donde la había dejado y su mirada ahora era como si hubiera visto la luz, me miró fijo y leí en sus labios “la amo”. Pensé en ese momento que era una pena que todo lo sucedido no hubiera quedado registrado porque sabía a esas alturas que ningún relato mío podía dar cuenta de lo sucedido.

Porque creía que ya todo había terminado.

Pero no fue así, aún faltaba algo más.

Una mujer vestida de blanco, maquillada y adornada con collares y aros dorados, que se llamó a sí misma pastora, tomó el micrófono, me buscó, me levantó de mi asiento con gesto enérgico, me llevó al frente y me tomó de la mano mientras decía de manera monótona sin pausas y cerrando los ojos “gracias Señor por esta bendición en la voz de esta bella persona que nos trajo la luz de tu verdad gracias Señor por la compañía de nuestros queridos judíos a quienes adoramos y reverenciamos gracias Señor por iluminar nuestra vida con la llama de tu luz y abrirnos la senda de la verdad y por defender a Israel desviando los misiles y haciéndolos explotar en el aire gracias Señor por cuidar a nuestro querido Israel y por bendecir a los judíos que nos han traído al mesías y con él al amor y la bondad para toda la eternidad gracias Señor por derramar sobre nosotros tus bienes y enseñarnos el shalom baruj atá adonai elonaidu avir” -sic- (había empezado bien pero se fue despistando en un hebreo que se volvió tal vez antiguo arameo o algo ininteligible que decía con unción y delectación)... y seguía con los agradecimientos al señor como no encontrando la forma de terminar y entonces agregaba nuevas frases con las mismas palabras puestas en otro orden siempre sin respirar como una letanía monocorde teniéndome de la mano y con los ojos cerrados y yo no sabía donde meterme, como pararme, qué cara poner… No podía quitar mi mano de la suya, la espiaba con un ojo para ver si tenía rollo para rato y tenía, seguía y seguía…. fueron largos minutos que culminaron en “y agradezcamos todos al Señor por tantas bendiciones y abramos nuestros corazones y nuestros bolsillos con un diezmo en honor a esta maravillosa presencia que nos ha acompañado en el día de hoy” y esas palabras fueron una invocación que produjo una caja de madera que alguien colocó sobre la tarima y la gente comenzó a desfilar dejando dinero allí. Me soltó la mano -finalmente-, di media vuelta, tomé mi abrigo y mi cartera y me dispuse a retirarme cuando la pastora enjoyada se me acercó con un sobre gordito que puso en mis manos. ¡El dinero recolectado era para mi! ¡Me quise morir! ¡De ninguna manera lo podía a aceptar! se lo comencé a decir pero comprendí instantáneamente que sería ofensivo no aceptarlo (6). Lo recibí, lo acepté, lo agradecí y me cubrieron en respuesta con un rosario de agradecimientos y bendiciones, y hubo gente que me pedía que la bendijera (¡a mí! ¡que yo los bendijera!) y que insistían diciendo por enésima vez que amaban a Israel, que amaban a los judíos, que me amaban a mí, que yo había traído la luz a sus vidas.

Afuera la calle seguía igual, la noche había caído sobre Bogotá y salimos los cuatro judíos cubiertos de bendiciones, mudos después de este happening sesentoso, esta vez no en Londres del siglo XX sino en Bogotá en el siglo XXI.

El destino del dinero (unos 80 dólares al cambio del día) fue a Generaciones de la Shoá junto con este texto informativo.

Notas:

(1) Supe después que se llaman a sí mismos mesiánicos porque se basan en la venida de Jesús a quien llaman Yeshúa, el mesías de los judíos. Leen y estudian la Torá y tienen como objetivo declarado la defensa a ultranza del Estado de Israel como el origen de Yeshúa y de los judíos. Su agenda secreta, creo yo, es la conversión de los judíos al cristianismo sostenidos tal vez por algo político de otro nivel que no alcanzo a comprender.

(2)  Otro movimiento cristiano supuestamente evangélico que se caracteriza por una gran capacidad de convocatoria y con muchos recursos económicos con los que consiguen una importante movilización y la presencia de autoridades gubernamentales y judías.

(3) Supe después que el fenómeno de los movimientos evangélicos se ha generalizado en Colombia y que casi todos ellos coinciden en la adoración de Israel y los judíos. Pululan miles de grupos y grupúsculos tanto en sitios grandes como en pequeños, habitualmente garages de casas. Se los llama las iglesias de garage.

(4)  Aceptaría con gusto y agrado recibir simpatía de todos y cualquiera por mi condición de judía en tanto respeto de la diferencia y diversidad cultural, también respecto del apoyo a la existencia del Estado de Israel. Pero este es un fanatismo religioso, no es un tema de derechos humanos ni una cuestión de política internacional sino que está basado en la condición de judío de Jesús, que es el mesías que ha venido a salvarnos, y que debido a ello los judíos participamos de su misma santidad, no me resulta aceptable ni apoyable. Todo parece un circo con fanáticos enceguecidos presos de un fervor emocional irracional.

(5) http://www.marchoflife.org/

(6) Es que a pesar de mi vivencia de circo e hipocresía, lo que veía en la gente era una total entrega, una fe ciega en lo que se decía, una sincera esperanza de redención… tal vez no en todos, no sé, tal vez en algunos era un cálculo avieso, tal vez en otros era un supremo esfuerzo por creer, pero en la mayoría, igual que había visto en la plaza Bolívar, había una apertura sincera y confiada. Dicen que la fe puede mover montañas, ¿quién era yo para despreciar así la fe que tan evidentemente mostraban y que probablemente les resultaba más que útil para vivir y sobrevivir?