Hay momentos en la historia de la humanidad en que se pierden de vista algunas perspectivas poniendo la mira solo en el corto plazo. Esto sucedió también en Alemania con el ascenso del nazismo. Fue apoyado por un buen grupo de judíos que creían que se podría frenar de este modo la amenaza comunista. En la década de 1920 la desocupación, la inflación y la desesperanza eran tantas que mucha gente se volcó hacia el partido comunista. Los social demócratas no conseguían encarrilar la situación desde la débil República de Weimar. Uno de los caballitos de batalla de las campañas de Hitler fue precisamente el temor que inspiraba el triunfo de la revolución soviética y el contagio de esas ideas en el movimiento político alemán, tan golpeado por las sucesivas crisis de 1923 y de 1929.
Tomando como modelo la Marcha sobre Roma que hiciera Mussolini en 1922, Hitler quiso establecer en Baviera un foco rebelde como base para un avance contra Berlín.
El 8 de noviembre de 1923 (el mismo día pero 15 años después se desató el Pogrom de Noviembre mal llamado la Kristallnacht) tuvo lugar el putsch de Munich encabezado por los militantes del Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán, el partido Nazi. Fracasada la intentona, sentenciado y detenido Adolf Hitler dedicó su tiempo en prisión para estudiar el tema judío y darle a su odio visceral un sostén conceptual. Abrevó básicamente en el panfleto de Wilhelm Marr “El camino a la victoria del germanismo sobre el judaísmo” de 1879, en “Los protocolos de los sabios de Sion” obra de la policía zarista de 1903 y en “El judío internacional” de 1920, de Henry Ford. Con este material y su afiebrada sed de poder escribió “Mi lucha” que sentó las bases ideológicas de las dos guerras que emprendería: la guerra contra los judíos y la Segunda Guerra Mundial. En vista de que no podía hacerse con el poder por la fuerza, decidió hacerlo mediante el voto. Luego de ser puesto en libertad inició su campaña centrada en lo que urdió hábilmente como la “amenaza bolchevique-judía”.
Las clases más pudientes, los industriales, banqueros, financistas, comerciantes, temían que Alemania siguiera el camino de la revolución soviética. El nazismo emprendió un violento discurso antisemita y anticomunista. El porcentaje de judíos que pertenecía a esas clases pudientes temía perder sus bienes y posiciones; también anticomunistas, hicieron oídos sordos a las amenazas antijudías, se taparon la nariz y votaron a Hitler. El corto plazo obnubiló su entendimiento. Escupían para arriba.
Cuando la esperanza se renueva, como en cada inicio de año, también se renueva la ilusión de que seamos capaces, en tanto judíos y en tanto ciudadanos, de considerar los medios para alcanzar cualquier fin. El largo plazo es la continuidad de la vida. Los judíos que apoyaron el ascenso de Hitler pusieron el odio antijudío entre paréntesis con el objetivo de alcanzar sus fines inmediatos y dieron su aprobación a un estado de cosas que los llevó, un poco después, a una catástrofe mayúscula. Hubo otros momentos de la historia en que nos hemos dejado tentar por metas de lo más loables, promesas de un destino de felicidad, pero para alcanzarlo era preciso cerrar los ojos ante los medios utilizados o taparse la nariz y disculparlos cuando eran indebidos, irregulares o injustos.
El fin nunca justifica los medios. Cuando los medios están mal, SON el fin. Hay que hacer siempre lo que está bien porque el bien, y no es una redundancia ni una obviedad, estará, a la larga, siempre bien.
(colaboración para el número especial de Rosh Hashaná de Mundo Israelita)