Proyecto Aprendiz - Marzo 2016
Transmitir la memoria
POR: Deborah Maniowicz
El Proyecto Aprendiz reúne a sobrevivientes del Holocausto que viven en la Argentina con jóvenes voluntarios que escuchan sus relatos. Las ventajas de la transmisión oral. Veintitrés reunió a tres parejas y a las creadoras del programa.
Por Deborah Maniowicz
Enero de 1945. Lea Zajac tiene 18 años. La guerra llega a su final. Ella y su tía Sara acaban de ser liberadas. Son las únicas de su familia que sobreviven a Auschwitz. Hace frío, están sucias y harapientas. Se miran. Se observan. Se preguntan: “¿Y ahora qué? ¿Por qué luché tanto? ¿Por qué quiero sobrevivir? ¿Sobrevivir a qué y para qué, si ya no tengo a nadie?”. La respuesta llega con los años: “Sobrevivir para contarlo”.
Abril de 2013. Lea vuelve a Polonia después de 68 años. Acompaña a un grupo de jóvenes en un viaje educativo. Lo hace para dar testimonio. Una de las paradas de la visita es Majdanek, el campo de concentración al que el Ejército Rojo entró sin anunciarse, por lo que los nazis no tuvieron tiempo de destruir. Los hornos crematorios, las barracas y las cámaras de gas están prácticamente intactos. Lea se para en la puerta del campo y mira el horizonte. Los recuerdos se suceden como una película: la última mirada de su madre, las “selecciones” que pasó, los “dedos de araña venenosa” de Josef Mengele revisándola, la marcha de la muerte... Y se jura nunca dejar de contar su historia. “Mientras viva, tengo la obligación moral de dar testimonio. Tengo que hablar por todos aquellos que han sido acallados”.
“Cuando me preguntan quién es Lea, contesto mi abuela”, sintetiza Rocío Trocki, de 20 años. Pero lo cierto es que no comparten sangre ni parentesco, porque Lea ya me repitió tres veces que es “la única sobreviviente de una familia de más de 80 personas y 900 años de judaísmo en Polonia”. Como si la repetición aminorara el impacto de la frase. Lea es su maestra. Y la disciplina que le transmite a Rocío es su propia historia: quién es y quién fue. Ella es su aprendiz, y el día de mañana se compromete a mantener vivo el relato. Se conocieron en agosto de 2015 gracias al Proyecto Aprendiz y es la mejor creación de Generaciones de la Shoá para que la historia del Holocausto judío perdure más allá de sus sobrevivientes. Durante los dos meses en los que participaron del proyecto, Lea y Rocío se encontraron cada sábado para conversar. “Me visita más que mis nietos”, bromea Lea. Al primer encuentro, Rocío llegó con un álbum de fotos, recortes y cartas: “Mi objetivo era hacer una presentación mutua, que ella se abriera sabiendo quién era yo. De otra forma, me hubiera parecido injusto”. Durante los encuentros no solo se hablaba de la guerra sino del antes y el después. “Yo le conté cómo fue mi vida antes de la Shoá. Cuando estalló la guerra tenía 12 años y acababa de rendir un examen brillante para entrar al colegio secundario, porque una judía no entraba así nomás. Como no tengo abuela, me tengo que alabar sola (risas) y lo cierto es que era brillante, la mejor. Aún soy esa niña de 12 años que espera con el portafolio en la mano ingresar al colegio, porque el 1º de septiembre empiezan las clases en el hemisferio norte y ese día Hitler invade Polonia y empieza la guerra, y a mí se me cae de las manos el portafolio y se rompen mis sueños, mi adolescencia y mi vida futura”. Rocío tomó notas de cada encuentro. Cuando terminó el Proyecto, quedó una bitácora de 25 páginas. Casi al final, escribe una de las reflexiones de su maestra: “No sé por qué sobreviví. No era ni la más fuerte ni la más inteligente, pero sí fui adquiriendo conciencia de para qué sobreviví. Debo transmitir. No para que me tengan lástima sino para que entiendan, saquen sus conclusiones y no permitan que vuelva a ocurrir. El perseguido mañana puede ser otro. Un pueblo sin memoria no tiene futuro”. Hace unos meses, Lea cumplió 89 años y Rocío la invitó a almorzar. Un matrimonio se sienta al lado. La mujer no saca la vista del brazo de Lea. “Qué divina tu abuelita, no puedo creer que se hizo un tatuaje. Es muy canchera, te felicito”. Lea cuenta hasta diez, toma aire. Pero la que responde es Rocío: “No es un tatuaje cualquiera, ella es sobreviviente de un campo de exterminio”. La frase corta el aliento de la señora. No encuentra palabras y se pone a llorar. “Por lo menos una vez por mes alguien me pregunta por el tatuaje. Muchos me dicen: ‘¿Pero vos estás segura de que esto pasó?’. Y ahí respiro hondo, me tranquilizo y cuento mi historia. Hay mucho desconocimiento, la gente no sabe qué pasó”.
“Mi hija se llama como mi maestra”
En 2014, cuando Gastón Donzis, de 31 años, terminó Proyecto Aprendiz, le regaló a su maestra, Irene Dab, una muñeca de porcelana y un ramo de rosas: “En una de las tantas casas donde se escondió durante la guerra vendían muebles. Cuando tocaban el timbre, ella tenía que salir corriendo y esconderse dentro de un armario. Y por ahí estaba horas hasta que se iba la gente… Lo único que tenía para jugar era la madera del mueble y esa textura le hacía recordar al pétalo de las rosas. La muñeca se la di porque durante su infancia casi no tuvo juguetes. Pero un día, sus cuidadores la premiaron con una muñeca de porcelana por cumplir muy bien la consigna de no contestar la puerta”. Gastón viene a la entrevista con su hija de un año. Se llama Jazmín Irena. Y aunque la respuesta parece obvia, le pregunto: –¿Por qué Irena? –Como un homenaje en vida a Irene, en polaco, Irena. Me encanta aclarar que es por ella y por Irena Sendler, “El Ángel del Gueto de Varsovia”. Además, es una forma de tener siempre presente su historia. Irene es una de las sobrevivientes más activas. Da charlas, entrevistas y hasta publicó un libro, Contar para vivir, con su historia. Hasta 1986 fue su padre el encargado de contar lo vivido, pero cuando él murió, ella tomó la posta. –¿Cuál es la historia de Irene? Gastón: –Es polaca, de Varsovia. Hasta los 6 años, cuando empezó la guerra, llevaba una vida normal. Al tiempo, su familia es trasladada al gueto. El padre, que sabía alemán, consigue trabajo en una fábrica. Seis veces se las ingenia para sacar a Irene en una bolsa de herramientas para que la cuiden distintas familias. La última, con la que estuvo dos años, la trata muy bien: le cambia el apellido, la adopta, la bautiza y la manda al colegio. Irene: –Un día mi supuesta tía, porque yo la llamaba así, me dijo: “Vamos a pasar por la calle y vas a ver a alguien que conocés. No te podés acercar, ni hablar, ni nada”. Ahí la vi a mamá y supe que vivía. Los encuentros se desarrollaron siempre en la casa de Irene y duraron alrededor de dos horas. Gastón ya había recorrido campos de trabajo y exterminio de Polonia y Alemania, así que estaba empapado de la historia de la Segunda Guerra Mundial. Pero le faltaba poder apropiarse de una historia. Conocer detalles, preguntar y repreguntar. Proyecto Aprendiz fue la llave para conocer a fondo un relato. Lo que más le impactó a Gastón de la historia de Irene fue cómo se reencontró con sus padres: “Un día la vino a buscar una persona y le dijo ‘¿Vos sos Irene? Vení conmigo’. Era de una organización judía que resguardaba a los padres de Irene en una casa alejada. Venía a buscarla para que se reencuentren. Uno suele estudiar el levantamiento del gueto pero poco se habla de este otro tipo de resistencias. Hubo personas que se metían en las ciudades haciéndose pasar por polacas y salvaban a los chicos de a uno. Así, ella se reencontró con sus padres después de casi dos años”. Si bien durante el proceso Gastón fue compartiendo con amigos y familiares la historia de Irene, aclara que “hoy la idea es que las charlas las dé Irene: yo puedo acompañarla, pero ella está acá”.
Ocho campos en cuatro años
Así como hay sobrevivientes que nunca hablaron con nadie y hay otros que dedicaron su vida a dar testimonio, el Proyecto no resulta igual para todos. Mendel Zelcer tiene 91 años y pasó por ocho campos de concentración en cuatro años. Cuando Steven Spielberg viajó a la Argentina para tomar testimonio de los sobrevivientes, Mendel decidió, junto a su mujer, Fela –que también era sobreviviente y falleció hace doce años–, no participar. “Todo el mundo recuerda episodios, pero un sobreviviente de un hecho traumático los revive, los siente en el cuerpo. Por eso mi señora no quería participar”, explica. Hace unos años, su nieto grabó su testimonio, pero la primera vez que se animó a hablar del tema con alguien que no conocía de antemano fue con Wanda Holsman, aprendiz de 24 años. “Ya estoy cerca del final, sentía que tenía que dejar algo. Pero no podría repetir el Proyecto... Aunque el saldo es muy positivo, me costó esfuerzo terminarlo. A esta edad me daña la salud. Pensá que yo soy apenas unos años mayor que vos (risas), pero se notan”. Mendel es simpático y generoso. Después de las fotos, invita al fotógrafo a merendar, y para hacer esta entrevista nos recibe con budín, café y aclara que tiene todo el tiempo del mundo para contestar mis dudas. Trae recortes de diario, libros, fotos y no escatima explicaciones. Tiene la mirada profunda y pícara. “No se apichona –dice Wanda–. Siempre cuestionó todo. Es un ejemplo de fortaleza y vitalidad, encara la vida con alegría y es extremadamente simpático”. –¿Por qué te involucraste? Wanda: –Mis abuelas son sobrevivientes, pero todo mi conocimiento de la Shoá es del lado alemán. Y cuando sos familia, no te enterás de todo. Cuando le mostré al nieto de Mendel la bitácora, se emocionó mucho. Otro día, que nos filmaron para un documental, yo le pregunté a Mendel si creía en Dios y me contó una de las anécdotas que más le cuesta recordar. Su hija, que estaba escuchando escondida, se puso a llorar… Nunca había escuchado ese relato. –¿Qué te contó? Wanda: –En uno de los traslados, estaba con otros prisioneros parado en el tren, hacía mucho frío y a medida que iban muriendo, iban apilando los cuerpos congelados. Entonces empiezan a discutir si podían sentarse sobre los muertos o no, y aparece un practicante que dice que “en condiciones extremas, Dios perdonaría”. Y se sientan. En un momento, Mendel siente que en la pantorrilla algo lo rasca, lo toca. Primero piensa que está alucinando, pero la segunda vez que lo siente se para y se da cuenta de que uno de los cuerpos de abajo se había descongelado por el calor. Estaba vivo y lograron reanimarlo. –¿Y usted cree en Dios? Mendel: –No puedo creer en Dios. Vi matar chiquititos… Un millón y medio murieron. Soy judío y respeto las fiestas, pero ya no creo. Lo que más le impactó a Wanda de la historia de Mendel fue cómo él se atrevía a responderles a los oficiales: “Como el padre de Mendel era carpintero y él había aprendido el oficio, en uno de los campos se anota para hacer las barracas. Un día Mendel llama al ingeniero que estaba a cargo del proyecto –y venía quejándose porque trabajaban muy lento– y le dice que en las aldeas cercanas había muchas plantaciones de papas, que vaya todos los días a traerles un poco y que de esa forma ellos iban a poder rendir más. Al principio el ingeniero se sacó –¿cómo un judío le iba a hablar así?–, pero después accedió. Y la picardía no terminó ahí, sino que Mendel les dijo a sus compañeros que trabajen solo un poco más, pero no mucho, porque si no les iban a seguir exigiendo. Tenía 18 años y se animaba a enfrentar a todos”. Wanda insiste con que este es solo un botón de muestra de la historia de Mendel. Que hay cientos de anécdotas parecidas. Al final de la charla, me dirijo a Mendel como “maestro” y él se ríe: “Me causa gracia ser el maestro, cuando ni siquiera terminé el secundario”. “Para mí es un ejemplo”, agrega Wanda. Y nos vamos. En el ascensor, pienso en la frase del escritor húngaro y sobreviviente Elie Wiesel: “Cuando se escucha a un testigo, uno se convierte también en testigo”. Y me voy con la responsabilidad de seguir contando estas historias.
Entrevista Diana Wang y Aida Ender, de Generaciones de la Shoá
“Deberíamos haber empezado diez años antes”
Los sobrevivientes de la Shoá –el Holocausto judío– superan los 75 años. En la Argentina, no se sabe si son 200, 500 o 1.000. Algunos dieron charlas, a otros los documentó Steven Spielberg y están los que jamás hablaron de su infancia con nadie. Una semana cualquiera de 2008, murieron cinco. Cinco historias desaparecieron en solo siete días. A Diana Wang, integrante de Generaciones de la Shoá (asociación que nuclea a sobrevivientes, sus hijos, nietos y familiares), le invade una angustia tremenda. “¿Cómo será cuando ya no quede ninguno? ¿Cómo mantener viva la potencia motivadora del testimonio vivo?”. Enseguida recuerda Fahrenheit 451, la obra de Ray Bradbury que describe un mundo donde los libros están prohibidos y para salvar las historias cada “rebelde” memoriza uno. La angustia de Diana se aliviana. Fahrenheit 451 es la respuesta a sus preguntas. Si un sobreviviente –el Maestro– le cuenta su experiencia a un joven –el Aprendiz– y este se compromete a mantener vivo el relato, las historias no se pierden. Diana cuenta entusiasmada el proyecto en Generaciones y prende enseguida. Junto a Aida Ender –secretaria general– y el resto del equipo le dan forma y lo impulsan. Lo bautizan “Proyecto Aprendiz”. –¿Son hijas de sobrevivientes? Wang: –Sí. Hay un hecho puntual que marca mi vida comunitaria. Cuando bombardearon la AMIA me llama mi mamá llorando y me pide perdón: “Yo no sabía, vinimos a la Argentina porque pensaba que era seguro, que no nos iba a pasar nada. Perdón… Nos quieren matar otra vez”. Y esta fue la frase fundante de esta otra actividad en la que se volcó mi vida. Ese “nos” y ese “otra vez” me marcaron. Lo primero que me dije fue “tengo que averiguar, tengo que saber”. Con el tiempo me di cuenta de que ya sabía muchísimo. Mis padres decían que ellos no eran sobrevivientes porque no habían estado en campos. Mi mamá me decía: “¿Qué querías que te dijéramos si nosotros nos salvamos?”. Ender: –Esa era una categorización que se daba entre los sobrevivientes. Lo mismo pasaba con las sospechas. Mis padres no querían contar porque siempre estaba el “¿qué hiciste para salvarte?”. –¿Qué consiguen los testimonios en primera persona? Wang: –A nosotros nos impresionaba el cambio de la recepción de las audiencias cuando hablaba un sobreviviente. Podemos ir a dar una charla y pasar una película pero cuando viene un sobreviviente pasa otra cosa. Además, en la presencia podés repreguntar y en ese repreguntar aparecen las pequeñas anécdotas, la emoción, si tenía miedo o frío. Y esta es la clave de Proyecto Aprendiz. Ender: –La idea es que los aprendices puedan contar el día de mañana cómo era esa persona, qué le gustaba, qué no, más allá de su historia en la Shoá. –¿Cuántas parejas pasaron? Ender: –Ciento diez. –¿Cómo se elige quién va a ser el aprendiz de qué maestro? Wang: –Algunos por azar, otros por cercanía, otros porque creemos que las historias pueden funcionar… –¿Cuántos encuentros realizan? Ender: –Tienen que cumplir un mínimo de 8 horas. Los encuentros pueden ser en cualquier lado y el aprendiz debe tomar notas. Previo al primer encuentro, se capacita al aprendiz. Por otro lado, este firma un compromiso ético que lo compromete a seguir la historia por varias décadas más. –¿Por qué el aprendiz tiene que ser un joven de entre 25 y 30 años? Wang: –Para que haya salido de la inundación hormonal de la adolescencia y que sea lo suficientemente joven para transmitir el relato muchos años. –¿Tiene que ser judío? Ender: –No. La experiencia no solo es del aprendiz sino también de sus círculos concéntricos: familia, trabajo, facultad. Los jóvenes suelen ir compartiendo la vivencia con la gente que tienen alrededor. –¿Por qué muchos sobrevivientes prefieren hablar con extraños? Wang: –Porque con tu familia no hablás de cosas importantes. ¿Tu abuela te cuenta cosas tristes? Es mucho más fácil hablar con el abuelo de otro que con el abuelo de uno, y es mucho más fácil hablar con el nieto de otro que con el nieto de uno. Ender: –Hace unos años, una sobreviviente falleció y en el velatorio los nietos se acercaron a la aprendiza y le dijeron: “Nos tenemos que encontrar para que nos cuentes la historia de la abuela porque nosotros no la conocemos”. Tu abuela no te cuenta cosas tristes. Te preserva. –¿Murieron muchos sobrevivientes en estos años? Ender: –Unos diez. –¿Podrían hacer este proyecto con Abuelas de Plaza de Mayo, por ejemplo? Wang: –Sí. Se necesitan al menos seis personas para coordinar la estructura y cuidar a maestros y aprendices. –¿Cómo reaccionan los sobrevivientes cuando les cuentan del proyecto? Wang: –No entienden nada. Se imaginan que van a ir a dar testimonio y lo que se les pide es otra cosa. Es “andá, reunite y hablá de lo que quieras”. Nosotros les decimos a los aprendices que dejen que el maestro les cuente todo lo que quiera. Después empieza el proyecto. Y a los sobrevivientes los maravilla que los jóvenes destinen su tiempo a escucharlos. Ender: –¿Sabés lo que es para una persona de 85 o 95 años que un joven que no es de su familia, y quizá que ni es judío, quiera escuchar lo que tiene para contar? –¿Qué balance hacen del proyecto? Ender: –Estamos muy contentas. La única crítica es que deberíamos haber empezado diez años antes.