Camino a Auschwitz

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En las tres historias de Camino a Auschwitz, el nuevo libro de Julián Gorodischer ilustrado por Marcos Vergara, está presente la sexualidad, pero en ninguna de las tres es una sexualidad políticamente correcta. Es un trabajo sensible y valiente. Encara con piedad las vulnerabilidades humanas en aquel contexto infernal. Se atreve a contar y mostrar cosas y momentos que suelen quedar en las sombras, glorificados con un silencio perdonador, puestos entre paréntesis. Quedan las historias de sobrevivientes como monumentos congelados de pura victimización y pasividad. No pasa esto acá. Los protagonistas asumen como pueden las conductas que hacen, se las apropian y son responsables de ellas. Los secretos, los dilemas éticos, los pasos y contrapasos están expuestos descarnadamente y son como un espejo en el que, si nos atrevemos a mirarnos, seremos más humanos. Pero la Shoá y lo judío no suelen exponerse en la misma categoría de lo falible, de los imperfecto, de lo humano. La Shoá está sacralizada, es intocable; los malos son todos, siempre y absolutamente malos, los buenos son todos, siempre y absolutamente buenos. Entre los judíos no hay putas ni ladrones, ya se sabe. Este libro se mete en sitios cenagosos y oscuros, para andarle con cuidado porque hay culebras venenosas escondidas.

Una de las cosas que siempre preguntaba a los sobrevivientes cuando era chica era por su sexualidad, y siempre me sorprendía de que hubiera existido, como si yo también me hubiera comido el relato de la prístina pureza (entendiendo que si había sexo la pureza se ensuciaba) de las víctimas, que no podía ser interrogada ni cuestionada. Por suerte entre mis padres y sus amigos la cosa era más liberal, menos moco social, y la sexualidad era parte de las conversaciones. Supe, entonces, desde siempre que la vida en la Shoá, en todo su transcurso y en las diferentes etapas, se vivía con todo el cuerpo.

Una amiga de mis padres era lesbiana. La salvó una mujer católica que era su pareja y vino con ella a la Argentina. Dormí en su casa muchas veces, escuché ahí los primeros boleros románticos en discos de pasta que ellas escuchaban a toda hora. La pobre Eva había sido ametrallada y perdió una pierna. Tenía una ortopédica y usaba pantalones. De pelo corto, hombruna, un poco brusca, la policía la detenía cada dos por tres por “conducta indecente”; mis padres la sacaron de las seccionales una punta de veces. Nos resultaba indigna y estúpida la moralina de la sociedad argentina, tan diferente de la tanto más liberal de las grandes ciudades polacas. Eva habría sido feliz con este libro. Lo agradezco por ella mientras evoco en mi memoria el chirrido de la púa y las canciones de amor que escuchábamos por las noches.

Hay otra historia que ilustra esa moralina santurrona. Mis padres y sus amigos adoraban ir al teatro ídish. Se vestían para la ocasión como lo habían hecho en Polonia, con sus mejores galas, tacos altísimos, medias con raya, sombrerito con tul que tapaba media cara, cigarrillos con boquilla (todas fumaban, era muy chic) y hablaban polaco.

En los teatros los miraban con desprecio, les hacían el vacío, a veces los insultaban. No entendían qué pasaba. Yo lo entendí años más tarde. Por un lado, el polaco era un idioma casi prohibido para los que habían inmigrado en los veintes o antes; los que vivieron en Polonia en los treintas conocieron otra vida, se asimilaron, casi despreciaban el ídish como lengua del atraso, soñaban con ser cosmopolitas, hablaban en polaco. La ropa que usaban evocaba en las mujeres locales, a las putas de la Zwi Migdal, organización que se había disuelto en 1930, pero que seguía en el imaginario colectivo judío como lacra y vergüenza. Estas mujeres maquilladas, empilchadas, fumando y hablando el polaco, evocaban a aquellas otras que solían ser exhibidas por los proxenetas en los sitios más caros de los teatros.

Julián ha vuelto a mi memoria a esta gente de carne y hueso, a recordar que el sufrimiento no cambia a nadie, no los hace ni mejores ni peores, los hace sufrir y cada uno sufre como es, como puede y sale de su sufrimiento igual, como es y como puede. Ni gloria al dolor ni adjudicarle camino de iniciación alguno. El dolor solo duele mientras duele. Usarlo como justificación de conductas ulteriores es mucho más común de lo que uno podría imaginar, como si los sobrevivientes dejaran de ser responsables de sus vidas posteriores porque el sufrimiento ha marcado un camino del que no se pueden desprender. Recordé a mis padres y a sus amigos, a sus ganas de vivir y disfrutar de cada minuto, a la felicidad de aquellos encuentros en los primeros años, cuando todavía el recuerdo estaba fresco y cada logro era un nuevo corte de manga a la sentencia de muerte de la que habían sido salvados. Julián y sus tres parientes, Paie, Berl y Luba me trajeron de vuelta ecos de mi infancia como hija de sobrevivientes del Holocausto y me hizo tener presente, otra vez, la belleza de ser libre y poder decidir -o creer que uno decide- a cada paso su propio destino.