¿Qué hacés? ¿por qué parás el coche?, le pregunté a mi hijo mayor. Era una calle desierta. A nuestro alrededor silencio. Las pocas casas determinaban que tuviéramos una visual de 360º . Se veía con claridad que no había ningún otro vehículo a la redonda. Está el cartel de STOP, dijo mi hijo, hay que parar completamente el coche, mirar a los costados y después seguir, es lo que dice la ley. El cruce estaba en una localidad de California, Estados Unidos, donde vive mi hijo desde hace unos veinte años. Para alguien venida de Buenos Aires, como yo, la escena era patéticamente ridícula. ¿No se ve a simple vista que no hay ningún coche? Además, tampoco hay alguien que pueda hacer una boleta. Casi pensé que mi hijo se había atontado de tanto vivir con los gringos. Pero la anécdota fue creciendo. Al ver las escenas de saqueos que están sucediendo en estos días en Chile en el contexto de los terremotos me empecé a cuestionar qué es vivir bajo el imperio de la ley, cómo es aceptarlo y confiar en que los demás también lo hagan. La gente no solo toma el agua y los alimentos que necesita, sino que llevan televisores, heladeras, hornos de micro ondas, acondicionadores de aire, ninguno de ellos objetos de primera necesidad. Recuerdo aquella detención de mi hijo en un cruce solitario, su férrea decisión de respetar la ley aún cuando nadie pudiera penarlo si no lo hacía. Lo que es de subrayar es que su conducta revela un apego a la ley esencial porque no requiere de la presencia de nadie, asume que eso es lo que está bien. Los que se sumergieron en los pillajes, ante las cámaras de televisión que multiplicaron sus imágenes por todo el mundo, parecían sentirse impunes por haber sido víctimas del terremoto, como si eso fuera suficiente para cambiar las reglas de juego sociales, para robar y vanagloriarse de ello. ¿Cómo se ha construido esta idea de que si uno es víctima de algo tiene derecho a infringir la ley? Sobre qué tenues y frágiles redes estamos ubicados en nuestras sociedades humanas. Los más mínimos acuerdos se deshacen ante la impunidad o la falta de una pena, sea el castigo físico –multa o prisión- o sea uno moral –vergüenza, humillación, exclusión-. La así llamada “ley de la selva” renace en cuanto se apaga la luz del ojo testigo-penador y pareciera que quedamos librados a nuestros instintos más primitivos, aquellos que nos dictan tomar para nosotros lo que nos venga en ganas. Decía Shakespeare que Ricardo III estaba convencido de que tenía derecho a matar a quien quisiera para seguir siendo Rey, que, habiendo nacido rengo y contrahecho, el mundo le debía a él.
Me acuerdo de “La naranja mecánica” la novela de Anthony Burgess que luego fue la excelente película de Stanley Kubrick. El protagonista recibe un tratamiento pavloviano para dejar de “portarse mal”. Lo fuerzan a mirar escenas de violencia luego de inyectarle una sustancia que produce dolor y náuseas. La asociación entre la idea de hacer daño y el efecto físico, le impedirá hacer el mal para evitar el hondo malestar estomacal. No es que deje de hacer daño por educación, por reflexión o convicción alguna. Deja de hacer el mal porque hacerlo le hace daño. La amarga obra de Burgess declara el triunfo de lo individual sobre lo colectivo, de los instintos sobre la educación, es decir, el fracaso de la civilización.
Volvemos a quedar desnudos. La Shoá, la complicidad de tanta gente en el asesinato de sus semejantes, los que ocuparon las casas que “habían quedado” vacías, los que aún hoy comen con unos cubiertos de plata cuya procedencia prefieren desconocer, todo esto vuelve a ponerse en el tapete. Y la limpieza étnica en los Balcanes y el asesinato de los Tutsis por los Hutus. Y tantas otras cosas que nos tienen las manos tintas en sangre. Si no es la educación, ¿qué es? ¿cómo se construyen modelos del Bien? ¿será que sólo respetamos la ley cuando tememos el castigo? ¿Cómo se construyen bases para un mundo en que la convivencia humana sea posible?