LO JUDÍO (Reflexiones de una judía “nueva”

sobre el concepto de judía "nueva" ver nota (1) EL MUNDO GLOBALIZADO Y LA IDENTIDAD. La globalización tiene efectos diversos y a menudo sorprendentes; por ejemplo se ha comprobado que la botella de Coca Cola es el signo más reconocido en cualquier latitud, cualquiera sea el nivel socio-cultural-escolar del encuestado; ello revela la fuerza de penetración de productos en este mundo, y, junto con ellos, de formas de pensar. Un mundo en el que no hay esperas ni distancias; el tiempo es la instantaneidad, los códigos se han ido universalizando, es el triunfo del capitalismo, la masificación progresiva de la información, hegemonizada, claro, por los ubicados en los sitios de poder que arrollan al resto del mundo con sus códigos, de los que, fuerza es reconocerlo, el “mundo” parece estar más y más sediento. ¡Dígannos qué se usa, qué es lo nuevo, qué hay que pensar, qué es estar sano, qué es ser feliz. Dígannoslo, por favor!

El fenómeno de la comunicación que, por un lado, nos acerca tan vertiginosamente, comporta, por el otro, una cara amenazante: el borrado de las fronteras; ello amenaza borrar las identidades regionales y concluir en la fagocitación de las minorías. Uno de los aspectos de la globalización podría ser, de este modo, el de la uniformización con la consecuencia, probablemente no deseada, de la desculturalización, la anomia, la pérdida de la identidad regional y cultural.

Las minorías amenazadas se resisten sin embargo a este riesgo de desaparición. Pareciera que en distintos países, desde diferentes culturas y estratos sociales, está surgiendo una contra-fuerza: estamos queriendo saber quiénes somos, qué nos diferencia de los demás, en qué nos constituimos como grupo reconocible. Estamos queriendo saber en qué somos iguales, en qué diferentes, cómo nos reconocemos en la tal igualdad y en la tal diferencia. Cuanto más nos iguala la velocidad de la información y la universalización de los mercados, más fuerte el deseo de re-encontrarnos en nuestras mismidades pequeñas y regionalizadas.

Hoy no parece tarea fácil saber quién se es. Cuando se nos dice que estamos en el primer mundo, en un cierto sentido es verdad: los productos -sea culturales sea de los otros- que nos vienen de allí, nos llegan con mucha velocidad, (lo que no significa que tengamos el mismo acceso que allá ni que colaboremos en su desarrollo y producción ni en ningún nivel de decisión, salvo el de consumirlos). Los productos del primer mundo nos llegan, los conocemos, muchas veces para saber al instante de qué nos privaremos. Estamos en el mundo. Esto determina una cierta uniformidad en las expectativas, en los ideales, una cierta anulación de las diferencias puesto que todos pareciera que bailáramos al ritmo que nos viene de arriba, y que nos gusta. ¿Cómo saber quién se es si uno tiene tantas ganas de ser como esos que tanto se admira y que nos venden la ilusión de la juventud, el éxito y la felicidad? Es como si viviéramos, a nivel planetario, un fenómeno que el pueblo judío conoce muy bien, el de la asimilación.

El tema de la asimilación es viejo en el mundo judío. Apareció a lo largo de nuestra historia siempre que nuestro pueblo vivía en un sistema apacible, sin peligros a la vista. La asimilación significó para muchos el peligro larvado de la desaparición de lo judío; para otros, era la lógica consecuencia de la convivencia armónica pacífica. En este momento, si bien hay judíos que pretenden vivir asimiladamente, es decir, sin reconocer su identidad judía, hay otros que pretendemos vivir en nuestros medios con esta multiplicidad identificatoria, con la comunidad en la que vivimos y con lo judío, esa otra comunidad que llevamos dentro. He aquí mi pregunta: ¿la llevamos dentro? ¿qué es esta noción que portamos y que nos define y nos diferencia? ¿qué es ser judío?

LA IDENTIDAD JUDÍA. La identidad es un concepto que nos define. No es un concepto unívoco sino multifacético. No es un concepto fijo y rígido, aunque guarda una cierta matriz de estabilidad que nos hace ser quien somos a pesar de los cambios por los que va transitando nuestra vida.

Uno de los aspectos de mi identidad es mi ser judía. Sé que lo soy, pero hoy no me basta, he comenzado a necesitar algo más que el simple “saber”.

¿Todos los judíos se preguntan por qué son judíos y qué es lo que ello significa? Supongo que no todos se lo preguntan, aunque me consta que hay muchos que sí. Supongo que aquellos que no se hacen preguntas deberá ser porque a) ya lo saben y tienen respuestas que los satisfacen, b) no les interesa ya o no les interesa todavía[2] o c) no se reconocen como judíos, por tanto no les cabe la pregunta.

Sin entrar en los ingredientes necesarios con los que se construye toda identidad, pienso que la identidad judía, igual que los otros aspectos que hacen a la identidad, puede ser mirada y comprendida sólo en contexto. No es lo mismo, de este modo, la identidad judía construida en el seno de una comunidad profundamente anti-judía que en el de una comunidad indiferente o favorable a lo judío, no es lo mismo ser judío en Israel que serlo fuera de sus fronteras, no es lo mismo ser judío en países católicos que serlo en países con otras confesiones, no es lo mismo ser judío ashkenazí que ser judío sefaradí (-¿no es lo mismo?- ,- No, no es lo mismo.- , -Pero, si no es lo mismo, ¿cómo es que somos lo mismo?¿En qué somos lo mismo?-).

También debe ser contextualizado el momento histórico y el lugar. Debo empezar por preguntarme, entonces ¿qué es “lo judío” en la Argentina, en la ciudad de Buenos Aires después del atentado a la embajada de Israel y a la AMIA?, pregunta que me remitirá, supongo a una que me es más esencial: ¿qué es “lo judío” a fines del siglo XX después de la shoá? ¿ser judío es hoy igual a como ha sido en otras épocas? ¿hay una manera de ser judío universal y atemporal?

Estas reflexiones surgen de observaciones espontáneas, charlas no programadas, encuentros, impresiones, suposiciones, nada parecido a una investigación, es un diálogo conmigo misma y tengo la curiosidad de saber si hay otros que mantienen conversaciones parecidas consigo mismo.

LAS DIFERENTES FORMAS DE SER JUDÍO. Tengo la impresión de que se están gestando diferentes formas de ser judío, además de las clásicamente conocidas. Las dos maneras más claras y distintivas son la del Estado de Israel y la de los Estados Unidos de Norteamérica, en donde los judíos han ido creando una cultura, códigos, interacciones, formas de ver el mundo, particulares, que les son patognomónicos y que no siempre compartimos los demás judíos. Nosotros[3] -los que no estamos en Israel ni en USA-, nos vamos integrando a las comunidades en las que vivimos, comunidades con mucho menos peso internacional y poderío económico; nos vamos impregnando de algunos olores locales que tienen menor trascendencia y casi nula influencia sobre los judíos del resto del mundo. Aunque somos pocos en cada país, pareciera que, otra vez debido a la globalización, nuestra inserción y nuestros problemas son similares en un sentido, ya sea que se trate de la Argentina, Chile, Uruguay o Francia, Grecia, Holanda. Las formas de ser judío que vienen de Israel y de los Estados Unidos, no siempre en ese orden, nos llegan como LA FORMA (correcta, única, verdadera) de ser judío, que puede diferir de ideas y modalidades, aprendidas de nuestros padres. Las diferencias transitan básicamente por las especificidades de cada cultura del país de residencia, por ejemplo la historia y el grado de antisemitismo, la historia y el grado de xenofobia, la presencia o no de sistemas autoritarios, el grado y alcance de la democracia.

“LO JUDÍO” EN LA ARGENTINA. No es ni ha sido una experiencia unívoca ni generalizable, pero, los dos atentados han determinado una relación nueva, más urgente o urgida, cuestionamientos que parecían perimidos, reflexiones acerca del resto de nuestra sociedad y acerca de la solidaridad interna de la comunidad judía y su histórica y bíblica defensa del oprimido, de la justicia, de los valores del humanismo. Adicionalmente, y como golpe de gracia, la caída de los bancos -en el contexto de una profunda modificación de la actividad bancaria a nivel nacional- dirigidos por personas con alto compromiso comunitario que determinó una doble lealtad -con la comunidad por un lado y con sus bancos por el otro-, dejó el tema de “ser judío en la Argentina, hoy” en carne viva y con dolor. Para algunos ha vuelto a ser momento de preguntarse por su identidad, es decir, por aquello que los hace ser iguales, o, al menos, ser vistos como iguales, a otros. Haciendo estas salvedades, veamos cómo me parece que hemos sido definidos en tanto judíos en la Argentina.

Ser judío -como cualquier otra identidad- admite, en principio, dos definiciones: la exógena (cuando soy definida como judía por los de afuera, los que no son judíos) y la endógena (que se subdivide en dos: cuando soy definida como judía por los otros judíos y cuando yo me reconozco como tal).

La definición exógena. Desde afuera, en la Argentina, somos definidos como judíos por nuestro apellido (la comunidad argentina cataloga rápidamente como judío a todo apellido alemán y eslavo), nuestro aspecto físico (piel muy blanca, ojos claros, nariz encorvada), nuestra ropa y/o arreglo personal (uso de kipá, largas barbas), los lugares que frecuentamos (clubes e instituciones judías, religiosas o laicas), etc. En la Alemania nazi, las tristemente famosas leyes de Nürenberg determinaron con precisión “lo judío”; además del ideario antisemita tristemente conocido, se trataba de un concepto biológico, “racial” según lo llamaban erróneamente, en cuyo caso les bastaba con la revisión del pasado familiar: si algún padre o algún abuelo era judío, la persona en cuestión también lo era; se trataba de una cuestión genética, estaba en la sangre. Algo de este concepto aún tiene vigencia en nuestro medio, en consecuencia, en Argentina, para los no judíos, también será definido como judío todo aquel que sea hijo o nieto de algún judío. Es un secreto a voces que hay lugares, instituciones, reductos que quieren mantenerse “puros” y que no admiten -jamás explícitamente por supuesto- el ingreso de judíos aunque éstos no se reconozcan como tales, basándose en alguno o varios de los criterios que acabo de enumerar. Debido a que el grueso de la inmigración judía en la Argentina provino a comienzos de siglo de Rusia, la imagen física del judío se corresponde con la de aquellos inmigrantes. Los “rusos”, mote con el que aún hoy se nos llama, -o los “moishes” o los “paisanos”- deja afuera a los sefaradíes y muchas veces también a los alemanes, franceses, italianos, etc, que, debido a ello sufren, en principio, de una discriminación menos grosera. Curiosamente con esta imagen se han invertido las cosas: en Europa, las características físicas del judío sostenidas por las ideas antisemitas y por el grueso de la población, determinaban que se trataba de personas de piel cetrina, ojos pardos u oscuros, pelo oscuro; contrariamente y debido a la ya mencionada inmigración rusa, en nuestro país, se supone que el judío es de piel blanca, rubio o pelirrojo y de ojos claros.

Definición endógena. Desde adentro, ser judío parece definirse por varias cosas. La definición oficial de la comunidad judía religiosa -paradójicamente similar a la definición nazi-, es que es judío todo nacido de vientre judío. Pero, para muchos de nosotros, el ser judío pasa por otros lados.

a) Obviamente, está el haber sido criados como judíos, en cualquiera de sus formas (religiosa o laica, tradicional o integrada) en una familia que en algún punto se define a sí misma como judía.

b) Puede darse que, aunque no se haya sido criado como judío, el hecho de saber que alguno de los progenitores lo sea, puede actuar como disparador de una investigación de la historia y un sentimiento de pertenencia.

c) Una de las cosas que caracterizan a un grupo humano que se reconoce como grupo es la noción compartida de una historia común. También para los judíos. Está, en consecuencia, la vivencia del pasado común hecha de historia y rituales que se traduce muy concretamente en códigos particulares para comprender y conocer la realidad.

d) Está la hermandad, la solidaridad que se produce al pertenecer a un grupo minoritario.

Sin embargo, lo judío -como sucederá probablemente con otros grupos minoritarios- no es unívoco sino que aparece segmentado por sectores. Podemos diferencias entre aquellos que profesan la fe religiosa y la observancia de los preceptos en sus distintos grados y en el otro extremo los laicos, lo que determina puntos de vista, hábitos, modos de vida muy distantes. Pero también está la cuestión de gustos, preferencias y estilos entre sefaradim y ashkenazim, entre los que inmigraron a principios de siglo y los que vinieron más tarde, entre los que provienen de países eslavos, los de países germanos, los de Asia menor, los de Africa, etc. Si ponemos a observarnos con detenimiento veremos cuántas diferencias hay entre nosotros (sin entrar a considerar otras segmentaciones sociales como por ejemplo la actividad laboral, el segmento socio-cultural, las ideologías, el nivel de compromiso comunitario y/o político, etc).

No somos un colectivo social. Estamos muy lejos de serlo, salvo, claro está, en la mirada del antisemita que cree que somos todos iguales.

Y sin embargo, a pesar de tantas diferencias, todos somos -nos sentimos, nos reconocemos- judíos.

Eppur si muove. SENTIMIENTO Y RECONOCIMIENTO. Hay quien dice que es judío el que se siente judío; si bien coincido con esta definición, no me parece suficiente. Durante muchos años, aunque el tema de ser judía no era un tema para mí me gustara o no, lo aceptara o no, era claramente visualizada como judía por el afuera; ser vista como judía por los demás, me instalaba en la comunidad judía, me separaba de la comunidad no judía. Se trata del aspecto exógeno de la definición, aspecto que no está considerado en la frase “es judío el que se siente judío”[4]. En toda sociedad la mirada del otro forma parte de nuestra definición, nos vamos co-construyendo en sucesiones y simultaneidades de asunciones y delegaciones, atribuciones e identificaciones. Es decir, puede ser judío alguien que no se sienta como tal pero que es definido de esta manera por el afuera. Inversamente, alguien que se sienta judío puede no ser reconocido como tal por la comunidad judía (religiosamente, sólo es judío el nacido de vientre judío) que no lo acepta ni reconoce como parte de la comunidad.

LOS DESIGNADORES. Pareciera que se es judío cuando uno se siente como tal, se reconoce y se acepta y también cuando es reconocido y aceptado por algún sector de la sociedad que actúa como designador. Cuando alguien es judío, entonces, ¿es judío porque lo dice quién? Parece que habría en principio tres designadores: 1) desde la comunidad no-judía, 2) desde la comunidad judía y 3) uno mismo.

Como ya dije en la primera parte, en la Argentina, somos definidos como judíos por nuestro apellido (la comunidad argentina cataloga rápidamente como judío a todo apellido alemán y eslavo), nuestro aspecto físico (piel muy blanca, ojos claros, nariz encorvada), nuestra ropa y/o arreglo personal (uso de kipá, largas barbas), los lugares que frecuentamos (clubes e instituciones judías, religiosas o laicas), etc.

En el interior de la comunidad judía, se admiten varias definiciones con distintos grados de estrictez (hijo de madre judía, hijo de padres casados bajo jupá, varón circuncidado, hijo de padres o abuelos judíos, mujer u hombre convertido, etc); cada sub-grupo dentro de la comunidad tiene para sí los requerimientos que en el interior del grupo define a sus miembros como judíos.

Los judíos conversos y sus descendientes,¿siguen siendo judíos? En España, por ejemplo, los judíos que decidieron permanecer en esa tierra, debieron convertirse, de buen o de mal grado, convencidos o simulando estarlo.

¿Cuál ha sido el destino de aquellos marranos que, en las primeras generaciones “judeizaban en secreto” y en las siguientes fueron olvidando que habían sido judíos? Con el paso de los años y los siglos, fue borrándose el pasado común y los descendientes de los conversos viven hoy en el desconocimiento de su historia. ¿Cuánto los define hoy esta historia? ¿Los españoles de hoy, los descendientes de aquellos que fueron forzados a la conversión y que no saben ni sospechan ni imaginan que podría haber judíos en su pasado, ¿son judíos? Si defino el ser judío desde uno mismo como un sentimiento y un reconocimiento, no lo son. Si se elige la definición del mundo no-judío, es decir la “sangre” o la “biología” (ideas que, no me cansaré de repetir, deslizan rápida y peligrosamente hacia el concepto de “raza”), lo sientan o no, lo reconozcan o no, les guste o no, si sus antepasados fueron judíos, lo son. Si tomamos como categoría la lealtad a una historia común, ¿a qué historia son leales, a la de antes de la conversión o a la de después? ¿cómo se decide, con qué criterio si es que hay alguno además del subjetivo?

Este problema no sólo se da con los judíos conversos españoles. También lo tenemos con los judíos primero asimilados y luego conversos de todos los tiempos. ¿Son judíos? Obviamente la respuesta dependerá de cuál sea la definición de judío que se tome.

Cuando el designador es uno mismo. Pero el punto que me interesa en este momento, es la definición que proviene de uno mismo, una definición que trasciende de alguna manera misteriosa el tiempo y el espacio, que tiene que ver con el sentimiento y el reconocimiento: ¿qué es, para mí, “lo judío”?

Nos levantamos temprano. Hace mucho calor. Hay que salir bien temprano porque si no el sol no permite hacer todo el recorrido. Estamos con mi marido en Uxmal, unas ruinas mayas en la península de Yucatán. Casi no hay otros turistas debido a lo temprano de la hora. Caminamos por uno de los senderos entre los restos de las construcciones y vemos venir hacia nosotros otra pareja. Cuando estamos lo suficientemente cerca, alcanzo a distinguir que la mujer lleva un maguen David en el cuello. Yo llevo una Jai. Nuestras miradas van hacia nuestros respectivos colgantes como atraídas por un imán irresistible. Nos saludamos como si fuéramos conocidos. Ellos son belgas, nosotros argentinos. No nos hace falta hablar demasiado. No tenemos mucho que decirnos, sólo le ponemos palabras al reconocimiento aunque sin mencionarlo. No nos decimos “los cuatro somos judíos” pero los cuatro sabemos que la pequeña conversación se debe a que sabemos que lo somos. Quiénes somos, de donde venimos, a dónde vamos, qué calor, qué impresionantes las ruinas y se terminó lo que podíamos tener en común. Sin embargo no, puesto que lo que tenemos en común tiende un puente invisible que nos une con una estrella en una punta y unas letras hebreas en la otra, un clima de familiaridad misterioso que podría permitir que nos sintiéramos como hermanos de estos desconocidos. ¿Cómo se ha construido y cómo se sostiene esta vivencia de pertenecer a la misma familia? ¿Cuáles son los ingredientes? ¿Cómo sucedió que la noción de una historia común ha hecho que la identidad judía trascendiera las diferencias zonales, temporales, conductuales? No es del todo extraño por cierto que yo me pueda sentir hermanada con una mujer belga (blanca, occidental, europea) ¿Qué me une por acaso a un judío chino, a un etíope, a un turco? ¿qué costumbres? ¿qué formas de ver el mundo? Acá está el centro de mi pregunta. ¿En qué soy igual a un judío etíope o a uno de Kaifeng? No tenemos aspectos físicos similares, ni apetencias culturales o sociales, ni costumbres familiares. Y, sin embargo, todos decimos de nosotros mismos “soy judío”.

¿Qué tenemos en común?

Lo único que se me ocurre que nos une es la común noción de que somos judíos. El sentimiento otra vez, y el reconocimiento.

Si a través de la historia, los judíos nos hemos ido adaptando a las tierras por las que hemos ido estando en esta transitoriedad que tanto nos identifica; si nuestras costumbres, nuestras comidas, nuestros idiomas, nuestros aspectos físicos, fueron siendo más y más los de los lugares en los que establecimos nuestro hogar, ¿cómo se ha ido construyendo y sosteniendo este sentimiento, esta vivencia común de comunidad más allá del tiempo y del espacio y de las características físicas y conductuales? ¿Cuál ha sido ese poderoso factor común?

LOS ATRACTORES. Tomo prestado de la física el concepto de atractor como metáfora para comprender los elementos con que se ha ido construyendo la vivencia de ser judío. Llamo atractor a una especie de eje alrededor del cual se organiza, en este caso, la noción de la pertenencia,(cuando digo “especie de eje” pienso en “factor aglutinante”, “atractor universal”, es decir, una idea o conjunto de ideas, alrededor de la cual podían construir “lo judío” personas de distintos países, culturas, etc). Veo tres atractores y la reciente aparición de un cuarto que es en realidad la reedición aggiornada del primero. 1) La religión. El primer gran mensaje del que fuimos portadores a la civilización occidental fue el del monoteísmo. Durante siglos, mantuvimos como constante la fe y la militancia religiosa a través de la cual nos íbamos contando, generación tras generación, nuestra historia, nuestras leyes, valores y principios humanistas y de convivencia. El gran eje unificador de lo judío a lo largo de la historia, hasta fines del siglo XIX, fue la observancia religiosa, “shemá Israel...”. Pero no sólo el monoteísmo. También un cuerpo complejo y elaborado de leyes, prescripciones y prohibiciones que ordenaban un modo de vida civilizado y ético, un universo que hacía posible la existencia respetuosa, la supervivencia y la continuidad. El ser judío se definía de suyo y de modo universal, sin mayores problemas ni cuestionamientos. Costumbres, conductas, procederes, todo estaba claramente estipulado, reglado, penado. En el interior de la comunidad judía cada uno sabía quién era, qué se esperaba de él, qué podía y qué no podía hacer.

Hacia el exterior, esta persistencia en la observancia, esta sumisión a la tradición y a la ley, esta vocación activa de permanecer iguales a nosotros mismos y provocativamente diferentes del resto de la comunidad en la que vivíamos, no nos hizo la vida muy fácil. Curiosamente, cuanto más oposición recibíamos de la sociedad, más era nuestra persistencia en la continuidad. Esta situación tuvo su primer clímax durante la inquisición española, precedida por la dura experiencia de persecución en las Cruzadas.

2) El sionismo. En este siglo se produjo el florecimiento de un segundo eje que definía lo judío. Este segundo eje fue el sionismo. La lucha por el establecimiento de un territorio nacional fue un nuevo atractor universal, una nueva manera de ser judío que permitió que los agnósticos, los europeizados, los politizados, siguieran perteneciendo a la comunidad judía aunque no asistieran al jéder, aunque no rezaran ni tuvieran creencias religiosas o aunque no asistieran a sinagogas ni respetaran rituales o tradiciones. Ser sionista, aunque duramente resistido por los antisionistas como idea, era una definición sólida de lo judío que bastaba, era autosuficiente, una renovada bandera de lucha e identidad.

Hoy, después de 50 años de existencia del Estado de Israel, hay varios y diferentes sionismos. Se mantiene el clásico, el que propende a hacer aliá y, en el otro extremo, el que algunos llaman “simpatizante de Israel”, esto es el judío que vive fuera de Israel y que reconoce la importancia de la existencia del Estado de Israel, se siente con derecho a opinar, a luchar por sostener su existencia, pero no tiene la intención ni el interés de hacer aliá ni trabaja para que lo hagan otros. Este tipo de sionistas -¿post-sionistas? ¿neo-sionistas?- sea probablemente hoy la mayoría. No vemos peligros inminentes a nuestro alrededor; actuamos como si estuviéramos convencidos -¿otra vez?- de que el mundo ya aprendió, de que no habrá otro estado nazional socialista, entonces, no hay ya de qué temer, podemos instalarnos en nuestros respectivos lugares que sentimos propios e intentar ser judíos en ellos, diferentes pero integrados. Curiosamente estos neo-sionistas viven como querían los viejos bundistas con quienes tanto pelearon en la primera mitad del siglo. (Los bundistas, los socialistas judíos, se oponían a la creación del Estado de Israel y sostenían que había que luchar por la dignidad de ser judío allí donde el judío viviera). Entre los judíos de fuera de Israel, los comprometidos en algún tipo de acción política sionista parecen ser los menos. Así como se fueron apagando los fuegos de la izquierda judía -destino que fue siguiendo la izquierda en general-, parece irse apagando el entusiasmo jalutziano del sionismo primitivo.

Tal vez con el sionismo ha ido sucediendo algo que los seres humanos conocemos muy bien. La necesidad, el desafío son motores muy fuertes, son generadores de ideas, acciones, luchas; son convocantes y vibrantes. Una vez conseguido el objetivo, el entusiasmo mengua, los adeptos van escaseando. Es más fácil luchar para conseguir algo que mantener y sostener lo conquistado

Pero estos dos atractores han perdido fuerza. Mi pregunta acerca de qué es lo que me define como judía y me hermana con otros judíos del mundo tiene que ver con el debilitamiento de estos dos grandes ejes que parecieron definir a lo judío hasta ahora: la observancia religiosa y/o el sionismo[5].

El sionismo brindó un lugar dentro de la comunidad judía a quienes no tenían una fe religiosa, albergó a todos. Para muchos judíos ambos ejes o atractores no tienen ya la antigua vigencia ni les basta para reconocerse como judíos entre otros judíos ni para diferenciarse de los no judíos.

3) La shoá. Pero, promediando el siglo XX, sucedió la shoá, una tragedia que aún pugna por ser comprendida y categorizada como algo que forma parte de lo humano, que todavía no ha podido ser integrada al resto de nuestras experiencias acerca del ejercicio de la autoridad y la victimización, acerca de la arbitrariedad y la indefensión, acerca de la dignidad y la resistencia, acerca de la impotencia y la incredibilidad.

Después de un largo silencio de décadas, la shoá empezó a instalarse como tema y se propone, para mi gusto peligrosamente, como en nuevo atractor, el eje que muchos judíos no religiosos ni sionistas estábamos buscando para sentirnos judíos. No es poca la gente que encuentra en la shoá un nuevo eje de identificación con el judaísmo, sea por la renovada victimización de los seis millones asesinados, sea por la resistencia de los pocos que lo pudieron hacer. Esta identificación desde la shoá tiende a ser mistificada y mistificadora, simplificada y simplificadora, pues deja afuera, entre otras cosas, una de las características esenciales que tuvo la vida de los judíos en territorios ocupados por los nazis: los nuevos dilemas éticos, lo que Langer llamó, “choiceless choice”, las elecciones inelegibles del tipo de la elección de Sophie. Para muchos, la shoá es una nueva oportunidad de verse como judíos, de proclamarlo con la fuerza del que se sabe víctima arbitraria e injusta, del que tiene sobrados motivos para reclamar por la indiferencia cómplice del mundo. Digo que me parece peligrosa esta definición porque creo que empobrece a nuestra identidad, la reduce a la victimización, nos convierte en reclamadores, reivindicadores, vengadores, nos encierra como una trampa en una definición por lo negativo.

Por otra parte, el enemigo externo (el antisemita, el nazismo, los países árabes o quien sea) funciona como un elemento aglutinante y uniformador. La amenaza externa nos hace a todos judíos sin distinción y sin preguntas. Algunos creen que el judío es una construcción y necesidad del antisemita quitándonos toda esencialidad legítima[6]. Otros dicen, en una misma línea de pensamiento, que Israel se mantiene unido en virtud de la poderosa amenaza que lo rodea. Creo que tomar a la shoá como central en la definición de la identidad judía comporta el peligro de quitarnos, como decía, esencialidad legítima, ésa que estoy buscando en estas reflexiones.

4) el re-nacimiento de la religión. Tal vez debido a que esta debilidad de atractor es un fenómeno generalizado en el mundo judío, está surgiendo un hecho sorprendente. Crecen grupos religiosos que desentierran con renovado vigor el mensaje de la observancia rigurosa de la ley. La religión, en otra vuelta misteriosa de la historia, se presenta como un poderoso atractor, vestido esta vez de ropajes globalizados y sumamente seductores[7].

Ofrecen puntos de referencia claros, explícitos y unívocos acerca de lo que está bien y de lo que está mal, acerca de lo permitido y de lo prohibido, nos brindan la ley y el ritual. Esta estructuración tranquiliza a aquellas personas -muchas más de lo que suponemos- que no encuentran el sentido de la vida, a los que se sienten débiles, confusos, a los que se angustian en un mundo de tanta “libertad”, de tantas opciones para los que tienen y pueden, de tanta soledad. Ofrece un grupo sólido de pertenencia, redes de contención y solidaridad, a veces dinero, otras trabajo, siempre la vivencia de pertenecer, de ser, la tranquilidad, la comodidad de entregar parte del libre albedrío y recibir a cambio cuidado, sostén, protección y comunidad. No es poco.

Hacen todo esto de maneras sumamente hábiles, con buen marketing y excelente llegada. Tienen un gran poder de captación, especialmente, entre los jóvenes quienes se acercan sedientos a estos grupos que les ofrecen aquello de lo que la sociedad parece carecer: modelos éticos, ideales por los que luchar, principios férreos, caminos claramente delineados, mapas de ruta que hacen imposible perderse en el laberinto de las inciertas elecciones personales de las que uno debe hacerse responsable, personas ejemplares.

Inauguran, adicionalmente, un estilo que no era habitual en los judíos, el del misionero, el convencedor, -si se me perdona la palabra- el evangelizador. PREGUNTAS QUE ABREN PREGUNTAS. Si no soy religiosa ni suscribo una fe en ese sentido, si no soy sionista en el sentido de no luchar por el establecimiento de un estado que ya existe y no tener la intención de irme a vivir a Israel, si la idea de entregar mi libre albedrío a alguna autoridad subvierte mis más caros principios, ¿me queda sólo la shoá?. ¿Qué me hace ser judía como el resto de los judíos del mundo? ¿Cuál es la historia común que compartimos? ¿Quedará alguna? ¿Será éste el comienzo del fin de “lo judío”?

Tal vez no haya respuesta para estas preguntas.

Tal vez haya distintas respuestas según sea quien responda, dónde esté, a quién le responda y para qué, puesto que las respuestas pueden ser subjetivas y circunstanciales, móviles y transitorias.

Tal vez lo que nos define como judíos sea esta riquísima diversidad en la que nos vamos haciendo progresivamente diferentes los unos de los otros mientras podamos construir un nuevo atractor basado en la noción de una comunidad histórica y en las sabias lecciones éticas que aún esperan ser aplicadas.

Tal vez la religión, sus rituales y creencias, la idea de Dios, ha sido un atractor de tanta fuerza y poder, cuya ausencia determinará que el pueblo judío vaya perdiendo, nos guste o no, su identidad, su unidad y su sentido (-¿de verdad creés eso?, parece mentira che.... después de tanto estudiar y pensar venís a decir lo mismo que los religiosos...-, -No sé si lo creo.... lo temo, la verdad es que lo temo-).

Tal vez, como los judíos de mea shearim que abjuran del Estado de Israel porque basan su vida en la esperanza de un Mesías que no debe venir porque es un Mesías que se debe esperar, tal vez, decía, estas preguntas, como el cargamento de latas de sardinas del cuento[8], sean preguntas para no ser respondidas sino preguntas para ser preguntadas.

Tal vez, parte del misterio de estar vivo, o una de sus metáforas.

¿Quién sabe?

(1) En la España inquisitorial a los judíos convertidos se los incluía en la categoría de cristianos “nuevos” y así constaba en su documentación personal. Después de 50 años de vivir en la Argentina sin que el tema de lo judío hubiese sido un tema de mi preocupación, me llamo a mí misma -con cierta ironía, por qué no decirlo- judía “nueva” puesto que la conciencia de ser judía, la reflexión que ello comporta y las conductas consecuentes, han sido una adquisición reciente.

[2] Es evidente que estoy suponiendo que se trata de una pregunta ineludible para todo judío. Asumo que se trata de una inferencia subjetiva y que deberá insertarse seguramente en este contexto de preguntas nuevas. Como todo recién llegado, puedo correr el peligro del fanatismo, de la exageración. Por otra parte, me pregunto si se trata de una pregunta eminentemente judía o si es una pregunta que se formula cualquier miembro de un grupo minoritario, sea en número o en jerarquía social.

[3] No sé cómo llamarnos, porque el nombre “diaspóricos” no nos correponde ya. El galut, la diáspora, implicaba la idea de no tener lugar propio donde ir. Con la existencia del estado de Israel, el que no está allá es porque lo ha decidido de esa manera, no porque haya una imposibilidad real de hacerlo. Ya no vivimos más en la diáspora puesto que estamos donde hemos elegido estar, nada nos impide emigrar a Israel. Nuestra condición es otra, así debería ser nuestra denominación.

[4] No me voy a extender aquí en algunos aspectos que me parecen muy interesantes como por ejemplo las diferentes formas de ser visto como judío según fuera el barrio y a veces la cuadra en la que se viviera, la escuela, el club, lo que podía determinar -junto con la cultura familiar, la forma en que era visualizado “lo judío” en el interior de la familia nuclear y la extensa- que la vivencia de ser judío fuera un orgullo o bien una vergüenza, que pudiera ser llevada con ligereza o con oprobio. Esta vivencia determinaba que se ocultara o se exhibiera el ser judío, que se viviera sin preocuparse por la imagen que del judío brindaba el antisemita o que se estuviera pendiente de “parecer” o mejor de “no parecer” judío según esa misma imagen; por ejemplo, he observado que muchos judíos temerosos de ser señalados como judíos según el ideario antisemita del judío avaro, se muestran enfermizamente desprendidos con el dinero como si no les importara perderlo, no pueden reclamar una deuda, no piden descuento aunque el precio les parezca altísimo, no compran en lugares baratos, tienen dificultad en negociar honorarios, etc.

[5] Me atengo a la definición clásica y tradicional del sionismo. No opino en contra de la existencia del Estado de Israel ni me opongo en lo más mínimo a aquellos que toman parte activa en la política israelí desde el exterior. El estado de Israel nos brinda un sustento que nunca antes habíamos tenido, lo que nos otorga un mayor grado de maniobra en nuestras comunidades de pertenencia. Ser judío no es igual antes de Israel que ahora y este ser judío, un modo renovado de ser judío, aún está siendo construido. Me lleno de orgullo y alegría cuando veo el talit hecho bandera y me emociono hasta las lágrimas cuando escucho la esperanza hecha melodía entrañable en el hatikva. Yo sé que el estado de Israel también es mío, sé que está ahí y que puedo entrar cuando me plazca y opinar; no es sólo un país más, es más que eso para mí, con sus contradicciones, con algunas esenciales diferencias que tengo con algunas de sus políticas, pero es mío y a él sé que tengo derecho.

[6] Fue la hipótesis de Sartre en sus famosas Reflexiones sobre la Cuestión Judía. Pero más tarde se desdijo y reconoció que había elementos patognomónicos de lo judío además de las construcción del antisemita.

[7] Sería interesante ver qué relación hay entre este fenómeno y otros similares que suceden en la comunidad toda con la proliferación de pequeños grupos religiosos, sectas, etc y con el peligro del fundamentalismo religioso en general. Tal vez se trate de un indicador generalizado de la necesidad de ideales, de modelos éticos, de contención espiritual tan poco presentes en este mundo pragmático, salvajemente capitalista .Tal vez habría que considerar las fallas de la democracia, sus debilidades, arbitrariedades e injusticias -impunidad, corrupción- que determinan la búsqueda de sistemas autoritarios que “pongan las cosas en su lugar”.

[8] Se trata de un cargamento de latas de sardinas que va pasando por distintas manos y países en sucesivas transacciones comerciales hasta que vuelve a su lugar de origen, al primer comprador quien observa la fecha de vencimiento de las sardinas y constata que ya no se pueden consumir, a lo cual el vendedor le responde: “ es que no son sardinas para comer, son para comprar y vender”.