Cuando era chica y pedía algo imposible, papá contestaba: “¿ahora o después?”. Si yo decía “ahora” respondía que no podía. Si caía en la trampa con un “después” venía un “bueno”, sin decir cuándo porque no llegaba nunca. Era una promesa falsa, un juego en el que ambos hacíamos como que era de verdad.
Dos personas se enamoran y en el calor de la pasión ven los pequeños desencuentros, los momentos de incomodidad, esas cosas que no les gustan, pero se dicen, “ya va a pasar”. La historia prospera, el calor se transforma en tibieza y lo que era diminuto no solo no cambia sino que se agranda, a veces hasta la violencia. La promesa de que el amor todo lo puede pone en acción un poderoso mecanismo de encubrimiento. “Hoy no, pero ya vendrá lo esperado”. “Estoy mal pero con fe todo va a cambiar”. Después. Alguna vez. Y faltos, carentes y sedientos, nos cubre el ilusorio manto de creer y no vemos la realidad. Aun desdichados y heridos seguimos esperando el milagro. ¿A qué se debe esa férrea lealtad que persiste aunque cada día todo sea peor?
Hace mucho que nos pasa lo mismo en nuestra querida Argentina. Nos prometen futuros paradisíacos que no llegan nunca y hacemos como que creemos. Volvemos a esperar ese “después” imaginario, cayemos en la misma trampa una y otra vez. ¿Qué nos hace crédulos, confiados e ilusos? ¿Esperamos que el milagro de que alguna vez el “después” eternamente prometido y obviamente imposible sea por fin “ahora”?
Impertérritos ante una realidad que nos cachetea, desalentados y abatidos, algunos insisten en la fe, de una manera religiosa. Impávidos, ¿resignados? ¿aún esperanzados? los veo caer bajo el influjo misterioso, tentador e hipnótico de seguir creyendo. Leen lo que no funciona con esa lente distorsiva y recortan y seleccionan lo que confirma el futuro mesiánico. “Ahora” es obvio que no. Tampoco mañana. E insisten en creer en ese “después” anhelado cuya llegada se posterga siempre. Y contra toda lógica la credulidad y la fe siguen en pie.
Con papá era una cuestión de supervivencia. Para seguir siendo su niña amada, para no perder su cariño prefería no incomodarlo con el reclamo de su tramposo “después”. Amaba su chispa, su alegría, su fuerza. Amaba los números musicales que hacíamos en las reuniones familiares. Necesitaba creer, me eran vitales su presencia y protección. El evitaba decir “no”, también necesitaba seguir siendo querido, necesitaba de mi mirada fiel y obediente, sin fisuras ni resquemores. El juego se repetía: sabía que sus “después” eran siempre unos después infinitos pero era tanta la necesidad de contar con él que, aún a riesgo de entontecerme, mi lealtad era indestructible. Creía. Esperaba.
¿Pasará lo mismo con los “despueses” partidarios codiciosos de votos? ¿Será también una cuestión de supervivencia esperar lo que es obvio que no pasará? ¿Hasta dónde la lealtad puede enceguecer y trastocar las percepciones, disculpar con ligereza bajezas, fechorías y delitos llamándolos errores? País jardín de infantes de niños cándidos esperando a reyes magos que hagan “ahora” los imposibles “después”. Ya no es cuestión de grietas. Y no es solo la foto, pero también. ¿No ven? ¿Hacen que no ven? ¿No les importa lo que ven?
Pertenecer tiene sus beneficios, otorga identidad, contención y sentido. Pero no es gratis, se paga con lealtad férrea, credulidad ciega y postergación.
“Hoy no se fía, mañana sí” decía el cartel en el almacén de mi barrio. Era para mantener a la clientela. Cuestión de fe.
Publicado en Clarin