Se oye “caminemos”, lo canta un hombre. Entro en el hall y me recibe un olor… ¿a qué? ¡café! ¡huele a café! café recién filtrado, pero no es para mí. “Para vos hay Toddy con leche” dice Eva. Su amiga está en la cocina… ¿cómo se llamaba? ¡María! ¡se llamaba María!
Eva se reía de mi mamá con lo que llamaba sus “krembuleunsh”, esa palabreja burlona que había inventado para mofarse de los frunces, adornos y puntillas que usaba mi mamá con coquetería.
Eva andaba de pantalones, camisa y cinturón, zapatos bajos acordonados. Tenía una pierna ortopédica. La habían ametrallado cuando se tiró del tren que la conducía a la deportación y a vaya uno a saber qué nefasto destino posterior (aunque me lo puedo imaginar). Una bala la hirió de tan mala manera que hubo que amputarle la pierna. Se cortaba el pelo a la garçon, se lo peinaba para atrás con un poco de gomina y se recogía con una hebilla negra un mechón rebelde que le caía sobre la frente. No usaba aros ni collares ni adorno alguno.
A veces pasaba varios días en casa. Mis padres la protegían. Era después de que la rescataban de alguna comisaría. “¿Por qué la metieron presa?” preguntaba yo. “Porque usa pantalones, está prohibido que una mujer use pantalones por la calle” me decían y yo lo creía. No ponía en dudas todavía lo que me decía un adulto. Intuía, olía, que había secretos, silencios sospechosos, me daba cuenta de que callaban cuando yo me acercaba. Yo hacía como que no me daba cuenta de todo ese juego, Les aseguraba que seguía sin saber, que seguía siendo inocente, que me habían cuidado para que no supiera lo que de verdad pasaba. Los tranquilizaba haciéndoles creer que no me había dado cuenta de que Eva era lesbiana, aunque esa palabra todavía no existiera para mí. No se podía hablar de eso en la década del cincuenta. Ni de eso ni de tantas cosas más.
Aún hoy cuesta hablar de la sexualidad durante la Shoá. “¿Y si te abrías de piernas te salvabas?” reflexionaba mi mamá con total naturalidad, “es barato, no entiendo por qué hacen tanto lío con eso” agregaba irritada ante la moralina hipócrita de la sociedad judeo-argentina de entonces. Mamá veía a la sexualidad como parte lógica de la vida pero sabía que hablar de la homosexualidad de Eva era más complicado.
Supe después que Eva lo había asumido tempranamente ya en su adolescencia en Polonia, andando en su moto junto con los motoqueros de la ciudad. Su vida no había sido para nada fácil. Aún antes de los nazis. El amor de María la salvó. Sobrevivió escondida por ella en el tambo de su familia, ocultándoles tanto que escondía a una judía como que se trataba de la mujer que amaba. Cuando terminó la Shoá y algunos quisieron tomar represalias con los polacos, le tocó el turno a Eva de salvarla. Dijo que era su cuñada y con ese engaño consiguió traerla a la Argentina haciéndola pasar por judía.
Me avergüenza hoy haberles seguido el juego a todos y hacer como que no sabía, no haberle preguntado cosas a Eva, no haberle confirmado que su sexualidad no era, para mi, ni buena ni mala, no haber hablado más con María y su sonrisa melancólica, sus ojos transparentes y tristes. Pero era el color de los tiempos. Me alivia pensar que las miraba con la mirada más límpida posible, nada de juicio ni crítica, nada de pensarlas como bichos raros. Admiraba a Eva. Era muy lectora, siempre tenía un libro cerca que leía con arrobo. Y fumaba, claro. Escuchábamos las tres juntas la novela de las 5 de la tarde de Radio Splendid y tenían una enorme colección de discos de boleros de los cuarenta. “Caminemos” era el preferido. Tomé mucho de Eva, fue un importante modelo de identificación, sin saberlo, una mentora de provocación, jutzpá y libertad; también del costo asumirse con honestidad y de sus consecuencias.
Y como dice al final del bolero…. “caminemos, tal vez la vida nos vuelva a juntar”.