La serie coreana, El Juego del Calamar, ganó a la audiencia. Sus rutilantes colores primarios y suaves pasteles dulcificados por valses de Strauss, despliegan una fábula desgarradora: solo uno ganará, los demás morirán. ¿Cómo tender una red de solidaridad cuando, tarde o temprano, será uno o el otro? ¿De qué nos habla? ¿Capitalismo salvaje? ¿Codicia extrema? ¿Diversión de los poderosos que lo financian? Los perpetradores y ejecutores ocultos tras máscaras negras ponen en acción el juego y las ejecuciones, siguiendo las reglas aceptadas por los jugadores. Macabro. Atroz. ¿Por qué su éxito? ¿Qué atractivo poderoso ejerce sobre espectadores en todo el globo?
Algunos deportistas de alta competición nos dicen que la presión, el stress y el acoso en las redes les resultan insoportables. Hay que ganar. Prevalecer. Subir al podio. Sobresalir. Ser el mejor. El tenista Leo Meyer, la nadadora Delfina Pignatiello, la atleta Simone Biles, entre otros, han debido elegir entre seguir compitiendo o mantener su salud mental. Aman el deporte que practican pero el grado de exigencia anuló el placer de jugar, lo volvió dolor, tristeza y angustia.
Los deportes masivos transmitidos online a todo el mundo pueden ser leídos como una sublimación de la guerra, ganar equivale a vencer en el campo de batalla. Como en el circo romano los espectadores se enardecen con su preferido, se identifican con el ganador y sufren con su derrota. El código lingüístico deportivo es igual al bélico, disparo, defensa, ataque, matar, salvarse, enemigo, pero lo bueno es que no es preciso matar de verdad. Salvo los jóvenes gladiadores que se “matan por ganar”.
Las redes sociales suman una exigencia feroz especialmente sobre los más chicos que necesitan asegurar que son vistos, aceptados, likeados, para sentir que existen. La dependencia de la aprobación online es una nueva guerra con víctimas silenciosas y silenciadas. Las depresiones, los suicidios adolescentes, los trastornos alimenticios y de imagen corporal, son sus dolorosas consecuencias.
El hombre es el lobo del hombre decía Thomas Hobbes. La cultura domestica el deseo de matar y lo desvía hacia el juego adulto, los deportes. Aunque los jugadores puedan herirse debido a la enorme exigencia, vencer ya no requiere la sangre del contendiente. Pero llega la serie coreana que derrama violencia y gana todos los ratings. Exhibe con impudicia su contenido políticamente incorrecto que desnuda el simulacro y lo vuelve real. La cancelación borró la violencia en los cuentos infantiles como si no mencionarla la hiciera desaparecer. La serie, a modo de contra-cancelación reactiva, exhibe nuestro lado más oscuro, el impulso de matar y el placer de ver matar, nos dice “¡no se canceló, sigue acá!”
Deportes de alta competición, series de regodeo con el asesinato, redes que exigen ideales imposibles, son juegos que traicionaron la idea del juego que se jugaba en serio y subvierten la idea misma de juego en escenarios de vida o muerte que ya no subliman la guerra, son la guerra.
Cuando somos chicos, jugamos en serio. Jugamos a jugar. Aprendemos roles y normas de convivencia, fieles al juego y a sus reglas. Los roles se intercambian, hoy doctor, mañana enfermo, hoy policía, mañana ladrón, hoy maestro, mañana alumno. Ganar y perder son parte del juego y el único malestar que sentimos es cuando no podemos jugar. Aprendemos, jugando, a vivir en sociedad, convivir y respetar a nuestros semejantes, lejos de que sea necesario matarlos o dejarse matar para existir. Lejos. Bien lejos.
Publicada en Clarin como El juego del Calamar, una fábula desgarradora.