Introducción
Me referiré en particular, al tema que más conozco, que es el de la Shoá dado que soy hija de sobrevivientes judíos del Holocausto. Tal vez algunas de las ideas puedan coincidir con las experiencias de los hijos de sobrevivientes de otros genocidios.
Desde que el tema de ser hijos de sobrevivientes de la Shoá se ha propuesto, hace unos veinte años, la así llamada “segunda generación”, ha venido buscando su lugar en el mundo, un lugar que no resulta fácil definir pero que, una vez descubierto y habitado, no podemos abandonar. Me pregunto, cuáles son los aspectos que hacen de este lugar algo resbaladizo, con bordes y fronteras oscuras, con ciertos riesgos, mandatos, prohibiciones y misiones. En una exploración de ese lugar y sus dificultades, tal vez se pueda ir pensando en su sentido y tarea.
Siempre estuvo. La Shoá, el hecho primigenio, es nuestro contexto presente desde el comienzo de nuestra vida. Lo hemos incorporado con la primera inhalación de aire, con el lenguaje corporal de los silencios, los vacíos, los llantos, los temores, las angustias, las prevenciones, los arrebatos, climas para o pre verbales preñados de pesos y signos amenazantes y oscuros. Más tarde, cuando las hubo, llegaron las palabras.
Las palabras. Relatos quebrados, silencios agruyerados, discursos rotos que irrumpían a borbotones y por sorpresa, erupciones imparables que nos cubrían de una lava pegajosa y caliente que no nos permitía hurgar más allá ni entender. Nombres extraños que se nos volvían familiares pero que no estaban asociados a imágenes, lugares en los que nunca habíamos estado, olores que se evocaban sin que nuestras narices los hubieran olido jamás pero por los que sentíamos una nostalgia que no alcanzábamos a comprender. Se hablaba de tíos, primos, abuelos cuyas caras no teníamos, cuyas pieles nunca habíamos rozado, cuyas voces nos serían por siempre desconocidas pero que eran tanto o más reales que los parientes reales cuando los había.
Otra realidad, más real. Los relatos de horror, nos eran entregados entrecortadamente pero con tal peso que constituían de alguna manera un mundo concreto. Más real que el que vivíamos. Mitológicamente hiper-real. Oníricamente irreal. Patológicamente para-real. El “ALLÁ”, “LA GUERRA”, “ESO”, “LOS ALEMANES”, eran entidades poderosas, que no admitían discusiones ni preguntas, caían sobre nosotros con el peso de lo incontrovertible y fatal. Nuestra vida cotidiana, la escuela, los juegos, los deberes, eran lo otro-real que fluía y dialogaba en nuestras casas en dimensiones paralelas que rara vez se cruzaban. Lo real cotidiano inofensivo, dado y rutinario, coexistía con injusticias, maldades, horrores, muertes absurdas, universos irracionales y arbitrarios, letanías y anécdotas que se repetían, siempre igual, sin posibilidad de elaboración o comprensión. Vivíamos sin darnos cuenta, dos realidades, dos mundos que coexistían separadamente y se entretejían en nuestro interior.
El lugar del sufrimiento. El sufrimiento era central y parecía la materia prima de las interacciones más verdaderas en el seno de la familia. La otra vida, la que había que vivir a toda costa como si fuera normal, se intuía oscuramente como una fachada, un esfuerzo porque todo estuviera bien, que por momentos se resquebrajaba y nos hundía en la noche.
Antes, el vacío. En el comienzo estaba la shoá. De grandes, muchos de nosotros nos sorprendemos al advertir lo poco que conocemos de las vidas anteriores de nuestros padres. Sus infancias, sus sueños, sus otras familias cuando las había, sus otros hijos, esposas o maridos. Una ausencia corporizada como vacío innombrable. Es como si la Shoá hubiera sido nuestro verdadero comienzo, el gran y único organizador, como si lo anterior hubiera quedado en una zona gris, hubiera sido una especie de croquis o borrador anulado por la contundencia del hecho en sí. Para muchos de nosotros, “en el comienzo fue la Shoá”, una Shoá que conocemos bien en nuestra carne y en la carne de nuestros padres, pero de la que no tenemos memoria efectiva ni conocimiento cierto.
Nuestras versiones. Los hechos verdaderamente sucedidos entonces, lo que alcanzamos a saber, lo que logramos imaginar, sufren en nosotros una transmutación. Según lo que hagamos en ese proceso, se vuelven mito o historia, justificación o misión.
Es como si hubiéramos hecho el camino inverso al realizado por nuestros padres. Ellos cayeron en la Shoá viniendo de la normalidad, nosotros tenemos que apoderarnos de la normalidad saliendo de la Shoá.
Secundariedad. “Lo más importante de mi vida pasó antes de que naciera” le oí decir a un hijo de sobrevivientes. Lo que nos define, más que nuestra historia, es en consecuencia, nuestra pre-historia. Somos secundarios a nuestra propia historia. Cronológicamente pero también ontológicamente. Somos segunda generación. Esa secundariedad es probablemente la paradoja que no nos permite encontrar un lugar definido en el escenario. Somos herederos pero no testigos. Sufrimos algunas de sus consecuencias pero no podemos dar cuenta efectiva de ninguno de los sucesos. Estamos, seguimos estando, pero nunca estuvimos. Ocupamos una oscura topografía de la Shoá, una especia de bisagra entre nuestros padres y nuestros hijos. Tal vez sea ese espacio paradojal nuestra potencia. En la búsqueda de certezas, de fronteras claras y seguras, no advertimos que lo singular es precisamente lo que no está claro, lo que nos coloca en este espacio de delimitación problemática. Nuestra indefinición podría ser nuestra riqueza.
La iatrogenia. Muchos de nosotros han sobrevivido no sólo a la Shoá de sus padres sino a tanta instrucción psicológica impartida por psicólogos y médicos que tardaron mucho tiempo en advertir que nuestra condición nos atravesaba. Atribuían nuestras características a diferentes e imaginativas patologías o neurosis. Características tales como ser sobre exigidos, exigentes, complacientes, demasiado responsables, seguidores de tradiciones familiares, apaciguadores, luchadores contra la discriminación, culpables por no haber sufrido lo que nuestros padres, desdichados si fracasamos porque entonces ellos se sentirán fracasados dado que somos su pasaporte el éxito, las dificultades en el establecimiento de relaciones íntimas, el individualismo, la irritación frente al autoritarismo. Suele ser grande nuestra sorpresa cuando descubrimos esa especie de fratría en la que estas características nos son comunes, que probablemente ese lugar tan difícil de definir es lo que nos ha constituido de esta manera.
Misiones imposibles. Recibimos mandatos implícitos o explícitos, imposibles de cumplir: reemplazar a los muertos, justificar a los sobrevivientes en su supervivencia, compensarlos, curarlos, consolarlos, rescatarlos, deshacer con nuestras vidas el pasado una y otra vez. Igual que Hamlet, éramos visitados por fantasmas que nos hablaban al oído, sombras que nos exigían venganzas, justicias, reivindicaciones, sacrificios, devociones.
Difusa (*).
Tiene una identidad difusa.
Será por la difusión de los espíritus
de sus ancestros en el humo de Auschwitz,
de Dachau, de Treblinka.
Cuando se mira al espejo,
suele encontrar ceniza en sus mejillas.
Junto con las misiones imposibles, recibimos la prohibición de buscar explicitaciones abiertas de los aspectos más oscuros, doloroso, intrincados y vergonzantes.
Reacciones. Ante el sufrimiento frente al que hemos sido testigos reaccionamos contradictoriamente simultáneamente con empatía y con desprecio, también con alguna envidia porque nuestro acceso a lo real que enuncia, es imposible. Aunque éramos entronizados como los tesoros que había que preservar a toda costa, recibíamos la dolorosa noción de que los muertos que nos precedían siempre estarían primero, en una complejización dolorosa de nuestra secundariedad y el mandato tácito de honrar la presencia de los muertos. Teníamos que ser felices sin hurgar en el pasado, escuchar el sufrimiento de nuestros padres pero hacer como que no estaba, ser su crédito en la vida sabiendo que nunca alcanzaríamos a ser los protagonistas. Pero lo curioso es que, aún cuando teñía y constituía gran parte de nuestra subjetividad, el hecho de ser hijos de sobrevivientes, no existió siempre como noción.
Llevarlo puesto sin saberlo. Hace unos meses me diagnosticaron una hepatitis C. No tengo síntomas aparentes ni ninguna molestia que hasta ahora se hubiera atribuido a ello, especialmente porque no se sabía que lo tenía. Probablemente llevo esta situación crónica hace 25 años, cuando recibí una transfusión de sangre. Entonces no se conocía la hepatitis C, no había métodos para detectarla lo que recién sucedió en 1994. Mi hígado se ha ido deteriorando, no de manera que comprometa mi vida ni me ponga en serio peligro, pero me ha traído inconvenientes que no registraba como causados por ello. Algo parecido sucedió con ser hijos de sobrevivientes: no sabíamos que algunas cosas que éramos, que sentíamos, que hacíamos, que pensábamos o que temíamos, estaban vinculadas con ello.
La toma de conciencia. Hay un momento en que despertamos a nuestra condición de hijos de sobrevivientes. En nuestra búsqueda, tenemos una primera sorpresa al descubrir que lo que creíamos único, lo que guardábamos secretamente pensando que nuestra familia era un caso raro, resultaba similar en otros hijos de sobrevivientes, que había una fraternidad que desconocíamos. El camino que emprendemos a partir de allí es variado. Algunos “desentierran” lo enterrado trabajosamente y otros entierran la noción aún más hondo. Entre los primeros, los que deciden bucear y buscar, el paso siguiente suele ser pasar de la mitología a la historia.
De la mitología a la historia. Se intenta conocer la historia familiar, armar el rompecabezas de la supervivencia de los padres, construir un “álbum familiar” mediante una especie de arqueología reconstructiva. Dónde estuvieron, cuándo, cuánto tiempo, con quién, qué pasó, de allí a dónde fueron, hasta cuando. Son preguntas, recorridos, secuencias, que no teníamos, que no nos animábamos a plantear. La versión mitológica lo traía todo junto, apelotonado, desordenado y confuso. La cronología, la geografía, el conocimiento de los hechos, brinda un contexto de significación para la conducta de nuestros padres lo que nos permite no sólo visualizarlos durante la Shoá sino comprender muchas de nuestras experiencias infantiles. Es difícil encarar este camino en soledad. En el seno de una fraternidad, los hallazgos de unos potencian y estimulan las búsquedas de otros, las sorpresas compartidas, las revelaciones son contenidas entre todos, y hay intercambios, recuerdos que se potencian y resignifican. Los nuevos datos abren nuevas preguntas que traen respuestas que vuelven a abrir preguntas en una apertura arborescente rizomática infinita.
De la historia a la misión. En este momento del proceso de pasar de la mitología a la historia, algunos hijos de sobrevivientes deciden que es suficiente, que les basta con lo conseguido. Para otros, tanto el espacio de la fraternidad como las nuevas preguntas proponen un sendero del que ya no quieren apartarse. Sigue a esto el sentimiento, la convicción de ser portadores de una misión mandatoria, que reinscribirá a la experiencia en un concierto social con sentido. El trabajo de la memoria para los sobrevivientes alude a la tensión entre recuerdo y olvido. En la construcción del sentido, tarea de la segunda generación, los temas son la reconstrucción histórica y la resignificación de lo no vivido -pero sí vivenciado- de manera explícita. La misión de los sobrevivientes es ser testimonio vivo y su trabajo es impedir el olvido. ¿Cuál es la misión de los hijos?
Nuestra particularidad. Hemos tenido diferentes tipos de padres y de familias, diferentes tipos de estilos y vínculos, diferentes modelos y constelaciones familiares. Somos, consecuentemente, variada y ricamente diferentes unos de los otros, tanto en nuestras características físicas como en las psicológicas. Muchas de las características atribuidas a la segunda generación no han sido por otra parte debidamente chequeadas con la población común y sean probablemente encontradas en mucha otra gente que no ha pasado nuestra experiencia vital. Hijos de inmigrantes, refugiados, perseguidos políticos, habrán vivido en sus casas similares experiencias respecto a miedos, prevenciones, sobreprotección, obsesión en la alimentación, expectativas sobredimensionadas en general, como esperando que los hijos hagan realidad algún sueño inalcanzable para los padres. La emigración ha sido otra de las facetas dolorosas de la supervivencia y de nuestro crecimiento como segunda generación. Viviendo en la brecha del entre-idioma, de la entre-cultura, haciendo de puentes sin saberlo entre aquel mundo que ya no está y este nuevo desconocido, temido, incierto. Probablemente, la noción de formar parte de familias que sufrieron hechos de características universales como ha sido la Shoá o cualquier otro hecho similar en su trascendencia social, nos provee de un contexto histórico particular en su significación social y humana, que tiñe de manera específica nuestra vivencia que sea, por ello, diferente de la de los exiliados y desplazados en general. El hecho de ser parte de un hecho histórico paradigmático, nos confiere un lugar y una responsabilidad diferentes.
Testigos. Somos testigos de primera mano de los protagonistas, los cronistas de sus historias, hemos presenciado sus esfuerzos en olvidar-recordar-olvidar-seguir adelante, sus ideas torturantes más o menos explícitas respecto a culpas que no terminan de definir, las imágenes de los seres queridos perdidos que persisten y los han acosado a lo largo de sus vidas, imágenes que permaneces agazapadas esperando, en un descuido, volver a aparecer, volver a desgarrar. Hemos visto su capacidad de recuperación y generación, sus costos, sus distintas estrategias: callar, hablar, acusar, gritar, distraerse, acusarse, recordar, olvidar, triunfar, fracasar y todo alternativamente, a veces al mismo tiempo o en distintos temas, como un juego de puertas que se abren y se cierran en un desorden armónico. Somos testigos de sus vidas después.
Podemos dar testimonio de la forma en que creemos que esta experiencia se fue dibujando en nosotros, cuáles son las marcas que creemos haber recibido y las que quizá transmitamos a nuestros hijos y nietos. Sabemos de la transmisión de contenidos, tanto de vivencias traumáticas como de formar de salir de su influjo, hemos aprendido que se sufre pero también que se supera, que el olvido es bienhechor en un período y malsano en otro, que la fuerza de la vida es superior a cualquier intento por destruirla.
Preguntas.
Me surgen en este punto dos preguntas:
- La particularidad de ser hijos de sobrevivientes, por sobre nuestras diferencias ¿nos convierte en un colectivo social? y
- en caso de ser un colectivo social, ¿cuál es nuestra misión?
Colectivo social. De hecho tenemos un nombre, somos hijos de sobrevivientes, o simplemente, nos llamamos “la segunda generación”. La mera adjudicación de un nombre presupone que el objeto a ser designado precisaba serlo, designatum y denotatum se constituyen en un mismo acto como una necesidad surgida de un espacio de interacción social. Y para muchos de nosotros es no sólo una nueva matriz de identidad, es también un alivio, la ansiada pantufla cómoda que se puede usar cuando uno está entre pares a los que no es preciso explicarles por qué la pantufla resulta tan cómoda.
Riesgos. Quiero señalar empero algunos riesgos de constituirnos en un colectivo social:
- Igual que lo que vemos muchas veces que sucede con los movimientos feministas u homosexuales, podemos hacer de este aspecto de nuestra subjetividad algo tan central y determinante que nos haga exagerar, cosificarnos, distorsionar, fijar nuestro lugar como segunda generación como un absoluto que opaque nuestra diversidad y complejidad.
- Tentación de ocupar una posición melancólica, ser por los que no fueron, lo que nos definiría en relación a los muertos y a nuestra secundariedad respecto de ellos. Si tomamos como misión la memoria de los muertos, la de las pérdidas, podríamos sumergirnos en el barro de la melancolía sin medir adecuadamente que las pérdidas de los abuelos, los tíos, los primos, los idiomas, la cultura han sido seguidas de una recuperación de la vida.
- Justificar cualquier incapacidad, neurosis, frustración, fracaso y atribuirle a la condición de 2G toda la responsabilidad por nuestras penas y sufrimientos. Ello nos quitaría el esfuerzo que todo cambio requiere y nos cubriría con un manto de engañosa inocencia y forzada victimización.
Ventajas. Pero también existen indudables ventajas:
- Adjudicarle un nuevo sentido a aspectos de nuestras vidas que quedaban sin explicación
- Pertenecer a un grupo particular de personas, sentirnos hermanados en el calor de las experiencias comunes que potencien el trabajo de recuperación de la historia y el sentido.
- Establecernos en eslabones de la cadena de la continuidad de las vivencias familiares, ser parte de una estirpe, reconocernos como herederos de la experiencia de nuestros padres y después decidir qué hacer con ella, cuál de los mandatos recibidos serán sostenidos, cuáles revisados, cuáles nuevos creados; similarmente y como eslabones de la cadena en el otro sentido, qué mandatos transmitimos a nuestros hijos, cuáles revisaremos y cuáles crearemos.
- Transmitir a la sociedad en general tanto la fuerza de la transmisión de lo traumático como la fuerza de la transmisión de lo resiliente.
La pregunta ética, tal vez nuestra misión sagrada Sea lo que sea que hagamos, lo que no podemos hacer más es mentir. La sociedad, la educación, las religiones, todos los dispositivos encargados de constituir nuestra subjetividad, están construidos sobre suposiciones racionales, mentiras voluntaristas, mentiras que encubren nuestra verdadera naturaleza, lo que efectivamente somos, tanto en nuestra capacidad para el Mal como en nuestra vocación para el Bien. Nuestra tarea, si es que tenemos alguna, es dejar de mentirnos a nosotros mismos, dejar de esperar conductas que difícilmente concretemos y asumir en toda su crudeza aquellos aspectos de nuestra naturaleza individual y social que son los que probablemente han conducido a una tragedia como la shoá y frente a los que los sistemas políticos, educativos y religiosos, aún no han construido herramientas adecuadas (o tal vez, en una hipótesis que se enuncia cada vez con más seriedad, ellos – los sistemas políticos, educativos y religiosos- hayan sido el sustento, el sostén y la generación de todo). Como parte de la mentira que debemos descubrir, se ponen en tela de juicio algunas suposiciones básicas que no tienen cómo sostenerse más.
La pregunta incómoda: ¿Qué haría yo? Probablemente tengamos la responsabilidad de decir las cosas inconvenientes que se suelen eludir. Nosotros estamos habilitados para hacerlo, es parte de nuestra potencia. Por ejemplo: ¿qué haría yo? ¿qué habría hecho yo? ¿qué estoy haciendo yo? En lugar de enunciar en abstracto lo que hay que hacer, enfrentarse con lo que uno verdaderamente hace, con lo que uno tolera en su vida diaria y hace como que no ve, en nuestra indiferencias y comodidades. Lo que hay que hacer lo sabemos todos, porque todos los sistemas morales, todas las religiones coinciden en que no debemos matar, no debemos mentir, no debemos robar, no debemos traicionar la confianza de nuestro amigo, debemos tenderle una mano al necesitado, cuidar a nuestros padres y a nuestros hijos. Debemos preguntarnos, no en abstracto sino en situaciones concretas y particulares, qué estamos dispuestos a hacer nosotros.
Los polacos, los alemanes, el resto del mundo declaraba acatar los diez mandamientos, pero permaneció inmóvil –y sigue permaneciendo- cuando son vejados y muchos de ellos los contravenían sin ningún sentimiento de culpa. Los fenómenos psico-sociales resultantes de la difusión de los prejuicios, de la manipulación de los medios son de tanta potencia que producen verdaderos lavados de cerebros colectivos que avalan y sostienen las más abyectas conductas como si fueran humanitarias.
¿Qué haríamos nosotros? ¿Qué hacemos nosotros? No en el aire, sino inmersos en situaciones particulares donde el bombardeo de la información recortada y la propaganda tendenciosa, donde la presión social y el miedo a ser excluido, nos hace limar bordes y aceptar, poco a poco, cosas que decimos que no aceptaremos.
Asumir nuestra naturaleza para “dar de nuevo”. Tal vez nuestra misión nos conduzca a trabajar en la proposición de una nueva actitud, la de asumirnos –como personas y como sociedad- en nuestras limitaciones, comodidades, egoísmos, inseguridades y ver cuánto de esto podemos empezar a confrontar y a modificar. Nada que no se confronte con decisión, se puede revisar y modificar. Las disciplinas sociales, antropológicas y psicológicas vienen pensando, investigando y proponiendo estos espejos en donde podemos vernos y reconocernos en lo fáctico, no en lo idealizado. La segunda generación, la que intenta decir lo que para la primera era indecible, la que sabe quiénes somos y de dónde venimos, podría tomar con sus manos nuestra verdadera y cruda materia y, como decíamos de chicos, empezar a dar de nuevo.
Si ésta fuera nuestra misión, no será una misión sencilla de emprender ni fácilmente recibida por las personas e instituciones que están cómodamente apoltronadas en los lugares comunes estereotipados que nos han hecho, en tanto humanidad, girar en el vacío y que se han revelado incapaces de impedir este universo de ignominia ejemplarizado hasta el hartazgo por la Shoá.
Requiere valentía, imaginación, creatividad y amor.
Y los humanos tenemos, por suerte, esas cuatro cosas.
También.
Septiembre 2004
(*) Autora: Rosa Piotrkowski
Ponencia para las IV JORNADAS DE ESTUDIO SOBRE GENOCIDIO, octubre de 2004, Grupo de estudio de Genocidio, Centro Armenio de la República Argentina y Cátedra Libre de Estudios Armenios, Secretaría de Extensión Universitaria, Facultad de Filosofía y Letras, UBA.
Publicado en: Nélida Boulgourdjian-Toufeksian, Juan Carlos Toufeksian, Carlos Alemian (comp): Análisis de la prácticas genocidas. Actas del IV Encuentro sobre Genocidio. Fundación Siranoush y Boghos Arzoumanian, Buenos Aires 2004.