Hay tres premisas básicas que llevan a un fracaso seguro.
Adivinación. Mi otro “sabe” lo que necesito, lo que espero y lo que quiero. No es preciso que se lo diga ni que se lo pida. Si no me lo da o si no lo hace es porque no me considera, no le importo y/o no me quiere.
Destinatario. Todo lo que hace/no hace/dice o no dice el otro, me está dirigido a mí, a propósito y para hacerme daño.
Verdad. La verdad es una sola, clara, objetiva y tal cual la veo yo. Cuando el otro no lo acepta y se “encapricha” en ver las cosas de otra manera es fundamentalmente para contradecirme.
Estas premisas son falsas y tienen dos corolarios fatales: 1) la culpa de todo la tiene el otro porque todo lo que hace está mal. 2) probablemente nuestro otro tiene las mismas premisas falsas y cree que somos nosotros los causantes de todo su mal.
Seguir estas tres premisas falsas y sus corolarios consecuentes, resultan en por lo menos 3 comportamientos destructivos.
¿Quién debe cambiar? No yo sino obviamente el otro. Convencidos de que nuestra visión es la correcta, de que somos poseedores de la verdad y de la conducta apropiada obviamente quien debe cambiar es quien hace todo mal, no entiende, no quiere o no le importa. Nuestro otro cree exactamente lo mismo, es decir, que quienes tenemos que cambiar somos nosotros y por las mismas razones. Encima, lo peor es que nadie puede cambiar a nadie solo uno puede decidir cambiar, y hasta cierto punto.
Hay que insistir. Apelando a cualquier y todos los recursos debemos conseguir que el otro se de cuenta de su maldad o incapacidad esencial y culpable. Si no cambia a pesar de las evidencias que insistimos en enrostrarle y que creemos son incontrovertibles: apelaremos al reclamo acusatorio, a la discusión enojada, al señalamiento iluminador, a poner el punto sobre las íes con la esperanza de convencer a esta persona que se encapricha y no ceja en ser igual a sí mismo como si no le importara nuestra firme arenga cotidiana. Es más, no solo no agradece nuestro empeño constante en hacerle cambiar sino que encima le irrita y enoja. Casi todas las peleas en las parejas son enfrentamientos en los que se juega la convicción de que insistiendo se logrará el cambio que cada uno desea en el otro.
Castigo. Si con la insistencia militante el cambio no se produce, lo que sigue es la crítica, el juicio, la humillación, las amenazas y tal vez la venganza. Es ya una guerra declarada alimentada por la frustración de no haber logrado el cambio esperado (siempre debido a la perversidad del otro). Pero llegado a este punto, el deslizamiento hacia la pelea y la violencia verbal o conductual, es casi irreversible.
Son estas tres premisas falsas, sus dos corolarios y los tres comportamientos consecuentes, la base de la perversa y mortífera coreografía del fracaso de las relaciones.
¿Por qué son falsas las premisas mencionadas? Veamos una por una.
Adivinación. Nuestro otro no puede saber sin que se lo digamos porque no adivina. Cada uno está en su mundo que se parece al don pirulero en donde cada cual atiende su juego creyendo que es el mismo juego que atienden los demás. Aunque estemos conviviendo hace un tiempo, aunque nos hayamos unido muertos de amor, la complejidad de la vida hace que resulte muy difícil adivinar en qué está cada uno internamente, qué espera, qué necesita en cada momento. No hay otro camino que pedir, aprender a pedir, hacerlo en el momento adecuado y saber que aún cuando lo hagamos de la mejor manera el otro puede no querer o no poder satisfacernos. Lo que seguro no puede hacer es adivinarnos.
Destinatario. Cada uno ve el mundo desde sus propios ojos. No somos el centro de la vida de nadie, no “me lo hace todo a mí”. Si nuestro otro no nos satisface, no es por maldad o desamor como solemos creer, al menos no siempre. Nuestro otro ve el mundo con sus ojos y es como es, puede lo que puede y hace solo lo que puede. Igual que nosotros. Cada uno tiene su propia forma de estar en contacto con sus necesidades y obligaciones, de responder a las mil y una circunstancias de la vida cotidiana, familiar y laboral. Además, y no es un tema menor, muchas veces esperamos que nos de lo que no tiene. Los olmos no dan peras. Aunque insistamos y los forcemos. Y si no nos dan peras no nos lo hacen a propósito para lastimarnos. Es que no tienen y tenemos que recalibrar nuestro pedido.
Verdad. Centrados en nosotros mismos nos es difícil imaginar que no todos ven las cosas como las ve uno. Creemos que nuestra mirada es la verdadera, que tenemos razón, que las cosas debieran ser como decimos nosotros que son. Las interacciones humanas se basan en eso, en las lecturas que hacemos de lo que pasa, de lo que creemos que debe ser. Pero las lecturas difieren según quien las haga porque cada uno ve las cosas a su manera. Cada uno tiene su razón, su verdad y apegarse a la propia como si fuera la única nos sume en discusiones inútiles en las que cada uno quiere imponer su verdad al otro y nos perdemos de conocer y comprender a este otro que se esfuerza en no ser avasallado al defender su punto de vista.
El corolario de estas tres premisas falsas y sus conductas resultantes, es claro y obvio. Si querés evitar el fracaso seguro, viví tu relación basándote en estas premisas verdaderas y posibles: a) la gente no adivina, b) no siempre lo que hacemos se lo hacemos al otro, casi siempre es lo único que sabemos o podemos hacer, c) la verdad y la razón en la vida de relación son puntos de vista que nunca abarcan la totalidad de lo que pasa.
Y si aceptás estas premisas más realistas, probablemente cambie tu conducta. La tuya, no la del otro. Tu conducta es lo único que podés manejar, de lo único que sos dueño (e incluso no del todo). No podés cambiar la del otro. Dejarás de insistir, reclamar, quejarte, acusar, juzgar, castigar, enojarte y pelear. Tal vez te animes a pedir lo que te hace falta sin esperar que te adivine aceptando que tal vez tu otro no te lo pueda dar porque no lo tiene. Podrás entender y aceptar como sos, con sus luces y sus sombras y como es tu otro con sus luces y sus sombras. Tal vez esperabas lo imposible. Tal vez algo era posible pero no lo supiste pedir. Si te parás sobre las premisas sólidas de una relación, verás si convivir con tu pareja sigue siendo deseable y posible, si es algo por lo que vale la pena cambiar. Y si descubrís que no lo es, dejarás de esperar lo que nunca recibirás, dejarás la zona de desdicha y fracaso, dejarás de insistir y te abrirás a buscar las peras en otro lado. Lo mejor es que sea un peral para que no vayas a repetir la frustración de buscarlo en otro olmo.