Nací en Polonia apenas después que terminara la guerra. Llegamos a la Argentina dos años después, en 1947 y todavía se llamaba “la guerra”. Después se empezó a usar “Holocausto” en relación al exterminio de los judíos y más tarde “Shoá”. No teníamos más familia que los otros sobrevivientes que habían llegado a Buenos Aires. Eran para mí mis tíos y después sus hijos fueron mis primos. Aunque no éramos parientes, nos emparentaba la experiencia común y el aprendizaje de la nueva vida, el nuevo idioma, los nuevos códigos. Las conversaciones entre ellos en aquellos primeros años giraban alrededor de sus historias de supervivencia, cómo había sido, dónde, cuánto tiempo y cada tanto alguien decía “¿saben quién se salvó también?” y era rodeado por todos sedientos de saberlo, a ver si se trataba de algún familiar o algún amigo de los tantos que habían perdido. Las historias que escuchaba eran mis cuentos de hadas. Algunas horrorosas, como son muchos de los cuentos, otras maravillosas y esperanzadoras. De entre las muchas que oí algunas me son inolvidables. Por ejemplo la de Hanka y yo le pedía que me la contara una y otra vez, y que fuera siempre con las mismas palabras que yo esperaba expectante. “Yo tenía 5 años, me decía, y un día mi mamá me hizo entrar con ella en un ropero y acurrucarnos detrás de la ropa. Se oían ruidos y portazos. Pregunté ¿qué pasa? y mamá dijo ¡sh! ¿por qué no puedo hablar? porque si nos descubren nos matan, ¿por qué me quieren matar si me porté bien?”.
¿Por qué me quieren matar si me porté bien? ¿Se dan cuenta de la enormidad de esa pregunta? Es un misil contra todo nuestro cuerpo educativo porque si portarse bien no es garantía ¿cuál es?. Y cuando se desata un genocidio, no quedan garantías. Para nadie. Eso lo sabemos muy bien las víctimas y los sobrevivientes de la Shoá. Y es de eso que quiero hablarles hoy.
Tal vez alguien podría preguntarse ¿qué tiene que ver con nosotros? La Shoá, el Holocausto, es algo que les pasó a los judíos, hace mucho y en países que cuesta ubicar en el mapa.
¿Para qué sirve conocer el pasado si no es para aprender de sus lecciones? “Los que no recuerdan al pasado están condenados a repetirlo” dijo el filósofo George Santayana. Oímos y repetimos esta frase, a veces tergiversada como los pueblos que olvidan su pasado están condenados a repetirlo, y nos quedamos con la tranquilizadora idea de que no olvidar es bastante. Y no lo es.
Pocos hechos de la historia son tan recordados, investigados, difundidos y memorializados como el Holocausto y sin embargo, este recuerdo constante no impidió que los genocidios se siguieran desatando sobre nuestra humanidad estuporosa.
Es que recordar no alcanza. Hay que aprender. La Shoá, instalada como un hecho clave del siglo XX, como el paradigma del MAL, cuestiona y fuerza a revisar las bases y los valores que nos sostienen como sociedad. De ahí que la Shoá tiene mucho para enseñar.
La Shoá nos enseña la importancia de advertir los primeros brotes del MAL para arrancarlos cuando empiezan a asomar. Como el baobab que debía arrancar El Principito todas las mañanas para asegurarse de que no invadiera la tierra, debemos estar alertas ante esa tierna hierbita que se ve inofensiva pero que si la dejamos crecer se volverá asesina. El siglo XX será recordado como el de los genocidios. Y ya en el siglo XXI siguen habiendo poblaciones y grupos humanos sujetos a similares tropelías, amenazas y hechos criminales. Los que estamos atravesados por la Shoá de manera personal tenemos mucho para decir. Nosotros sabemos. Lo hemos vivido. Nos debemos al mundo.
La Shoá nos enseña que cuando se desata un hecho genocida, tiene su propia dinámica y es muy difícil, casi imposible, frenarlo y detenerlo. Lo vimos en decenas de lugares, en los Balcanes, en Ruanda, en Camboya, lo estamos viendo en Siria. Con el alcance y la inmediatez de los medios, vemos en la televisión, leemos en los diarios lo que está pasando y seguimos con nuestras vidas porque ¿qué podríamos hacer? ¿qué influencia tiene cualquiera de nosotros en las decisiones geopolíticas y en las decisiones de gobiernos dictatoriales o fuerzas para militares?
La Shoá nos enseña que debemos sacudirnos la indiferencia. Los sobrevivientes han vivido con estupor y dolor la no intervención del mundo. Cuando nos preguntamos qué pensaba la gente que leía las noticias en la comodidad de sus casas, si nos atrevemos, deberemos aceptar, con pena y angustia, que probablemente hacían lo mismo que nosotros, que decimos ¡qué horror ese chiquito muerto en la costa del Mediterráneo! ¡qué terrible! nos servimos más café y cambiamos de canal.
La Shoá nos enseña que es esencial estimular el juicio crítico en los jóvenes para que estén adecuadamente defendidos de los lavados de cerebro instilados por los medios y los formadores de opinión. Y no solo sobre cuestiones de discriminación étnica o religiosa, también de discriminación de género, corporal, y tantas otras. En la actualidad se cierne sobre nosotros una nueva amenaza, la pos verdad, ese enunciado basado en la opinión del hablante y no en los hechos, que legitima mentiras transvestidas con ropajes atractivos. Se enuncia con ligereza y prende en más de uno que lo toma por cierto como acabamos de ver en un reciente y lamentable programa de la televisión abierta.
La Shoá nos enseña el enorme poder de la propaganda que ha conseguido reformatear las cabezas de tantos alemanes durante el nazismo, de tantos europeos durante siglos respecto a los judíos que les ha llevado a tomar por ciertas las patrañas más increíbles y malévolas. Los mismos principios de esta misma propaganda construyen consenso y opinión para vender tanto candidatos políticos como mercancías. Una consecuencia de esto que nos enseña la Shoá sería instituir en las escuelas como materia la “Deconstrucción de la propaganda” que enseñe y estimule a analizar lo difundido por los medios para tener claro a quién le hablan, qué nos quieren hacer creer, qué quieren conseguir de nosotros. A modo de vacunación preventiva, sería una forma de generar los anticuerpos ante el constante bombardeo de las pos verdades tendenciosas y así entrenar y desarrollar en los jóvenes un pensamiento crítico liberador.
La Shoá nos enseña acerca de los múltiples recursos disponibles para sobrevivir que tenemos los humanos. Los judíos hemos sido un pueblo pacífico durante veinte siglos de convivencia en Europa, un pueblo que siempre alentó el estudio, la lectura, la higiene corporal y alimentaria, cuyo objetivo central es la protección del desamparado y el necesitado y, sin entrenamiento alguno en la resistencia, recurrimos a cuanto medio tuvimos a mano para sobrevivir y salvar a nuestras familias. Cuando todo parece imposible, los humanos de pronto descubrimos recursos y fortalezas que nos permiten sobreponernos y luchar.
Durante la Segunda Guerra Mundial, aunque solo los judíos estábamos destinados al exterminio total, también fueron víctimas los gitanos, los discapacitados físicos y mentales, los opositores políticos, los masones, los testigos de jehová y los pueblos ocupados.
Pero la Shoá nos enseña, y ésta es su suprema lección que quiero dejar hoy, es que hay una víctima que aún permanece en las sombras y que es preciso sacar a la luz.
Se trata de la esperanza. La esperanza puesta en el progreso, el humanismo, la ciencia y la educación.
Esa esperanza suponía que después de la Primera Guerra el mundo habría aprendido que la guerra no era el camino
que las personas comunes respetarían la moral más elemental
que los ingenieros, médicos, académicos y burócratas se opondrían con firmeza a planificar, construir y hacer funcionar una maquinaria asesina
que la gente común, los testigos indiferentes, los que vieron y no pudieron o no quisieron hacer nada, no sucumbirían presos del terror o la indiferencia, haciéndose cómplices por omisión
que el efecto de la propaganda no sería tan poderoso como para lavar los cerebros de un modo tan trascendental e inhumano
que los gobiernos de tantos países no harían la vista gorda ni permitirían la ejecución de ningún plan exterminador.
Todas esas esperanzas se hicieron trizas durante el Holocausto, hirieron de muerte a la fe en el progreso y al poder de la educación, nos dejaron desnudos, desvalidos e impotentes frente al derrame de tanta iniquidad y el despliegue impúdico del MAL con mayúsculas.
Porque la gran víctima del Holocausto es la Humanidad toda que debe digerir que la vara de lo imposible descendió hasta el infierno, que el asesinato industrial, arbitrario, racional, burocrático y planificado, integra hoy las expectativas de lo posible.
Es tanto lo que fracturó el nazismo respecto de los valores básicos de una convivencia civilizada que aún nos resistimos a ver su alcance y profundidad. El Estado nazi era el eje rector, los individuos meras piezas que podían ser desechadas con ligereza, total sometimiento al poder gubernamental sin posibilidad alguna de oposición ni reflexión, antidemocrático, totalitario y tiránico. El Plan Maestro del nazismo no terminaba con el exterminio del pueblo judío y los otros grupos humanos mencionados. Era solo el comienzo. Continuaría con los colores que no correspondían al estereotipo de “raza” superior pergeñado por el nazismo: los afrodescendientes negros, los orientales amarillos, los nativos e indígenas americanos rojos, australianos y asiáticos, los marrones de India. Tarde o temprano, todos estaban destinados a la esclavitud, al sometimiento y al exterminio. Pero, aunque el Plan Maestro Planetario se frustró por la derrota en la guerra, la idea de que era posible quedó instalada en la Humanidad.
Por eso a las víctimas de la Shoá se suman hoy tantos otros, los asesinados en Guatemala, Ruanda, en los Balcanes, Darfour, Siria, en Nicaragua, la Argentina, Armenia, en Timor Oriental, Chile, el Holodomor de Ucrania, Camboya, los Roma y los Sinti, los Herero y Namaquas, en México, en Congo, los Rohingyas en Birmania, los cristianos en Siria y la lista sigue porque el infierno habilitado por el nazismo abrió las puertas del MAL.
Definimos a este MAL como el de los genocidios, diferente del mal con minúsculas, el de la vida cotidiana, el que hacemos los mamíferos cuando atacamos o nos defendemos. El MAL con mayúsculas es solo humano y es una consecuencia de los estados totalitarios y de las situaciones genocidas.
El mundo entero es víctima del Holocausto porque fue entonces que se estableció que no hay nada que un ser humano no pueda hacerle a otro, que los límites impuestos por la educación y la convivencia son frágiles, que las sociedades humanas son sumamente vulnerables. En manos de líderes carismáticos, la codicia, el ansia de poder y la convicción de la propia supremacía, son estímulos letales. No importa la razón. Sea geopolítica, sea económica, sea religiosa o, como en el caso del Holocausto, una mentira como el falso concepto de “raza”, TODOS somos potenciales víctimas, ninguno de nosotros sabe si en algún momento de su vida no quedará del lado equivocado y entonces, parafraseando al pastor Niemoeller cuando vengan por uno, ya no quede a quien recurrir. Porque como bien dice Jorge Drexler “todo es cuestión de lugar y momento, yo podría haber sido el pianista del gueto de Varsovia”.
Toda guerra, todo hecho genocida, toda lucha armada genera poblaciones migrantes, demografías cambiantes, sucesivas pérdidas y fracturas. Desplazados ayer, desplazados hoy en esta tragedia de las migraciones forzosas. Y en todo hecho genocida hay por lo menos tres protagonistas: el perpetrador, la víctima y el testigo indiferente. La gran mayoría es el grupo de los testigos indiferentes, los que se paralizan, los que dejan hacer. Igual que en el bullying, los que se ríen, los que no se oponen son los que hacen posible la agresión y la afrenta. Y ésta es otra de las lecciones de la Shoá, los que pueden cambiar el curso de las cosas son los testigos, los que deben romper la burbuja protectora de la indiferencia.
Quiero terminar con un relato y una cita. El relato es para mostrar lo que puede enseñar la Shoá, por ejemplo para hablar de deshumanización, el paso previo que permitirá asesinar y hacerlo evidente de un modo que llegue, que nos toque, que nos conmueva.
Relato de Judith Horvat y la menstruación.
Y en esta fiesta de la cultura, del libro y la lectura, con su enorme poder para la formación y construcción de ciudadanos responsables, cito un pedido del maestro Haim Ginott.
Querido profesor: Soy sobreviviente de un campo de concentración. Mis ojos vieron lo que ningún ser humano debería testimoniar: Cámaras de gas construidas por ingenieros ilustres, niños envenenados por médicos altamente especializados, recién nacidos asesinados por enfermeras diplomadas, mujeres y bebés quemados por personas instruidas en Escuelas, Liceos y Universidades.
Por todo eso, querido profesor, tengo serias dudas acerca de la educación, y le ruego: Ayude a sus estudiantes a volverse humanos.
Su esfuerzo, profesor, nunca debe producir monstruos eruditos y cultos, psicópatas y Eichmanns educados. Leer y escribir es importante solamente si está al servicio de hacer a nuestros jóvenes seres más humanos.
Disertación inaugural de la Feria del Libro de Bragado. Agosto 1, 2018