Beatriz tenía tres hijos y cinco nietos. Ese jueves la esperaban en el grado de su nieto menor, Lucas, de 7 años para compartir con los chicos anécdotas o lo que quisiera contarles sobre su infancia, esas actividades con los abuelos que ahora se hacen en las escuelas.
¿Qué contarles? ¿Qué de su lejana infancia podría serles de interés? Pasó revista a algunos hechos notables. Los sabañones de las mañanas frías. Las clases de religión. Las visitas a la Unidad Básica donde le daban muñecas, libritos coloridos y escuditos. El día que vió el techo lleno de estrellas del Ópera. Las corridas angustiadas al almacén porque se venía la revolución. El día en que entronizaron la bandera de actos y era la abanderada y no se podía rascar la pierna porque estaba en medio del escenario. Los juegos en la calle, la escondida, saltar a la soga, el dinenti, la tapadita, la esquinita. Y “un marinerito me tiró un papel a ver si quería casarme con él…”. La radio, las aventuras de Tarzán mientras tomaba la leche, o los Pérez García y el Glostora Tango Club con la cena. Cuando vino la tele, “2050 llamando a jefatura” y las aventuras del Cisco Kid. Nada la convencía. Hasta que se acordó de lo que pasó en su cumpleaños de 9.
La esperaban en ronda. Lucas vino y se sentó a su lado en clara señal de posesión. La seño la presentó y se hizo el silencio. Beatriz, el centro de 16 pares de ojos expectantes, sacó una foto suya con trenzas y unos moños así de grandes mirando a la cámara con sonrisa forzada. “El vestido me lo hizo mi mamá” empezó. “¿Sabía hacer vestidos?” le preguntó una nena llena de rulitos. “Sí, los vestidos comprados eran muy caros, era para mi cumple de 9, la primera vez que me hacían una fiesta”. “¿En serio? ¿Por qué?” preguntaron casi a coro. “Porque veníamos de un país en donde no se hacían. Yo había ido a cumples de mis compañeras de grado que eran tomar chocolate caliente, apagar las velitas y comer la torta y entonces le pedí a mamá uno que fuera igual. Por eso el vestido de la foto.
Todo estaba listo. La mesa del comedor con un mantel blanco, las tazas para el chocolate, la torta con las velitas y los globos sobre la ventana. Eran las 5 en punto, la hora en que empezaban entonces los cumpleaños. Mamá y yo nos sentamos en el hall esperando el timbre con las invitadas. Pasaban los minutos. Era las 5 y diez. Las 5 y cuarto. Y el timbre no sonaba. Me asomaba a cada rato a la ventana para ver si venía alguna chica, pero no venía ninguna. Mamá me preguntó a qué hora las había invitado. No entendí lo que me decía, le dije ‘yo no invité a nadie’. ‘¿¿¿¡¡¡¡Cómo que no invitaste a nadie!!!!???’ gritó mamá. Me sentía muy confundida y un poco asustada, ‘¿es que no saben que hoy cumplo los años?’ le pregunté. Yo creía que todos sabían y que no hacía falta decir nada. Por eso a mi cumple de 9 no vino nadie”.
Se hizo un pesado silencio en el aula. Los chicos la miraban como si hubiera venido de otro planeta. Al cabo de unos instantes que se hicieron eternos uno preguntó “¿tu mamá no lo mandó por uasap?”, “no, explicó, no había celulares ni computadoras”. Y “¿por qué no lo mandó al Cuaderno de Comunicaciones o no hizo tarjetas con dibujos y colores?” las manitos levantadas preguntando lo tan obvio.
Desde la rutina naturalizada de los cumpleaños que conocían no se podían imaginar además que era chocolate caliente y torta, nada más. Tanto es así que, como colmo de los colmos, un chiquito preguntó angustiado “Y cuando vinieron los animadores, ¿tu mamá qué les dijo?”.
Publicado en La Nación, 1 de diciembre 2018