“EL DILEMA DE IRSE O QUEDARSE” - [1]
En La Lengua del Tercer Reich[2], Víctor Klemperer hizo una exhaustiva descripción del lenguaje con el que el nazismo denominaba sus acciones para ocultar sus verdaderos propósitos asesinos. A la deportación se la llamaba traslado, a los campos de concentración y exterminio, nuevos destinos o campos de trabajo, a los judíos arreados y empujados dentro de los vagones, se los llamaba cargo o piezas, al asesinato planificado y legislado en enero de 1942, solución final. Estos eufemismos conseguían evitar la repulsa emocional y social ante los crímenes que tenían lugar y así mantenían el apoyo de las masas. Basado en un antisemitismo naturalizado a lo largo de siglos, primero los germano parlantes y después extensas poblaciones del resto de Europa, no veían con malos ojos el antisemitismo exclusionista aunque probablemente se opondrían por razones humanitarias al antisemitismo exterminacionista[3]. Excluir y despojar no estaba mal, pero matar, eso sí que no. Los nazis se cuidaron bien de mantener el secreto de las operaciones genocidas. Tanto ante la población no judía como ante los mismos judíos que al no saber cuál era su destino final aceptaban las nuevas condiciones impuestas creyendo que así lograrían sobrevivir. Un ejemplo es la estación de tren de Treblinka, donde llegaban, todos diariamente 3.000 judíos que serían asesinados en el mismo día, al cabo de lo cual otros prisioneros se ocupaban de dejar el “escenario” limpio para el ingreso de la nueva carga del día siguiente. Día tras día se desnudaba a 3.000 personas y se las asfixiaba con monóxido de carbono en cámaras selladas. Día tras día los miembros de los Sonderkommando despegaban el amasijo informe de cuerpos sólidamente apretados e hinchados por efectos del gas, los trasladaban uno a uno a fosas comunes, los cubrían con cal viva, seleccionaban y catalogaban las pertenencias que habían dejado para después limpiar todas las huellas del crimen. Treblinka era un campo de exterminio, no se hacía otra cosa allí que matar. El tren diario llegaba por la mañana temprano a la estación. Un paredón de madera mostraba el cartel “Treblinka” y sobre él un reloj. El reloj de la perversidad. No era un reloj de verdad con minutero y aguja horaria móviles que cambiaban de lugar según el paso del tiempo. Era un reloj pintado, un círculo con los doce números y la hora probable de la llegada del tren por la mañana. El reloj de Treblinka, el reloj de la perversidad, es un buen ejemplo de la necesidad que tenían los nazis de engañar a sus víctimas. Si los desdichados que emergían enceguecidos de los vagones, cansados, asustados, hambrientos y sedientos, hubieran sospechados siquiera que morirían en pocos minutos, no se habrían puesto en fila, no habrían caminado hacia donde les indicaban, no habrían promovido la obediencia a sus hijos. Ese reloj pintado daba la ilusión de la normalidad, les hacía creer que todo estaría bien de ahora en más. Porque ¿a quién se le hubiera ocurrido que iban a pintar un reloj como simulacro de normalidad? ¿A quién?
Los estados totalitarios deben conseguir el apoyo popular para sostenerse en el poder y hacer realidad sus designios. No es posible si se dice la verdad. La verdad del asesino no genera simpatía ni apoyo. Para ello es preciso presentar los hechos de un modo digerible y así evitar las resistencias morales. Por eso los nazis usaron la palabra Kristallnacht.
Kristallnacht es una formulación cuasi poética, esa “noche de los cristales” más que decir, oculta lo ocurrido esa fatídica noche de noviembre. Vemos inmediatamente las fotos habituales de los frentes de negocios judíos con sus vidrieras rotas y los fragmentos de vidrios esparcidos por la calle. ¿Quiénes tiraron las piedras que quebraron los vidrios? Si tomamos la versión oficial nazi se trató de jóvenes rebeldes y aventurados o quizás buenos alemanes enojados luego de conocida la muerte de von Rath. Son imágenes que no llegan a ser delictivas, algo más que travesuras, a manos de nacionalistas y leales ungidos en espíritus vengadores por la muerte del diplomático alemán en Paris. Claro que sabemos que las cosas no fueron así, pero lo sabemos solo los que lo sabemos. Los que no lo saben, no tienen más que los rótulos, los títulos y las fotos de vidrieras rotas, no saben que no saben, no saben sobre lo asesinatos y las deportaciones, sobre el terror desatado, los incendios, los robos, sobre la organización concienzuda que produjo el estallido de violencia de una manera simultánea en toda Alemania y en Austria, no saben que fueron incendiadas 267 sinagogas, que 177 de ellas fueron totalmente destruidas, que se dañaron casi 8 mil negocios de los que casi todos quedaron en escombros, que fueron arrestados y trasladados a campos de concentración 20 mil judíos, que fueron asesinados casi cien, que fueron profanados los cementerios judíos, que fueron humillados, golpeados y torturados decenas de miles ante la vista indiferente del público y las fuerzas del orden que habían recibido órdenes de intervenir solo si las llamas ponían en peligro edificios vecinos cuyos propietarios no fueran judíos.
Estas órdenes y la simultaneidad de los vandalismos revela que la pretendida espontaneidad no fue tal. La acción del 9 de noviembre de 1938 fue precedida sin lugar a dudas por una ardua y estudiada organización, provisión de recursos, armado de equipos de asalto, entrenamiento previo, motivación, sistema de comunicaciones y traslados, aparato de propaganda, difusión masiva por el medio entronizado por el nazismo como su herramienta más poderosa de penetración e influencia, la radio. Años después, en la década del noventa, la radio fue el vehículo que multiplicó la consigna asesina en toda Ruanda y gran parte de su población Hutu asesinó de manera sangrienta y a machetazos a sus vecinos y amigos Tutsis. Estas cosas no se han de manera espontánea. Son explosiones de violencia generadas, alimentadas, sostenidas y planificadas por una entidad poseedora de la logística y el poder apropiados. Fue luego de una intensa campaña propagandística, igual que en la Alemania nazi. ¿Espontáneo? Lejos de ello. Pensado, armado, estructurado y ejecutado por el aparato estatal.
El 9 de noviembre tenía además una gran resonancia simbólica para el partido nazi. La coincidencia de la fecha misma es hartamente reveladora. Un 9 de noviembre de 1918, 30 años antes, había abdicado el Káiser Guillermo II, y con ello el fin de la monarquía en Alemania, para Hitler y sus simpatizantes “una traición al alma alemana”. Quince años después, un 9 de noviembre de 1923, tuvo lugar el Putsch de la Cervecería, el intento fracasado de toma del poder en Munich cuya consecuencia fue el arresto de Hitler; el futuro Führer aprendió entonces que el poder solo sería conseguido mediante el voto popular, y hacia ello dedicó sus esfuerzos una vez fuera de la cárcel con el texto “Mi lucha” terminado de escribir. La fecha elegida para la acción de 1938 no fue por cierto azarosa, hasta hay una progresión aritmética precisa, de quince en quince años[4].
En Alemania desde fines de los 1970 el nombre oficial es Reichspogromnacht, la Noche del Pogrom del Reich. Algunos lo abrevian Pogromnacht, Noche del Pogrom, o Novemberpogrom, Pogrom de Noviembre. Pero siempre la palabra Pogrom.
¿Por qué Pogrom es apropiado? Un Pogrom se define como una explosión de violencia en manos de una turba desatada que viola, roba y asesina a mansalva a una población judía indefensa sin mediar razón real. Un Pogrom surge como providencial distractor del disgusto popular redirigido hacia un ataque a los judíos. Se da rienda suelta a la hostilidad y se ofrece un blanco que satisface tanto al gobierno impopular como a la turba hostil. Es una acción injusta y brutal sobre los judíos definidos reiteradamente como “enemigo interno”, “culpable de lo malo” en un efecto aglutinador de las masas cohesionadas frente al enemigo común. La palabra Pogrom no es una palabra del habla común como “noche”, “cristales” y “rotos”. Para los que no saben lo que pasó, la palabra Pogrom no evoca imágenes construidas previamente ni simulacros ni disimulos usados por el nazismo para ocultar sus crímenes. Es como la palabra Shoá, una palabra que debe ser explicada pues no es evidente por sí misma.
Además del Pogrom de noviembre y de los sucedidos en Rusia en los primeros años del siglo XX, también hubo Pogroms después de la Shoá. El 4 de julio de 1946 se desató uno brutal en la ciudad polaca de Kielce. Henryk Błaszczyk, un niño de 8 años, había desaparecido y cundió el rumor de que los judíos, los regresados de los campos de concentración, lo tenían secuestrado. Otra vez el mito del “libelo de sangre”, la acusación medieval de que los judíos secuestraban niños cristianos para desangrarlos y usar su sangre en sus rituales satánicos y en la preparación de la matsá. La vieja acusación, con resonancias míticas familiares, llevó a que la policía comunista junto con una turba enfurecida asesinara 9 judíos a balazos, 2 con bayonetas y el resto a golpes o pedradas. Murieron ese día 42 hombres, mujeres y niños, todos sobrevivientes del horror nazi y otros 40 quedaron gravemente heridos. El Pogrom de Kielce determinó la emigración de Polonia de los pocos judíos que habían regresado con vida de la ordalía asesina de la Shoá. Henryk, el niño perdido, apareció unos días más tarde diciendo que se había escapado a la casa de un tío en los suburbios.
Tal vez sería bueno revisar el modo en que llamamos a esta conmemoración. En vez de Kristallnacht, por ejemplo, Novemberpogrom -Pogrom de Noviembre-. Tal vez por unos años habrá que hacer lo mismo que hoy se hace con la palabra Shoá a la que se agrega Holocausto. Sería entonces “Pogrom de Noviembre conocido como la Kristallnacht”.
Es frecuente que se discuta acerca de cuándo comenzó la Shoá. El punto de comienzo depende de dónde se ubique el puntapié inicial, hacia cuánto tiempo atrás uno se remonta en la concatenación de la historia. Antisemitismo en el mundo cristiano, acusaciones de deicidio y libelo de sangre, prohibiciones y anatemas de la Iglesia; la Inquisición, España y la “pureza de sangre”, primera formulación de lo que después sería la teoría racial; Protocolos de los Sabios de Sión, caso Dreyfus, teoría racial (nacimiento del antisemitismo con pretensiones científicas), Primera Guerra Mundial, pacto de Versalles y la alianza de las potencias occidentales para adjudicarle toda la culpa de la guerra a Alemania, revolución bolchevique, desarme alemán y pago de terribles indemnizaciones, debilidad de la República de Weimar, hiperinflación de Alemania en la década del veinte, débacle económica del treinta, ascenso de Hitler en el 33, leyes de Nürenberg en 1935, ingenuidad de las potencias europeas que creían en el apaciguamiento de la sed de poder de Hitler al aceptar la anexión de Austria en marzo del 38 y la entrega de los Sudetes a en octubre del 1938 y la ocupación de Checoslovaquia entera en marzo de 1939. Son todos hitos necesarios, imprescindibles para entender la tortuosa cartografía que llevó a la Shoá. Pero si tenemos que marcar un punto de comienzo, el punto de inflexión, es sin duda el Pogrom de Noviembre. Fue una prueba piloto que demostró que era posible cometer fechorías criminales de manera impune y que el aceitado aparato de propaganda facilitaría al pueblo alemán tragar el duro bocado sin culpas ni críticas. Decía la propaganda que los judíos eran los culpables, el enemigo interno que había que erradicar, la fuente de todos los males. Culpables del asesinato de von Rath a manos de Herszl Grynszpan en Paris, culpables de que Alemania entrara en la Primera Guerra, culpables de la “puñalada por la espalda” de la social democracia, culpables del desempleo, culpables de la amenaza del comunismo, culpables de la codicia del capitalismo, del asesinato de Cristo, de la peste negra, del rapto, desangrado y asesinato de los niños cristianos para cumplir sus rituales demoníacos. Todo ello se desplegó en la campaña propagandística que supo explotar el antisemitismo “naturalizado” durante 16 siglos. Un antisemitismo tomado como algo que no requiere revisión ni discusión, un antisemitismo que todos entienden, que todos saben, que todos comparten. El aparato de Goebbels desde su Ministerio de Propaganda, diseñó las estrategias y tácticas para que el sentimiento antijudío fuera avalado, difundido y legitimado. Fue el sustento de los ataques perpetrados ese 9 de noviembre de 1938 y que hoy recordamos. La estrategia fue difundir que la muerte de von Rath fue un ataque a todo el pueblo alemán, parte de las “conspiraciones” judías para socavar al Reich y justificaba la violencia pública “espontánea” contra los judíos, porque se trataba de un castigo colectivo.
El historiador Hermann Graml[5] enumera varias etapas de la deshumanización nazi del judaísmo europeo: la 1ª etapa fue “la inversión de la emancipación”, durante los primeros años del Reich (1933-1935) se redujeron los derechos civiles de los judíos, derechos conquistados durante una emancipación bienintencionada que proclamaba que eran ciudadanos con igualdad de protección social, económica y política. Graml denominó a la 2ª etapa (de 1935 a 1937) el “aislamiento” de los judíos alemanes cuando pasaron a ser no-ciudadanos, sin derechos e imposibilitados de hacer reclamos al estado. La 3ª etapa fue la “expropiación” (1937-1938), cuando los nazis les quitaron a los judíos alemanes los bienes líquidos y materiales, el despojo total. La Kristallnacht representó el punto culminante de esta etapa.
Los gobiernos y la prensa internacional condenaron los vandalismos realizados de manera pública. La condena, aunque tibia, enseñó una nueva lección a los nazis: debían mantener el secreto, las violencia contra los judíos debería tener lugar fuera de la vista del público. Los campos de exterminio se ubicaron por ello lejos de la gente y fuera de Alemania: 6 en Polonia y 1 en Yugoslavia[6].
Las reacciones adversas internas fueron pocas, pobres y en general ineficaces durante la Shoá. Hubo sin embargo algunos casos que nos hacen pensar que tal vez podría haber habido otro curso de los acontecimientos si la oposición hubiera sido abierta y decidida. Por ejemplo, el cese del gaseamiento de los discapacitados como parte del programa de eutanasia llamado Operación T4 fue consecuencia de la oposición de la población civil luego del sermón público del obispo católico Clemens August Conde von Galen del 3 de agosto de 1941. Otro hecho digno de mención es el protagonizado por las esposas “arias” en la Rosentrasse en febrero y marzo de 1943, que permanecieron a la intemperie en el frío invierno a las puertas de la Gestapo en Berlín, pidiendo la liberación de sus maridos judíos, cosa que finalmente consiguieron. Sus esposos, 1.800 judíos tomados prisioneros, les fueron devueltos y hasta 25 que habían sido deportados a campos de concentración fueron traídos de regreso sanos y salvos. Hubo otros hechos de oposición al nazismo, por ejemplo el grupo estudiantil “La Rosa Blanca” al que pertenecieron Sophie Scholl y su hermano, pero fueron pequeños, pobres y poco efectivos. Durante 1938, no hubo ninguno. Las potencias internacionales condenaron pero dejaron hacer, tomaron por cierta la imagen poética de la Kristallnacht y la versión oficial difundida por el nazismo. Tratando de apaciguar al Führer, dejaron solos a los judíos alemanes y austríacos. Éste fue el comienzo de la Shoá: la comprobación de que al nazismo todo les sería permitido, de que no habría oposiciones ni obstáculos siempre y cuando se contaran versiones digeribles que permitieran que las buenas conciencias del mundo siguieran confiadas y cómodas confiadas en las escenografías que mantenían bien oculto el verdadero propósito del nazismo[7]. La Shoá, definida como el asesinato del pueblo judío, ideado, planificado, organizado y ejecutado por el Estado Nazi, comenzó cuando los jerarca nazis supieron que no tendrían oposición ni interna ni externa, cuando luego del Pogrom de Noviembre los judíos quedaron a la buena de Dios.
La querida, recordada y extrañada Rachel Hodara nos enseñaba sobre las preguntas que no debían hacerse sobre la Shoá porque, decía, revelaban que quien las preguntaba no sabía nada de cómo había sido la Shoá. Una de esas preguntas era ¿por qué no se fueron de Europa?, ¿por qué no se fueron en el 33 cuando ascendió al poder un hombre que no había ocultado sus ideas y propósitos en su libro “Mi lucha”? ¿Por qué no se fueron después de septiembre de 1935 cuando fueron promulgadas las Leyes de Nürenberg y los médicos y abogados no pudieron ya ejercer sus profesiones, cuando no se podía tener empleados “arios”, cuando los niños judíos fueron echados de las escuelas, cuando las restricciones les impedían casi todas las cosas que habían sido su vida normal poco tiempo antes? ¿por qué no se fueron cuando estuvieron obligados a vender sus empresas por monedas en el proceso de arianización de los capitales judíos? ¿Por qué no se fueron, finalmente, después del Pogrom de Noviembre? ¿Por qué no se fueron los polacos judíos después de la invasión de Alemania en 1939? ¿Por qué no se fueron los checos y los rumanos, los holandeses y los griegos, los franceses y lituanos, los bielorrusos, los eslovacos, los húngaros? ¿Por qué no se fueron los judíos de Europa cuando aún estaban a tiempo?
Ante todo, no es verdad que no se fueron. Algunos se fueron y así salvaron sus vidas. Pero la mayoría no se fue y de este modo perecieron seis millones, un tercio de la población judía mundial de entonces.
Charles Papiernik, un querido sobreviviente de Auschwitz que escribió varios libros con el testimonio de su historia, un luchador incansable por la causa de la memoria y la justicia, me dijo un día, casi como al pasar: “Mirá vos lo que son las cosas: los pesimistas se fueron, los optimistas nos quedamos…” y dejó su mirada celeste presa de un interrogante perturbador que me sigue acosando. El dilema de irse o quedarse.[8]
Para irse se requería tener dinero, conexiones en el mundo no judío y un destino donde ir. Veamos cada una de estas condiciones. Con dinero se podían conseguir los pasajes y también, y fundamentalmente, los documentos necesarios, los pasaportes, visados, las llaves que abrirían las cerradas puertas de la emigración en ese mundo convulsionado, el “ábrete Sésamo” que conduciría a la salvación. Con las conexiones se podía acceder a todo lo anterior porque las documentaciones y trámites estaban enmarañadamente obstaculizados para los judíos. Pero hacía falta un destino a donde ir, tal vez la condición más difícil. A partir de 1938 todas las puertas estuvieron cerradas para los judíos. En la conferencia de Évian-les-bains, a la que asistieron más de 32 países en julio de 1938, el único que ofreció albergue a los refugiados judíos que golpeaban las puertas de las embajadas, fue la República Dominicana. Ningún otro país. En consecuencia, sin dinero, sin conexiones y sin destino, no había posibilidad alguna de escape.
Pero hay aún otro factor digno de mención y que toca el corazón de la perturbadora reflexión de Papiernik acerca del optimismo y el pesimismo, un aspecto si se quiere subjetivo, más difícil de asir y evaluar. Había que estar convencido de que se estaba en verdadero e inminente peligro, de que no había salida, de que la amenaza de muerte se cernía de manera inexorable. Porque ¿quién deja su lugar, su idioma, su cultura, sus propiedades si es que las tiene, su oficio, profesión o actividad, sus vecinos, su historia, así como así si no cree que el peligro es concreto e ineludible? No se deja todo lo que uno tiene, todo lo que uno hizo, todo lo que uno es, por una simple sospecha. La mayor parte de los judíos europeos pensaban que las cosas no podían ser peor, que la cordura finalmente se recuperaría, que el mundo no permitiría la repetición de las atrocidades cometidas durante la Primera Guerra, que nadie quería otra guerra. Y una de las características de los seres humanos es nuestra plasticidad y capacidad de adaptación a condiciones difíciles y a recuperarnos después. Es como la experiencia de la rana colocada en un recipiente con agua y puesta al fuego. A medida que la temperatura del agua asciende el cuerpo de la rana se adapta a la nueva temperatura como forma de preservarse. Cuando entra en ebullición ya es tarde para salir y salvarse. Su gran capacidad de adaptación es lo que la lleva a la muerte. La promesa de la vida es una condición con la que todos contamos, así como la expectativa del Bien. El Mal –entendido como el mal gestionado por un Estado sobre un grupo humano tomado como enemigo interno al que hay que aniquilar- es siempre una sorpresa, no es algo con lo que contemos, es un accidente inesperado porque nuestra naturaleza está orientada a la vida.
No hay respuestas a la pregunta de cuál es el mejor camino, si el pesimismo o el optimismo, no las hubo durante la Shoá ni las hay en nuestra vida cotidiana. Es un planteo dilemático, algo que no tiene una solución apropiada. Hágase lo que se haga es imposible anticipar cuál es el camino adecuado. Hay que aprender a vivir con esa incertidumbre, tomarla como parte de la vida. Es otra de las lecciones que están a nuestra mano de la Shoá y que no siempre queremos tomar, aprender e incorporar. Parecemos preferir la búsqueda de respuesta unívocas, mantener la ilusión de que alguien, alguna vez, sabrá exactamente lo que hay que hacer. Nos resulta casi insoportable la idea de no tener recetas para encontrar el camino justo en el momento adecuado y así salvarnos y salvar a nuestros seres queridos.
Quiero terminar honrando a Marek Edelman, fallecido el 2 de octubre pasado. A la edad de 23 años fue uno de los fundadores del ŻOB[9] y uno de los dirigentes del levantamiento judío del gueto de Varsovia. Perteneciente al Bund, sobrevivió a este levantamiento, participó al año siguiente del levantamiento polaco de Varsovia y decidió a diferencia de la gran mayoría de los sobrevivientes, quedarse en Polonia. Estudió medicina, fue cardiólogo y participó en el movimiento Solidaridad. No le gustaba vanagloriarse de lo hecho durante la Shoá, descreía de heroísmos y ese tipo de construcciones posteriores con objetivos ideológicos y políticos. Cuando todos los judíos sobrevivientes abandonaban Polonia, él fue uno de los pocos que se quedó allí. Le preguntaron por qué, y respondió “alguien tenía que quedarse con los muertos”.
Por la vida. Por el futuro de nuestros hijos y nietos. Porque persistamos en el intento de construir un mundo que abra las puertas a la vida, a la esperanza y al amor.
¡Am Israel Jai!
[1] Pronunciado en el Acto de Kristallnacht 2009 organizado por el Comité Venezolano de Amigos de Yad Vashem, B´nai B´rith Venezuela, CAIV y WIZO.
[4] El mismo día pero en 1989 cayó el Muro de Berlín. ¿Casualidad? ¿Planificación? Lo cierto es que el 9 de noviembre sumará este nuevo hecho, ahora positivo, a la luctuosa efemérides nacional. Además, al día siguiente se conmemora el nacimiento de Martín Lutero, sucedido en 1483 en Eisleben y muchos sobrevivientes recuerdan que los festejos solían comenzar el día anterior, es decir, el 9 de noviembre. Es curioso cómo en una misma fecha convergen tantas cosas importantes para el pueblo alemán.
[7] Como sucedió en junio de 1944 cuando una delegación de la Cruz Roja visitó el campo de Theresienstadt (o Terezin) donde se le ofreció una puesta en escena de un campo “modelo” que los visitantes tomaron por cierto a pesar de serias evidencias en contra.